Nunca he sido fuerte en derecho: soy jorobado, pero a pesar de
eso, me agrada el estudio de la jurisprudencia. Tengo un amigo, juez de
primera instancia retirado del servicio, que suele ilustrarme en cuestiones
de este género. Anoche tuve el placer de dirigirle por escrito
una interpelación, y esta mañana he recibido su respuesta.
Como el asunto de que trata es muy interesante, incluyo aquí su
carta:
Muy querido amigo: |
Aunque me tiño, tengo canas. Y hago a Ud. esa observación,
porque me falta al respeto preguntándome lo que me pregunta.
¿Ha tenido derecho el señor gobernador del distrito,
para prohibir a las mujeres que no son señoras la entrada al
jardín público del Zócalo? Contesto afirmativamente.
La autoridad puede indisputablemente prohibir esos espectáculos
promiscuos, como usted puede, sin que ninguno se lo impida, separar
del corral en donde tiene sus gallinas japonesas, los animales que
les sean nocivos. Esto es lógico. |
En lo que yo presumo que se equivoca la prensa y el gobierno es en
la pretendida importancia de esas desgraciadas. Tienen una reputación
usurpada, como esos solterones que pasan por peligrosos desde el periodo
de Santa Ana y son incapaces de romper un plato. Son como el Teatro
Arbeu: todos vaticinamos que se incendiaba la primera noche de su
estreno, y Villalonga perdió todos sus dientes antes de que
el siniestro aconteciera. |
A este propósito, voy a contarle a Ud. mis impresiones
personales. Hace sesenta años, tres días, nueve minutos,
que este obediente servidor de Ud. arribó a México.
Mi padre había puesto en mi cartera de cuero... no de Rusia,
tres libranzas de a mil pesos, y me había dicho como en la
"Gracia de Dios". ¡Busca tu vida! Lo primero
que yo busqué para ponerme en orden, fue una chaqueta de
mahón, dos botas de vaqueta y tres docenas de paliacates
colorados. Puse estas provisiones en un gran baúl, cerré
el candado, y después de las despedidas habituales, tomé
asiento en un enorme coche de colleras, cuyo mayoral tenía
todas las trazas de un mendigo. Como mi pueblo estaba a cincuenta
leguas de México, tardé mes y dos días en todo
el viaje. Llegué a la ciudad cuando ya el sol se había
puesto detrás de las montañas: no era noche de luna,
sin embargo, las calles estaban completamente a oscuras. Yo, pobre
provinciano que no había soltado aún el pelo de la
dehesa, sentí que el corazón se me saltaba al divisar
las torres de la Catedral, y poner mi planta profana en las losas
resquebrajadas de la calle. ¡Estaba en México! Absorto
en mis pensamientos y maravillado de mi propia fortuna, me dirigí
a la casa de unos tíos, que ya estaban dispuestos para recibirme,
y en cuya casa, limpia como una taza de plata, pasé mis mocedades.
A los quince días conocía ya como la palma de la mano
todas las maravillas que por aquel entonces encerraba la ciudad:
el caballo de Carlos IV, el convento de San Francisco, la Catedral,
la Inquisición y la Alameda. Entre otras cosas, conocía
a una señora de no muy limpia fama, con quien, no sin grandes
tropiezos y remilgos, habíame presentado Vicentito, el niño
de la casa. Se llamaba Carmen. Malas lenguas afirmaban que su más
poderoso arrimo era un cierto oidor un certain dervis
que como casi todos los oidores del tiempo virreinal, solía
ser sordo. Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que Carmen era
todo lo que se llama una real moza. No estaba ya en sus quince.
Mí amigo aseguraba que estaba entrada ya en los veinticinco;
pero Dios sabe cuántas semanas, meses o años hacía
de eso. Su casa, que estaba casi en las afueras de la ciudad, era
de lo más lujosa que se podía obtener en aquel tiempo.
En la sala había seis sillas de manzanitas con su correspondiente
asiento de amarillo tule, y haciendo veces de alfombra recorría
la pieza una franja angosta de humildísimas esteras, conocidas
vulgarmente con el prosaico nombre de petates. Sobre dos
rinconeras elegantes, en cuyas columnas no solamente había
manzanas sino otras frutas y diversas flores dibujadas, estaban
dos pantallas hermosísimas, supremo lujo de aquellas épocas
felices. Aquel debía ser algún obsequio del oidor.
Todo en aquella casa estaba puesto con un lujo idéntico,
desde la cama de madera pintada de verde, con el sacrificio de Abraham
en la cabecera, hasta el pañolón de Malinas que Carmen
se prendía con exquisita gracia sobre el seno. |
Aquellas fueron mis primeras relaciones amorosas. Conservo aún
la cuenta; me costaron quinientos doce pesos. |
Veinte años después, como en esa novela de Alejandro
Dumas que sirve de compendio histórico a nuestros escritores,
cuando hablan de Luis XIV o Richelieu, noté que mi hijo excuso
decir a Ud. que yo llevaba veinte años nueve meses de casado
comenzaba a romper el cascarón y a salir por las noches de
su casa. Comencé a estar inquieto. La experiencia adquirida,
a costa de dinero, me hacía sospechar que aquellas deserciones
del hogar doméstico tenían un mal carácter,
como las suegras y como las picaduras de alacrán. Y con efecto,
algún tiempo después recibí una denuncia, sin
timbre, concebida en estos términos: |
"Muy querido compañero: ¿Conoce Ud. a Circe?
Es una española de importación andaluza, en cuyas
redes ha caído su hijo de Ud., Carlitos. Esta mareado, y
en atención a mis deberes de compañerismo, pongo en
conocimiento de Ud. lo que ocurre. Es grave, más grave de
lo que parece. La Circe de que hablamos come mucho. Dé Ud.
pues, una pequeña tunda al despierto mozuelo, y cinco vueltas
a la llave de su arcón. |
José |
"Postdata: La Circe vive en la calle tal, número tantos." |
No sé por qué razón no había leído
aún en el año de gracia de 41, la novela que Alejandro
Dumas hijo, publicó con el nombre de La dama de las camelias.
Presumo que fue porque no se había escrito todavía.
Ello es que yo hice exactamente lo que el padre de Armando Duval
con Margarita. Tomé las señas de la casa, y por la
tarde, mientras Carlos estaba en el despacho, me dirigí a
la calle consabida. Dicho sea para bien de la verdad, la casa no
era de tan malas apariencias. A la entrada había un largo
callejón, en cuyo centro pendía del techo un mezquino
farol, lleno de telarañas, que, en las noches, debía
esparcir una luz dudosa y triste. Entré, subí las
escaleras, toqué la campanilla de la vivienda número
diez y ocho, no sin cuidarme antes de forrar mi mano con el pañuelo,
para evitar el roce del cordón grasiento: salió una
criada, abrió el postigo, viome, entornó la puerta,
y entré con desenfado hasta la sala. El ajuar era de cerda.
En las paredes había cuatro o seis cuadros de esos que representan
la historia de Atala o las aventuras dramáticas del último
Abencerraje, estampas coloridas y encerradas en marcos de madera,
con su vidrio verdoso, puesto a modo de defensa, y que hoy suelen
hallarse en la alcaldía de algún pueblo rabón
o en la sala de algunos baños de a peseta. El espejo que
estaba sobre el sofá era bastante grande; tenía una
vara de largo y media de ancho. Sonaron pasos, se entornó
la puerta, vi aparecer una figura conocida que me tendió
los brazos... ¡Era Carmen!
|
Aquellos amores me costaron más: la factura de mi hijo llegaba
a mil doscientos pesos... |
Hace cerca de veinte días, señor Can-Can, mi hijo,
que ha dado ya a la patria diez muchachos, vino a verme. Estaba
compungido y cabizbajo. Su hijo el mayor que cumplirá
por Pascua diez y nueve mayos le había dado un gran
disgusto, pidiendo alhajas de valor en casa de Zivy, en nombre y
a cuenta de su asendereado padre. Poco se necesitó para averiguar
el paradero de las consabidas joyas. Estaban en el Montepío.
Lo m�s urgente era saber a ciencia cierta en qué había
empleado Arturo el valioso producto del empeño. ¿Quién
es ella? decía el corregidor nada bobo de que hablan las
comedias. ¿Quién es ella? dije yo. |
Ella era una mozuela que había enredado diestramente al infeliz
tontuelo. El padre, menos piadoso que el abuelo, dio una tunda al
muchacho. Pero éste, levantisco e insolente, abandonó
la casa paterna, y pasó fuera de ella todo un día.
Yo averigüé el nombre y la residencia de aquella nueva
Circe y fui a su casa. Es una habitación baja. La pieza a
donde entré está amueblada con cierta elegancia. Cuatro
grabados y dos cromos adornan las paredes. Los grabados representan
a algunas damas vestidas de verano: los cromos figuran el refectorio
y la bodega de un convento, con sus enormes pipas de clarete y sus
frailes mofletudos y rechonchos. Sobre la consola de madera fina
está un espejo, con su gran marco dorado, y en la luna, más
o menos veneciana, se refleja un reloj de bronce, cuya figura principal
es un amor en traje de baño. Hay un sofá, cuatro sillones
y media docena de sillas. En la mesa del centro se levanta un cincelado
tarjetero de marfil y alrededor, amontonados como los burgueses
que asisten a unos fuegos de artificio, empinan sus cabezas bien
peinadas o cubiertas por el sombrero de amarilla paja, algunos pastores
de opera cómica, hechos con porcelana colorida. |
No esperé mucho tiempo. A poco rato apareció la dueña
de la casa. Era Carmen. Aquellos amores de mi último descendiente
me costaron algo más que los añejos. La consumación,
como dicen los galiparlistas de café, ascendía a tres
mil pesos. |
Calcule Ud., amigo mío, si pueden ser peligrosas esas damas,
que han pasado por tres generaciones como los cubiertos de plata
y los tápalos de China. Quienes caen presos en sus redes
son de seguro tontos... En ese número, caballero, nos contamos
mi nieto, mi hijo y yo. Hago a Ud. gracia de las muchísimas
razones que podría alegar para poner en claro cómo
la ruina de los tontos es buena y conveniente para la sociedad.
B. S. M.
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C. de Z. |
Hasta aquí la carta. No agregaré una frase más.
Ya dije más arriba que no puedo escribir sobre derecho: soy
jorobado.
1 Apareció en El
Cronista de México, como uno de los artículos
de la serie Memorias de un vago, el 9 de julio de 1881. va
firmado "M. Can-Can". Usamos el título que parece
pedir el asunto.
No ha sido recopilado hasta ahora.
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