Problema irresoluble

"Juanita no sabe servir, pero es muy lista y aprenderá pronto.

"Blanca estará muy contenta con su doncella galleguita, porque dentro de dos meses le será muy útil, pero es preciso desasnarla.

"Queda cumplido su encargo, y yo me repito su seguro servidor y capellán, que besa su mano. —Blas Padilla."

Así terminaba la carta de recomendación con que Juanita había llegado a casa de Emilio. Porque Emilio encargó una chica a Galicia para que sirviera de doncella a su mujer.

Emilio y Blanca estaban en la luna de miel, y a Blanca, como a todas las recién casadas, le sobraban muchas horas del día, y era para ella una diversión enseñar a Juanita y estudiar la sorpresa que le causaban todos los refinamientos de la civilización.

Apenas podía la chica comprender que algunas veces llegara un hombre a arreglar las uñas de las manos a su señorita, ni que todos los días viniera una mujer expresamente a peinarla; pero lo que más le asombraba era el teléfono, y al tercer o cuarto día de estar en la casa la sorprendió Blanca en el aparato, teniendo una trompetilla en la oreja y hablándose a sí misma con la otra.

Pero rápidamente, con esa educabilidad y esa aptitud de asimilación que tan en alto grado poseen las mujeres, Juanita vestía como las criadas de Madrid; hablaba a su señorita en tercera persona; cantaba todo lo que oía tocar en los organillos y lucía, como una pulsera de oro, esa cinta negra con que se oprimen la muñeca de la mano derecha las chicas que por planchar mucho sufren en esa parte del brazo.

Juanita había dejado en su pueblo un novio; a un novio a quien quería de todo corazón, como quieren los que no tienen otra cosa con que ocupar su cerebro, y el novio Nicolás había prometido escribirla. Juanita esperaba con impaciencia aquella carta; pero, por su desgracia, la chica no sabía leer y vacilaba entre el placer de recibirla y el disgusto de tenerla entre las manos, anhelando por conocer el contenido; de modo que unas veces deseaba la llegada de la carta y otras tenía miedo de recibirla.

Por fin, una tarde la señorita le dijo:

—Juanita, aquí tienes una carta de tu pueblo.

Y Juanita se puso tan encendida de vergüenza, que Blanca comprendió en el acto que era de un novio y no de la familia; pero no quiso decirla nada.

Toda la tarde y toda la noche estuvo la chica desesperada; miraba la carta, le daba vueltas, intentaba abrirla y en seguida se arrepentía. ¿Qué le diría Colás? ¿La querría mucho? ¿Le daría alguna mala noticia?

Aquello la preocupaba de tal manera, que apenas pudo dormir. Bien podía, y así lo comprendió, darle la carta a alguna persona que se la leyese. Pero ella no tenía confianza más que con la cocinera, y la cocinera no sabía leer.

A la mañana siguiente, Blanca le dijo:

—¿Qué te dicen de tu casa? ¿Están buenos?

Juanita no sabia mentir todavía, y como aquella pregunta la sorprendió, contestó sencillamente.

—No he leído la carta.

—¡Qué! ¿no sabes leer?

—No, señorita.

—¿Por qué no te la ha leído alguna de las otras criadas?

—Porque me da vergüenza.

—¿Quieres que yo te la lea?

—¡Ay! ¡Sí! Pero ¿cómo se va a enterar la señorita de lo que me dicen?

—Te ofrezco que no me entero — dijo riéndose Blanca.

—Pero ¿cómo no se ha de enterar la señorita? Cuando oiga yo lo que dice, también lo oirá la señorita.

—Pues chica, eso no tiene remedio.

—Sí tiene; pero me da miedo decírselo a la señorita, no se vaya a enojar conmigo.

—No me enojo. Dímelo.

—La verdad, no; no lo digo.

—Mira, te lo mando yo.

—Pues lo diré. Si la señorita fuera tan buena de leerme la carta, para que la señorita no la oyera le taparía yo las orejas.

Blanca se echó a reír con tanta franqueza y tanta alegría, que Juanita estaba azorada; pero después de haberse desahogado riéndose a toda su satisfacción, dijo Blanca:

—Muy bien. Haremos lo que tú dices; dame la carta; colócate detrás de la butaca y tápame los oídos.

Juanita entregó la carta. Tapó con sus dos manos los oídos de Blanca, y con una fisonomía de infantil atención, como un pájaro que oye tocar un violín o una flauta, escuchó la lectura, interrumpida a cada momento por las alegres carcajadas de la lectora.

Colás la seguía queriendo: se acordaba mucho de ella, sobre todo cada vez que miraba salir la vaca o la burra que ella tenía costumbre de sacar al campo; le encargaba que no le olvidara; que procurara ahorrar algunos cuartos para ayuda del casamiento, y, sobre todo, que no dejara de contestarle.

Terminó la lectura de la carta; doblóla Blanca, y como ya Juanita le había destapado los oídos, preguntó fingiendo la más profunda ignorancia:

—¿Oíste bien?

—Sí, señorita.

—¿Y qué te dicen? ¿Están buenos?

—Están bien todos; pero me encargan que conteste.

—¿Y cómo vas a contestar si no sabes escribir?

—Pues yo no sé qué haga.

— Óyeme: si quieres yo escribiré; pero has de pensar un modo de que yo no me entere de lo que escribo.

—¿Y cómo será eso?

—Pues así; como inventaste la manera de oír leer la carta sin que yo la oyera; y te prometo que haré lo que me digas.

—¡Qué buena es la señorita! Pues voy a pensarlo —y salió de allí contentísima, dando vueltas en la memoria a las palabras de Colás.

***

Muchos días pasaron, y mucho caviló la pobre chica; pero no ha llegado a descubrir el modo de que la señorita pueda escribirle a Colás sin enterarse de lo que ella le diga.

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