Un Stradivarius |
Qué es lo que usted desea? Pase usted,
caballero; aquí hay todo lo que puede necesitar. Tome usted
asiento si quiere... Mil gracias. Deseaba yo ver unos ornamentos de iglesia de mucho
lujo. Aquí encontrará usted cuanto necesite: casullas,
capas pluviales, cíngulos, amitos, paños de corporales,
palios, en fin, todo muy bueno, de muy buena clase, muy barato y para
todas las fiestas del año. Pues veremos; porque tengo un encargo de un tío muy
rico, de Guadalajara, que quiere hacer un obsequio a la Catedral. El vendedor era el señor Samuel, un rico comerciante y dueño
de una gran joyería situada en una de las principales calles
de México; pero en ella tanto podían encontrarse collares
y pulseras, pendientes y alfileres de brillantes, de rubíes,
de perlas y esmeraldas, como ornamentos de iglesia, y custodias de
oro, y cálices y copones exquisitamente trabajados, como lujosos
muebles y objetos de arte, de esos que constituyen la floración
del gusto. El señor Samuel, bajo de cuerpo, gordo, blanco, rubio, colorado,
con la cabeza hundida entre los hombros y las narices entre los carrillos,
tenía fama de ser un judío porque se llamaba Samuel,
porque era muy rico y muy codicioso, porque gustaba mucho de comer
carne de cerdo, lo cual para el vulgo era una prueba de que su religión
se lo prohibía, fundándose en que la prohibición
causa apetito, y, por último, porque los sábados estaba
tan alegre como los cristianos en domingo. El otro interlocutor era un joven pálido, alto y delgado,
mirada triste, melena lacia, levita negra vieja y pantalón
ídem, es decir, negro y viejo. Además, aunque esto debía
ser accidental, llevaba en la mano izquierda un violín metido
en una caja forrada de tafilete negro con adornos de metal amarillo,
que semejaba el ataúd de un párvulo. A no caber duda, era un músico. Dejó el músico la caja sobre el mostrador. Comenzó
don Samuel a presentar ornamentos y se tomaron medidas, y se hicieron
cálculos, y comparaciones, y apuntes, y, por fin, después
de cerca de una hora de conferencia, el músico tenía
ya todos los datos para escribir al tío y esperar la respuesta
y el giro, y recoger los objetos elegidos. Guardóse en el bolsillo
el presupuesto definitivo, y antes de retirarse dijo a don Samuel: ¿Tendría usted inconveniente en que dejara yo
aquí este violín, mientras no le necesito, para no tener
que cargar con él hasta mi casa, que vivo lejos? Ninguno contestó el judío. Pero es que quisiera yo que no fuera a maltratarse, porque
lo estimo en mucho. ¡Oh! Pierda usted cuidado: vea usted dónde le
coloco, y ahí lo encontrará usted sin que nadie lo haya
tocado. Y como trataba de halagar a tan buen comprador, colocó cuidadosamente
la caja en una vitrina en el lugar más ostensible de la tienda. *** Ala mañana siguiente, entre la multitud de compradores que
entraron en la casa de don Samuel, llegó un caballero como
de cuarenta años, de aspecto aristocrático, elegantemente
vestido. Buscaba un alfiler pata corbata, y no pudo hallarle tal y
como lo deseaba; pero, ya al retirarse, le llamó la atención
la caja del violín tan vieja y maltratada en medio de tantos
objetos brillantes y lujosos. ¡Qué! ¿También vende usted instrumentos
de música, o tan bueno es ese violín que lo guarda usted
aquí, en esa caja tan horrible? No es cosa mía: me lo dejaron a guardar, y con tales
recomendaciones que sólo ahí me pareció seguro. ¡Hombre! pues es curioso: enséñemelo usted,
que yo soy también aficionado a violines: ¡debe ser cualquier
cosa! El judío bajó la caja y la abrió: el caballero
tomó el instrumento, se lo colocó garbosamente como
quien acostumbrado estaba a pulsarle, pasó el arco sobre las
cuerdas, miró el violín con extrañeza y lo volvió
por todos lados; percutió la caja con el dedo, y después
de tan maduro examen, alzó el rostro, y mirando fijamente a
don Samuel, le dijo con solemnidad: Pues no es una cualquier cosa como yo había creído;
éste es un violín de Stradivarius legítimo, y
si usted quiere por él seiscientos duros, en este momento,
sin moverme de aquí, se los doy y me lo llevo. El judío abrió desmesuradamente los ojos y la boca
y los oídos, y hasta las manos, no sólo por el descubrimiento,
sino porque soñaba en una buena ganancia comprando el violín
al pobre músico, que de seguro estaba necesitado y de seguro
también no sabía el gran precio del instrumento. Ocurriósele
en seguida lo que debía hacer, y contestó a aquel caballero
diciéndole: Mire usted, el violín no es mío; pero si usted
tiene tanto empeño en poseerle hablaré al dueño,
aunque me parece que ha de ser exigente y ha de querer mucho por él. ¿Que si tengo empeño? Pues ya lo ve usted; como
que ésta es una alhaja de príncipe. En París,
cuando por casualidad hay un Stradivarius, vale como quina diez o
doce mil francos. ¿Y hasta cuánto puedo ofrecer? Pues oiga usted mi última palabra. Si me lo consigue
usted por mil duros, le doy a usted cincuenta de corretaje, y pasado
mañana vendré a saber la resolución, porque tengo
que salir para Veracruz y no puedo perder más tiempo. *** Al siguiente día el pobre músico llegó a la
casa del judío; no había noticia aún del tío
que encargaba los ornamentos, pero el músico venía a
recoger su violín. El judío lo sacó de la vitrina afectando la mayor indiferencia,
y antes de entregarlo le dijo: Hombre, si quisiera usted vender este violín yo tengo
un amigo que es aficionado y quiero hacerle un obsequio, supuesto
que usted dice que es bueno. ¡Oh! no, señor; yo no lo vendo. Pero yo lo pago muy bien; le daré a usted trescientos
duros. ¿Trescientos duros, señor? Por el doble no lo
he querido vender. ¡Bah! ¡Si esas son exageraciones! Pero, para que
vea usted que quiero favorecerle, le daré seiscientos. No, señor, de ninguna manera. Setecientos. Mire usted; estoy muy pobre, tengo que sostener a mi madre,
que está enferma, y cubrir además otras necesidades.
Si usted me diera ochocientos duros se lo dejaría, pero en
el acto; y lo habría usted de quitar de aquí en seguida,
porque es para mi como arrancarme un pedazo del corazón. Don Samuel hizo el cálculo, ochocientos me cuesta: en mil
se lo doy al caballero que debe venir esta tarde, y que me ha ofrecido
además un corretaje de cincuenta; gano doscientos cincuenta
de una mano a otra. Y continuó diciendo en voz alta. Bien, joven; para que vea usted que tengo empeño en
servirle, aquí están mis ochocientos pesos. Y abriendo una caja de hierro, sacó en oro el dinero, que
entregó al músico. El joven lo recibió profundamente conmovido; y diciendo a
media voz: "¡Madre mía! ¡madre mía!",
y enjugando con un pañuelo viejo una lágrima que brotaba
de sus ojos, salió del almacén precipitadamente. *** Ocho días transcurrieron sin que el caballero que deseaba
comprar el violín se presentara en la tienda a cumplir su promesa,
cuando entró por casualidad en ella uno de los más famosos
violinistas europeos, que había llegado a México a dar
algunos conciertos. A ver qué le parece a usted este violín le
preguntó don Samuel, que ya le conocía, abriendo la
caja y mostrándole el Stradivarius. El maestro tomó el violín, empuñó el
arco y le hizo correr dos o tres veces sobre la encordadura. Pues esto es una carraca; con cinco duros estaría bien
pagado. Si matara un desengaño, al día siguiente debían
haber enterrado a don Samuel. Muchos años después enseñaba el violín,
diciendo: Fui muy bruto. Ochocientos duros me ha costado esta lección de música. |