Las madreselvas

Conocí a Ben-Hamín, a bordo del Scotia, en un viaje que hicimos de Liverpool a New York.

Estaba siempre sobre cubierta envuelto en una especie de bata, mostrando unas babuchas de tela tan extraña como la de la bata, con el rojo tarbuch inclinado hacia atrás. No leía, pero meditaba; su larga y rizada barba blanca le cubría la mitad del pecho, y sus grandes ojos negros se escondían debajo de las cejas, tan largas y pobladas que parecían dos alas de pichón blanco.

No sé qué negocio le trajo a Madrid, porque jamás le pregunté, primero porque no me lo habría dicho, y luego porque no me importaba; pero éramos viejos conocidos, y venía a comer conmigo algunas veces a mi casa, en la calle de Serrano. Una noche, era en verano, le noté alguna preocupación, y durante toda la comida pude observar que evitaba cuidadosamente el contacto de las flores de madreselva que se colgaban fuera del ramo que adornaba el centro de la mesa.

Picó esto mi curiosidad, y no era hombre de quedarme con la duda; esperé que sirvieran el café, y cuando ya los criados se habían retirado, le dije:

—Si no lo tiene usted por indiscreción, le ruego que me diga por qué le causan disgusto las flores de la madreselva.

—¡Oh! —me dijo—, no son las flores las que me repugnan; es toda la planta.

—¿Y por qué?

—Es una historia que nada tiene de secreta; por el contrario, desearía que todos vosotros, europeos y americanos, la supiérais; quizá os sería útil.

—Cuéntela usted, cuéntela usted —dijimos todos.

—Pues voy a complaceros, refiriéndoosla tal como la aprendí en un viejo manuscrito.

Ben-Hamín cerró los ojos como para reconcentrarse en sí mismo, e inclinó la cabeza; la luz eléctrica daba a las canas de su barba el brillo de la plata bruñida.

Aquella escena iba volviéndose solemne: el silencio en la calle era completo, y como el comedor de mi hotel está en el piso bajo, entraba por las abiertas ventanas en torrente el perfume de las azucenas del jardín.

Transcurrieron así algunos segundos. Después Ben-Hamín alzó el rostro, y más bien que como recordando, como leyendo en un libro abierto en el espacio, comenzó de esta manera su narración:

—En el nombre de Dios, clemente y misericordioso, cuenta Abu-Said (bendígale Dios), que en los tiempos del profeta Mahoma (complázcase Allah con él), los compañeros del Profeta, Alí, Abi-Talib y Jalid, vencieron al rey Almohalhal, y después que llegaron los creyentes y arrasaron la ciudad y cautivaron a sus habitantes, Jalid, el vencedor de las batallas, encontró sobre un montón de ruinas, y en medio de cadáveres de los infieles, a una niña que no tenía más edad que dos años.

La niña no lloraba; abría sus grandes ojos negros, mirando pasar a los vencedores y a los vencidos, y oyendo las maldiciones de los descreyentes y las alabanzas de Dios. Jalid acercóse a la niña, y la levantó y la puso delante de él en su caballo, y la sacó del combate, procurando cubrir su desnudez con la banda de su turbante, porque la niña era muy pequeña, y Jalid no quería cubrirla con ropas que estuvieran impuras con la sangre de los infieles.

Cuando el Profeta recibió a Alí y a Jalid, que volvían vencedores, abrazóles a sus pechos y besóles entre sus ojos; y Jalid dijo al Profeta, mostrándole la niña:

—He aquí esta hija de una mala raza; pero que en mi casa crecerá como hija y no como cautiva, porque apenas sabe hablar y ya pronuncia las palabras terribles: "No hay más Dios que Allah, y Mahoma es su enviado".

***

Y cuenta el narrador que así pasaron muchos años, y la niña se hizo una doncella, y era tan hermosa como las más hermosas de las hijas de los creyentes, y los hombres más ricos y los más valerosos la pedían a Jalid para casarse con ella; pero ella nunca quiso casarse, y siempre ponía plazos que nunca llegaban a cumplirse.

Pero tenía la doncella en sus ojos, y cuando pensaba que no la miraba nadie, unos rayos de luz tan terribles, como si los encendiera Haritsú, el enemigo de Dios y de los hombres; y pusieron a la niña de nombre Halima, en memoria de la mujer que había criado al Profeta, y seguía viviendo en la casa de Jalid, en donde no sobraban las riquezas, pero llegaban las bendiciones de Dios y de su enviado.

***

Un día Omar, el terrible (bendígale Dios), que ocupaba ya el trono del Profeta, vio llegar a Jalid con el rostro descompuesto, y pintada la pena en su boca y el furor en sus ojos.

Y Jalid contó al sucesor del Profeta cosas terribles que había descubierto en su casa: que en la noche le había parecido oír ruidos en los aposentos de las mujeres, y que, inspirado por el Profeta, levantóse de su cama y salió sigilosamente, y vio que una de las mujeres, vestida de blanco, se separaba de la casa y caminaba apresurada; siguióla, y atravesaron largo trecho hasta llegar a un cementerio, y allí la mujer que había salido de la casa de Jalid se unió a un grupo de viejas lamias y de espíritus malos, que comenzaron a profanar las sepulturas, celebrando con los cadáveres el más repugnante de los banquetes. Y cuando ya la luz del día estaba próxima, los malos genios y las lamias desaparecieron, y la mujer, al regresar a su casa, cruzó delante de Jalid, que estaba oculto, y Jalid conoció a la doncella Halima, de la raza de Almohalhal (maldígalo por siempre Allah).

Omar oyó la relación y se indignó hasta lo más profundo de su corazón, y saliendo con los de su séquito a un campo, hizo cavar allí una sepultura y traer en seguida la doncella Halima, y enterrarla viva como castigo de su gran delito.

Porque la justicia de Omar era terrible, y no hubo piedad, de su hijo Abu Hasma cuando le hizo morir a fuerza de azotes por haber cometido un crimen, y porque se cumpliese aquel versículo alcoránico que dice:

"Cuando la hija enterrada viva sea preguntada por qué crimen fue muerta".

Pero el maldito Haritsú, enemigo de los hombres y de Dios, que una vez tomó la figura de Salomón para engañar a sus súbditos, y que era muy sabio y muy malo, dijo a la doncella cuando la enterraron: "¡Oh Halima, no temas, que yo te sacaré viva y delante de tus enemigos!" Y cuando la tierra hubo acabado de cerrarse sobre la doncella, Haritsú quiso levantarla y sacarla a la superficie; pero la maldición del Profeta pesaba encima como un mundo de bronce, y todos los esfuerzos del maldito fueron inútiles, y al través de la tierra pasaban sólo las carnes de la doncella como brotes de hierba, y entonces se convirtió en una de estas plantas que llamáis madreselva.

Por eso siempre la madreselva se siembra sobre los sepulcros y penetran sus raíces hasta llegar al cadáver, y cuando ya nada queda por devorar, sino los huesos áridos y polvorientos, entonces también la madreselva se seca y muere.

Por eso también no se necesita abrir un sepulcro para saber si se ha consumido o no la carne mortal, y basta mirar la lozanía de la planta.

Y acabóse esta leyenda en honor de Allah, que sobre todas cosas es poderoso y pone en todo el sello de su sabiduría.

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