II

Hace unos cuantos días hablábamos del punto de vista adoptado por las personas que dentro y fuera de México discuten, en el aspecto internacional, el problema de nuestro petróleo, y decíamos que esta discusión seguirá girando en torno a los cuatro puntos siguientes: el derecho del gobierno de México para utilizar los recursos naturales del país en la forma que más le convenga; la validez de la Constitución de 1917; la congruencia entre el artículo 27 constitucional, que declara bienes de la nación los depósitos petrolíferos, y el artículo 14 del mismo código, que establece el principio de no retroactividad de las leyes; y, finalmente, el derecho de las potencias extranjeras a dar por irrecusable en este asunto su intromisión diplomática.

Otro es el aspecto del mismo problema, visto desde nuestro territorio. Cuando deja de atenderse particularmente a los conflictos internacionales que la nueva legislación puede provocar, y se piensa sólo en la necesidad de esta legislación como una medida protectora de la riqueza pública de México, pierden su importancia primera los argumentos favorables o adversos a los intereses petroleros creados, y tan sólo queda en pie el deber ineludible de que la nación lleve a cabo una política bien concebida ya y bien resuelta. Porque si bien es verdad que ninguno, entre los compromisos contraídos por la Revolución, y consagrados por la Carta Magna de Querétaro, encierra mayor gravedad ni mayores peligros que la nacionalización del petróleo, también es cierto que el sentir público mexicano estima ya conquista intocable esa medida revolucionaria, debido, más que a otra cosa, a la estrecha relación que existe entre ella y muchas necesidades de nuestra economía interna.

Y al juzgar así, la opinión pública no se engaña. La nacionalización del petróleo en México no es, como algunos suponen, una simple aventura fiscal o un mero ensayo de bolchevismo, sino una reforma orgánica de la cual dependen transformaciones profundas en la capacidad económica del país. El alud de comentarios, protestas, disputas y temores nacidos de ella se debe justamente a su carácter inminente, a la gran suma de verdad que en ella se descubre tan pronto como se le compara con las condiciones actuales. Los ojos del mundo entero están ahora puestos en nosotros, no tanto por la mucha riqueza extranjera cuya suerte se fallará aquí, cuanto porque, al mismo tiempo, se trata de definir derechos fundamentales en la órbita de un pueblo.

Ciertamente, no faltan políticos ni publicistas mexicanos para quienes el problema del petróleo empieza en el momento en que fue redactado el artículo 27 de la Constitución; en otras palabras, gente que no mira en todo esto más que una tempestad internacional torpemente desencadenada, la cual hay que aplacar. Y los que así piensan, piensan también que el medio más inteligente, más adecuado, más sencillo de resolver el problema se reduce a suprimir o modificar a toda costa el artículo 27, regresando, si es preciso, a la Constitución anterior. Este modo de ver las cosas, por supuesto, es el que más se aleja del corazón del asunto y de cuanto él promete a la nación mexicana.

Para los países interesados en el petróleo de nuestro país, no hay más problema petrolero que el de sus intereses. Pero para nosotros, lesionar los intereses privados en forma mínima, ya sean éstos nacionales, ya extranjeros, es sólo una parte de las consideraciones que deben tomarse en cuenta al llevar a cabo la política del petróleo. Lo esencial del asunto para México es la necesidad de nacionalizar y tener bajo la mano algo que es enorme riqueza pública; lo incidental, lo transitorio es que una parte de esta riqueza pertenece a capitalistas extranjeros y que ello da lugar a complicaciones con el exterior.

Tal parece ser, a nuestro juicio, el punto de vista que debe normar la interpretación mexicana de la cuestión del petróleo, y ese mismo punto de vista mide la responsabilidad del gobierno. Nuestros estadistas, nuestros legisladores están obligados a superar el conflicto cumpliendo con la promesa revolucionaria de nacionalizar los yacimientos petrolíferos, pero evitando, a la vez, el escollo internacional que amenaza interponerse. No puede el gobierno declararse incapaz de eludir los conflictos internacionales y renunciar entonces a la política petrolera revolucionaria, ni tampoco insistir en ésta a costa de peligros exteriores graves. Su deber, su compromiso, es encontrar el justo medio, el camino inteligente.

22 de mayo de 1919