PROPENDEMOS los mexicanos, por razones
educativas, a ver siempre las cuestiones que atañen a nuestro
país tan peculiar en su origen, en sus elementos formativos
y en su historia paralelamente a las que ha suscitado la vida
de otros pueblos a los cuales nos parecemos muy poco. No sospechamos
que debe existir una sustancia propia en el fondo de cualquier idea
nacional para que sea fecunda, y que solo como luces o rectificaciones
accidentales pueden añadírsele las influencias extrañas.
Bien a causa de nuestra pereza mental; bien por estar acostumbrados
al brillo e interés de los aspectos últimos del pensamiento
europeo, no buscamos tener vida intelectual auténtica ni en lo
que arranca del corazón mismo de los problemas sociales mexicanos.
Estamos condenados a cierta condición perdurable de dilettanti.
En el mejor de los casos no pasamos de ser solícitos espectadores
de cuanto sucede más allá de nuestras fronteras, más
allá de los mares. Casi no tenemos arte vernáculo;1
carecemos de filosofía y ciencia propias; nuestra religión
nunca ha provocado entre nosotros conflictos de carácter meramente
espiritual. No niego eso no que de vez en cuando nos vanagloriemos
de no sé qué investigaciones y descubrimientos mexicanos;
tampoco falta en nuestras escuelas la figura de tal o cual varón
sapientísimo cuya ciencia ponderan todos, todos ensalzan, si
bien a nadie es dado comprobarla por sí mismo, pues esos nuestros
sabios poco hablan y jamás escriben; ni es raro en nuestro país
el ánimo esforzado de alguno que, de buenas a primeras, se sienta
a escribir un libro para enmendar la plana al sabio extranjero del día:
en México se desconoce la enorme labor, nunca interrumpida, que
se requiere en el mundo de la ciencia para pretender la borla. Vivimos
aún en la dorada etapa del genio, del hombre maravilloso que,
en un rato perdido, se toma grave y explica el mundo. Además,
confundimos las ideas, confundimos los valores: creemos que lo mismo
es un abogado que un humanista, un cirujano que un biólogo, un
boticario que un químico. Habituados a hojear un libro hoy y
otro mañana, suponemos que así se encuentra la directriz
de la vida de un pueblo. ¿Hay nada más común y
al mismo tiempo más horrible que esa facilidad con que cualquiera
se improvisa catedrático en nuestras escuelas? Y ya no hablo
de aquellas ocasiones en que, llevado de un entusiasmo generoso, o ante
una laguna inesperada, alguien se pone a enseñar materias extrañas
a su especialidad; aludo a la improvisación sistemática,
a la creencia de que lo más enmarañado puede aprenderse
en un día y enseñarse en el siguiente. Para los mexicanos,
el discernimiento es un juego juego que poco practican;
y como gente que piensa poco, ignoran que nada hay más difícil
que manejar ideas. Somos dilettanti.
Pero es lo peor que, con todo este arsenal de superficialidad y pedantería,
nos transportamos al terreno de nuestros problemas sociales. Nos resistimos
a pensar en estos problemas directamente. Casi nada sabemos de la historia
de México porque, como no está escrita, para medio
entenderla hay que fatigarse entre muchos papeles; pero algún
manual hemos leído de la historia de Francia de la historia de
Inglaterra o de la historia de los Estados Unidos, y eso nos basta.
No sabemos de motín que no sea explicable por el mecanismo de
la Revolución francesa, ni entendemos de Constitución
que no se parezca a la Constitución yanqui. Para qué afanarse,
si ya todo está resuelto, y tan vigorosamente!... Nuestra realidad
patria es triste, es fea, es miserable. ¿A qué estudiarla?
Además, estamos tan mal educados, que nuestros sentidos mismos
no nos sirven: no sabemos ver ni somos capaces de palpar. Nos consta
que en nuestro derredor existe un desconcierto, una anormalidad esencial,
una imposibilidad de seguir viviendo así; pero estamos vendados
enfrente de los hechos, revolviéndonos sin saber dónde
dar y pensando no en quitarnos la venda para ver, sino en repasar lo
que hemos oído, lo que se nos ha dicho, para descubrir así
la verdad. De esta suerte se perpetúan nuestros males. Fuera
de los reformadores a quienes no ha de confundirse con
los constituyentes, nadie ha querido pensar en México
en la realidad mexicana. Deslumbrados por la mucha claridad que ven
nuestros ojos en tierras ajenas, aún vamos a tientas entre las
tinieblas que pesan sobre el campo nuestro, incapaces de escudriñarlo
y encontrar sus caminos propios. ¿Comprenderemos algún
día que, por baja que nos parezca su calidad, el material patrio
es el que debemos trabajar, poniendo en él nuestras manos y aplicándole
las reglas que le cuadren? ¿Creeremos alguna vez que lo demás
es efímero? ¿Que se hace obra más firme y duradera
labrando el barro como barro, que labrándolo como oro?
1 Me refiero al arte
criollo, no al indígena.
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