LA INCONSCIENCIA MORAL DEL INDÍGENA

BUENA parte de las consideraciones que hasta aquí se han hecho acerca del estado actual de postración servil en que yacen los pobladores indígenas de México se funda en una base falsa o, por lo menos, exagerada: el supuesto gran desarrollo material, intelectual y, sobre todo, moral alcanzado por los indios hasta la llegada de Cortés. A esta exageración —engañosa cuando se aprecia el valor de la masa indígena como uno de los elementos constitutivos de la sociedad mexicana— han contribuido diversas causas: la natural tendencia ponderativa de los primeros españoles venidos a América; el noble afán de los frailes de la primera época por hacer la figura del indio más digna de conmiseración; la tendencia de los cronistas e historiadores mexicanos a acrecentar el pasado glorioso de una de las dos ramas de su estirpe.
Pero, a no dudarlo, las cosas deben de haber sido de otra suerte y más en armonía con el aspecto que les conocemos en los siglos coloniales y el que ofrecen aún, al cabo de cien años de vida independiente.

Mucho tiempo antes que la estrella de los conquistadores brillara sobre las tierras que habrían de ser más tarde la Nueva España; las civilizaciones aborígenes de México habían fracasado ya por una circunstancia de orden espiritual. La superstición y el temor religiosos, móviles supremos que todo lo habían encauzado hasta allí, quedaron inánimes a espaldas del progreso material de que fueron origen; presa de su ardor, habían lanzado, con el último magno esfuerzo, las fuentes mismas de su energía, construyendo un mundo superior al verbo de que ese mundo emanaba, y destinado así a perecer desde la misma hora de su nacimiento.

¿Cómo explicarse de otro modo aquella civilización indígena, tan incoherente y extraña si hemos de tener por cierta la esencia de nuestros relatos históricos? Sólo un impulso inconsciente, aunque poderosísimo, pudo producir la avanzada organización azteca en una sociedad inhumana y antropofágica, cuya religión, amasada de supersticiones y terrores, no conoció los más débiles destellos de la moral.

Verdad es que fácilmente se cae en el error de transportar a cada uno de los aspectos de la vida indígena el grado de perfección de lo que fue en ella excelente; y así se ha llegado hasta suponerles un código de moral. Mas todo esto es vano. El culto efímero de Quetzalcóatl, divinidad humanitaria y dulce, y su destierro definitivo, señalan la culminación y descenso del alma indígena, el esfuerzo máximo que ella no pudo realizar y del cual volvió más débil que nunca y, por lo tanto, más inhumana y más cruel.

Fue en medio de este largo periodo de crisis cuando llegó el conquistador, quien, con su ansia brutal y estruendosa, desconcertó y dejó informe un alma que aún no se hacía. Después, ¿qué decir del imperio colonial, régimen de explotación desatada en un país cuya riqueza principal eran los indígenas, régimen sostenido por un sistema tutelar de los espíritus adecuado a aquella explotación? Unos cuantos frailes bondadosos y venerables, los que llegaron con las primeras naves a la Nueva España, cogieron al indígena, lo bautizaron apresuradamente y lo abandonaron después, idólatra aún, en los umbrales del cristianismo. Otros vinieron más tarde, pero ya no a cristianizar ni a predicar como los primeros, sino a explotar y dominar como los conquistadores, a trocar en oro la carne y el alma indígenas. De manos, del cacique cruel pasó el indio a las del español sin piedad y a las del fraile sin virtud; ya no perecía por millares elevando pirámides y templos sangrientos, pero moría construyendo catedrales y palacios; ya no se le inmolaba en los altares del dios airado, cuyo furor se apagaba sólo con sangre: se le sacrificaba en las minas y en los campos del encomendero, cuya sed de oro no se saciaba nunca.

Desde entonces —desde la Conquista o desde los tiempos precortesianos, para el caso es lo mismo— el indio está allí, postrado y sumiso, indiferente al bien y al mal, sin conciencia, con el alma convertida en botón rudimentario, incapaz hasta de una esperanza. Es verdad que más tarde vino la Independencia y con ella un ligero descoyuntamiento del régimen colonial; verdad también que andando el tiempo se hizo la Reforma; mas ¿qué han sido para el indio la una ni la otra? ¿Para qué le han servido sino para volverlo a un hábito ya olvidado, al hábito de matar? Si hemos de creer lo que está a la vista, el indio no ha andado un paso en muchos siglos; como lo encontró el conquistador así ha quedado; lo mismo le alumbró el sol de los siglos coloniales, que el sol de la Independencia y la Reforma, y lo mismo lo alumbra el sol de este día. ¡Mucho es que el desventurado no luzca ya la marca infamante con que le quemaba el carrillo la codicia brutal del conquistador!

La población indígena de México es moralmente inconsciente; es débil hasta para discernir las formas más simples del bienestar propio; tanto ignora el bien como el mal, así lo malo como lo bueno. Cuando, por acaso, cae en sus manos algún instrumento capaz de modificarle provechosamente la vida, ella lo desvirtúa y lo rebaja a su acostumbrada calidad, al de la forma ínfima de vida que heredó. Es innegable que tuvo el sentimiento generoso de su divinidad propia (que después vertió literal del catolicismo), de la divinidad de su tribu, en torno del cual batallaba pero ¿habrá sentido el amor de su aldea, ancestral le mandaba, para el caso de ser vencida, acatar y adorar las divinidades del vencedor, ¿no ha de colegirse de allí, y de acuerdo también con su antigua historia vagabunda, que más era un pueblo de religión que no de patria? Tal como hoy la conocemos, la irradiación de su alma no traspasa la linde familiar; ahí acaban sus sentimientos sociales, ahí y en el odio o afecto servil que accidentalmente la une con el amo que la explota.

Ahora bien, si tal es la materia, ¿cuál será la obra con que eso se haga? Naciones sin un ideal, sin un anhelo, sin una aspiración, y en cuyo pecho no vive ni el sentimiento fiero de su raza; naciones agobiadas por no sé qué irritante y mortal docilidad, nunca desmentida, antes experimentada centuria tras centuria, ¿serán capaces, por sí mismas, de imprimir al grupo social de que forman parte otro impulso que el que, negativamente, nazca de su inercia? La masa indígena es para México un lastre o un estorbo; pero sólo hipócritamente puede acusársela de ser elemento dinámico determinante. En la vida pacífica y normal, lo mismo que en la anormal y turbulenta, el indio no puede tener sino una función única, la del perro fiel que sigue ciegamente los designios de su amo. Si el criollo quiere vivir en paz, y explotar la tierra, y explotar al indio, éste se apaciguará también, y labrará la tierra para su señor, y se dejará explotar por él mansamente. Si el criollo resuelve hacer la guerra, el indio irá con él y a su lado matará y asolará. El indio nada exige ni nada provoca; en la totalidad de la vida social mexicana no tiene más influencia que la de un accidente geográfico; hay que considerarlo como integrado en el medio físico. El día en que las clases criolla y mestiza, socialmente determinadoras, resuelvan arrancarlo de allí, él se desprenderá fácilmente y se dejará llevar hasta donde empiecen a servirle sus propias alas. Pero entre tanto, allí queda.