LA INTERVENCIÓN Y LA GUERRA |
C Pero hasta qué punto es ya metal acuñado esta sumisión
de las fortunas y adversidades de México a los intereses o
a la moralidad del pueblo vecino, puede apreciarse mejor que
en nuestro país, donde la verdad se oculta o se tuerce siempre
en lo que acontece en los propios Estados Unidos. Veámoslo. Bajo el epígrafe "Iturbide es capaz", el New
York Times correspondiente al 6 de junio de este año de
1915 publica las líneas que siguen: Eduardo Iturbide ha estado varios días en Washington, acompañado de amigos personales y consejeros políticos Con gran libertad, y visiblemente con franqueza, habló esta mañana, en muy buen inglés, respecto de los asuntos políticos de México y de sus propias aspiraciones públicas. El valor de esta noticia es inestimable, no tanto para juzgar al
señor Iturbide, cuanto para delimitar nuestro asunto. Sin duda
que no son esas palabras la expresión misma del pensamiento
de dicho señor, sino la interpretación de un reportero
hábil todos lo son en aquel país que ha
escuchado al señor Iturbide en un momento de "libertad"
y de "visible franqueza", y que está muy al cabo
de la intensa campaña que el señor Iturbide hace en
los Estados Unidos para ganar la silla presidencial de la República
Mexicana. Ahora bien, el señor Iturbide es un criollo de ilustre linaje;
entre las prendas históricas de su guardarropa de familia quizá
no falte algún manto imperial; él mismo, al discurrir
sobre el gobierno que ha de implantar en nuestra tierra, insiste sobre
la necesidad de que ese gobierno, si bien aprobado por todo el pueblo
mexicano, sea un "gobierno de la clase elevada y respetable"
no cabe, pues, duda acerca de su respetabilidad personal. Agréguese
a todo esto la noble modestia de los títulos de que blasona.
No lo envanecen ni sus antepasados ilustres, ni su educación,
ni su rango, sino un acto minúsculo de mera ciudadanía:
recibió la ciudad de México de manos del régimen
huertista y supo entregarla, desde luego, evitando el menor abuso
y el menor desorden, a los comisionados de la Revolución. Tiene,
en una palabra, el generoso orgullo de un humilde, de un insignificante
ciudadano. Por las anteriores consideraciones repugnaría atribuir a
bajeza de alma, o a cierta ambición desmedida de mal mexicano,
las idas y venidas del señor Iturbide por los Estados Unidos,
su campaña en la prensa yanqui, sus conversaciones con "funcionarios
y particulares interesados" en los asuntos de México,
sus conferencias con Bryan, sus entrevistas a la prensa, "visiblemente
sinceras" y en "muy buen inglés", etcétera.
No. Sería torpe motivarlo así. La explicación
es más fácil, más consoladora, más humana.
El señor Iturbide conoce bien este principio de que ahora hablamos
y lo pone en práctica. Le consta hasta la evidencia que Villa
y Carranza lucharán indefinidamente entre sí, o con
futuras facciones, y que en vano se esforzarán por dominarlo
todo en tanto que a alguno de ellos no caiga la bendición del
reconocimiento yanqui. Sospecha, además, que ni el uno ni el
otro serán al fin reconocidos, y se apresura, por amor a su
país, a organizar un partido dentro de los propios recintos
de la ciudad de Washington, y a acortar camino comenzando por donde
los otros no pueden acabar; le parece más fácil, menos
peligroso y más seguro hacerse presidente de nuestro país
en Washington, que pretenderlo en México. He ahí una confirmación del principio que hace depender
nuestra política interna de la política exterior de
los Estados Unidos, confirmación sacada de las palabras y los
actos de un mexicano que se considera investido de suficiente respetabilidad
y prestigio, y dotado del talento y los conocimientos indispensables,
para pretender la primera magistratura mexicana. Busquemos ahora una ratificación de fuente meramente yanqui. El más serio de los periódicos neoyorquinos, The
Evening Post, dice en su número del 7 de agosto de 1915,
al informar sobre las labores de la junta de representantes latinoamericanos,
convocada por el secretario de Estado yanqui para tratar de los asuntos
de México: Parece que ninguno de los diplomáticos latinoamericanos se ha opuesto a esta parte del plan (reconocer a Manuel Vázquez Tagle, ex ministro de Justicia en el Gabinete de Madero, el carácter de presidente de México), si bien algunos de los embajadores estiman que un representante del grupo científico seria el indicado para el puesto. Esas personas, sin embargo, fueron informadas, según se afirma, de que el presidente Wilson se opone a que vuelvan al poder los intereses científicos o conservadores que estaban identificados con Porfirio Díaz. El presidente Wilson "se opone" a que vuelvan al poder.
¿Hay nada más terminante y definitivo? "¡Se
opone a que vuelvan al poder!" Nuestro propósito al exhibir en toda su desnudez actual esta
subordinación política de México respecto de
los Estados Unidos, es preliminar indicado para reducir el concepto
intervención yanqui a su verdadera amplitud. En torno de estas
dos palabras se ha dicho todo lo imaginable, y no poco se ha hecho.
La intervención yanqui fue uno de tantos espantajos
(el más inocente quizás) en manos de Porfirio Díaz;
Huerta la exacerbó, para hacerla materialmente visible y provocar
así un quebrantamiento de las facciones revolucionarias, hasta
el grado de atraer los proyectiles de los acorazados yanquis sobre
los pechos juveniles de los cadetes veracruzanos; en las recriminaciones
que nuestros grupos políticos se lanzan los unos a los otros
no falta nunca el "ítem, estar exponiendo al país
a los peligros de una invasión extranjera". Desde el punto de vista de la sentimentalidad mexicana, la intervención
yanqui en México puede ser esto, aquello o lo otro; desde el
punto de vista de los hechos consumados, consumados históricamente
durante un siglo y consumados ahora bajo nuestras propias miradas,
la intervención es, cualitativamente, una verdad absoluta
e innegable. Los Estados Unidos intervienen de un modo sistemático,
casi orgánico, en los asuntos interiores de México.
Henry Lane Wilson, embajador en nuestro país, se sintió
en el caso de alojar en sus oficinas la conspiración que acabó
por privar de la vida al presidente Madero. Pero si, cualitativamente al menos, existe una intervención
real, ocurre interrogarse sobre posibles y tolerables cantidades
de intervención. Porque la hay en grados diversos cuando Woodrow
Wilson se niega a reconocer a Huerta, cuando se apodera del puerto
de Veracruz, cuando "se opone a que los científicos vuelvan
al poder" o cuando, colmando las "aspiraciones públicas"
del señor Eduardo Iturbide y cumpliéndole las "seguridades
extraoficiales que le fueron dadas", lo haga desembarcar en puerto
mexicano provisto de su "designación de hombre del momento". De todas estas cantidades una hay en la que, a todas luces,
no podemos intervenir a nuestra vez, porque queda fuera de nuestro
alcance: los Estados Unidos son dueños del destino de México
en cuanto al mayor poder material y autoridad de que gozará
siempre el partido mexicano que ellos ayuden. Que es ésta,
por razones obvias, muy grande porción de nuestros destinos
nadie lo negará: quien tenga en México el apoyo yanqui
lo tendrá casi todo; quien no lo tenga, casi no tendrá
nada; y nadie negará tampoco que ello es irremediable, por
ahora al menos. Pero tal cual se tejen y destejen los asuntos de México en
nuestros días, no es remota la posibilidad de que, llevados
por la corriente misma de su política intervencionista, los
Estados Unidos se vean en el caso de ahondar más la huella
y, en una forma u otra, de llegar a desembarcar en nuestro
territorio su intervención. Para esa eventualidad precisemos
nuestra conducta. Despojémonos de puntos sentimentales
y estimemos las cosas del lado del interés de México,
que es otra forma de patriotismo, menos vistosa y oratoria, pero más
de acuerdo con nuestros recursos y la verdad. Ante el ademán
natural y reposado con que la prensa yanqui habla de la "oposición"
de Wilson a que vuelva al poder en México este o aquel grupo
político, ante el espectáculo del señor Eduardo
Iturbide, que declara en público, y con "visible franqueza",
saber que el mismo funcionario "lo favorece" escogiéndolo
para gobernarnos, a ningún mexicano asiste ya el derecho de
considerar lastimado el honor patrio porque se discutan las posibilidades
de la intervención. Hacerlo sería ocioso, acaso imbécil,
y sólo nos conduciría a aquellos indecoros de la capital
huertista, que arrastraba por las calles la estatua de Jorge Washington
al grito de "¡Burro, Wilson; burro, Wilson!" mientras
los yanquis exterminaban las moscas en Veracruz.1
Menos odio, menos pasión, más sensatez. Si la intervención,
en cualquier grado y forma, nos ayudara de una vez para siempre a
remediar nuestros males, y luego nos dejara libres, bienvenida ella
y criminales nosotros en rechazarla. Pero evidencia de esto es lo
que no existe. Sin duda que, sabiendo aprovechar el momento propicio,
cualquiera las facciones hoy enemigas haría la paz de México
si la ayudara el gobierno de la Casa Blanca. Pero esa paz sería
un equilibrio engañoso e inorgánico, bueno sólo
para hinchar las cifras de nuestras estadísticas, como en el
régimen de Díaz, y para colmar las ansias de los algodoneros
de Torreón y los petroleros de Tampico; y no se trata de eso.
El grupo apoyado redoblaría con su fuerza su inmoralidad y
su irradiación corruptora; la ayuda sería para él
un motivo más de impunidad. No olvidemos que, pese a las generosidades
de Wilson y sus amigos, en ninguna parte es tan popular la doctrina
de la mano de hierro para México como en los Estados Unidos;
los cuales, si son John Quincy Adams y Woodrow Wilson, son también
Fulano Jackson y Teddy Roosevelt. La paz a toda costa no nos aprovecha,
lo sabemos experimentalmente; y la paz de la intervención no
seria más que esa paz a toda costacon el río
de fango y de sangre oculto bajo los pies. La intervención es tan grave para los verdaderos intereses
de México, para los intereses de nuestra moralidad fundamental
único medio capaz de ponernos a flote, que ya no
nos quedan más que dos caminos discernibles: o la solución
surge por sí misma de nuestras almas decaídas, o surge
de una verdadera guerra con los Estados Unidos verdadera por
lo menos en cuanto al estado de los ánimos. 1 Los sucesos a
que me refiero son posteriores a la toma de Veracruz por las fuerzas
yanquis. En cuanto a este último hecho, lamentamos que el presidente
Wilson, con posibles buenas intenciones (confirmadas quizá
por actos más recientes) se haya lanzado a una aventura equívoca,
sangrienta e inútil, que envuelve, de cualquier modo que se
la considere, una humillación para México; lamentamos
que Victoriano Huerta, una vez provocado el conflicto, no haya sabido
encontrar, en medio de todos sus vicios, un resto de antiguo decoro
que le mandara resistir verdaderamente; lamentamos que Venustiano
Carranza, siempre intachable en sus relaciones con los Estados Unidos,
tenaz siempre obcecado a veces, no haya podido mantenerse
en la actitud digna, de enérgica protesta, que delineó
francamente en su nota-ultimátum al presidente Wilson. La conducta de estos tres hombres, en cuyas manos estaba entonces
el porvenir de México, redujo el conflicto internacional a
un incidente militar, sin gloria para los vencedores ni honor para
los vencidos, en que se sacrificaron heroicamente algunos mexicanos
e inútilmente unos cuantos yanquis. |