LA INTERVENCIÓN Y LA GUERRA

CUANDO Carranza, jefe de la facción revolucionaria, pide al gobierno de los Estados Unidos lo reconozca como presidente de la República, no hace sino acatar una vieja verdad de nuestra política interior: en México ningún partido político tiene por sí mismo vigor suficiente para dominar; su seguridad y su fuerza exigen el concurso de un poder extraño. El antiguo partido conservador reconoció y exageró el valor de este principio cuando trajo la intervención de Napoléon III; el partido liberal ha contado siempre con la ayuda de los Estados Unidos. El caso reciente de Huerta, henchido de poder, holgado en lo económico, y además libre de reparos en cuanto a los medios, es concluyente. Una palabra de Woodrow Wilson, un no del presidente de otro país, bastó a decidir los destinos de Huerta y los destinos de México. Para imponerse, sólo faltó a aquél el reconocimiento yanqui; Villa y Carranza no anhelan hoy otro auxilio.

Pero hasta qué punto es ya metal acuñado esta sumisión de las fortunas y adversidades de México a los intereses o a la moralidad del pueblo vecino, puede apreciarse —mejor que en nuestro país, donde la verdad se oculta o se tuerce siempre— en lo que acontece en los propios Estados Unidos. Veámoslo.

Bajo el epígrafe "Iturbide es capaz", el New York Times correspondiente al 6 de junio de este año de 1915 publica las líneas que siguen:

Eduardo Iturbide ha estado varios días en Washington, acompañado de amigos personales y consejeros políticos Con gran libertad, y visiblemente con franqueza, habló esta mañana, en muy buen inglés, respecto de los asuntos políticos de México y de sus propias aspiraciones públicas.
Dice el señor Iturbide que ha estado conferenciando, aquí y en Nueva York, con toda clase de particulares y hombres públicos interesados en que se restaure el gobierno constitucional de México: entre ellos con el secretario Bryan y otros funcionarios del Departamento de Estado. Dice que no tiene conocimiento oficial de que el presidente Wilson lo haya favorecido designándolo como el hombre del momento para México; pero que, extraoficialmente, diversas personas se lo han asegurado así.

El valor de esta noticia es inestimable, no tanto para juzgar al señor Iturbide, cuanto para delimitar nuestro asunto. Sin duda que no son esas palabras la expresión misma del pensamiento de dicho señor, sino la interpretación de un reportero hábil —todos lo son en aquel país— que ha escuchado al señor Iturbide en un momento de "libertad" y de "visible franqueza", y que está muy al cabo de la intensa campaña que el señor Iturbide hace en los Estados Unidos para ganar la silla presidencial de la República Mexicana.

Ahora bien, el señor Iturbide es un criollo de ilustre linaje; entre las prendas históricas de su guardarropa de familia quizá no falte algún manto imperial; él mismo, al discurrir sobre el gobierno que ha de implantar en nuestra tierra, insiste sobre la necesidad de que ese gobierno, si bien aprobado por todo el pueblo mexicano, sea un "gobierno de la clase elevada y respetable" no cabe, pues, duda acerca de su respetabilidad personal. Agréguese a todo esto la noble modestia de los títulos de que blasona. No lo envanecen ni sus antepasados ilustres, ni su educación, ni su rango, sino un acto minúsculo de mera ciudadanía: recibió la ciudad de México de manos del régimen huertista y supo entregarla, desde luego, evitando el menor abuso y el menor desorden, a los comisionados de la Revolución. Tiene, en una palabra, el generoso orgullo de un humilde, de un insignificante ciudadano.

Por las anteriores consideraciones repugnaría atribuir a bajeza de alma, o a cierta ambición desmedida de mal mexicano, las idas y venidas del señor Iturbide por los Estados Unidos, su campaña en la prensa yanqui, sus conversaciones con "funcionarios y particulares interesados" en los asuntos de México, sus conferencias con Bryan, sus entrevistas a la prensa, "visiblemente sinceras" y en "muy buen inglés", etcétera. No. Sería torpe motivarlo así. La explicación es más fácil, más consoladora, más humana. El señor Iturbide conoce bien este principio de que ahora hablamos y lo pone en práctica. Le consta hasta la evidencia que Villa y Carranza lucharán indefinidamente entre sí, o con futuras facciones, y que en vano se esforzarán por dominarlo todo en tanto que a alguno de ellos no caiga la bendición del reconocimiento yanqui. Sospecha, además, que ni el uno ni el otro serán al fin reconocidos, y se apresura, por amor a su país, a organizar un partido dentro de los propios recintos de la ciudad de Washington, y a acortar camino comenzando por donde los otros no pueden acabar; le parece más fácil, menos peligroso y más seguro hacerse presidente de nuestro país en Washington, que pretenderlo en México.

He ahí una confirmación del principio que hace depender nuestra política interna de la política exterior de los Estados Unidos, confirmación sacada de las palabras y los actos de un mexicano que se considera investido de suficiente respetabilidad y prestigio, y dotado del talento y los conocimientos indispensables, para pretender la primera magistratura mexicana.

Busquemos ahora una ratificación de fuente meramente yanqui.

El más serio de los periódicos neoyorquinos, The Evening Post, dice en su número del 7 de agosto de 1915, al informar sobre las labores de la junta de representantes latinoamericanos, convocada por el secretario de Estado yanqui para tratar de los asuntos de México:

Parece que ninguno de los diplomáticos latinoamericanos se ha opuesto a esta parte del plan (reconocer a Manuel Vázquez Tagle, ex ministro de Justicia en el Gabinete de Madero, el carácter de presidente de México), si bien algunos de los embajadores estiman que un representante del grupo científico seria el indicado para el puesto. Esas personas, sin embargo, fueron informadas, según se afirma, de que el presidente Wilson se opone a que vuelvan al poder los intereses científicos o conservadores que estaban identificados con Porfirio Díaz.

El presidente Wilson "se opone" a que vuelvan al poder. ¿Hay nada más terminante y definitivo? "¡Se opone a que vuelvan al poder!"

Nuestro propósito al exhibir en toda su desnudez actual esta subordinación política de México respecto de los Estados Unidos, es preliminar indicado para reducir el concepto intervención yanqui a su verdadera amplitud. En torno de estas dos palabras se ha dicho todo lo imaginable, y no poco se ha hecho. La intervención yanqui fue uno de tantos espantajos (el más inocente quizás) en manos de Porfirio Díaz; Huerta la exacerbó, para hacerla materialmente visible y provocar así un quebrantamiento de las facciones revolucionarias, hasta el grado de atraer los proyectiles de los acorazados yanquis sobre los pechos juveniles de los cadetes veracruzanos; en las recriminaciones que nuestros grupos políticos se lanzan los unos a los otros no falta nunca el "ítem, estar exponiendo al país a los peligros de una invasión extranjera".

Desde el punto de vista de la sentimentalidad mexicana, la intervención yanqui en México puede ser esto, aquello o lo otro; desde el punto de vista de los hechos consumados, consumados históricamente durante un siglo y consumados ahora bajo nuestras propias miradas, la intervención es, cualitativamente, una verdad absoluta e innegable. Los Estados Unidos intervienen de un modo sistemático, casi orgánico, en los asuntos interiores de México. Henry Lane Wilson, embajador en nuestro país, se sintió en el caso de alojar en sus oficinas la conspiración que acabó por privar de la vida al presidente Madero.

Pero si, cualitativamente al menos, existe una intervención real, ocurre interrogarse sobre posibles y tolerables cantidades de intervención. Porque la hay en grados diversos cuando Woodrow Wilson se niega a reconocer a Huerta, cuando se apodera del puerto de Veracruz, cuando "se opone a que los científicos vuelvan al poder" o cuando, colmando las "aspiraciones públicas" del señor Eduardo Iturbide y cumpliéndole las "seguridades extraoficiales que le fueron dadas", lo haga desembarcar en puerto mexicano provisto de su "designación de hombre del momento".

De todas estas cantidades una hay en la que, a todas luces, no podemos intervenir a nuestra vez, porque queda fuera de nuestro alcance: los Estados Unidos son dueños del destino de México en cuanto al mayor poder material y autoridad de que gozará siempre el partido mexicano que ellos ayuden. Que es ésta, por razones obvias, muy grande porción de nuestros destinos nadie lo negará: quien tenga en México el apoyo yanqui lo tendrá casi todo; quien no lo tenga, casi no tendrá nada; y nadie negará tampoco que ello es irremediable, por ahora al menos.

Pero tal cual se tejen y destejen los asuntos de México en nuestros días, no es remota la posibilidad de que, llevados por la corriente misma de su política intervencionista, los Estados Unidos se vean en el caso de ahondar más la huella y, en una forma u otra, de llegar a desembarcar en nuestro territorio su intervención. Para esa eventualidad precisemos nuestra conducta. Despojémonos de puntos sentimentales y estimemos las cosas del lado del interés de México, que es otra forma de patriotismo, menos vistosa y oratoria, pero más de acuerdo con nuestros recursos y la verdad. Ante el ademán natural y reposado con que la prensa yanqui habla de la "oposición" de Wilson a que vuelva al poder en México este o aquel grupo político, ante el espectáculo del señor Eduardo Iturbide, que declara en público, y con "visible franqueza", saber que el mismo funcionario "lo favorece" escogiéndolo para gobernarnos, a ningún mexicano asiste ya el derecho de considerar lastimado el honor patrio porque se discutan las posibilidades de la intervención. Hacerlo sería ocioso, acaso imbécil, y sólo nos conduciría a aquellos indecoros de la capital huertista, que arrastraba por las calles la estatua de Jorge Washington al grito de "¡Burro, Wilson; burro, Wilson!" mientras los yanquis exterminaban las moscas en Veracruz.1 Menos odio, menos pasión, más sensatez. Si la intervención, en cualquier grado y forma, nos ayudara de una vez para siempre a remediar nuestros males, y luego nos dejara libres, bienvenida ella y criminales nosotros en rechazarla. Pero evidencia de esto es lo que no existe. Sin duda que, sabiendo aprovechar el momento propicio, cualquiera las facciones hoy enemigas haría la paz de México si la ayudara el gobierno de la Casa Blanca. Pero esa paz sería un equilibrio engañoso e inorgánico, bueno sólo para hinchar las cifras de nuestras estadísticas, como en el régimen de Díaz, y para colmar las ansias de los algodoneros de Torreón y los petroleros de Tampico; y no se trata de eso. El grupo apoyado redoblaría con su fuerza su inmoralidad y su irradiación corruptora; la ayuda sería para él un motivo más de impunidad. No olvidemos que, pese a las generosidades de Wilson y sus amigos, en ninguna parte es tan popular la doctrina de la mano de hierro para México como en los Estados Unidos; los cuales, si son John Quincy Adams y Woodrow Wilson, son también Fulano Jackson y Teddy Roosevelt. La paz a toda costa no nos aprovecha, lo sabemos experimentalmente; y la paz de la intervención no seria más que esa paz a toda costa—con el río de fango y de sangre oculto bajo los pies.

La intervención es tan grave para los verdaderos intereses de México, para los intereses de nuestra moralidad fundamental —único medio capaz de ponernos a flote—, que ya no nos quedan más que dos caminos discernibles: o la solución surge por sí misma de nuestras almas decaídas, o surge de una verdadera guerra con los Estados Unidos —verdadera por lo menos en cuanto al estado de los ánimos.

1 Los sucesos a que me refiero son posteriores a la toma de Veracruz por las fuerzas yanquis. En cuanto a este último hecho, lamentamos que el presidente Wilson, con posibles buenas intenciones (confirmadas quizá por actos más recientes) se haya lanzado a una aventura equívoca, sangrienta e inútil, que envuelve, de cualquier modo que se la considere, una humillación para México; lamentamos que Victoriano Huerta, una vez provocado el conflicto, no haya sabido encontrar, en medio de todos sus vicios, un resto de antiguo decoro que le mandara resistir verdaderamente; lamentamos que Venustiano Carranza, siempre intachable en sus relaciones con los Estados Unidos, tenaz siempre — obcecado a veces—, no haya podido mantenerse en la actitud digna, de enérgica protesta, que delineó francamente en su nota-ultimátum al presidente Wilson.

La conducta de estos tres hombres, en cuyas manos estaba entonces el porvenir de México, redujo el conflicto internacional a un incidente militar, sin gloria para los vencedores ni honor para los vencidos, en que se sacrificaron heroicamente algunos mexicanos e inútilmente unos cuantos yanquis.