EL CONCEPTO DE LA EDUCACIÓN

EL M�S avanzado parecer acerca del problema de la educación en México —y también el más común y altruista— es aquel que encarece el principio de la educación popular. Se le conoció por vez primera, en forma de propósito claro y bien circunscrito, cuando don Jorge Vera Estañol, ministro de Instrucción Pública en el postrer gabinete de Díaz, redactó su proyecto de Escuelas Rudimentarias. Sustancialmente el propósito era éste: enseñar el castellano, el alfabeto y las reglas fundamentales de la aritmética a la clase indígena irredenta, con especialidad a aquella parte que vive lejos de los centros civilizados, en las montañas y en el campo. Así llegaba a hacerse carne de las instituciones públicas un pensamiento casi nacional, cuyos resultados habrían de traernos —todos lo esperaban— la panacea mexicana. En torno de tal proyecto se habló mucho de la misión regeneradora del libro y del periódico —¡bien aventutrados los que leyeron El Imparcial!—; de la génesis y los efectos de la opinión pública; de las aspiraciones que despierta en un ser decaído y miserable el vislumbrar un posible mejoramiento, y de otras cosas en el mismo tono. Lo cierto es que el proyecto aludido nació al calor de los primeros movimientos revolucionarios del Norte —al mismo tiempo que las Cámaras votaban la ley de no reelección— y con visible destino a hacer ruidoso contrapeso a la Escuela de Altos Estudios, creada meses antes por Justo Sierra en medio de una protesta tan general como disimulada. ¿Quién no pronunció entonces en México las palabras sagradas: "No son altos, sino bajos; los estudios que necesitamos"? ¡La pobre escuela! Nunca país ninguno ha gastado más a regañadientes unos cuantos pesos que el nuestro, lo que la Escuela de Altos Estudios invirtió en sus primitivos y descabellados planes.1

Al triunfo de la revolución de Madero, don Alberto J. Pani, subsecretario de Instrucción Pública y representante, a la vez, de los intereses revolucionarios y de los fueros de la razón, analizó, para llevarlo a cabo, el proyecto de las Escuelas Rudimentarias, y lo halló equivocado e irrealizable: se habían calculado 200 000 pesos2 para una obra que requería ¡más de 50 millones anuales!3 El señor Pani renunció a su puesto; el plan de las escuelas siguió su curso y los 200 000 pesos se gastaron en inspector por aquí, inspector por allá. Por supuesto que no había nada que inspeccionar.

Pero dejemos aparte los errores del proyecto en cuestión y las posibilidades de reducirlo a proporciones modestas y practicables, según propuso, con acierto, el propio señor Pani. Lo interesante para nosotros está en ir a las fuentes mismas del pensamiento que le dio vida. El programa de la instrucción rudimentaria fue un verdadero arranque de impaciencia, inspirado en el teorema criollo de ser la ignorancia pavorosa de los indígenas el obstáculo principal para la felicidad de México. En el fondo de ese programa, celebrado a gritos por todos los detractores de la Escuela de Altos Estudios —la cual fue instituida para "crear la ciencia mexicana" y hacer congruente y viva la instrucción de las clases altas—, había esta aseveración tácita. "los criollos dirigentes tienen ya toda la educación que han menester; tiempo es de pensar en los dirigidos, en los analfabetos". Pretendíase, en una palabra, acercar un poco a los miserables indígenas nuestra condición criolla de hombres libres y conscientes, tanto para mejorarlos de suerte, como para abrir las puertas a la felicidad general, al orden, a la vida. El ideal se habría colmado en el punto en que los indios se convirtieran en seres iguales a nosotros, clase que sabe gobernar y gobernarse, dirigir y dirigirse.

El régimen de Díaz, por lo demás, era nido inmejorable para empollar semejantes ideas. El criollo del apogeo porfiriano vivía en florecientes ciudades pavimentadas con asfalto; oía silbar las locomotoras; veía pagarse los vencimientos de la deuda pública con regularidad; sabía que "los presupuestos estaban nivelados" y leía diariamente en El Imparcial el elogio de los hombres del gobierno y los himnos al desarrollo pasmoso del país. ¿Tenía por qué no estar satisfecho? Vagos indicios le llegaban, a veces, de no sé qué rapiñas y crímenes en las altas esferas —que si despojos de tierras, que si concesiones ruinosas, que si peculados—; cuando se le venía encima la maldición de tener que invocar a la justicia sabía que todo era de esperarse de ella menos justicia; a las veces, alguien le hablaba de atentados inicuos, de abyección en las Cámaras, de servilismo en los funcionarios. Pero ¿entendía él bastante de eso? Por algo se estaba en paz; por algo podía él también hacer, de cuando en cuando, lo mismo que los otros, y allá se iban. Es verdad que de la vida social mexicana se habían desterrado las actividades públicas; pero ¿no era ésa la base? Poca política y mucha administración; decía la máxima.

El caso es que todo concurría a producir el engaño en un ambiente tan bien dispuesto a recibirlo. La más alta virtud del régimen de Díaz fue el convencemos de que el problema se había resuelto: las almas, libres de inquietudes, de los hombres de entonces lo atestiguan así. En nuestra cura creyó todo el orbe —los millones de lord Cowdray, a la voz de Limantour, se encargaron de la propaganda— y en ella creíamos nosotros, fieles lectores de El imparcial y espectadores candorosos de todas aquellas ceremonias públicas que lucían en el sitio de honor un enorme escudo con esta leyenda solitaria: Pax.

Había, pues, motivos para dedicarse al indio y desbrozar el sendero de las prácticas democráticas. La suficiencia criolla se veía reflejada en los ricos escaparates de la Avenida de San Francisco, y ello era bastante para sentirse libre, consciente, capaz de todo, hasta de liberar a los otros elevándolos a la propia condición.

¿Error acaso? Los políticos anteriores a la Reforma vieron claramente que las raíces del problema mexicano arrancaban, en derechura, de nosotros, de los criollos, incapaces de concertrnos para vivir; y lo atribuían todo a irreductibles predilecciones por ciertas formas de gobierno —a la monarquía, a la república, al centralismo, al federalismo.

Los reformadores reconocieron la misma fuente del mal y tuvieron la clarividencia de atribuirlo, en parte al menos, no a tendencias hacia divergentes o antagónicas formas de organización constitucional, sino a una condición de decaimiento del espíritu criollo, desmoralizado y embrutecido por la Iglesia católica. Mas el régimen de Díaz trajo una novedad brusca y desconcertante: quitó el fardo del problema de sobre las espaldas criollas y lo hizo descansar sobre causas de orden económico; trasladó lo espiritual a lo material. No se trataba ya de formas de gobierno ni de incapacidades de los espíritus: se trataba de ferrocarriles, de puertos, de industrias, de bancos —de esto y sólo de esto. Lo que en la mente de los reformadores había sido parte de un programa, en el régimen de Díaz lo fue todo. La gran escuela hija de la Reforma, la Escuela Preparatoria, con sus cátedras de sociología y economía política, comenzaba a dar sus frutos, sólo que en un sentido inesperado. Se hizo frase popular aquello de que "en la base de todos los fenómenos sociales están los de orden económico". Limantour había sido alumno fundador de la madre Preparatoria; y ¿quién no creyó en Limantour?

De aquí que, tranquilos ya sobre nosotros mismos, olvidada en su cuna la única idea verdaderamente fecunda de la Reforma y de la historia de México, y ante el espectáculo creciente de bancos y ferrocarriles, cuando se vino a pensar en los peligros de una vuelta a las andadas, se cayó, necesariamente, en el "peligro del analfabetismo indígena". Y el error fue absoluto.

Ningún derecho tenían los criollos para creerse en una etapa de vida más avanzada que la entrevista por los reformadores. La paz porfiriana, hecha no ante los verdaderos problemas; sino al lado de ellos, esquivándolos y contrariándolos, no podía significar nada, no tenía ningún valor: era una paz sin política o, por mejor decir, con la política reducida a las combinaciones que Díaz ideaba para mantener la amistad de sus amigos o la impotencia y la tolerancia de sus enemigos. Díaz logró sustituir con la obediencia la política. Y no de otro modo se obtiene esa relativa paz interna de nuestras facciones revolucionarias; en ellas no hay política tampoco, sino pura y simple obediencia. Cuando en un bello y memorable discurso, pronunciado hace dos años en el pueblecillo de Magdalena, del estado de Sonora, Juan Sánchez Azcona encareció a Carranza la necesidad de que todos participáramos en la elaboración de los propósitos revolucionarios, es decir, cuando Sánchez Azcona rompió la obediencia y abordó la política, Carranza hizo, ni más ni menos, lo que hubiera hecho el propio Díaz: envió a Sánchez Azcona comisionado a Europa. Cuando Carranza, alarmado de las muchas batallas que Villa ganaba, quiso reducirle el vuelo dando a otro la ocasión de triunfar en Zacatecas, como Villa se saliera de la obediencia e hiciera política arguyendo sus razones, Carranza desechó la política, exigió la obediencia y prefirió habérselas con un enemigo antes que consentir en el cambio de sistema. Porfirio Díaz, que era ducho en tales asuntos, elevó a la categoría de axioma su famosa máxima de poca política y mucha administración. Al triunfar, no se hizo ilusiones; a despecho de su título de presidente, siguió sintiéndose, sobre todo y ante todo jefe de su facción, de su facción que se ensanchaba hasta abarcar el área total de la República, pero que no por eso dejaba de serlo. De aquí el orden, de aquí la paz. Durante 35 años vivimos bajo un gobierno de facción.

Pero esto, que nos parece hoy tan claro, no pudieron verlo los contemporáneos. Ellos se rindieron al espejismo y se aletargaron ante la apariencia de su regeneración definitiva. Sin empacho de hacer la misma vida de siempre, se olvidaron de sí mismos: olvidaron su incapacidad, olvidaron su ignorancia, olvidaron su mentira y atribuyeron los malos efectos de estos vicios a la existencia del indígena analfabeto, ¡a la existencia de un ser que casi no existe! Olvidaron que aún estaban en pie —y entonces más que nunca, por los efectos doblemente corruptores del régimen porfirista— el viejo problema de la educación y la regeneración del criollo, infinitamente más necesarias que la educación y la regeneración de los indios.

1 Posteriormente, la Escuela de Altos Estudios se hizo más humilde y llegó a entrever el camino de los resultados útiles.

2 Me veo en la necesidad de hacer estas citas de memoria.

3 Véase Alberto J. Pani, La instrucción rudimentaria, México 1912.