LA POLÍTICA MEXICANA |
V Hay allí, y en esto concuerda México con todos los
países del mundo, un grupo de hombres, honrados unos y pícaros
otros, que tienen por oficio intervenir en los asuntos de la República.
Pero, a diferencia de los políticos de otras partes, la mayoría
de los políticos mexicanos sólo concibe una manera de
ejercer su oficio: el uso del poder. Esto, naturalmente, no se debe
en ellos a maldad o ambición sería injusto y torpe
el asegurarlo, sino más bien a la estrechez de aptitudes
que por lo común los caracteriza. La única habilidad,
o la habilidad suprema, de casi todos los gobernantes que México
ha tenido desde la guerra de Independencia ha sido la habilidad para
mandar. Y como la política es una profesión (o una pasión)
que, lo mismo que las otras profesiones, ha de practicarse diariamente
durante toda la vida, resulta muy natural que los hombres de mando
que en México profesan la política pretendan llegar
sin tardanza al gobierno y mantenerse en su puesto perpetuamente.
Los políticos mexicanos no son, salvo excepciones contadas,
ni escritores, ni oradores, ni periodistas, ni conferenciantes, ni
maestros; son ciudadanos simples, hombres de poquísimas o ningunas
letras, aunque a veces de muy buena intención, que han resuelto
encauzar con su brazo el fluir de la patria. Basta lo anterior para explicar, desde luego, dos resortes de la
política mexicana: la predilección de los hombres públicos
de México por el estado de guerra siempre que no empuñan
ellos el gobierno y, corolario de esto, la resistencia del partido,
o del grupo, o del caudillo vencidos a deponer las armas de un modo
absoluto. Respecto de lo primero, es evidente que en tiempo de paz
sólo se participa en la cosa pública —cuando no
se desempeña algún cargo— moldeando la opinión,
es decir: poniendo en juego la palabra, la pluma, las ideas, actividad
vedada a los más de los políticos mexicanos, que rara
vez escriben o hablan. Respecto de lo segundo, a nadie chocará
que los políticos de esta especie crean, no sin razón,
que, una vez vencidos, influyen más en el gobierno de su país
merodeando por la sierra al frente de dos o tres docenas de hombres,
que volviendo a la nada, a la medianía, de donde surgieron.
Esto sin contar con algo más: que el político gobernante,
siempre expuesto a caer de su sitio por virtud de las armas, aniquila
al vencido terrible que se le entrega. La sedición, pues, y el levantamiento, y el motín,
no son, en México, signos necesarios de inmoralidad (aun cuando
muchas veces si lo sean), sino la forma habitual como casi todos los
políticos mexicanos de la oposición expresan su desacuerdo.
¿Que por qué lo expresan así? Porque ése
es el único medio de expresión que ellos conocen o de
que ellos son capaces. ¿Qué puede hacer el general Zutano
o el general Mengano para convencer a los demás de que ellos
tienen la razón, sino levantarse en armas y demostrar, con
el triunfo de las armas, que la razón les asiste? ¿Acaso
está en su órbita conseguir eso mismo mediante la fuerza
de las ideas? Frente por frente de los políticos militantes, la gran masa
de los mexicanos vive entregada a sus negocios. Priva entre las clases
mejor educadas del país la teoría de que la política,
la política mexicana por lo menos, es sólo digna de
los espíritus aventureros o inferiores y de quienes ambicionan
el poder o el enriquecimiento rápido. Y de tal actitud toman
pie circunstancias favorables a la continuación del régimen
de la violencia. Porque si esas clases, de cuyo seno podrían
salir políticos dotados, a lo menos, del instrumento indispensable
para hacer política sin recurrir a la espada, queremos decir,
políticos capaces de utilizar el lenguaje y la escritura, se
abstienen de todo impulso ciudadano, no hay alternativa para que cese
el reino de los que se entienden a golpes, ni asiste justificación
moral a quienes se lamentan de que así ocurra. Cuando de tarde en tarde algún miembro de las clases cultas
de México se lanza a hacer política por su cuenta, y
no como mero instrumento de generales ignorantes, sus mayores esfuerzos
para sustituir la razón a la fuerza son de todo punto inútiles;
la atmósfera militar se encarga de demostrarle pronto que en
la República no valen las palabras, sino las acciones, y de
obligarlo a recurrir a los medios violentos o a desaparecer: tal fue
el caso de Madero. Esa misma actitud de las clases cultas de México explica también el que no haya allí aquella categoría social, presente en todas las naciones de la Tierra medianamente organizadas, ya sean democráticas, oligárquicas o monárquicas, que tiene el papel de ocuparse, sin mira inmediata ninguna hacia el poder o hacia las riquezas que del poder se derivan, en los asuntos públicos, en la educación pública, en el espíritu público y, dicho de una vez, en cuanto concierne a la vida nacional de un país. Lejos de ello, de nada se ufanan tanto los intelectuales mexicanos como de su indiferencia por las cuestiones políticas. No hacer política equivale, a sus ojos, a practicar una virtud: como si realmente el ejercicio de la inteligencia trajera aparejado en México el sacrificio de la dignidad de ciudadano y el olvido de la responsabilidad de ser padre. En estos momentos no se columbra en todo el país un solo escritor, un solo orador, un solo maestro que pueda medirse con la magnitud de las necesidades nacionales. |