MÉXICO Y LOS ESTADOS UNIDOS

ALGUNOS sucesos actuales —pequeños, aparentemente insignificantes y escogidos al acaso— ponen de manifiesto que las relaciones entre México y los Estados Unidos (eso que es, o debiera ser, la piedra angular de la política internacional mexicana) encierran para el pueblo de ambos países una serie de problemas de. importancia inmediata y evidente. Bien sabemos que la cuestión no es nueva, así como tampoco son nuevas las opiniones que a este respecto se formulan. Y precisamente porque nada hay de nuevo en lo uno ni en lo otro, juzgamos útil insistir sobre la conveniencia que resultaría de que tanto en México como en los Estados Unidos se procediese a revisar el asunto, añadiendo, de paso, a los datos fundamentales del problema, las enseñanzas que en esto, como en tantas otras cosas, debemos a la Guerra.

La realidad geográfica es así. De una parte una nación grande, rica, fuerte, bien organizada, bien gobernada, y movida tan incontrastablemente hacia la expansión, que no ha podido menos de echar por tierra, al fin y al cabo, las barreras que le oponía su política tradicional. De la otra parte, una nación, vecina de la primera, que si no es chica por sus recursos naturales, es socialmente pobre, débil, mal organizada, mal educada, mal gobernada y susceptible y temerosa. Motivos de vecindad y necesidad de vida hacen que la primera de estas dos naciones se crea llamada a poner de su parte cuanto sea necesario a su tranquilidad de puntos relacionados con el bienestar de la segunda nación. Por razones semejantes, ciertos aspectos de la vida de la nación segunda dependen, irremisiblemente, de la primera nación, o están, por lo menos, estrechamente supeditados a esta última.

Dada esa realidad, sería ocioso suponer que una u otra de estas dos naciones pueda vivir haciendo caso omiso de la otra. Ya sea que obren o que se abstengan, los Estados Unidos serán siempre, directa o indirectamente, la influencia exterior más grande de cuantas pesen en el destino de México. Querámoslo o no los mexicanos, México contará siempre como elemento de primera importancia en la política americana de los Estados Unidos y como un factor no despreciable en determinadas coyunturas de su política asiática. Para corroborar lo primero, recordemos tan sólo que el no haber reconocido el presidente Wilson al gobierno de Victoriano Huerta fue, para México, un suceso de mayor trascendencia que el desembarco de las tropas norteamericanas en Veracruz en 1914.

Al lado de esta inconmovible realidad de carácter físico existe la siguiente disposición espiritual: los Estados Unidos, por razón misma de su fuerza y su historia afortunada, son capaces de generosidades enormes, se saben y se sienten generosos y equivocan a veces la medida de su generosidad; México, en cambio, como consecuencia natural, y muy humana, de su flaqueza y su historia dolorosa, tiene por posibles las peores calamidades, se siente débil, se cree acechado y yerra en la medida de su temor y de los males que lo cercan. El pueblo de los Estados Unidos, además, que despierta ahora a una simpatía y un respeto incipientes por el pueblo español y su pasado, persiste aún, salvo mínimas excepciones, en su actitud de ofensiva ininteligencia de los pueblos hispanoamericanos, del pueblo mexicano particularmente; y el pueblo de México, convencido de que se le desprecia y se le ofende, se refugia más y más, ayudado en esto por evidencias históricas, en una incoercible mala voluntad hacia el pueblo de los Estados Unidos. De esta mala voluntad, y sólo de ella, nace la absurda germanofilia que actualmente se nota en México.

Se empeñan los mexicanos en no abrir los ojos a la realidad geográfica; suponen, a pesar de los indicios que a diario descubren en su lucha por el pan, que el sentido de su existencia les exige apartarse lo más posible de los Estados Unidos; creen que su misión es crecer como poder antagónico, no como poder paralelo, del poderío norteamericano, y que en esto su interés puede. identificarse momentáneamente con el interés de poderes extraamericanos. Todavía ignora México las implicaciones de que no es por elección por lo que gravita en torno de los Estados Unidos, sino por fatalidad geográfica, y que, así las cosas, ningún camino le será más ventajoso que el de gravitar inteligentemente.

Los Estados Unidos, por su parte, desatienden la cuestión espiritual. Creen que, llegado el casó, bastará decir a los mexicanos: "Esto os conviene" para que México lo acepte. No se percatan de que el primer paso de verdadera aproximación entre los dos pueblos sólo se dará el día en que los Estados Unidos convenzan a México de que lo comprenden en sus dolores, y que cerca de éstos simpatizan con él; es decir, cuando exista en los Estados Unidos un sentir popular semejante al sentir oficial iniciado por el presidente Wilson. Y para esto, antes que todo, habrán de comenzar los Estados Unidos por recurrir a una política que contrarreste de modo persuasivo, sistemático lento y seguro la animadversión del pueblo de México hacia el de Norteamérica y la opinión tradicional que el pueblo norteamericano tiene respecto de todas las cosas mexicanas.