Por importante que sea, para juzgar bien
del estado natural del hombre, para considerarlo desde su origen y examinarlo,
por decirlo así, en el primer embrión de la especie, no
seguiré su organización a través de sus desenvolvimientos
sucesivos. No me detendré tampoco en buscar en el sistema animal
lo que pudo ser al principio, para llegar, por último, a lo que
es. No examinaré si, como piensa Aristóteles, sus prolongadas
uñas fueron garras retorcidas, si era velludo como un oso, y
si, andando a cuatro pies, sus miradas dirigidas hacia la tierra y limitadas
a un horizonte de algunos pasos, no señalaban a la vez el carácter
y la extensión de sus ideas. Acerca de esto no podría
formar otra cosa que conjeturas vanas y casi imaginarias. La anatomía
comparada ha progresado aún muy poco; las observaciones de los
naturalistas son todavía muy dudosas para que se pueda establecer
sobre tales fundamentos la base de un sólido razonamiento. Por
eso, sin recurrir a los conocimientos sobrenaturales que tenemos sobre
este punto, y sin poner atención en los cambios que han debido
de sobrevenir en la conformación (tanto interior como exterior)
del hombre, a medida que aplicaba sus miembros a nuevos usos y se nutría
con nuevos alimentos, le supondré en su conformación última,
como le veo hoy, andando sobre dos pies, sirviéndose de sus manos
como nosotros de las nuestras, llevando sus miradas sobre toda la naturaleza
y midiendo con sus ojos la vasta extensión del cielo.
Despojando a este ser así formado de todos los dones sobrenaturales
que ha podido recibir y de todas las facultades artificiales que sólo
por lentos progresos ha podido adquirir; considerándolo, en una
palabra, tal como ha debido de salir de manos de la naturaleza, veo
un animal menos fuerte que los unos, menos ágil que los otros;
pero sin duda el mejor organizado de todos. Le veo saciándose
bajo una encina, apagando su sed en el primer arroyo y hallando su lecho
al pie del mismo árbol que le ha suministrado su comida: he ahí
sus necesidades satisfechas.
La tierra, abandonada a su espontánea fertilidad y cubierta con
inmensos bosques que el hacha no mutiló jamás, ofrece
a cada paso almacenes y retiro a los animales de toda especie. Los hombres,
dispersados entre ellos, observan, imitan su industria y se levantan
así hasta el instinto de los brutos, con la ventaja de que cada
especie no tiene más que el suyo propio, mientras que el hombre,
que acaso no tiene ninguno que le pertenezca, se los apropia todos,
se nutre por igual con la mayor parte de los diversos alimentos que
los demás animales se reparten, y halla, por tanto, su subsistencia
con facilidad mayor que cualquier otro animal.
Acostumbrados desde la infancia a las inclemencias del aire y al rigor
de las estaciones, ejercitados en la fatiga y obligados a defender,
desnudos y sin armas, su propia vida contra los brutos feroces, o a
escapar de ellos a la carrera; los hombres van formándose un
temperamento robusto y casi inalterable. Trayendo al mundo los hijos
la excelente constitución de sus padres y fortificándola
por los mismos ejercicios que la produjeron, adquieren cuanto vigor
es posible en la especie humana. La naturaleza emplea con ellos lo que
la ley de Esparta con los hijos de los ciudadanos: hace fuertes y robustos
a los que están bien constituidos, y obliga a los demás
a perecer. Diferénciase en esto de nuestras sociedades, en las
cuales al entregar el Estado los hijos onerosos a sus padres, los mata
indistintamente antes de su nacimiento.
El hombre salvaje conoce como único instrumento el cuerpo, por
lo que lo emplea en diversos usos de que nosotros somos incapaces por
falta de ejercicio. Nuestra industria nos quita la fuerza y la agilidad
que la necesidad obliga a poseer. Si hubiese tenido hacha, ¿habría
roto su mano tan fuertes ramas? Si hubiera tenido honda, ¿lanzaría
a brazo piedras con tanta fuerza? Si hubiese tenido escalera, ¿treparía
con tanta ligereza por un árbol? Si hubiera tenido caballo, ¿sería
tan rápido en la carrera? Dejad al hombre civilizado el tiempo
para reunir máquinas en su derredor, y no puede dudarse de que
fácilmente adelantará al hombre salvaje; pero si queréis
ver combate más desigual aún, ponedlos desnudos y desarmados
frente a frente, y bien pronto conoceréis cuál es la ventaja
de tener sin cesar sus fuerzas a su disposición, sin estar siempre
prevenido a todo y de ir siempre, por decirlo así, por entero
consigo mismo.
Pretende Hobbes que el hombre es por naturaleza intrépido, y
no busca otra cosa que atacar y combatir. Un filósofo ilustre
opina, por el contrario, y Cumberland y Pufendorff lo aseguran también,
que nada hay más tímido que el hombre en estado de naturaleza,
y que está siempre dispuesto a huir al menor ruido que le hiera,
al menor movimiento que perciba. Tal vez sea así para los objetos
que no conozca, y no dudo de que se asuste ante los nuevos espectáculos
que se le presentan, siempre que no pueda distinguir el bien y el mal
físicos que de ellos debe esperar, ni sepa comparar sus fuerzas
con los peligros que tiene que correr; circunstancias raras en el estado
de naturaleza, donde todas las cosas marchan de manera tan uniforme,
y donde la faz de la tierra no está sujeta a esos cambios bruscos
y continuos que producen las pasiones y la inconstancia de los pueblos
reunidos. Pero el hombre salvaje, como vive dispersado entre los animales
y por encontrarse casi desde su infancia en el caso de medirse con ellos,
hizo bien pronto la comparación, y sintiendo que los supera más
en destreza que ellos le aventajan en fuerza, aprendió a no temerlos.
Poned un oso o un lobo en riña con un salvaje robusto, ágil,
valiente como lo son todos, armado de piedras, de un buen palo, y veréis
cómo el peligro será cuando menos recíproco, y
que, después de muchas experiencias semejantes, las bestias feroces,
que no gustan de atacarse mútuamente, atacarán con pocas
ganas al hombre, porque lo habrán hallado tan feroz como ellas.
Con respecto a los animales que realmente tienen más fuerza que
él destreza, se halla frente a ellos en el caso de otras especies
más débiles, que no por esto dejan de subsistir; con esta
ventaja para el hombre: que no menos dispuesto que ellos para la carrera
y hallando sobre los árboles refugio casi seguro, puede en todas
partes tomarlo o dejarlo a voluntad, así como la elección
de la fuga o del combate. Añadamos que no parece que animal alguno
haga naturalmente la guerra al hombre, fuera del caso de su propia defensa
o de extremada hambre, ni tampoco que tenía hacia él estas
violentas antipatías que parecen anunciar que la naturaleza destina
a una especie para servir de pasto a la otra.
He ahí sin duda las razones de por qué los negros y los
salvajes se hallan pocas veces en lucha con los animales feroces que
pueden encontrar en las selvas. Los caribes de Venezuela, entre otros,
viven en ese aspecto en la más profunda seguridad y sin el menor
inconveniente. "Aunque estén casi desnudos dice Francisco
Correal, no dejan de exponerse resueltamente en los bosques, armados
sólo con su flecha y su arco; pero nunca se ha oído decir
que cualquiera de ellos haya sido devorado por las fieras."
Otros enemigos más temibles, de los cuales no tiene el hombre
los mismos medios de defenderse, son las enfermedades naturales, la
infancia, la vejez y los padecimientos de todas clases; tristes signos
de nuestra debilidad, los dos primeros de los cuales son comunes a todos
los animales, mientras el último pertenece principalmente al
hombre que vive en sociedad. Observo además, con respecto a la
infancia, que llevando la madre con ella por todas partes a su hijo,
tiene mayor facilidad de alimentarlo que las hembras de muchos animales,
las cuales se ven obligadas a ir y venir sin cesar, con gran fatiga,
por un lado a buscar su pasto y por otro a dar de comer o amamantar
a sus hijuelos. Es cierto que si la mujer perece, el niño corre
asimismo el riesgo de perecer con ella; pero este peligro es común
a otras múltiples especies cuyos hijos no están por mucho
tiempo en situación de ir a buscar por sí solos su sustento;
y si la infancia es más larga entre nosotros, siendo la vida
más larga también, todo viene a ser igual en este punto,
aunque haya sobre la duración de la primera edad y sobre el número
de hijos otras reglas que no son motivo de mi análisis. En los
ancianos, que actúan y transpiran poco, la necesidad de alimentos
disminuye juntamente con la facultad de procurárselos; y como
la vida salvaje aleja de ellos la gota y los reumatismos, y la vejez
es, entre todos los males, el que los auxilios humanos pueden aliviar
menos, se extinguen por fin sin que se advierta qué cesan de
ser y casi sin que ellos mismos se den cuenta.
Respecto a las enfermedades, no repetiré las falsas y vanas declamaciones
que la mayor parte de las personas en buena salud hacen contra la medicina;
pero preguntaré si hay alguna observación sólida
de la cual se pueda deducir que en el país donde este arte se
halla más descuidado, la vida media del hombre sea más
corta que en aquellos donde la medicina es cultivada con el mayor interés.
¿Y como podrá ser esto, si nosotros nos proporcionamos
enfermedades más considerables que remedios puede suministrarnos
la medicina? La extrema desigualdad en la manera de vivir; el exceso
de ociosidad en unos; el exceso de trabajo en otros; la facilidad de
excitar y satisfacer nuestros apetitos y nuestra sensualidad; los alimentos
muy refinados de los ricos, que los nutren de sofocantes jugos y los
cargan de indigestiones; la mala alimentación de los pobres,
de la que carecen aún con más frecuencia, y por cuya falta
recargan ávidamente su estómago en la ocasión propicia;
la vigilancia, el exceso de todo género, los inmoderados transportes
de las pasiones, las fatigas y desalientos del espíritu, las
tristezas y penas sin número que se experimentan en todos los
estados y de que las almas se ven atormentadas constantemente: he ahí
las causas funestas y probadoras de que la mayor parte de nuestros males
son obra nuestra, y de que los habríamos evitado en su mayor
parte de haber conservado la manera de vivir sencilla, uniforme y solitaria
que nos estaba prescrita por la naturaleza. Si ésta nos había
destinado para estar sanos, casi me atrevo a asegurar que el estado
de reflexión es un estado contra la naturaleza, y que el hombre
que medita es un animal estragado. Cuando se examina la buena constitución
de los salvajes, al menos de aquellos a quienes no hemos perdido con
nuestros licores fuertes; cuando se sabe que casi no conocen otras enfermedades
que las heridas y la vejez, casi nos inclinamos a creer cuán
fácilmente se haría la historia de las enfermedades humanas
sólo con seguir la de las sociedades civilizadas. Al menos ésta
es la opinión de Platón, que entiende, según determinados
remedios empleados o aprobados por Podaliro y Macaón en el sitio
de Troya, que diversas enfermedades que estos remedios debían
curar no eran aún conocidas entre los hombres. Y Celso refiere
que la dieta, tan necesaria hoy, empezó a ser aplicada por Hipócrates.
Con tan escasos orígenes de los males, el hombre apenas tenía
en el estado de naturaleza necesidad alguna de remedio, y menos de médicos.
La especie humana no está, pues, en este particular en peor condición
que las otras especies, y fácil es saber si los cazadores hallan
en sus excursiones muchos animales enfermos. Hállanse con grandes
heridas muy bien cicatrizadas, con huesos o miembros rotos y compuestos
sin otro cirujano que el tiempo, ni otro régimen que su ordinaria
vida y que no están menos curados por no haber sido atormentados
con pinchazos, ni emponzoñados con drogas, ni extenuados con
ayunos. En una palabra, por útil que pueda ser entre nosotros
la medicina bien administrada, siempre es cierto que si el salvaje enfermo,
abandonado a sí mismo, nada tiene que esperar sino de la naturaleza,
en cambio sólo tiene que temer a su enfermedad, lo que hace su
situación frecuentemente más favorable que la nuestra.
Guardémonos, pues, de confundir al hombre salvaje con los hombres
que tenemos ante la vista. La naturaleza trata a todos los animales
abandonados a sus cuidados con una predilección que parece demostrar
cuán celosa es de este derecho. El caballo, el gato, el loro,
el asno mismo tienen generalmente más elevada talla, constitución
más robusta, mayor vigor, valor y fuerza en los bosques que en
nuestras casas; pierden la mitad de sus ventajas convirtiéndose
en domésticos, y se diría que todos nuestros cuidados
en tratarlos bien y en nutrirlos no conducen más que a bastardearlos.
Al convertirse en sociable y esclavo, hácese débil, temeroso,
rastrero, y su manera de vivir, blanda y afeminada, acaba de enervar
a la vez su fuerza y su valor. Añádase que entre las condiciones
salvaje y doméstica, la diferencia de hombre a hombre debe ser
mayor aún que la de bruto a bruto; porque habiendo sido el animal
y el hombre tratados igualmente por la naturaleza, todas las comodidades
que el hombre se proporcione sobre las que da a los animales que amansa
son otras tantas causas singulares que le hacen degenerar más
sensiblemente.
No constituyen, pues, grandes desdichas para los primeros hombres, ni
sobre todo grandes obstáculos para su conservación, la
desnudez, la falta de habitación y la privación de todas
esas inutilidades que tan necesarias creemos. Si no tienen la piel velluda,
en los países cálidos no tienen necesidad alguna de ella,
y en los fríos saben inmediatamente apropiarse la de los brutos
vencidos; si no tienen más que dos pies para correr, poseen dos
brazos para proveer sus necesidades; sus hijos quizá anden tarde
y con trabajo, pero las madres los llevan con facilidad, ventajas de
que carecen las demás especies, en las cuales, cuando es perseguida
la madre, se ve obligada a dejar abandonados sus hijos o a seguir el
paso de éstos. Por último, a menos de suponer esos concursos
singulares y fortuitos de circunstancias de que hablaré más
adelante, y que bien podrían no llegar jamás, es evidente
en todo caso que el primero que se hizo vestidos o habitación
diose con ello cosas poco necesarias, puesto que hasta entonces pudo
pasarse sin ellos, y no se ve por qué no habría de poder
sufrir, hecho hombre, el género de vida que soportaba desde su
infancia.
Solo, ocioso y siempre cercano al peligro, al hombre salvaje debe gustarle
dormir y tener el sueño ligero como el de los animales, que pensando
poco duermen, por decirlo así, todo el tiempo en que no piensan.
Su propia conservación constituye el único cuidado, por
lo que sus facultades más ejercitadas deben ser aquellas que
tienen por principal objeto el ataque y la defensa, sea para dominar
su presa, sea para asegurarse de no ser víctima de otro animal.
Por el contrario, los órganos que no se perfeccionan sino por
la molicie y la sensualidad deben permanecer en cierto estado de tosquedad,
que excluye en él toda especie de delicadeza, y, hallándose
sus sentidos divididos sobre este punto, tendrá el tacto y el
gusto de una rudeza extrema, mientras que la vista, el oído y
el olfato gozarán de una sutileza de suma sensibilidad. Tal es
el estado del animal en general, y así es, según las referencias
de los viajeros, el de la mayor parte de los pueblos salvajes. Por todo
ello, no hay por que asombrarse de que los hotentotes del Cabo de Buena
Esperanza descubran a simple vista barcos en alta mar, a la misma distancia
a que los ven los holandeses con ayuda de sus anteojos; ni tampoco de
que los salvajes de América oliesen a los españoles por
las huellas como habrían hecho los mejores perros; ni de que
todas esas naciones bárbaras soporten sin molestia su desnudez,
agucen su gusto a fuerza de pimienta y beban los licores europeos lo
mismo que el agua.
No he estudiado hasta aquí más que al hombre físico.
Tratemos de mirarlo ahora por el lado metafísico o moral.
En todo animal no veo otra cosa que una ingeniosa máquina a la
cual ha dado la naturaleza sentidos para elevarse ella misma y para
asegurarse, hasta cierto punto, contra aquello que tiende a destruirla
o a desordenarla. Las mismas cosas percibo en la máquina humana,
con esta diferencia: que la naturaleza hace por sí sola todo
en las operaciones del bruto, mientras que el hombre concurre a las
suyas en calidad de agente libre. El uno escoge o rechaza por instinto,
y el otro por un acto de albedrío; lo cual da por resultado que
el bruto no pueda separarse del precepto a que está sometido,
aun cuando el hacerlo así le fuera ventajoso, y el hombre se
aparta de la regla frecuentemente en virtud de su criterio. Así
es como un pichón perecería de hambre al lado de una fuente
colmada de las mejores carnes, y un gato sobre montones de frutas o
de granos, aunque uno y otro pudiesen muy bien, de serles conocido,
nutrirse con el alimento que desprecian. Así es como los hombres
disolutos se entregan a excesos que les producen las fiebres y la muerte,
porque el espíritu estraga los sentidos y porque la voluntad
habla, aun cuando la naturaleza calle.
Todo animal tiene ideas, puesto que tiene sentidos y combina incluso
sus ideas hasta cierto grado: el hombre no se diferencia del bruto en
este aspecto más que del más al menos; y hasta ciertos
filósofos han ido más lejos, sosteniendo que hay más
diferencia entre determinados hombre y hombre que entre determinados
hombre y bruto. La naturaleza ordena a todo animal y el bruto obedece.
El hombre experimenta la misma impresión, pero reconócese
libre de acceder o resistir. En la conciencia de esta libertad es donde
principalmente se descubre la espiritualidad de su alma, porque la física
explica en cierto modo el mecanismo de los sentidos y la formación
de las ideas; pero en la facultad de querer, o más bien de escoger,
y en el sentido de esta facultad, no se encuentran más que actos
puramente espirituales, de los que nada se nos explica por las leyes
de la mecánica.
Pero aun cuando las dificultades que rodean todas estas cuestiones dejaran
lugar para discutir sobre esta diferencia entre el hombre y el animal,
hay otra cualidad muy específica que los distingue y sobre la
cual no puede existir discrepancia, y es la facultad de perfeccionarse,
facultad que con ayuda de las circunstancias, desenvuelve sucesivamente
a las restantes y reside en nosotros, tanto en la especie como en el
individuo; mientras que un animal es al cabo de algunos meses lo que
será toda su vida, y su especie al cabo de mil años es
lo que era el primer año de esos mil años. ¿Por
qué sólo el hombre es susceptible de convertirse en imbécil?
¿No es porque vuelve de este modo a su estado primitivo, y porque
en tanto que el bruto, que nada adquiere, ni tiene tampoco nada que
perder, permanece siempre en su instinto, el hombre pierde por la vejez
u otros accidentes todo lo que la perfectibilidad le había
hecho adquirir, cayendo así mucho más bajo que el mismo
bruto?
Sería triste para nosotros vernos obligados a convenir en que
esta facultad distintiva y casi ilimitada es la fuente de todas las
desgracias del hombre, que ella es la que le saca, a fuerza de tiempo,
de esta condición originaria, en la cual pasaría los días
de su vida tranquilos e inocentes; que es igualmente esa facultad la
que, haciendo brillar con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios
y sus virtudes, le hace al cabo tirano de sí mismo y de la naturaleza.
Sería horrible vernos obligados a colocar entre los seres bienhechores
al primero que enseñó a los habitantes de las riberas
del Orinoco el uso de esas tabletas que aplican a las sienes de sus
hijos, asegurándoles cuando menos una parte de su imbecilidad
y de su felicidad original.
Entregado el hombre salvaje por la naturaleza a un solo instinto, o
más bien, indemnizado del que quizá le falta, por las
facultades capaces de suplir primero y de elevarse después sobre
aquél, comenzará por las funciones puramente animales.
Percibir y sentir serán su primer estado, que le será
común con todos los animales. Querer y no querer, desear y temer,
serán las primeras y casi las únicas operaciones de su
alma, hasta que nuevas circunstancias ocasionen nuevos desarrollos.
Opinen lo que quieran los moralistas, el entendimiento humano debe mucho
a las pasiones, que recíprocamente le deben también mucho,
y la causa principal del perfeccionamiento de nuestra razón se
halla en la actividad de aquéllas. Tratamos de conocer sólo
porque deseamos gozar, y no es posible concebir por qué quien
no tuviera deseos ni temores habría de tomarse el trabajo de
razonar. Las pasiones, a su vez, se originan en nuestras necesidades
y el progreso de ellas en nuestros conocimientos, porque no se pueden
desear o temer las cosas más que por las ideas que acerca de
ellas podamos tener o por simple impulso de la naturaleza. El hombre
salvaje, privado de toda clase de luces, no experimenta más que
pasiones de esta última especie; sus deseos no van más
allá de sus necesidades físicas. Los únicos bienes
que conoce en el universo son la alimentación, la hembra, el
reposo los únicos males que teme, el dolor y el hambre. Digo
el dolor y no la muerte, porque el animal no sabrá nunca lo que
es morir, siendo el conocimiento de la muerte y sus terrores una de
las primeras adquisiciones que el hombre ha realizado al separarse de
su condición de animal.
Me sería fácil, si fuera menester, apoyar este sentimiento
en varios hechos y hacer ver que en todas las naciones del mundo los
progresos del espíritu han estado precisamente en proporción
con las necesidades que los pueblos habían recibido de la naturaleza,
o con las sugeridas por las circunstancias, y, por consiguiente, con
las pasiones que los llevaban a proveer a sus necesidades. Presentaría
en Egipto las artes nacientes, entendiéndose con los desbordamientos
del Nilo; seguiría su progreso entre los griegos, donde vióseles
germinar, crecer y elevarse hasta los cielos, entre las arenas y las
rocas del Ática, sin poder echar raíces en las fértiles
orillas del Eurotas; observaría que, en general, los pueblos
del Norte son más industriosos que los del Mediodía, porque
no pueden pasar sin serlo, como si la naturaleza quisiera igualar así
las cosas, dando a los espíritus la fertilidad que niega a la
tierra.
Pero sin recurrir a los testimonios inseguros de la historia, ¿quién
no ve que todo parece alejar del hombre salvaje la tentación
y los medios de dejar de serlo? Su imaginación nada le pinta,
su corazón nada le pide. Sus necesidades moderadas fácilmente
encuentran remedio a mano, y tan lejos está del grado de conocimientos
necesarios para desear o adquirir otros mayores, que no puede tener
ni prevenciones ni curiosidad. El espectáculo de la naturaleza
llega a serle indiferente a fuerza de serle familiar. Siempre el mismo
orden, siempre las mismas revoluciones, no tiene su espíritu
dispuesto para admirarse de maravillas más altas, y no es en
él donde debe buscarse la filosofía necesaria para saber
observar una vez lo que ha visto todos los días. Su alma, que
nada conmueve, se entrega al sentimiento único de su existencia
actual, sin idea alguna del porvenir, por cercano que pueda estar; y
sus propósitos, limitados como sus aspiraciones, apenas se extienden
hasta el término del día. Tal es hoy mismo el grado de
previsión del caribe; vende por la mañana su cama de algodón
y vuelve llorando por la noche para rescatarla, por no haber comprendido
que la necesitaría de nuevo.
Cuanto más se medita sobre esta materia, más se agranda
a nuestros ojos la distancia de las puras sensaciones a los más
simples conocimientos. Es imposible concebir cómo un hombre habría
podido con sólo sus fuerzas, sin el auxilio de la comunicación
y sin el aguijón de la necesidad, pasar los límites de
tan enorme intervalo. ¿Cuántos siglos han transcurrido
quizá antes que el hombre haya llegado a ver otro fuego que el
del cielo? ¿Cuántos incidentes habrán sido necesarios
para enseñarle los usos más comunes de este elemento?
¿Cuántas veces lo han dejado apagar antes de haber adquirido
el arte de reproducirlo? ¿Y cuántas veces quizá
cada uno de estos secretos habrá muerto con el que lo había
descubierto? ¿Qué diremos de la agricultura, arte que
exige tanto trabajo y previsión, que tanto tiene de otras artes,
que con toda evidencia sólo es practicable en una sociedad al
menos comenzada y que sirve no tanto para sacar de la tierra los alimentos,
que entregaría sin eso, como para obligarla a las preferencias
que son más de nuestro gusto? Mas supongamos que los hombres
se hubieran multiplicado de tal modo que los productos naturales no
hubiesen bastado para alimentarlos; suposición que, dicho sea
de paso, demostraría gran ventaja para la especie humana en esta
manera de vivir; supongamos que, sin fraguas y sin talleres, los instrumentos
de labor hubiesen caído del cielo a las manos de los salvajes;
que estos hombres hubiesen vencido el odio mortal que todos tienen para
un trabajo continuo; que hubiesen aprendido a prever desde tan lejos
sus necesidades; que adivinaran cómo es preciso cultivar la tierra,
sembrar las semillas y plantar los árboles; que hubiesen encontrado
el arte de moler el trigo y de poner la uva en fermentación,
cosas todas que les ha sido necesario suponer enseñadas por los
dioses, no pudiendo concebir cómo han podido aprenderlas por
sí mismos. ¿Cuál sería, según esto,
el hombre bastante insensato para atormentarse con el cultivo de un
campo, que sería despojado por el primero que llegase, hombre
o bruto, a quien conviniera la mies? ¿Y cómo podrá
resolverse cada cual a pasar su vida en penoso trabajo, tanto más
seguro de no recibir el precio cuanto más necesario le sea? En
una palabra, ¿cómo podrá esta situación
traer a los hombres al cultivo de la tierra, si no es por medio de su
reparto entre ellos, esto es, cuando desaparece el estado de naturaleza?
Aunque quisiéramos suponer un hombre salvaje tan hábil
en el arte de pensar como son nuestros filósofos; aunque hiciéramos,
a ejemplo suyo, de aquél un filósofo que por sí
descubriese las más sublimes verdades, exponiendo, mediante series
de razonamientos muy abstractos, máximas de justicia y de razón,
deducidas del amor al orden en general o de la voluntad conocida del
Creador; en una palabra, aunque le supusiéramos en el espíritu
tanta inteligencia y tantas luces como pesadez y estupidez debe tener
y se le hallan, en efecto, ¿qué utilidad sacaría
la especie de toda esta metafísica que no podría comunicarse
y que perecería con el individuo que la habría inventado?
¿Qué progreso podría hacer el género humano
esparcido en el bosque entre los animales? ¿Y hasta qué
punto podrían perfeccionarse e ilustrarse mutuamente hombres
que, no teniendo domicilio fijo ni necesidad alguna el uno del otro,
se encontrarían probablemente un par de veces en su vida, sin
conocerse y sin hablarse?
Obsérvese cuántas ideas debemos al uso de la palabra,
cómo la palabra ejerce y facilita las funciones del espíritu
y piénsese en las inconcebibles penas y en el tiempo infinito
que ha debido de costar la primera invención de las lenguas;
únanse estas reflexiones a las anteriores, y se juzgará
cuántos millones de siglos han debido de necesitarse para desenvolver
sucesivamente en el espíritu humano la operación de que
era capaz.
Séame permitido considerar un momento las dificultades del origen
de las lenguas. Podría contentarme con citar o repetir aquí
las investigaciones que el abate de Condillac ha hecho sobre esta materia,
las cuales confirman plenamente mi opinión y que acaso me han
sugerido la primera idea. Pero la manera que tiene este filósofo
de resolver las dificultades que se presenta a si mismo, sobre el origen
de los signos instituidos, demuestra que ha supuesto lo que yo pongo
a discusión, a saber: cierta especie de sociedad ya establecida
entre los inventores del lenguaje; por lo que creo que, remitiéndome
a sus consideraciones, debo añadir las mías para exponer
las mismas dificultades con la claridad que conviene a mi objeto. La
primera que presento es el imaginar cómo las lenguas pudieron
hacerse necesarias, porque no teniendo los hombres correspondencia alguna
entre sí, ni necesidad de tenerla, no se concibe la necesidad
de esta invención ni su posibilidad, si es que no fue indispensable.
Diré también, como otros muchos, que las lenguas han nacido
en el comercio doméstico de los padres, las madres y los hijos;
pero, además de que esto no resolvería las objeciones,
sería incurrir en la falta de los que, razonando sobre el estado
de naturaleza y trasladando a ésta, ideas tomadas en la sociedad,
siempre ven a la familia reunida en una misma habitación, y a
sus miembros guardando entre ellos unión tan íntima y
permanente como entre nosotros, donde tantos intereses comunes los reúnen;
mientras que en este primitivo estado, no teniendo ni casa, ni cabañas,
ni propiedad de ninguna especie, cada uno se alojaba al acaso, y con
frecuencia para una sola noche: los varones y las hembras se unían
fortuitamente según su encuentro, la ocasión y el deseo,
sin que la palabra fuera intérprete muy necesario de las cosas
que hubieran de decirse, y hasta se apartaban con la misma facilidad.
La madre amamantaba, al principio, a sus hijos por su propia necesidad;
después, queriéndolos por hábito, los alimentaba;
tan pronto como adquirían fuerza para buscarse su sustento, aquéllos
abandonaban a la madre, y como allí no había otro medio
de encontrarse que él de no perderse de vista, pronto llegaban
a no conocerse unos a otros. Observad, además, que teniendo el
niño todas sus necesidades por explicar, y, por consiguiente,
más cosas que decir a la madre que la madre al niño; éste
es quien debía hacer los mayores esfuerzos de invención;
de manera que la lengua que él empleaba debía ser en gran
parte su propia obra; lo cual multiplica las lenguas tanto como individuos
hay para hablar, a lo que contribuye todavía más la vida
errante y vagabunda, que no deja a idioma alguno tiempo para adquirir
consistencia. Porque decir que la madre dicta al hijo las palabras de
que deberá servirse para pedirle una cosa, es manifestar cómo
se enseñan las lenguas ya formadas, pero no enseñar cómo
se forman éstas.
Supongamos vencida esta primera dificultad; crucemos por un momento
el inmenso espacio que debió de encontrarse entre el puro estado
de naturaleza y la necesidad de las lenguas, y busquemos, suponiéndolas
necesarias, cómo pudieron comenzar a establecerse. Nueva dificultad,
peor aún que la precedente, porque si los hombres tienen necesidad
de la palabra para aprender a pensar, han tenido aún mayor necesidad
de saber pensar para encontrar el arte de la palabra; y después
de comprender cómo el sonido de la voz ha sido tomado por interpretación
convencional de nuestras ideas, quedaría siempre por saber cuáles
han podido ser los medios de interpretar las ideas que, no teniendo
objeto sensible, no podían indicarse ni por el gesto ni por la
voz; de suerte que apenas se pueden formar conjeturas admisibles acerca
del nacimiento de este arte de comunicar sus pensamientos y establecer
comercio entre sus espíritus. Arte sublime que está ya
muy lejano de su origen; pero que el filósofo ve aún a
tan prodigiosa distancia de su perfección, que no hay hombre
bastante atrevido para afirmar que ésta llegará algún
día, aunque las revoluciones que el tiempo trae necesariamente
fuesen suspendidas en favor suyo, y los prejuicios saliesen de las academias
o se callasen ante ellas, para que éstas pudieran ocuparse de
este espinoso asunto durante siglos enteros y sin interrupción.
El primer lenguaje del hombre, el lenguaje más universal, el
más enérgico, el único de que hubo necesidad antes
de que fuese preciso persuadir a hombres reunidos, es el grito de la
naturaleza. Como este grito era arrancado por una especie de instinto
en ocasiones forzosas, para implorar socorro en los grandes peligros
o alivio en los males violentos, no era de uso frecuente en el curso
ordinario de la vida, donde reinan sentimientos más moderados.
Cuando las ideas de los hombres comenzaron a extenderse y a multiplicarse,
y se estableció entre ellos comunicación más estrecha,
buscaron signos más numerosos y un lenguaje más extenso.
Multiplicaron las inflexiones de la voz y añadieron los gestos
que por su naturaleza son más expresivos, y cuyo sentido depende
menos de una determinación anterior. Expresaban, pues, los objetos
visibles y móviles por gestos, y aquellos que hieren el oído,
por sonidos imitativos; pero como el gesto no indica apenas más
que los objetos presentes o fáciles de describir y las acciones
visibles, no siendo de uso universal, porque la oscuridad o la interposición
de un cuerpo lo hacen inútil, y, como más exige atención
que la excita, se imaginó, por fin, sustituirlo con articulaciones
de la voz, las cuales, sin tener la misma relación con ciertas
ideas, son más a propósito para representarlas todas como
signos instituidos; sustitución que no pudo hacerse más
que de común consentimiento y de manera demasiado difícil
de concebir en sí misma, porque este acuerdo unánime debió
de ser motivado, y la palabra parece haber sido harto necesaria para
establecer el uso de la palabra.
Debe comprenderse que las primeras palabras de que los hombres hicieron
uso tuvieron en su espíritu una significación mucho más
extensa que las empleadas en lenguas ya formadas, y que ignorando la
división de la oración en sus partes constitutivas, los
hombres dieron a cada palabra el sentido de una proposición entera.
Cuando empezaron a distinguir el sujeto del atributo y el verbo del
nombre, cosa que no fue mediano esfuerzo de ingenio, los sustantivos
no fueron más que nombres propios, el infinitivo el único
tiempo de los verbos, en cuanto a los adjetivos, la noción no
debió de desarrollarse sino muy difícilmente, porque todo
adjetivo es una palabra abstracta, y las abstracciones son actos penosos
y poco naturales.
Cada objeto recibió desde luego un nombre particular; sin consideración
a los géneros y a las especies, que estos primeros fundadores
no estaban en condiciones de distinguir; y todos los individuos se presentaron
aislados a su espíritu, como lo estaban en el cuadro de la naturaleza.
Si una encina se llamaba A, otra se llamaba B, pues la primera idea
que se obtiene de dos cosas es que ambas no son las mismas y a menudo
se necesita mucho tiempo para observar lo que las dos tienen de común,
de manera que cuanto más se limitan los conocimientos, más
extenso se hace el diccionario. La dificultad de esta nomenclatura no
pudo ser resuelta fácilmente, porque para colocar a los seres
bajo denominaciones comunes y genéricas era menester conocer
las propiedades y las diferencias, eran precisas observaciones y definiciones;
es decir, la historia natural y la metafísica en grado mucho
mayor que los hombres de aquel tiempo podían tener.
Por otra parte, las ideas generales no pueden introducirse en el espíritu
sino con ayuda de las palabras, y el entendimiento no las alcanza sino
mediante proposiciones. Esta es una de las razones por las que los animales
no sabrán formarse tales ideas ni adquirir nunca la perfección
que de ellas depende. Cuando un mono va sin vacilar de una nuez a otra,
¿se cree que tiene idea general de esta clase de fruto y que
compara su arquetipo con estos dos individuos? Sin duda que no; pero
la vista de una de estas nueces trae a su memoria las sensaciones que
recibió de la otra, y sus ojos impresionados de cierta manera
anuncian a su gusto la impresión que va a recibir. Toda idea
general es puramente intelectual. Por poco que la imaginación
intervenga, la idea se convierte en particular. Intentad trazaros la
imagen de un árbol en general, y jamás lo conseguiréis;
a pesar vuestro, será preciso verlo pequeño o grande,
débil o frondoso, claro u oscuro; y si depende de vosotros ver
sólo aquello que se halla en todo árbol, esta imagen no
se parece ya a un árbol. Los seres puramente abstractos se ven
de la misma manera, o no se conciben sino por el discurso. Sólo
la definición del triángulo os da la verdadera idea de
él; tan pronto como ós figuráis uno en vuestro
espíritu, es un triángulo determinado, y no otro, y no
podéis evitar hacer las líneas sensibles o el proyecto
coloreado. Es preciso, por tanto, enunciar proposiciones, es preciso
hablar para tener ideas generales, por que tan pronto como la imaginación
se detiene, el espíritu no sigue con ayuda del discurso. Si,
pues, los primeros inventores no han podido dar nombres más que
a las ideas que ya tenían, se deduce qué los primeros
sustantivos no han podido ser nunca otra cosa que nombres propios.
Pero luego que, por medios que desconozco, nuestros nuevos gramáticos
comenzaron a extender sus ideas y a generalizar sus palabras, la ignorancia
de los inventores debió de sujetar este método a límites
muy estrechos, y así como habían multiplicado al principio
los nombres de individuos por no conocer los géneros y las especies,
hicieron después pocas especies y géneros por no saber
considerar a los seres en todas sus diferencias. Para llevar esas divisiones
bastante lejos, fueron precisas más experiencia e ilustración
que las que podían tener, y mayores investigaciones y trabajos
que los que podían emplear. Luego, si aún hoy se descubren
cada día nuevas especies, que hasta ahora habían escapado
a la observación, considérese cuánto debió
de ocultarse a hombres que sólo juzgaban las cosas por su primer
aspecto. En cuanto a las clases primitivas, a las nociones más
generales, inútil es añadir que con mayor razón
les fueron desconocidas. ¿Cómo, verbigracia, habrían
imaginado o entendido las palabras materia, espíritu, sustancia,
modo, figura, movimiento, si nuestros filósofos, que desde hace
tanto tiempo se sirven de ellas, con dificultad las entienden? Además,
las ideas que esas palabras encierran, por ser puramente metafísicas,
no tienen en la naturaleza modelo alguno de donde pudieran haberse tomado.
Me detengo en estos primeros pasos y suplico a mis jueces suspendan
aquí su lectura para considerar, a partir solamente de la invención
de los sustantivos físicos, es decir, de la parte de la lengua
más fácil de encontrar, el camino que queda aún
por recorrer para expresar todos los pensamientos del hombre, para tomar
forma constante, poder ser hablada en público e influir en la
sociedad. Les suplico también reflexionen en el tiempo y conocimientos
que han sido precisos para hallar los números, las palabras abstractas,
los aoristos y todos los tiempos de los verbos, las partículas,
la sintaxis, ligar las oraciones, los razonamientos y formar toda la
lógica del discurso. En cuanto a mí, asustado por las
dificultades que se multiplican, y convencido de la imposibilidad casi
demostrada de que las lenguas hayan podido nacer y establecerse por
medios puramente humanos, dejo al que quiera emprenderla la discusión
de este difícil problema: si ha sido más necesaria la
sociedad ya formada para la institución de las lenguas, o las
lenguas ya inventadas para el establecimiento de la sociedad.
Sea lo que fuere de estos orígenes, se ve al menos el escaso
cuidado que la naturaleza se tomó en unir a los hombres por medio
de mutuas necesidades y de facilitarles el uso de la palabra; lo poco
que ha preparado su sociabilidad y lo poco que ha supuesto de su parte
en todo lo que aquéllos han hecho para establecer los vínculos.
En efecto, es imposible imaginar por qué en esta situación
primitiva tendría un hombre necesidad de otro hombre en mayor
grado que un lobo o un mono la tienen de su semejante; ni, supuesta
esta necesidad; por qué razón podría prestarse
el otro hombre a los deseos del primero; ni aun en este caso, como podrían
convenir entre ellos sus condiciones. De sobra sé que se repite
sin cesar que nada hubo tan miserable como el hombre en ese estado;
y si es cierto, como creo haberlo demostrado, que solamente después
de muchos siglos pudo tener deseo y ocasión de salir de él,
ello sería motivo para entablar un proceso contra la naturaleza,
y no contra aquel a quien de tal modo había ella misma destituido.
Pero, si interpreto bien el término miserable, comprendo
que es un vocablo que no tiene sentido alguno, o que no significa más
que la privación dolorosa y el sufrimiento del cuerpo o del alma,
y entonces querré que se me explique cuál pudo ser el
género de miseria de un ser libre con la paz en el corazón
y el cuerpo en perfecta salud. Entonces pregunto: de la vida civil o
natural, ¿cuál está más sujeta a convertirse
en insoportable para los que disfrutan de aquéllas? No vemos
en derredor de nosotros casi otra cosa que gentes que se lamentan de
su existencia, muchos que en cuanto pueden hasta se privan de ella,
no bastando la unión de las leyes divina y humana para poner
término a este desorden. Pregunto si en tiempo alguno se ha oído
decir que un salvaje en libertad haya siquiera intentado quejarse de
la vida y darse muerte. Júzguese, pues, con menos orgullo, de
qué lado está la verdadera miseria. Por el contrario,
nada hubiera sido tan miserable como el hombre salvaje desvanecido por
las luces intelectuales, atormentado por las pasiones y razonando sobre
un estado distinto del suyo. Por sabia providencia, las facultades que
tenía en potencia no debían desarrollarse sino con las
ocasiones de ejercerlas, para que no le resultasen superfluas y de pesada
carga antes de tiempo, ni tardías e inútiles en la ocasión
oportuna. Con solo el instinto tenía cuanto necesitaba para vivir
en el estado de naturaleza; y con la razón cultivada no tiene
más que lo necesario para vivir en sociedad.
Desde luego parece que no teniendo los hombres en este estado manera
alguna de relación moral, ni de deberes conocidos, no podían
ser buenos ni malos, y no tenían vicios ni virtudes; a menos
que, tomando estas palabras en sentido físico, llamemos vicios
en el individuo a las cualidades que pueden perjudicar a su propia conservación,
y virtudes a las que pueden favorecerla, en cuyo caso sería preciso
calificar de más virtuoso al que menos resistiera los impulsos
de la naturaleza. Pero, sin separarnos del sentido ordinario, es oportuno
suspender el juicio que podríamos formar sobre semejante situación
y desconfiar de nuestros prejuicios hasta que, con la balanza en la
mano, hayamos examinado si existen más virtudes que vicios entre
los hombres civilizados, o si sus virtudes son más ventajosas
que funestos son sus vicios o si el progreso de sus conocimientos es
indemnización suficiente de los males que mutuamente se hacen
a medida que se enteran del bien que deben hacerse; o si no se hallarían
en situación más feliz con no tener ni mal que temer ni
bien que esperar de nadie, por estar sometidos a una dependencia universal
y con obligarse a recibirlo todo de aquellos que no se obligan a darles
nada.
Sobre todo, no vamos a deducir, con Hobbes, que, por no tener el hombre
ninguna idea del bien, fue naturalmente malo; que fue vicioso porque
no conocía la virtud; que negó siempre a sus semejantes
los servicios que no creía deberles, y que en virtud del derecho
que con razón se atribuía a las cosas que necesitaba,
vanamente se consideraba como dueño único de todo el universo.
Hobbes ha comprendido perfectamente el vacío que dejan todas
las modernas definiciones del derecho natural; pero las consecuencias
que deduce de la suya demuestran que la toma en un sentido que no es
menos falso. Razonando sobre los principios que establece, debía
decir este autor que siendo el estado de naturaleza aquel con el cual
nuestra conservación es el cuidado menos dañoso a los
demás, era, por consiguiente, el más apropiado a la paz
y el más conveniente al género humano. Mas dice precisamente
lo contrario, por haber incluido fuera de lugar, en el deber de conservación
del hombre salvaje, la necesidad de satisfacer multitud de pasiones
que son obra de la sociedad y que han hecho necesarias las leyes. El
malo, dice, es un niño fuerte: falta saber si el salvaje es un
niño fuerte. Aunque así se aceptase, ¿qué
se deduciría? Que, siendo fuerte este hombre, era tan dependiente
de los otros como siendo débil y no habría clase de exceso
que no cometiera; que pegaría a su madre cuando tardase en darle
de mamar; que estrangularía a un hermano cuando se incomodase;
que mordería la pierna a otro cuando le interrumpiese o molestase.
Pero en el estado de naturaleza son supuestos contradictorios ser fuerte
y dependiente; y el hombre es débil cuando está sometido
a dependencia, y de ahí que para ser fuerte se emancipe. Hobbes
no ha visto que la misma causa que impide a los salvajes el uso de razón,
como pretenden nuestros jurisconsultos, les impide al mismo tiempo el
abuso de sus facultades, como él mismo reconoce. De manera que
podría decirse de los salvajes que no son malos precisamente
porque no saben lo que es ser bueno; ya que no es el progreso de la
ilustración ni el freno de la ley, sino la calma de las pasiones
y la ignorancia del vicio lo que les impide hacer mal: tanto plus
in illis proficir vitiorum ignoratio, qum in his cognitio virtutis.
Hay, además, otro principio que Hobbes no ha visto: que habiendo
sido dada al hombre, para suavizar sus determinadas circunstancias,
la fiereza de su amor propio, o el deseo de conservarse, antes del nacimiento
de ese amor, templa el ardor que tiene hacia su bienestar por medio
de la repugnancia innata a ver sufrir a su semejante. Creo que no debo
temer contradicción alguna si concedo al hombre la única
virtud natural que haya sido obligado a reconocer el más obstinado
detractor de las virtudes humanas. Me refiero a la piedad, disposición
conveniente a seres tan débiles y sujetos a tantos males
como nosotros somos; virtud tanto más universal y útil
al hombre cuanto que precede en él al empleo de toda reflexión,
y tan natural que los mismos brutos dan de ella algunas veces señales
evidentes. Sin hablar de la ternura de las madres para con sus hijos
y los peligros que arrostran para protegerlos, se observa todos los
días la repugnancia que los caballos tienen para pisotear un
cuerpo vivo, un animal no pasa sin inquietud cerca de un animal de su
especie muerto; hay algunos que hasta les dan cierta especie de sepultura;
los tristes mugidos del ganado al entrar en el matadero anuncian la
impresión que recibe ante el horrible espectáculo que
le hiere. Con placer vemos cómo el autor de la Fábula
de las abejas1 reconoce al
hombre como ser compasivo y sensible, saliendo, en el ejemplo que da,
de su estilo frío y sutil para ofrecernos la patética
imagen de un hombre encerrado que ve fuera una bestia feroz arrancando
a un niño del seno de su madre, rompiendo con sus mortíferos
dientes los débiles miembros y desgarrando con sus uñas
las palpitantes entrañas del niño. ¿Qué
espantosa agitación no experimenta este testigo de un suceso
en el cual no tiene personal interés? ¡Qué angustias
no sufre viendo lo que ve, por no poder llevar algún socorro
a la desmayada madre ni al expirante niño!
Tal es el puro impulso de la naturaleza anterior a toda reflexión;
tal es la fuerza de la piedad natural, que las costumbres más
depravadas difícilmente pueden destruir, puesto que se ve todos
los días en nuestros espectáculos enternecerse y llorar
ante las desdichas de un desventurado que, si se encontrara en lugar
del tirano, sin duda agravaría los tormentos de su enemigo; semejante
al sanguinario Sila, tan sensible a los males que él no había
causado, o a Alejandro de Piro, que no se atrevía a asistir a
la representación de tragedia alguna por miedo a que le vieran
llorar con Andrómaca y Príamo, mientras que oía
sin emoción los gritos de tantos ciudadanos degollados todos
los días por orden suya.
Mollissima corda
Humano generi dare se natura fatetur,
Quae lacrimas dedit
|
Mandeville ha comprendido perfectamente que, con toda su moral, los
hombres no hubieran sido nunca más que monstruos si la naturaleza
no les hubiera dado la piedad en apoyo de la razón; pero no
ha visto que de esta única condición derivan todas las
virtudes sociales que quiere disputar a los hombres. En efecto, ¿qué
son la generosidad, la clemencia, la humanidad, sino la piedad aplicada
a los débiles, a los culpables o a la especie humana en general?
Bien miradas, la benevolencia y la misma amistad, ¿son otra
cosa que productos de una piedad constante, fija sobre un objeto particular,
puesto que desear que alguno no sufra es desear que sea feliz? Aun
cuando fuera cierto que la conmiseración no es más que
un sentimiento que nos coloca en el lugar del que sufre, sentimiento
oscuro y vivo en el hombre salvaje, desenvuelto pero más débil
en el hombre civilizado, ¿qué importaría esta
idea a la verdad de lo que digo, sino para darle más fuerza?
En efecto, la conmiseración será tanto más enérgica
cuanto más se identifique el animal espectador con el animal
paciente; luego es evidente que esta identificación ha debido
de ser infinitamente más estrecha en el estado de naturaleza
que en el estado de raciocinio. La razón engendra el amor propio,
y la reflexión lo fortifica. La razón concentra al hombre
en sí mismo, le separa de todo lo que le fatiga y le aflige.
La filosofía le aísla; gracias a ella puede decir en
secreto, ante un hombre que sufre: "Perece si quieres; yo estoy
en lugar seguro". Solamente los peligros de la sociedad entera
perturban el tranquilo sueño del filósofo y le arrancan
de su lecho. Se puede impunemente ahogar bajo su ventana a un semejante
suyo; no tiene más que poner las manos sobre sus oídos
y argumentarse un poco, para impedir a la naturaleza que en él
se subleva que lo identifique con el que asesinan. El hombre salvaje
no tiene ese admirable talento; y falto de sabiduría y de razón,
siempre se le ve entregarse aturdidamente al sentimiento primero de
humanidad. En los motines, en las contiendas de las calles, el pueblo
se reúne, el hombre prudente se aparta; la canalla, las mujeres
de los mercados, son las que separan a los combatientes, las que impiden
a los hombres decentes su mutuo exterminio.2
Efectivamente; resulta que la piedad es un sentimiento natural que,
moderando en cada individuo la actividad del amor propio, concurre
a la conservación mutua de toda la especie. La piedad nos lleva
sin reflexión al socorro de aquellos a quienes vemos sufrir,
y en el estado de naturaleza sirve también de ley, de costumbre
y de virtud, con la ventaja de que nadie intenta desobedecer a su
dulce voz. La piedad impedirá al robusto salvaje quitar al
débil niño o al viejo enfermo la subsistencia adquirida
con trabajo, si espera hallar la suya en otro lado. La piedad inspira
a todos los hombres, en lugar de esta máxima sublime de justicia
razonada: "Haz a los demás lo que tú quisieras
para ti", esta otra máxima de bondad natural, mucho menos
perfecta, pero quizá más útil que la anterior:
"Haz tu bien con el menor daño que te sea posible para
otro". En una palabra, en este sentimiento natural, mejor que
en sutiles argumentos, es preciso buscar el motivo de la repugnancia
que todo hombre experimenta para obrar mal, aun con independencia
de las máximas de educación. Aunque pueda corresponder
a Sócrates y a los ingenios de su temple la adquisición
de la virtud por la razón, hace mucho tiempo que el género
humano no existiría si su conservación hubiera dependido
solamente de los razonamientos de los que lo componen.
Con pasiones tan poco activas y un freno tan saludable, los hombres,
más bien pendencieros que malos, y más atentos a ponerse
a cubierto del mal que podían recibir que inclinados a hacerlo
a otros, no estaban sujetos a peligrosas contiendas. Como no tenían
entre sí especie alguna de comercio, ni conocían, por
consiguiente, la vanidad, la consideración, la estima y el
desprecio, ni tenían la menor noción de lo tuyo y lo
mío, ni verdadera idea de la justicia: como miraban las violencias
que podían sufrir como cosa fácil de reparar, y no por
injuria que es preciso castigar, y como no pensaban en la venganza
a no ser quizá maquinalmente y en seguida como el perro muerde
la piedra que se le tira, sus disputas rara vez hubieran tenido consecuencias
sangrientas, a no ser por algo más importante que el pasto
de sus ganados, pero veo algo más peligroso y de lo cual voy
a hablar.
Entre las pasiones que agitan el corazón del hombre, hay una
ardiente, impetuosa, que hace necesario un sexo al otro; pasión
terrible que desafía todos los peligros, vence todos los obstáculos,
y en sus furores parece más propia para la destrucción
que para la conservación del género humano a que está
destinada. ¿Qué llegarían a ser los hombres,
presa de esta rabia desenfrenada, sin pudor, sin continencia, y disputándose
cada día sus amores a costa de su sangre?
Es preciso convenir, desde luego, en que cuanto más violentas
son las pasiones, más necesarias son las leyes para contenerlas;
pero aparte de que los desórdenes y los crímenes que
aquéllas causan nos enseñan demasiado acerca de la insuficiencia
de las leyes sobre el particular, bueno sería también
examinar si estos desórdenes no han nacido con las leyes mismas,
porque entonces, aunque fueran capaces de reprimirlos, lo menos que
se podía exigir de ellos sería la corrección
de un mal que sin las leyes no hubiera existido.
Empecemos por distinguir lo moral de lo físico en el sentimiento
del amor. Lo físico es ese deseo general que lleva un sexo
a la unión con el otro. Lo moral es lo que determina ese deseo
y lo fija exclusivamente sobre un objeto, o que por lo menos le da
para ese objeto preferido mayor grado de energía. Ahora bien:
resulta fácil ver cómo la moral del amor es un sentimiento
ficticio, nacido del uso de la sociedad, y elogiado por las mujeres
con mucha habilidad y deseo de establecer su imperio y convertir en
dominante el sexo que debía obedecer. Estando fundado este
sentimiento en ciertas nociones del mérito y de la belleza,
que un salvaje no se halla en situación de tener, así
como en comparaciones que no puede efectuar, debe de ser para él
casi nulo. Porque como su espíritu no ha podido formarse ideas
abstractas de regularidad y de proporción, su corazón
no es en modo alguno susceptible de sentimientos de admiración
y de amor, sentimientos que, aun sin advertirse, nacen de la aplicación
de estas ideas: únicamente escucha el temperamento recibido
de la naturaleza, y, no teniendo aficiones que no ha podido adquirir,
cualquier mujer le parece buena.
Limitados a lo físico del amor y bastante afortunados para
ignorar estas preferencias que irritan los sentimientos y aumentan
las dificultades, los hombres debían sentir con menor frecuencia
los ardores del temperamento, y, por consiguiente, las disputas entre
ellos serían menos frecuentes y menos crueles. La imaginación,
que tantos estragos produce entre nosotros, nada dice a corazones
salvajes; cada uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza,
y a ellos se entrega sin elección, con mayor placer que pasión,
y satisfecha la necesidad, el deseo se extingue por completo.
Por consiguiente, es cosa fuera de duda que el mismo amor, como las
demás pasiones, sólo en la sociedad ha adquirido ese
impetuoso ardor qué tan frecuentemente le hace funesto a los
hombres, y es tanto más ridículo representar a los salvajes
como destrozándose entre ellos sin cesar por satisfacer su
brutalidad, cuanto que esta opinión es directamente contraria
a la experiencia. Los caribes, por ejemplo, pueblo entre todos los
existentes que menos se ha separado del estado de naturaleza, son
precisamente los más tranquilos en sus amores y los menos sujetos
a los celos, aunque viven en un clima abrasador que parece dar siempre
a las pasiones mayor actividad.
Con respecto a las inducciones que podrían sacarse de muchas
especies de animales, de los combates de los machos que ensangrientan
en todo tiempo nuestros corrales, y que hacen resonar en primavera
nuestros bosques con sus gritos al disputarse la hembra, es preciso
empezar por excluir todas las especies en las que la naturaleza ha
establecido evidentemente relaciones distintas que entre nosotros.
Así, las peleas de los gallos no constituyen una inducción
para la especie humana. En aquellas especies donde la proporción
es menos observada, estos combates no pueden tener otra causa que
la escasez de hembras en relación con los machos, o los intervalos
exclusivos durante los cuales la hembra rehúsa constantemente
la aproximación del macho, lo que conduce a la primera causa.
Porque si cada hembra, verbigracia, no tolera al macho más
que durante dos meses al año, es lo mismo que si el número
de hembras se redujese en cinco sextos. Mas ninguno de estos dos casos
es aplicable a la especie humana, en la cual el número de sus
hembras generalmente excede al de varones, sin que se haya observado
nunca, ni aun entre los salvajes, que las hembras tengan, como en
otras especies, épocas de calor y de exclusión. Además,
entre muchos animales, toda la especie entra a la vez en efervescencia
y llega un momento terrible de común ardor, de tumulto, de
desorden y de combate, momento que no se produce en la especie humana,
donde el amor no es periódico. No se puede, por tanto, deducir
de los combates de ciertos animales por la posesión de sus
hembras que lo mismo sucedería al hombre en estado de naturaleza.
Y aunque se pudiera deducir esa conclusión, como estas discordias
no destruyen las otras especies, se debe pensar al menos que serían
menos funestas a la nuestra, y es de creer que causarían menor
estrago que el producido en nuestra sociedad, sobre todo en los países
donde las costumbres se tienen todavía por algo, por los celos
de los amantes y la venganza de los esposos, ocasiones diarias de
desafíos, muertes y cosas peores, sociedad en la cual el deber
de eterna fidelidad no sirve más que para originar adulterios
y donde las leyes de continencia y del honor extienden necesariamente
la perversión y multiplican los abortos.
Concluyamos que, errante en las selvas, sin industria, sin palabra,
sin domicilio, sin guerra y sin vínculos, sin necesidad alguna
de sus semejantes, como sin deseo alguno de perjudicarlos, quizá
sin conocer a ninguno individualmente, el hombre salvaje, sujeto a
pocas pasiones y bastándose a sí mismo, no tenía
más que los sentimientos y las luces propios de este estado,
ni sentía más que sus verdaderas necesidades, ni miraba
más que aquello que creía tener necesidad de ver; su
inteligencia no progresaba más que su vanidad. Si por acaso
hacía algún descubrimiento, tanto menos podía
comunicarlo cuanto que ni aun a sus hijos conocía. Perecía
el arte con el inventor; no había educación ni progreso,
y las generaciones se multiplicaban inútilmente; partiendo
cada una del mismo punto, deslizábanse los siglos con toda
la tosquedad de las primeras edades, la especie era ya vieja y el
hombre seguía siendo siempre niño.
Si me he ocupado tan extensamente sobre la suposición de esta
condición primitiva es porque, existiendo antiguos errores
y prejuicios inveterados que destruir, he creído que debía
ahondar hasta la raíz y enseñar, en el cuadro de la
naturaleza, cómo la desigualdad incluso natural está
lejos de tener en ese estado tanta realidad e influencia como pretenden
nuestros escritores.
En efecto, es fácil observar cómo entre las diferencias
que distinguen a los hombres, pasan por naturales muchas que únicamente
son obra del hábito y de los diversos géneros de vida
que los hombres adoptan en la sociedad. Así, en un temperamento
robusto o delicado, la fuerza o la debilidad que a cada uno corresponde,
con mayor frecuencia viene de la manera dura o afeminada en que se
ha vivido, más bien que de la primitiva constitución
del cuerpo.
Lo mismo sucede con las fuerzas del espíritu, y no solamente
la educación establece diferencias entre los espíritus
cultivados y aquellos que no lo están; pero aumenta la que
se halla entre los primeros en proporción de la cultura, porque
si un gigante y un enano van por el mismo camino, cada paso que adelanten
uno y otro dará nueva ventaja al gigante. Ahora bien: si se
compara la diversidad prodigiosa de educación y de géneros
de vida que reina en los diferentes órdenes del estado civil
con la sencillez y uniformidad de la vida animal y salvaje, donde
todos se nutren con los mismos alimentos, viven del mismo modo y hacen
exactamente las mismas cosas, se comprenderá cuánto
menor debe de ser la diferencia de hombre a hombre en el estado de
naturaleza que en el de sociedad y cuánto debe de aumentar
en la especie humana la desigualdad natural por la desigualdad de
institución.
Pero, aunque la naturaleza afectase en la distribución de sus
dones tantas preferencias como se pretende, ¿qué ventajas
obtendrían los favorecidos en perjuicio de los demás
en un estado de cosas que no admitiría casi ninguna especie
de relación entre ellos? Donde no hay amor, ¿de qué
servirá la belleza? ¿De qué servirá el
ingenio a personas que no hablan, y de qué la astucia a personas
que no tienen negocios? Oigo a menudo decir y aun repetir que los
más fuertes oprimirán a los débiles; pero quiero
que se me explique lo que se quiere decir con la palabra opresión.
Unos dominarán con violencia, otros gemirán esclavizados
a sus caprichos: he ahí precisamente lo que observo entre nosotros;
pero no veo que esto pueda decirse de los hombres salvajes, a los
que habría costado mucho trabajo hacer comprender lo que es
servidumbre y dominación. Podrá un hombre apoderarse
de los frutos que otro ha recogido, del jabalí que ha matado,
de la caverna que le sirve de asilo; pero ¿cómo llegará
nunca al fin de hacerse obedecer, cuáles podrán ser
las cadenas de dependencia entre hombres que nada poseen? Si se me
echa de un árbol, tengo libertad para irme a otro; si se me
atormenta en un lugar, ¿quién me impedirá ir
a otra parte? ¿Se halla un hombre de fuerza muy superior a
la mía, y además bastante depravado, bastante perezoso,
bastante feroz para obligarme a proveer a su subsistencia, mientras
que él permanece ocioso? Es preciso que se resuelva a no perderme
de vista un solo instante, a tenerme atado cuidadosamente durante
su sueño, por miedo de que me escape o le mate; es decir, que
está obligado a exponerse voluntariamente a pena mucho mayor
que la que intenta evitar y la que a mí mismo me da. Después
de esto, ¿se afloja un momento su vigilancia? ¿Le hace
volver la cabeza un ruido imprevisto? Doy veinte pasos en la selva;
mis cadenas están rotas y no me vuelve a ver en su vida.
Sin prolongar inútilmente estos detalles, cada uno debe ver
que estando los vínculos de la servidumbre formados por la
dependencia mutua de los hombres y de las recíprocas necesidades
que los unen, es imposible esclavizar a un hombre sin haberle puesto
de antemano en el caso de no poder prescindir de otro, situación
que, por no existir en el estado de naturaleza, deja allí a
cada uno libre del yugo y hace vana la ley del más fuerte.
Después de haber demostrado que la desigualdad apenas es sensible
en el estado de naturaleza, y que su influencia es allí casi
nula, me queda por demostrar su origen y sus progresos en los desenvolvimientos
sucesivos del espíritu humano. Después de haber demostrado
que la perfectibilidad, las virtudes sociales y demás
facultades que el hombre natural había recibido en potencia
no podían nunca desenvolverse por sí mismas, que tenían
necesidad para esto del concurso fortuito de muchas causas extrañas
que podían no nacer jamás y sin las cuales hubiera permanecido
eternamente en su condición primitiva, me falta por considerar
y reunir los diferentes casos fortuitos que han podido perfeccionar
la razón humana y han deteriorado la especie, producir un ser
malo haciéndolo sociable y en un término más
remoto conducir por fin al hombre y al mundo al punto donde nosotros
vamos.
Confieso que habiendo podido acaecer de muchas maneras los sucesos
que tengo que describir, no puedo determinar la elección sino
por conjeturas; pero aparte de que estas conjeturas se convierten
en razones, aunque son las más probables que se pueden deducir
de la naturaleza de las cosas, y los únicos medios que se pueden
tener para descubrir la verdad, las consecuencias que voy a deducir
de las mías no serán, sin embargo, conjeturas, porque
sobre los principios que acabo de establecer no se sabría formar
otro sistema que no produjera los mismos resultados y del que yo pudiera
deducir las mismas conclusiones.
Esto me dispensará de extender mis consideraciones acerca de
la manera como ese lapso compensa la poca verosimilitud de los acontecimientos;
sobre el sorprendente poder de causas ligerísimas cuando obran
sin interrupción; sobre la imposibilidad en que se está
de destruir ciertas hipótesis de una parte, si de otra no se
está en situación de darles el grado de certeza de los
hechos, sobre que siendo dados dos hechos como verdaderos para unirse
por medio de hechos intermedios, desconocidos o considerados como
tales, incumbe a la historia, cuando la hay, dar esos hechos que los
enlazan, y que, a falta de ésta, la filosofía determina
los hechos semejantes que pueden unirlos; por último, sobre
que, en materia de acontecimientos, la semejanza reduce los hechos
a un número de clases mucho más pequeño de lo
que se cree. Me basta con presentar estas materias a la consideración
de mis jueces; me basta con haber hecho de manera que los lectores
vulgares no hayan tenido necesidad de meditarlos.
1 Mandeville, médico
holandés establecido en Inglaterra, que falleció en
1733. La Fábula de las abejas fue publicada en Londres
en 1723, en inglés. La traducción francesa, impresa
también en Londres, es de 1740. En dicha obra, Mandeville sostiene
que el lujo y los vicios de los particulares se truecan en bien y
en ventajas de la sociedad.
2 En el libro VIII de
sus Confesiones, Rousseau nos hace saber que ese retrato del
filósofo que trata de convencerse taponándose los oídos
es obra de Diderot. Acusa a éste en el citado texto de "haber
abusado de su confianza para dar a sus escritos ese tono duro y ese
aspecto de negrura que dejaron de tener en cuanto Diderot cesó
de dirigirlo"
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