Microhistoria y ciencias sociales * |
EL PUEBLO TERRUÑOAl que me referí en primera persona si ustedes,
me lo permiten, del que salí a los doce años de edad
para incorporarme a la segunda urbe de la República Mexicana
por siete años, y a la ciudad hoy más poblada del mundo
por treinta y tres, era visto por la gente de corte urbano, como todas
las poblaciones chicas, con un dejo peyorativo. Los oriundos de la
comunidad de San José de Gracia no escapaban a la regla de
ser objeto de desdenes y chistes. Yo lo fui al llegar tocado con gorra
a una escuela de Guadalajara en una época fanáticamente
sinsombrerista y al hacer uso de una lengua paya, pueblerina. Logré deshacerme del sombrero con rapidez y me hice de palabras
y gestos gentiles que me permitieron departir pasablemente con profesores,
profesionistas, políticos y potentados de la urbe, y cuando
ya iba muy adelantado en el camino de la urbanización, empecé
a percibir que los valores de la gente campesina dejaban de ser asunto
de la humorística, eran cada vez menos el hazmerreír
de los citadinos. Quizá hayan colaborado a convertir en meritorio
lo poco antes desdeñable las películas po bladas de
charros cantores y novias hacendosas, la radiodifusión de corridos
y de canciones rancheras, las novelas de asunto rural que culminan
en Pedro Páramo de Juan Rulfo y las actividades étnicas
del Aunque las modas del cine de jinetes, la radiodifusión de
canciones folclóricas y las novelas de tema rústico
pasaron relativamente pronto, los estudios académicos sobre
la vida mexicana rústica y semiurbana han seguido multiplicándose.
Son cada vez más numerosas las monografías de comunas
indígenas hechas por antropólogos sociales. Son cada
vez más apreciadas las historias pueblerinas escritas por aficionados
y mejor acogidos los historiadores profesionales que consideran historiable
la trayectoria de los miles de microcosmos de la República
Mexicana. Por distintos conductos se produce la revalorización
académica de los pueblos. Mi pueblo, mi San José de
Gracia, antes ignorado o visto peyorativamente llega a ser tema de
debate intelectual en universidades de México, San Diego de
California, Maracaibo, Madrid, San Juan de Puerto Rico y Bogotá.
Mi pueblo, en su papel de asunto, le ha acarreado miles de lectores
a Pueblo en vilo, el volumen que escribí en 1967, cuando
todavía el interés por las minisociedades no se volvía
torrencial. Ahora lo es, y las preguntas sobre la meta, el método
y la situación microhistoriográfica me son planteados
con frecuencia. A las preguntas respondo, para empezar, con la definición
del microcosmos social objeto de la microhistoria. Suelo decir: Terruño, parroquia, municipio o simplemente minisociedad sólo
sabría definirlos a partir de mi patria chica o matria. Desde
esta perspectiva los veo como pequeños mundos que no cesan
de perder, en estos tiempos de comunicaciones masivas y transportes
rapidísimos, sus peculiaridades. Quizá desaparezcan
en un futuro próximo, pese a la revalorización de que
son objeto. Ahora todavía conforman a la mitad de los habitantes
de la República Mexicana y a diez millones de mexicanos que
han sufrido el doble destierro de su patria y de su patria, de su
terruño y de su nación, como los que trabajan en tierras
estadounidenses. Hasta hace poco, no más de treinta años,
la gran mayoría de la gente mexicana provenía de sociedades
pueblerinas o terruños que ofrecían como características
más visibles y comunes las siguientes: Un espacio corto, abarcable de una sola mirada hecha desde las torres
de la iglesia pueblerina o desde la cumbre del cerro guardián.
Los terruños de mi país son trozos de tierra de quinientos
a mil kilómetros cuadrados que suelen equivaler a un municipio
o una parroquia. Este ámbito es unas diez veces más
corto que una región y cincuenta veces mas chico que el promedio
de los estados de la República Mexicana. En ésta caben
dos mil trescientos setenta y ocho patrias chicas o municipios, distinguibles
entre si pese a tener todos ellos muchos rasgos comunes. La población de la gran mayoría de los municipios mexicanos
no suele ser numerosa. Para decir algo, el noventa por ciento de los
municipios de la República Mexicana rara vez pasa de los quince
mil o veinte mil habitantes; en parte juntos en el pueblo o la villa,
y en parte dispersos en el campo, todos en estrecha relación
con el ambiente físico, ya por prácticas agrícolas
o ganaderas, ya por el afecto. Los vecinos de una comunidad pequeña,
parroquial, no sólo viven de actividades campestres, sin ruido
de máquinas ni vistosos anuncios mercantiles. También
se sienten emotivamente unidos a su tierra. Los lugareños hablan
de ¡mi tierra! entre signos de admiración. En el destierro,
la fijación afectiva al terruño es mayor. En cualquier
tertulia de gente pueblerina que se ha ausentado de su pueblo se cae
en la canción nostálgica y en la conversa sobre el paisaje
nativo y el deseo de volver al regazo maternal de la tierra propia,
ya para morir allí o ya para hacerla florecer de nuevo. Cada municipio de la especie pequeña posee sus límites
administrativos que lo separan de otros; cada uno suele tener su pueblo
y sus rancherías; en todos pulula una población corta,
unos miles de seres humanos que se conocen entre sí, que se
llaman por su nombre y apellido o por su apodo. En sentido estricto,
la sociedad municipal no es de ninguna manera anónima como
la de las urbes. En uno a uno de los pueblos cada quien conoce a su
vecino y muchas veces lo unen a él vínculos de sangre.
Hay tierrucas, como la mía, donde todos los vecinos son parientes,
donde va uno por la calle diciéndoles a los que encuentra:
"buenos días, tío", "qui'hubo, primo",
"ándale, sobrino"... En ningún terruño
se da el caso extremo a que alude el aforismo ("entre sí
parientes y enemigos todos"), pero no son raras las enemistades
entre parroquianos que desaparecen y se mudan en amistad cuando los
distanciados llegan a coincidir en el mismo destierro. En las comunidades
pequeñas, las ligas de orden social son poco acusadas en el
orden económico y mucho en el orden sanguíneo. En cuestión
de discordias, la lucha entre familias le hace sombra a la lucha de
clases. No en todos los terruños mexicanos existe o ha existido un
mandamás o cacique, pero sí en la enorme mayoría.
En pocos municipios el presidente municipal y los munícipes
son las verdaderas autoridades. Los ayuntamientos suelen ejecutar
las órdenes del líder comunitario que ha conseguido
imponerse a sus coterráneos ora por ascendencia moral, como
sucede con los curas caciques, ora por su poderío económico
o su fuerza física, como es el caso del don Perpetuo, el de
las caricaturas de Rius. Es raro el terruño (y lo era más
en el pasado inmediato) sin templo parroquial, sin palacio municipal
y sin mandamás. Éste, por supuesto, casi siempre en
buenas relaciones con una élite en la que no faltan el todista,
el mentiroso, los ricos y los viejos de la comuna mayor y de las rancherías. Sería exagerado decir que en cada parroquia o municipio imperan
valores culturales totalmente propios, una filosofía y una
ética diferentes, o si se quiere, una distinta visión
del mundo. Con todo, en tratándose de México, es posible
escribir ampliamente de las culturas locales, de los valores que le
dan sentido y cohesión a cada uno de los tres mil de la República.
Lo común es encontrar comunidades con sus propias maneras de
dar gusto al cuerpo, sus propios comestibles y fritangas. En la mayoría
de estas células de la sociedad mexicana hay matices éticos
o costumbres que las diferencian de sus vecinas. Cada terruño
de México tiene su liturgia específica para mantener
providente y amigo a su patrono celestial, a su santo patrono. Cada
una de las miles de las fiestas patronales que se celebran en México
tiene su modo particular de ser. Lo mismo puede decirse de las artesanías
locales. Ignacio Ramírez, el hombre de la reforma liberal de México
cuya perspicacia no se pone en duda, llegó a decir que México
no era una nación sino un conjunto de naciones diferentes.
Afirmar de México que es un mosaico multicolor suena a verdad
de a kilo. No es necesario insistir en la osatura troceada de México,
en los miles de Méxicos, en "many mexicos", en multiMéxico,
en un país altamente plural desde antes de la conquista española
y confirmado en su multicolorismo por esa conquista. Los españoles
que forjaron la nacionalidad mexicana provenían de un país
que era suma de muchas particularidades, de muchos compartimentos
estancos. En México, y no sólo en él, el terruño
(espacio abarcable de una sola mirada, población corta y rústica,
mutuo conocimiento y parentesco entre los pobladores, fijación
afectiva al paisaje propio, régimen político patriarcal
o caciquil, patrono celeste y fiesta del santo patrono, sistema de
prejuicios no exento de peculiaridades), también llamado mi
tierra, el municipio, la parroquia, el pueblo y la tierruca, fue en
la época precapitalista, desde la dominación española
hasta el ayer de los días del presidente Cárdenas, una
realidad insoslayable y todavía lo es en menores proporciones.
Los esfuerzos de la modernización no le han quitado a México
su naturaleza disímbola. Es un país de entrañas
particularistas que revela muy poco de su ser cuando se le mira como
unidad nacional; hay que verlo microsc�picamente, como suma
de unidades locales, pero sin dejar de atender a esas otras unidades
de an�lisis que son la regi�n, el estado y la zona.
En pocos pa�ses del mundo, como en M�xico, se justifica
el an�lisis microhist�rico. LA MICROHISTORIAComo método para dar con la clave de una nación, en
1971 propuse la microhistoria para el multiMéxico, y catorce
años después sigue válida, a mi modo de ver,
la propuesta, aunque con variantes en su formulación. Entonces
tenía vagos los conceptos de terruño y microhistoria.
No se me alcanzaba la diferencia entre la breve comunidad del terruño
donde predominan los lazos de sangre y de mutuo conocimiento y la
mediana comunidad de la región donde son particularmente importantes
los lazos económicos. No distinguía a plenitud entre
un pueblo, cabeza de una tierruca, y una ciudad mercado, núcleo
de una región. Por lo mismo, confundía la historia regional
con la historia parroquial. A una y otra las llamé microhistoria
o historia matria. El término de microhistoria pienso hoy habrá
que reservarlo para el estudio histórico que se haga de objetos
de poca amplitud espacial. Es un término que debería
aplicarse a la manera espontánea como guardan su pretérito
los mexicanos menos cultos, mediante la historia que se cuenta o se
canta por los viejos en miles de terruños. El papá grande
de la microhistoria que se postula aquí es el papá grande
de cada pueblo que narra con sencillez, a veces en forma de canción
o corrido, acaeceres de una minicomunidad donde todos se conocen y
reconocen. De la microhistoria contada o cantada por los "viejitos"
se suele pasar a la microhistoria escrita por los muchos aficionados
o "todistas" pueblerinos. En México abundan las historias
parroquiales escritas por gente de cultura general. Se trata de microhistoriadores
sin contacto con la vida universitaria, que sí en vigorosa
comunicación con la vida lugareña. No frecuentan aulas,
pero sí cafés y bares. Por lo demás, es difícil
definirlos porque a la microhistórica acude gente de muy distinta
condición. Y sin embargo, es posible rastrear en ellos algunos
rasgos comunes: la actitud romántica, entre otros. Lo he repetido muchas veces y lo hago una más: "Emociones,
que no razones, son las que inducen al quehacer microhistórico.
Las microhistorias manan normalmente del amor a las raíces",
el amor a la madre. "Sin mayores obstáculos, el pequeño
mundo que nos nutre y nos sostiene se transfigura en la imagen de
la madre... Por eso, a la llamada patria chica le viene mejor el nombre
de matria"; y a la narrativa que reconstruye su dimensión
temporal puede decírsele, además de microhistoria, historia
matria. En la gran mayoría de nuestros cronistas locales anida
el "mamaísmo", la "mamitis", el amor impetuoso
al ámbito maternal. El microhistoriador espontáneo trabaja
"con el fin, seguramente morboso, de volver al tiempo ido, a
las raíces, al ilusorio edén, al claustro del vientre
materno". Con todo, al microhistoriador edípico no solía desdeñársele
por eso. Si los científicos sociales lo han mirado como al
pardear es porque se ocupa de nimiedades e hilvana sus relatos con
poco oficio. Quizá sólo cursó la primaria. Quizá
sea profesionista, pero no historiador con título. Normalmente
le falta tesitura intelectual; no posee la teoría de su práctica.
"Con mucha frecuencia ignora las fuentes de conocimiento histórico"
y no sabe hacer acopio de fichas. También padece de mucha credulidad
y poca pericia crítica. Sus libros están generalmente
hartos de amor al terruño y ayunos de investigación
rigurosa. Por su poco oficio, cae con frecuencia en el vicio de la
hybris, rebasa la medida de la razón. Según Leuilliot:
"El microhistoriador tiende a desbordarse, en lugar de restringirse
a un tema. No dudará en meter una digresión, a menudo
muy erudita, en una monografía aldeana; no eliminará,
sistemáticamente, todo lo que pueda aparecer sin relación
con su tema... Lo multidisciplinario se realiza vigorosamente en los
cronistas". Casi todos muestran una enorme capacidad para referirse
a todo y una soberana incapacidad de síntesis. Sus obras suelen
ser verdaderos mazacotes; libros de todas las cosas y de algunas más. Pero la historiografía parroquial o microhistoria no está
comprometida con la impericia hasta el grado de no poder superarla.
No es esencial en la microhistoria el ser simple enumeración
de hechos y el no saber esculpir imágenes interinas del pasado,
acopiar pruebas, hacer crítica de monumentos y documentos,
percibir las intenciones de la gente y realizar, como mandan los manuales
de metodología científica, las operaciones de síntesis.
De hecho, ya se está haciendo una microhistoria de carácter
científico, guiada por el criterio de la veracidad de los hechos
y la comprensión de los hacedores. La nueva microhistoria sale al encuentro de su pequeño mundo
con un buen equipo de preguntas, programa, marco teórico, ideas
previas y prejuicios y, en definitiva, con una imagen provisional
del pasado que se busca. El nuevo microhistoriador, el que ha recibido
formación universitaria para investigar lo sido, se somete
a rigores de método más penosos en algunas etapas del
viaje, que los padecidos por quienes practican las demás historias.
En la etapa heurística, de aprendizaje para uno mismo, de acopio
de información, la especie microhistórica está
sujeta a leyes más ásperas que las demás especies
metidas en la averiguación del pasado. La gente encopetada y los hechos de fuste asunto de las macrohistorias
tradicionales, han dejado muchos testimonios de su existencia, no
así la gente humilde y la vida cotidiana, objetos de la microhistoria.
Por lo mismo, ésta se ve obligada a echar mano de pruebas vistas
desdeñosamente por la grande y general historia. La micro se
agarra de luces tan mortecinas como las proporcionadas por las cicatrices
terrestres de origen humano; por los utensilios y las construcciones
que estudian los arqueólogos y por la tradición oral,
cara a los etnólogos. Echa mano también de papeles de
familia (cartas privadas y escrituras contractuales); registros eclesiásticos
de bautizos, confirmaciones, matrimonios, pago de diezmos y muertes;
registros notariales de compra-venta, disposiciones testamentarias
y tantas cosas más; censos de población y de índole
económica; informes de curas, alcaldes, gobernadores y otras
personas que sirven de enlace entre el poder municipal y los poderes
de mayor aliento. La microhistoria que se ha venido haciendo en México
en los últimos años se sirve también de libros
de viajeros, de crónicas periodísticas y de las relaciones
hechas por historiadores aficionados. El microhistoriador ha de hacer
grandes caminatas o investigación pedestre, larguísimos
sentones en archivos públicos y privados y en bibliotecas. La microhistoria puede ofrecer una información abundante y
firme si los investigadores tienen la paciencia del santo Job y la
múltiple sabiduría del rey Salomón. El microhistoriador
recibe ayuda de un numeroso ejército de archiveros, bibliógrafos
numismáticos, arqueólogos, sigilógrafos, lingüistas,
filósofos, cronólogos y demás profesionales de
las disciplinas auxiliares de la historia. El microhistoriador, en
las jornadas de recolección y de crítica de documentos,
se rasca generalmente con sus propias uñas; establece solo,
o con pocos auxilios, la autoría, la integridad, la sinceridad
y la competencia de documentos y reliquias. Un buen microhistoriador,
don Rafael Montejano y Aguiñaga, escribe. "Los historiadores
de provincia [los ocupados en historias locales] somos ermitaños
reclusos en las cavernas de una problemática muy dura... En
nosotros se ha hecho verdad lo que cantó Machado: "Caminante:
no hay camino, se hace camino al andar". El microhistoriador llega a lo microhistórico a través
de un arduo viacrucis cuya última estación es la hermenéutica
o comprensión de los fines de los seres humanos. El historiador
de grandes hazañas nacionales cumple si explica los hechos
por causalidad eficiente, y el que traza las líneas del devenir
del género humano satisface a sus lectores si acude a la explicación
formal, si se saca de la manga leyes del desarrollo histórico.
El microhistoriador, para cumplir con sus antepasados y con los lectores
de la comunidad que historia, requiere ser comprensivo; necesita comprender
por simpatía a hombres de otras épocas; se ve obligado
a someterlos a juicio a partir de los ideales de la gente que estudia.
La microhistoria, más que al saber, aspira al conocer. El relato
microhistórico comporta, por definición, la comprensión
de los actores. La historia matria, más que por la fundación de la
comunidad que estudia, se interesa en los fundadores y el sentido
que le dieron a su obra. En un nivel microscópico de historización
cuentan sobre todo los seres humanos y sus intenciones. En una tarea
que es parte del culto a los ancestros, es más importante revivir
difuntos que hacer la simple enumeración de sus conductas o
el establecimiento de las leyes de su devenir. El saber microhistórico
se dirige al hombre de carne y hueso, a la resurrección de
los antepasados propios, de la gente de casa y sus maneras de pensar
y vivir. Por otra parte, la microhistoria se interesa en todos los
aspectos de las minisociedades. La historia sin más, y sobre todo en los tiempos que corren,
pretende ser científica hasta en las etapas de regreso del
fundo histórico. Mientras la macro intenta descubrir leyes
causales, la microhistoria se reduce al desentierro de hombres de
estatura normal y de comunidades pequeñas. Para conseguir la
resurrección del mejor modo posible, no se requiere de ayuda
científica y sí de los auxilios del arte. La micro se
comporta como ciencia cuando va hacia lo histórico y como arte
a su regreso de lo histórico. La microhistoria no se ha academizado
hasta el punto del aburrimiento. Exponer la historia concreta es siempre
de algún modo contar historias interesantes, narrar sucedidos
a la manera como lo hacen de viva voz los cronistas del común.
La microhistoria, cuyo principal cliente es el pueblo raso, ha de
comunicarse en la lengua de la tribu, en el habla de los buenos conversadores.
Por el uso de un lenguaje accesible y sabroso, la microhistoria no
va a ser excluida de la república de
LAS CIENCIAS SOCIALESA la que pertenece con igual derecho que la economía, la sociología,
la demografía, la jurisprudencia, la ciencia política
y las demás historias. Si las ciencias sistemáticas
del hombre no son susceptibles de expresiones tan cálidas e
interesantes como las de la narración microhistórica,
no es porque sean más científicas, que sí menos
humanas. Como el quehacer microhistórico suele estar saturado
de emoción, se expresa, de modo natural, en forma grata, artística,
atrayente, no árida y fría como la expresión
de asuntos ajenos al prójimo; tampoco retórica, cursi,
que es la manera de expresar la falsa emoción. La historia
matria exige un modo de decir hijo del sentimiento. La microhistoria es la menos ciencia y la más humana de las
ciencias del hombre. Su antípoda es la economía. Si
no me equivoco, la economía se aleja cada vez a mayor velocidad
del hombre de carne y hueso. La más joven de las ciencias humanas
se fue del hogar, concretamente de la cocina, antes que los otros
saberes de pretensión humanística. Tras la ciencia económica
marcha la sociología que ocupa un sitio intermedio entre la
muy matematizada economía y la antropología social.
Aunque ésta se niega a permanecer en la simple descripción
de costumbres lugareñas o regionales, aún no se remonta
al cielo de las teorías. La reflexión política
o politología también mantiene los pies en la tierra. La historia local o del terruño, la microhistoria, es una
ciencia de lo particular anterior a cualquier síntesis. Es
una disciplina que arremete contra las explicaciones al vapor. Es
el aguafiestas de las falsas generalizaciones. Siempre da lata. Siempre
le busca excepciones a la teoría que esgrimen las demás
ciencias del hombre. Su principal ayuda a la familia de las humanidades
es la de poner peros a las simplificaciones de economistas, sociólogos,
antropólogos, politólogos y demás científicos
de lo humano, de un asunto tan complejo que se presta poco a generalizaciones.
La microhistoria sirve antes que nada para señalar las lagunas
en los territorios de las otras ciencias sociales. Tiene también una función desmitificadora cuando irrumpen
en el mundo del conocimiento las seudociencias. En México es
muy frecuente la inclinación a sacralizar los mitos provenientes
de los países poderosos. Con bastante frecuencia esgrimimos
filosofías que pretenden sustituir la observación. Mediante
diversos trucos de propaganda se nos da gato por liebre, ideología
en vez de ciencia. Para evitar ser víctima de los impostores,
también se recomienda, como preventivo, la microhistoria. Y ya puesto en este plan de doctor pedante y soporífero, diré
que no sólo sirve para rectificar y desmentir. También
nutre y no únicamente cura. Cuida de caer en la excesiva confianza
a que conduce la ciencia, pero también proporciona conocimiento
científico. Muchos científicos sociales le conceden
un valor ancilar, en primer término, los microhistoriadores.
Don Alfonso Reyes le escribía a don Daniel Cosio Villegas.
"Es tiempo de volver los ojos hacia nuestros cronistas e historiadores
locales... Muchos casos nacionales se entenderían mejor procediendo
a la síntesis de los conflictos y sucesos registrados en cada
región" y en cada terruño. Al valor ancilar, de
criada, de la microhistoria se refieren también diversos estudiosos
de la naturaleza humana. No pocos profesionales de las disciplinas
que tienen por asunto al hombre juzgan que la mejor manera de conseguir
una imagen redonda de la grey humana en su conjunto es el estudio
de principio a fin de una pequeña comunidad de hombres. Lucien Febvre escribe: "Nunca he conocido, y aún no conozco,
más que un medio para comprender bien, para situar bien la
historia grande. Este medio consiste en poseer a fondo, en todo su
desarrollo, la historia de una región". Se ha llegado
al momento de asimilar las minucias de los microhistoriadores en la
construcción de la gran historia. Claude Morin, un historiógrafo
canadiense de reconocida seriedad, dice: "La visión macroscópica
mejorará gracias a la ayuda que le prestarán, las monografías
locales". En Foster se lee: "Lo que es verdad para Tzintzuntzán
parece serlo también para las comunidades campesinas de otras
partes del mundo". Según I. M. Lewis, aun "los antropólogos
estructuralistas más extremados" requieren de las aportaciones
de los reporteros locales. También "los antropólogos
de la pelea pasada, los que se disputan el campo bajo las opuestas
banderas del evolucionismo y del difusionismo, coinciden en el interés
de la corriente de investigación microhistórica". Los sociólogos que no rechazan el conocimiento histórico
ven provechosa a la cenicienta de la familia Clío. Según
Henri Lefebvre cualquier "trabajo de conjunto debe apoyarse en
el mayor número posible de monografías terrúñicas
y regionales". Hasta los economistas acuden a los servicios del
microhistoriador. Beutin sostiene que "la historia de una hacienda,
de un pueblo, de una ciudad puede ser ejemplar para muchos casos semejantes
aunque todos estén igualmente estructurados y servir
de tipo" o ilustración de amplios sectores de la vida
económica. Las manifestaciones de los científicos sociales
en pro de la microhistoria son abundantísimas, pero no los
voy a someter a un desfile mayor de citas. Lo cierto es que la relación
de la microhistoria con la ciencia social crece a medida que se produce
el distanciamiento con la filosofía y la literatura, las antiguas
aliadas del quehacer histórico. Ya nadie duda de la función de ancila de la historia matria.
Ésta, según opiniones generalizadas, ejerce bien el
papel de sierva de las otras maneras de historiar y de otros modos
de aprehender la vida humana. Por dar respuestas a muchas interrogaciones
de las ciencias sociales, según Chaunu, la microhistoria "es
útil en el sentido más noble y al mismo tiempo el más
concreto". Para el historiador francés, la ciencia microhistórica,
sobre todo si sigue el sendero cuantitativo, se convierte en "la
investigación básica de las ciencias y las técnicas
sociales", el ama de llaves de economistas, demógrafos,
politólogos, antropólogos e incluso de historiadores
de espacios más anchos que el del terruño. La microhistoria no padece por falta de defensores oriundos de las
ciencias sociales. Abundan los abogados de fuera y de casa aunque
éstos debieran ser más, pues en pocos lugares como México
las disciplinas del pasado interesan a muchos. Los libros microhistóricos
tienen ya una abundante clientela en la comunidad de los científicos
sociales, sólo superada por el atractivo que ejercen en el
público común, en el pueblo raso. La rama microhistórica
del saber histórico es todavía más lectura popular
que sabia, más alimento de legos que de colegas, pero ése
es otro cuento. Para la presente ponencia ya es hora de LA CONCLUSIÓNO epílogo. Concluyo con el resumen de lo dicho de tres términos:
terruño, microhistoria y ciencia social. De las instancias que utiliza el mexicano en su presentación
(nombre propio, apellido familiar, la matria o el terruño donde
nació, la región que lo engloba, la entidad federativa
o la patria) aquí hemos esbozado la del terruño, que
podría llamarse matria, pero que ordinariamente se denomina
patria chica, parroquia, municipio y tierra. El terruño es
dueño de un espacio corto y un tiempo largo. El común
en la República Mexicana empieza en el siglo
*Ponencia presentada en el XLV Congreso de Americanistas celebrado en Bogotá, Colombia, del 1o. al 6 de Julio de 1985. |