Primer sueño:
Un universo de juguete
1

El señor Tompkins, modesto empleado de un gran banco de la ciudad, estaba muy cansado. Su jornada, dedicada totalmente a sumar las columnas interminables de las cuentas bancarias, lo había sumido en un completo embotamiento. Indudablemente, necesitaba distraerse un poco. Cogió un diario de la tarde y buscó la página de espectáculos. Pero no se sintió atraído por ninguna película. Detestaba todas esas historias de Hollywood, llenas de innumerables romances entre los artistas de moda. ¡Con que hubiera una sola película de verdaderas aventuras, con algo extraordinario, o incluso fantástico! Pero no había nada de eso. Su mirada se posó sin querer en un anuncio pequeño, en la esquina de la página. La universidad local anunciaba una serie de conferencias sobre los problemas de la física moderna; la de aquella tarde versaría sobre el espacio, el tiempo y la cosmología. ¡Ya era algo! Recordó vagamente haber leído en su juventud un libro que describía las aventuras de un astrónomo, a bordo de una nave cohete que cruzaba el espacio interestelar y que le servía para visitar diversos planetas y hasta algunas estrellas lejanas. Iría a la conferencia; bien podría ser eso lo que necesitaba.

Cuando llegó al gran auditorio de la universidad, ya había empezado la conferencia. El local estaba lleno de estudiantes, jóvenes en su mayoría, que escuchaban atentamente al caballero alto, de barba blanca, que estaba junto a la pizarra. Precisamente en el momento en que el señor Tompkins entró, el profesor estaba escribiendo una fórmula matemática de aspecto escalofriante, que rezaba más o menos así:

Rmn -1/2 g mn R= xT mn


Como los conocimientos matemáticos del señor Tompkins se limitaban a las cuatro operaciones fundamentales de la aritmética (de las cuales le bastaban dos para su trabajo en el banco), el sentido de aquella fórmula extraña quedó oculto para él. Sentía una vaga esperanza de que, después de cubrir la pizarra con fórmulas todavía más complicadas que la primera, el profesor orientaría su plática hacía cuestiones más accesibles y acabaría por describir la imagen que se hacía del universo.

No fue así, sin embargo; y el señor Tompkins no pudo sacar nada en limpio, de no ser la frase tantas veces repetida: "Vivimos en un espacio curvo, cerrado sobre sí mismo y, además, en expansión". No es que semejante expresión le resultase mucho más comprensible que el resto de la conferencia, pero al menos lo impresionó profundamente. Mientras volvía a su casa trató de concebir un espacio curvo, sin que se le ocurrieran más que cosas parecidas al parachoques de un Ford antiguo... No, nunca debió asistir a la conferencia; las cumbres de la ciencia no eran para él. En este estado de depresión mental, se desnudó y se echó las mantas sobre la cabeza.


El señor Tompkins despertó con la extraña sensación de yacer sobre algo duro. Abrió los ojos y su primera impresión fue que estaba tendido sobre una gran roca junto al mar. No tardó en descubrir que era ciertamente una roca, de unos nueve metros de diámetro, pero suspendida en el espacio sin soporte visible alguno. A trechos crecía musgo y por las grietas asomaban unos pocos matorrales. Alrededor, el espacio estaba iluminado por una luz incierta y había mucho polvo por todas partes; nunca había visto tanto, ni siquiera en las películas que representaban tormentas de arena en el desierto. Se ató el pañuelo delante de la nariz y sintió considerable alivio. Pero no faltaban a su alrededor cosas más peligrosas que el polvo. A cada momento revoloteaban cerca de su roca piedras tan grandes o más que una cabeza; algunas se estrellaban con un ruido extraño y sordo. Advirtió también un par de rocas, en todo similares a la suya, que flotaban en el espacio a cierta distancia. Mientras el señor Tompkins reconocía así los alrededores, se aferraba desesperadamente a las escasas salientes de la piedra, temiendo sin cesar precipitarse en las simas polvorientas que se vislumbraban abajo. Pronto cobró valor y se decidió a deslizarse hasta el filo de la roca, para ver si efectivamente no tenía nada que la sustentase. Al irse arrastrando, advirtió con gran sorpresa que no corría el menor peligro de caer, porque su propio peso lo comprimía contra la superficie de la roca, pese a que ya había recorrido más de un cuadrante de su circunferencia. Se asomó por detrás de un montón de piedras sueltas en el polo opuesto a aquel en que despertara, pero no descubrió nada que sostuviese la roca en el espacio. Distinguió con gran asombro, sin embargo, la silueta de un hombre alto, de larga barba blanca, que estaba de pie pero de cabeza (tal parecía) y tomaba notas en un librito. Reconoció al profesor a cuya conferencia había asistido aquella tarde.

El señor Tompkins empezó a comprender. Recordó haber aprendido en la escuela que la Tierra es una enorme mole esférica que gira libremente alrededor del Sol, a través del espacio. Recordó también una ilustración en que se representaba un par de antípodas, en puntos diametralmente opuestos del planeta. Sin duda, esta roca era un minúsculo cuerpo celeste que todo lo atraía hacía su superficie y contaba con él y el anciano profesor por toda población. Estos razonamientos lo consolaron un poco. ¡Al menos no había peligro de caer!

—¡Buenos días! —dijo el señor Tompkins, para llamar la atención del anciano, sumido en sus cálculos. El profesor alzó los ojos de su libro de notas.

—Aquí no hay días —dijo— ni sol. Ni siquiera una estrella luminosa. Afortunadamente, los cuerpos exhiben algún proceso químico en su superficie. De no ser así, me resultaría imposible observar la expansión de este espacio. Dicho esto, volvió a su libro.

El señor Tompkins se sintió muy infeliz. ¡Que la única persona del universo entero fuera tan insociable! De pronto, uno de los meteoritos pequeños vino en su ayuda: con un crujido arrebató el libro de notas de manos del profesor y lo lanzó al espacio en veloz carrera, que lo alejaba cada vez más del diminuto planeta.

—Ya no podrá recuperarlo —exclamó el señor Tompkins, mientras el libro iba desapareciendo en la lejanía.

—Todo lo contrario —replicó el profesor—. Ya ve usted que el espacio que nos rodea no es de extensión infinita. Sí, sí; bien sé que a usted le enseñaron en la escuela que el espacio es infinito y que dos paralelas jamás se encuentran. Sin embargo, todo eso es tan falso en el espacio que habita el resto de la humanidad como en éste. El primero, ni qué decir tiene, es enorme; los sabios le atribuyen una extensión de más de 15 000 000 000 000 000 000 000 kilómetros, lo cual para una mentalidad ordinaria coincide ciertamente con el infinito. Si hubiera perdido allí mi libro, tendría que esperar un tiempo increíblemente largo para que volviera. Pero aquí la situación es muy distinta. Lo último que alcancé a apuntar es que el diámetro de este espacio asciende apenas a unos ocho kilómetros, si bien está en rápida expansión. Cuento con recuperar el libro de notas antes de media hora.

—¿Es que, según usted, el cuaderno va a comportarse como el bumerang de un australiano, es decir, seguirá una trayectoria curva para caer a sus pies? —se aventuró a decir el señor Tompkins.

—De ninguna manera —fue la respuesta—. Para comprender lo que realmente sucede, piense en un griego antiguo, quien no sabía que la Tierra es esférica. Supongamos que ordenase a alguien marchar indefinidamente hacia el norte, en línea recta. Imagínese su asombro al ver volver al viajero por el sur. Nuestro griego no sabría lo que es dar la vuelta al mundo (a la Tierra, quiero decir en este caso) y opinaría que el trayecto del viajero no había sido recto sino curvo. En realidad el recorrido se hizo a lo largo de la línea más recta que puede trazarse sobre la superficie terrestre, pero dio la vuelta al planeta y retornó al punto de partida por la dirección opuesta. Lo mismo le pasará a mi libro, a no ser que tropiece con alguna piedra y se desvíe de su trayectoria rectilínea. Tome estos prismáticos y vea si puede distinguirlo todavía.

El señor Tompkins miró por los prismáticos y, aunque el polvo hacía bastante confuso el panorama, alcanzó a distinguir el libro de notas del profesor viajando por el espacio muy, muy lejos. Le sorprendió mucho la coloración rosada de todos los objetos lejanos, y del propio libro.

—¡El libro está volviendo! —exclamó al poco rato—. Cada vez lo veo mayor.

—No —dijo el profesor—. Sigue alejándose. Si usted lo ve más grande, como si estuviera de vuelta, es en virtud de un efecto de enfoque peculiar del espacio esférico cerrado sobre los rayos luminosos. Volvamos al antiguo griego. Si se pudiera hacer que los rayos de luz marcharan siempre al ras de la superficie terrestre (por refracción en la atmósfera, digamos), el griego podría, usando unos prismáticos muy poderosos, seguir al viajero durante toda su jornada. Si mira usted un globo terráqueo, advertirá que las líneas más rectas posibles en su superficie, los meridianos, empiezan por alejarse entre sí, partiendo del polo, pero una vez cruzado el ecuador, convergen hacia el polo opuesto. Si los rayos luminosos viajaran por los meridianos y usted se situase, por ejemplo, en uno de los polos, vería al viajero cada vez más pequeño, conforme se alejara, hasta que alcanzase el ecuador. Desde ese momento sus dimensiones irían aumentando y a usted le parecería que se acercaba, si bien andando de espaldas. Cuando el viajero llegase al polo opuesto, lo vería usted tan grande como si lo tuviera al lado, mas no podría tocarlo, como no puede tocarse la imagen que produce un espejo esférico. Gracias a esta analogía bidimensional, puede usted imaginarse lo que sucede con los rayos luminosos en el espacio tridimensional misteriosamente curvado. Me parece que la imagen del libro debe estar ya bien cerca de nosotros.

Efectivamente, el señor Tompkins dejó los prismáticos y vio el libro a pocos metros. Pero ¡qué extraño era su aspecto! Sus contornos no eran definidos, sino un tanto desleídos, y las fórmulas escritas en sus páginas por el profesor eran apenas reconocibles. El libro entero recordaba una fotografía fuera de foco y a medio revelar.

—Como puede usted ver —dijo el profesor —, se trata únicamente de la imagen del libro, profundamente deformada por la luz, que ha tenido que recorrer la mitad del universo. Para convencerse del todo no tiene más que observar cómo se transparentan a través de sus páginas las piedras que están detrás del libro.

El señor Tompkins trató de cogerlo, pero su mano pasó a través de la imagen sin encontrar resistencia.

—El libro verdadero —explicó el profesor— se encuentra ahora muy cerca del polo opuesto del universo, y desde aquí puede usted ver dos imágenes de él. Precisamente le está usted dando la espalda a la segunda. Cuando se superpongan ambas, el libro pasará exactamente por el polo opuesto.

El señor Tompkins no atendía; estaba demasiado embebido tratando de recordar cómo se forman las imágenes de los objetos en los espejos cóncavos y en las lentes, según la óptica elemental. Cuando dejó el asunto por la paz, las dos imágenes se alejaban en direcciones opuestas.

—Pero ¿qué es lo que curva el espacio y produce todos estos efectos tan divertidos? —preguntó al profesor.

—La presencia de materia ponderable —fue la respuesta—. Cuando Newton descubrió la ley de la gravedad, creyó que se trataba de una fuerza ordinaria más, del mismo tipo, por ejemplo, que la producida por una cinta elástica tendida entre dos cuerpos. Pero queda en pie, sin embargo, el hecho misterioso de que todos los cuerpos, independientemente de su peso y dimensiones, reciben la misma aceleración y se mueven todos de idéntica manera bajo la acción de la gravedad, con tal que se elimine la fricción del aire, desde luego. Einstein fue el primero en demostrar claramente que el efecto primario de la materia ponderable es una curvatura del espacio y que las trayectorias de todos los cuerpos que se mueven en campos gravitatorios son curvas por la simple razón de que el propio espacio tiene una curvatura. Pero me parece que será demasiado difícil para usted entender todo esto, sin saber suficientes matemáticas.

—Así es —concedió el señor Tompkins—. Pero, dígame, si no hubiera materia, ¿tendría validez entonces la geometría que nos enseñaron en la escuela, y las paralelas no se juntarían nunca?

—Nunca, efectivamente —respondió el profesor—. Pero tampoco habría criaturas materiales para comprobarlo.

—Pues bien, a lo mejor Euclides jamás existió y pudo así construir la geometría del espacio absolutamente vacío.

Pero el profesor no mostró el menor interés por entrar en esta discusión metafísica.

Mientras tanto, la imagen del libro volvió a alejarse en la dirección original, y ahora volvía por segunda vez. Era todavía más defectuosa que antes y apenas podía reconocerse, lo cual, según el profesor, se debía a que los rayos luminosos habían dado ahora la vuelta al universo entero.

—Si se vuelve usted —advirtió al señor Tompkins— verá por fin volver a mi libro, cerrada ya su jornada en torno del universo.

Extendió la mano, tomó el libro y se lo guardó en el bolsillo.

—Como usted ve —dijo entonces—, hay tanto polvo y piedras en este universo, que es casi imposible distinguir claramente los alrededores. Esas sombras informes son probablemente imágenes de los objetos que nos rodean y de nosotros mismos. Pero están tan deformadas por el polvo y las irregularidades de la curvatura espacial, que no puedo siquiera decirle qué es qué.

—¿Se produce el mismo efecto en el gran universo en que estábamos acostumbrados a vivir?

—Preguntó el señor Tompkins.

—Naturalmente —fue la respuesta—. Pero aquel universo es tan grande que la luz necesita miles de millones de años para darle la vuelta. Para verse cortar el pelo en la coronilla, sin espejo, tendría usted que esperar miles de millones de años después de haber ido a la peluquería. Aunque, ni qué decir tiene, el polvo interestelar confundiría enteramente la imagen. Por este camino, un astrónomo inglés llegó cierta vez a la conclusión de que algunas de las estrellas que vemos ahora en el cielo no son sino imágenes de otras que existieron hace mucho tiempo. Pero era una broma.

Fatigado de esforzarse por entender todas estas explicaciones, el señor Tompkins miró a su alrededor y quedó muy sorprendido al advertir que el aspecto del cielo había cambiado profundamente. Al parecer había menos polvo, de modo que se quitó el pañuelo que le cubría la cara. Las piedras menores eran mucho más raras, y chocaban contra la roca con violencia mucho menor. Por otra parte, las rocas grandes, comparables con la que ocupaban y que distinguió desde el primer momento, se habían alejado tanto que apenas resultaban visibles.

—Bueno, la vida se va haciendo más cómoda —pensó el señor Tompkins— Temí constantemente que una de esas piedras voladoras me alcanzasen. —Y volviéndose hacia el profesor. —¿Puede usted explicar estos cambios en los alrededores?

—Con toda facilidad. Nuestro pequeño universo se expande rápidamente y en el tiempo que llevamos aquí sus dimensiones han crecido desde cinco hasta ciento sesenta kilómetros, aproximadamente. Desde que llegué advertí la expansión por el enrojecimiento de los objetos distantes.

—Efectivamente; yo también he notado que todo adquiere un tinte rosado cuando se halla a gran distancia —dijo el señor Tompkins—. ¿Acaso es un síntoma de expansión?

—¿Ha notado usted alguna vez que el silbato de un tren que se acerca produce un sonido muy agudo, pero que, una vez que el tren ha pasado, el tono desciende notablemente? —explicó el profesor—. Es el llamado efecto Doppler: la relación entre la altura del sonido y la velocidad de la fuente. Cuando el espacio entero está en expansión, todos los objetos comprendidos en él se alejan del observador con velocidad proporcional a la distancia que los separa. De aquí que la luz emitida por esos objetos se enrojezca, lo cual en óptica corresponde a una menor "altura". Cuanto más alejado está un objeto, tanto más de prisa retrocede y más rojo nos parece. En nuestro bueno y viejo universo, que también está en expansión, este enrojecimiento, o desplazamiento hacia el rojo, como solemos llamarlo, permite a los astrónomos determinar aproximadamente las distancias de los cúmulos estelares muy remotos. Uno de los más cercanos, la nebulosa de Andrómeda, muestra un enrojecimiento del 0.05%, lo cual corresponde a la distancia recorrida por la luz en ochocientos mil años. Pero hay también nebulosas, en los límites del alcance actual de nuestros telescopios, que exhiben enrojecimientos próximos al 15%, correspondientes a distancias de varios centenares de millones de años luz. Es de suponerse que tales nebulosas se encuentran cerca del punto medio del ecuador del gran universo, de modo que el volumen total de espacio accesible a los astrónomos terrestres representa una fracción considerable del volumen total del universo. El ritmo actual de expansión es más o menos del 0.00000001% anual, lo cual demuestra que, cada segundo, el radio del universo recibe un incremento de dieciséis millones de kilómetros. El pequeño universo en que ahora nos hallamos crece en comparación mucho más rápidamente, pues sus dimensiones aumentan en alrededor de 1% por minuto.

—¿Nunca cesará esta expansión? —interrogó el señor Tompkins.

—Claro que sí. Y entonces empezará la contracción. Todos los universos oscilan entre radios máximos y mínimos. El periodo del universo grande es bastante largo, de unos cuantos miles de millones de años; pero este universo pequeño tiene un periodo de apenas dos horas. Observamos, si no me equivoco, el estado de máxima expansión. ¿No nota el frío que hace?

En efecto, la radiación térmica encerrada en aquel universo, distribuida ahora en un volumen muy grande, calentaba apenas el pequeño planeta, y la temperatura se acercaba a la del hielo.

—Tenemos la suerte —indicó el profesor— de que desde un principio hubo la radiación suficiente para mantener cierta temperatura, incluso en este grado de expansión. De no ser así, el frío bien podría llegar hasta el extremo de que el aire que rodea nuestra roca se licuara y muriéramos congelados. Pero ya se ha iniciado la contracción y pronto hará calor otra vez.

El señor Tompkins miró al cielo y vio que todos los objetos mudaban de color, del rosa al violeta, fenómeno que explicaba el profesor suponiendo que ahora todos los cuerpos estelares se movían hacia ellos. Recordó asimismo la analogía que el profesor trazara, en relación con el tono agudo del silbato de un tren que se acerca, y se estremeció de espanto.

—Si ahora todo se contrae —preguntó angustiado al profesor— ¿no debemos esperar que, bien pronto, todas las rocas de este universo se junten y nos trituren?

—Exactamente —contestó el profesor con la mayor tranquilidad—. Pero supongo que antes la temperatura se elevará tanto que seremos disociados en átomos separados. Es una imagen en miniatura del fin del universo grande: todo se convertirá en una esfera uniforme de gas caliente. Con la nueva expansión empezará otra vez la vida.

—¡Dios mío! —murmuró el señor Tompkins—. En el universo grande contamos, usted lo ha dicho, con miles de millones de años antes que llegue el fin, pero aquí todo marcha demasiado velozmente para mí. Empiezo a tener calor, aunque estoy en pijama.

—Más vale que no se lo quite —aconsejó el profesor— porque de nada le serviría. Sencillamente, acuéstese y observe mientras pueda.

El señor Tompkins no respondió; el aire caliente resultaba insoportable. El polvo, muy denso ahora, se acumulaba a su alrededor y le pareció rodar por un lecho blando y cálido. Hizo un movimiento para liberarse y sintió el aire fresco en una mano.

—¿Es que he abierto un agujero en este universo inhospitalario? —fue su primer pensamiento. Iba a hacer esta pregunta al profesor, pero ya no lo encontró por ningún lado. En su lugar distinguió, a la media luz del amanecer, los perfiles familiares de su alcoba. Estaba en la cama, envuelto apretadamente en una manta de lana, y había logrado sacar fuera una mano.

—Con la nueva expansión empieza otra vez la vida —pensó, recordando las palabras del viejo profesor—. ¡Menos mal que estamos todavía en expansión!

Y fue a tomar su baño matinal.

1 El universo descrito a continuación corresponde a una velocidad de la luz diez millones de veces menor y a una constante gravitatoria un billón de veces mayor que en nuestro universo. El radio de tal universo, en su grado máximo de expansión, es de unos 160 kilómetros, y la correspondiente densidad del polvo, de algo más de 100 gramos por kilometro cúbico. El periodo de pulsación de dicho universo es de cosa de dos horas, la densidad de las rocas es la misma que en la Tierra.p