Al señor Tompkins le gustaban sus sueños; por
eso esperaba ansiosamente la conferencia de la semana siguiente, que
le daría material para sus aventuras nocturnas. Quedó
muy desilusionado, pues, al averiguar que la plática sobre la
teoría cuántica había sido la última, y
que no se dictarían más en el resto del año. Algo
se consoló, sin embargo, cuando logró agenciarse un manuscrito
de la primera, a la que había podido asistir.
Aquella mañana, el vestíbulo del banco estaba casi vacío,
de modo que el señor Tompkins, oculto tras su ventanilla, abrió
el apretado manuscrito y trató de avanzar por la maraña
impenetrable de fórmulas y complicadas figuras geométricas
con las que el profesor intentaba explicar a sus discípulos la
teoría de la relatividad. Pero sólo pudo comprender el
hecho clave en torno al cual giraba la conferencia entera, a saber:
que existe una velocidad máxima, la de la luz, que ningún
cuerpo material puede rebasar y que de ello se desprenden consecuencias
de lo más inesperadas y extraordinarias. Se afirmaba, sin embargo,
que, como la velocidad de la luz es de 300 000 kilómetros por
segundo, los efectos relativistas son casi imposibles de discernir en
la vida ordinaria. Pero lo más difícil de entender era
la naturaleza de tan extraños efectos, y el señor Tompkins
tuvo la impresión de que todo aquello contradecía al sentido
común. Mientras trataba de imaginar la contracción de
las varas de medir y el comportamiento anómalo de los relojes
efectos que eran de esperar a velocidades próximas a la
de la luz, su cabeza se fue inclinando sobre el manuscrito abierto.
Cuando volvió a abrir los ojos, se encontró de pie en
una esquina de una hermosa ciudad antigua. Sospechó estar soñando
pero, para su sorpresa, no sucedía nada de particular a su alrededor:
hasta el policía de la esquina opuesta tenía el aspecto
que los policías suelen tener. Las manecillas del gran reloj
de la torre que estaba al final de la calle señalaban casi mediodía
y todo estaba desierto. Sólo un ciclista bajaba lentamente por
la calle y, conforme se acercaba, los ojos del señor Tompkins
se fueron abriendo desmesuradamente de asombro. Porque tanto la bicicleta
como el joven que iba montado en ella aparecían increíblemente
aplanados en la dirección del movimiento, como vistos con una
lente cilíndrica. El reloj dio las doce y el ciclista, con prisa
innegable, empezó a pedalear con más fuerza. Al señor
Tompkins no le pareció que ganase mucho en velocidad pero, como
premio a aquel esfuerzo, el ciclista se aplanó más todavía
y pasó de largo. Parecía exactamente una figura recortada
en cartón. El señor Tompkins se sintió de repente
muy orgulloso, pues comprendía lo que le pasaba al ciclista:
se trataba simplemente de la contracción de los cuerpos en movimiento,
cuya descripción acababa de leer.
Indudablemente, el límite natural de velocidades es inferior
en esta región concluyó, y por eso aquel policía
muestra un aire tan aburrido: no tiene que cuidarse de que nadie corra
demasiado.
En efecto, en ese momento pasaba un taxi por la calle y, pese al estrépito
que hacía, no avanzaba mucho más velozmente que el ciclista:
no pasaba de arrastrarse. El señor Tompkins decidió alcanzar
al ciclista, que parecía buena persona, para pedirle más
detalles. Cerciorándose de que el policía miraba en otra
dirección, se encaramó a una bicicleta que estaba arrimada
a la acera y salió dándole a los pedales calle abajo.
Confiaba en aplanarse de inmediato, lo cual le satisfacía mucho,
pues su gordura incipiente lo había preocupado en los últimos
tiempos. De ahí su sorpresa al advertir que nada le sucedía
ni a la bicicleta ni a él. Pero, por otra parte, el cuadro que
lo rodeaba cambió completamente. Las calles se acortaron, los
escaparates se convirtieron en rendijas angostas y el policía
de la esquina resultó el hombre más delgado que había
visto en su vida.
¡Caramba! exclamó excitado. ¡Ya
veo el truco! Aquí es donde encaja la palabra "relatividad".
Todo lo que se mueve en relación a mí, me parece más
corto, sin importar quién pedalee.
Era buen ciclista y hacía todo lo posible por alcanzar al joven.
Pero no le resultaba nada fácil sacar partido de aquella bicicleta.
Ya podía acelerar la rapidez con que pedaleaba: su velocidad
casi no aumentaba. Las piernas empezaban a dolerle, pero al pasar junto
al farol que había en una esquina vio que no iba mucho más
de prisa que al principio. Parecía que todos sus esfuerzos por
correr eran inútiles. Comprendió ahora, perfectamente,
por qué el ciclista y el coche que acababa de encontrar iban
tan despacio, y recordó las palabras del profesor, que decían
que era imposible superar la velocidad límite de la luz. Con
todo, se dio cuenta de que las manzanas de casas se acortaban algo más,
y el ciclista que iba delante de él parecía más
próximo. Después de dar un par de vueltas lo alcanzó
al fin, y cuando empezó a marchar a su lado lo llenó de
asombro ver que era un joven de lo más normal, con aire de deportista.
¡Ah! Pensó. Esto se debe a que ahora
no nos movemos en relación uno del otro
Y, dirigiéndose al joven, le preguntó:
¡Perdone, señor! ¿No le resulta engorroso
vivir en una ciudad con un límite de velocidad tan bajo?
¿Límite de velocidad? preguntó el otro,
sorprendido. Aquí no hay ningún límite de
velocidad. Voy adonde quiero, tan de prisa cómo me place. ¡Podría
hacerlo, mejor dicho, si tuviera una motocicleta en vez de este artefacto
viejo, que no sirve para nada!
Pues iba usted bien despacio cuando pasó junto a mí
hace un momento. Me di perfecta cuenta.
¿Ah, sí? ¿De modo que se dio perfecta cuenta?,
replicó el joven, evidentemente ofendido. Lo que
parece que no ha notado es que hemos pasado cinco calles desde que usted
me dirigió la palabra. ¿No le parece velocidad suficiente?
Es que las calles se acortan arguyó el señor
Tompkins.
¿Y qué diferencia hay entre decir que vamos más
de prisa o que las calles se acortan? Tengo que pasar diez calles para
llegar al correo, y si muevo más rápidamente los pedales,
las manzanas se acortan y llego antes. Mire usted, ya estamos dijo
el joven, apeándose de la bicicleta.
El señor Tompkins miró el reloj del correo, que señalaba
las doce y media.
¡Pues bien! exclamó triunfante. ¡Sea
como quiera, le llevó a usted medía hora recorrer esas
diez cuadras! Cuando lo vi pasar eran las doce en punto.
¿Y usted notó esa media hora? preguntó
el otro. El señor Tompkins tuvo que reconocer que sólo
le habían parecido unos cuantos minutos. Además, al consultar
su reloj de pulsera vio que no marcaba más que las doce y cinco.
¡Vaya! exclamó. ¿Es que el reloj
del correo adelanta?
Naturalmente. O el suyo atrasa: como que viene usted de correr
un buen trecho. ¿Qué es, pues, lo que le afana? ¿Es
que se ha caído de la Luna? y luego de decir estas palabras,
el joven entró al correo.
Tras esta conversación, el señor Tompkins lamentó
de veras no tener a su viejo amigo el profesor, para que le explicase
aquellos sucesos, tan extraños para él. Evidentemente,
el joven era del lugar y se había acostumbrado a semejante situación
antes de aprender a andar. De modo que el señor Tompkins tuvo
que resignarse a explorar por su cuenta aquel extraño mundo.
Puso en hora su reloj con el del correo y, para cerciorarse de que marchaba
bien, esperó diez minutos. Su reloj no atrasó. Siguió
su paseo calle adelante hasta que vio una estación de ferrocarril
y decidió verificar de nuevo la marcha de su reloj. Comprobó,
sorprendido, que había vuelto a atrasar un poco. Bueno
concluyó, debe ser otro efecto relativista. Decidió
entonces consultar a alguien más inteligente que el joven.
La oportunidad no tardó en presentarse. Un caballero cuarentón
bajó del tren y avanzó hacia la salida. Una dama muy anciana
salió a su encuentro y, con gran asombro del señor Tompkins,
se dirigió a él llamándolo "abuelo querido".
Era demasiado para el señor Tompkins. Con el pretexto de ayudar
a llevar el equipaje, inició una conversación.
Perdóneme si me inmiscuyo en sus asuntos familiares empezó,
pero ¿es usted de veras el abuelo de esta encantadora anciana?
Vea usted, soy extranjero, y nunca...
Ah, ya veo dijo el caballero, esbozando una sonrisa.
Pienso que me estará usted tomando por el judío errante
o algo por el estilo. Pero la cosa no puede ser más sencilla.
Mis negocios me obligan a viajar continuamente y, como paso la mayor
parte de mi vida en tren, es claro que envejezco más despacio
que mis parientes, que viven en la ciudad. ¡Me da tanto gusto
volver y encontrar a mi querida nietecita todavía viva! Pero
discúlpeme, por favor. Tengo que ayudarla a tomar un taxi.
Y escapó, dejando al señor Tompkins otra vez con sus problemas.
Un par de sandwiches del restaurante de la estación fortalecieron
un poco su capacidad mental. Hasta pretendió haber dado con la
contradicción en el famoso principio de relatividad.
Es claro se dijo; mientras sorbía el café;
si todo fuese relativo, el viejo se presentaría a sus parientes
como un anciano, y ellos le parecerían muy viejos a él,
aunque en realidad todos fuesen bastante jóvenes. Pero lo que
estoy diciendo es absurdo: ¡No hay quien tenga bigotes relativos!
En vista de lo cual decidió hacer un último intento por
averiguar la verdad, y se dirigió a un hombre solitario, con
uniforme de ferroviario, que estaba sentado cerca.
¿Podría hacerme el favor, señor empezó,
el gran favor de indicarme quién es el culpable de que los pasajeros
del tren envejezcan mucho más despacio que las personas que quedan
en la ciudad?
Yo soy el culpable dijo el hombre, con gran sencillez.
¡Ah! exclamó el señor Tompkins.
¡De modo que ha descubierto usted el elixir de los alquimistas!
Usted debe ser famosísimo en el mundo médico. ¿Ocupa
usted una cátedra de medicina en esta ciudad?
No, por cierto respondió el hombre, enteramente
desconcertado. No soy sino el guardafrenos de este ferrocarril.
¡El guardafrenos! ¡El guardafrenos ha dicho...!
clamó el señor Tompkins, sintiéndose tambalear.
¿Quiere decir que usted se limita a poner los frenos cuando
el tren llega a la estación?
Eso es justamente lo que hago: y cada vez que el tren reduce
su velocidad, los pasajeros ganan edad en relación con el resto
de la gente. Ni qué decir tiene añadió
modestamente que el maquinista que acelera el tren tiene también
algo que ver en el asunto.
¿Y eso qué tiene que ver con el conservarse joven?
preguntó el señor Tompkins, muy sorprendido.
Verá usted dijo el guardafrenos. Yo no sé
exactamente lo que pasa, pero así es. Una vez se lo pregunté
a un profesor de la universidad que viajaba en el tren, pero se embarcó
en una explicación incomprensible y muy larga, y acabó
diciéndome que es lo mismo que los "desplazamientos hacia
el rojo", creo que eso dijo, del sol. ¿Ha oído
usted hablar alguna vez de esos desplazamientos hacia el rojo?
No... dijo el señor Tompkins, con cierto aire de
duda. El guardafrenos se alejó, meneando la cabeza. Un camarero
grandulón, de aspecto sombrío, se acercó a la
mesa con una cuenta en la mano, y el señor Tompkins empezó
a buscar dinero en sus bolsillos. Como no encontró nada, preguntó
al oscuro personaje que si podía aceptar un cheque.
No ladró el mesero, lo quiero en efectivo.
Es que no tengo dinero explicó el señor
Tompkins, empezando a alarmarse.
¡En efectivo! grito el otro. ¡En efectivo!...
¡Haga el favor de cambiarlo! repitió la voz, irritada.
El señor Tompkins levantó la cabeza de la mesa. Al otro
lado no estaba el siniestro camarero, sino su viejo amigo el profesor,
que le tendía un cheque.
¡Oh, me da tanto gusto verlo! exclamó el
señor Tompkins. Precisamente quería preguntarle
si se logra vivir eternamente con sólo pasarse la vida dando
vueltas.
Lo siento, pero no tengo tiempo dijo el profesor.
¿Quiere cambiarme este cheque? Tengo prisa en acudir a una
cita.
Indudablemente, el anciano profesor era mucho menos amistoso en la
vida real que en sueños. El señor Tompkins suspiró
y empezó a contarle los billetes.
1
En este relato, la velocidad de la luz es de unos 15 kilómetros
por hora; las demás constantes fundamentales tienen los valores
ordinarios.
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