Primera conferencia:
La relatividad del espacio y el tiempo


DAMAS Y CABALLEROS:

En una etapa muy primitiva de su desarrollo, la mente humana se formó nociones definidas del espacio y del tiempo como el marco dentro del que tienen lugar los distintos acontecimientos. Estas nociones, sin sufrir cambios esenciales, se han transmitido de generación en generación y, desde la aparición de las ciencias exactas, han constituido los fundamentos mismos de la descripción matemática del universo. Posiblemente fue Newton el primero en formular claramente las nociones clásicas de espacio y tiempo, al escribir en sus Principia:

"El espacio absoluto, por su propia naturaleza y sin relación con nada externo, persiste por siempre, inmutable e inmóvil" y también: "El verdadero tiempo, absoluto y matemático, por sí mismo y por su propia naturaleza, fluye uniformemente sin relación con nada externo".

Tan arraigada estaba la convicción de que estas ideas clásicas sobre el espacio y el tiempo eran absolutamente correctas, que los filósofos han sostenido a menudo su carácter a priori, y ni un solo científico llegó siquiera a imaginar la posibilidad de dudar de ellas.

Con todo, precisamente al iniciarse el presente siglo, resultó innegable que diversos resultados, alcanzados por los métodos más refinados de la física experimental, conducían a contradicciones inevitables al ser interpretados dentro del clásico marco espacio-temporal. Fue esto lo que llevó a uno de los máximos físicos contemporáneos, Alberto Einstein, a concebir la idea revolucionaria de que es difícil descubrir razones, como no sea la tradición, que obliguen a considerar absolutamente ciertas las nociones clásicas de espacio y tiempo, que podían y debían ser modificadas hasta que hallaran cabida en ellas los resultados de nuestros nuevos experimentos. Es claro que, como los conceptos tradicionales fueron formulados de acuerdo con la experiencia humana en la vida ordinaria, no es sorprendente que los métodos refinados de observación de que disponemos hoy en día, fundados en una técnica experimental altamente desarrollada, indiquen que las antiguas nociones son demasiado groseras e inexactas y que, si pudieron aplicarse en la vida cotidiana y durante las primeras etapas de la física, fue únicamente porque sus desviaciones respecto de los principios correctos eran suficientemente pequeñas. Ni tiene nada de particular que la ampliación de los campos explorados por la ciencia moderna alcance regiones en las cuales tales desviaciones crecen hasta el punto de volver enteramente inútiles las nociones clásicas.

El resultado experimental más importante que condujo a la crítica fundamental de nuestros conceptos tradicionales fue el descubrimiento de que la velocidad de la luz en el vacío representa el límite máximo de todas las velocidades físicamente alcanzables. Esta conclusión tan importante y radical se deriva, ante todo, de los experimentos del físico norteamericano Michelson, quien, a fines del siglo pasado, intentó observar el efecto del movimiento de la Tierra sobre la velocidad de propagación de la luz y descubrió, para gran sorpresa suya y de todo el mundo científico, que no existe tal efecto y que la velocidad de la luz en el vacío es siempre la misma, independientemente del sistema desde el cual se le mida o del movimiento de la fuente en que sea generada. No hace falta insistir en que semejante resultado es de lo más extraordinario y contradice nuestros más fundamentales conceptos sobre el movimiento. Ciertamente, si un cuerpo se mueve velozmente a través del espacio y alguien corre a su encuentro, el objeto chocará con él con mayor velocidad relativa, igual a la suma de su velocidad y la del observador. Si éste corre, por el contrario, en la misma dirección y sentido que el objeto móvil, recibirá el choque por la espalda, aunque la velocidad será menor e igual a la diferencia de las velocidades.

De análoga manera, si se sale en un coche al encuentro de una onda sonora que viene por el aíre, la velocidad del sonido medida en el coche será mayor que la ordinaria, pues se le habrá sumado la velocidad del coche, la que, en cambio, se le restaría si el coche recibiera el sonido por detrás. Se trata del teorema de la adición de velocidades, que siempre se consideró evidente por sí mismo.

Sin embargo, las experiencias más cuidadosas han demostrado que, en el caso de la luz, dicho teorema no es válido, pues la velocidad de la luz en el vacío no altera su valor de 300 000 kilómetros por segundo (designado siempre con la letra c), independientemente de la velocidad del observador.

—De acuerdo —dirán ustedes—. Pero ¿no es posible construir una velocidad mayor que la de la luz sumando velocidades menores que la de ésta, físicamente alcanzables?

Podemos considerar, por ejemplo, el caso de un tren velocísimo, cuya velocidad es igual a tres cuartas partes de la de la luz, y un polizón que corre sobre los techos de los vagones, igualmente con una velocidad de 225 000 kilómetros por segundo.

Según el teorema de la adición, la velocidad total del polizón será una vez y media la de la luz, con lo cual podría rebasar al rayo luminoso de un faro. En realidad, sin embargo, como la constancia de la velocidad de la luz es un hecho establecido experimentalmente, la velocidad resultante en este caso hipotético debe ser inferior a la esperada, pues no puede sobrepasar el valor crítico c. Llegamos así a la conclusión de que el teorema de adición debe ser falso, incluso para velocidades menores.

El tratamiento matemático del problema, que no es mi intención desarrollar aquí, conduce a una nueva fórmula sencilla, que permite calcular la velocidad resultante de dos movimientos sobrepuestos.

Sean v1 y v2 las velocidades que van a sumarse. La velocidad resultante es dada por

Mediante esta fórmula apreciarán ustedes que, en caso de que ambas velocidades originales sean pequeñas —en comparación con la de la luz, se entiende—, el término de la derecha en el denominador de (1) podrá despreciarse si se compara con la unidad, y así tenemos la fórmula clásica del teorema de adición de velocidades. Pero si v1 y v2 no son pequeñas, el resultado será siempre algo menor que la simple suma aritmética. En el caso del polizón que corre sobre el tren,

y nuestra fórmula da la velocidad resultante,

que es todavía menor que la de la luz.

En el caso particular de que una de las velocidades originales sea igual a c, la fórmula (1) da el valor c a la velocidad resultante, independientemente de cuál sea la segunda velocidad. Así, sumando cualquier número de velocidades no se puede rebasar la de la luz.

Tal vez les interese a ustedes saber que esta fórmula se ha verificado experimentalmente y se ha encontrado que la resultante de dos velocidades es siempre algo menor que su suma aritmética.

Una vez reconocida la existencia de la máxima velocidad posible, podemos emprender la crítica de las ideas clásicas de espacio y tiempo, asestando el primer golpe al concepto de simultaneidad que de ellas se desprende.

Cuando decimos que "la explosión en las minas próximas a la Ciudad del Cabo ocurrió exactamente en el mismo momento en que los huevos con jamón eran servidos en nuestro departamento de Londres", creemos saber lo que decimos. Voy a demostrarles, sin embargo, que no es así y que, estrictamente hablando, este enunciado carece de significado preciso. ¿Qué método, pues, se usará para comprobar si dos acontecimientos en dos lugares diferentes son simultáneos o no? Dirían ustedes que el reloj marcaba la misma hora en los dos sitios, pero entonces surge la cuestión de cómo podrían acoplarse los relojes separados, de modo que marcasen la misma hora simultáneamente, con lo cual caemos en el mismo problema.

En vista de que la independencia de la velocidad de la luz en el vacío respecto del movimiento de su fuente o del sistema en que se le determine es uno de los hechos experimentales establecidos con mayor exactitud, hay que aceptar que el método siguiente es el más racional para medir las distancias y acoplar los relojes correctamente. Si reflexionan ustedes cuidadosamente, tendrán que reconocer que es el único razonable.

Desde la estación A se envía una señal luminosa que, al llegar a la estación B, es devuelta instantáneamente a A. La distancia entre A y B quedará definida como la mitad del tiempo transcurrido en la estación A entre el envío y el regreso de la señal, multiplicado por la velocidad de la luz, que es constante.

Se dice que los relojes de las estaciones A y B estarán de acuerdo si, en el momento en que llega la señal a B, el reloj situado en ella marca la misma hora que el promedio de los tiempos registrados en A, al partir y al retomar la señal. Mediante este método se obtiene el marco de referencia indispensable entre cualquier número de puestos de observación establecidos sobre un cuerpo rígido, lo cual nos pone en condiciones de responder a los problemas planteados por la simultaneidad de dos acontecimientos en dos lugares diferentes, o por los intervalos de tiempo existentes entre tales sucesos.

Ahora bien. ¿Serán aceptados los resultados así obtenidos por parte de los observadores colocados en otros sistemas? Para responder a esta pregunta, imaginemos que sobre dos cuerpos rígidos diferentes se han establecido los correspondientes marcos de referencia. Tomemos, para precisar ideas, dos largas plataformas de ferrocarril que se mueven en direcciones opuestas, y veamos hasta qué punto concuerdan los dos sistemas. Supongamos que en cada plataforma hay un par de observadores, uno en cada punta, y que desean poner de acuerdo sus relojes. Cada pareja puede aplicar en su plataforma una modificación del método descrito, sin más que poner sus relojes en el punto cero en el instante mismo de recibir una señal luminosa proveniente del centro de la plataforma (medida con una vara de medir). Así, cada pareja de observadores logrará establecer, de acuerdo con la anterior definición, el criterio de simultaneidad en su sistema, pues sus relojes marchan "acordes" (desde su punto de vista, por supuesto).

Deciden ahora averiguar si los relojes de su plataforma están de acuerdo con los de los observadores de la otra, que han hecho otro tanto. ¿Señalarán la misma hora, por ejemplo, los relojes de dos observadores, cada uno en una plataforma, cuando pasen uno al lado del otro? Es fácil imaginar el experimento siguiente: en el centro geométrico de cada plataforma instalan un conductor eléctrico cargado, en forma tal que, cuando pasen precisamente una junto a la otra, salte un chispazo entre los conductores que haga partir sendas señales luminosas desde el centro de cada plataforma, rumbo a los observadores en los extremos. Mientras las señales luminosas, que avanzan a velocidad finita, se acercan a los observadores, la posición relativa de las plataformas cambia en tal forma que los observadores N1 (en la plataforma A) y N4 (en la plataforma B) se aproximan al punto del que partió la luz, en tanto que a los observadores N2 y N3 les sucede lo contrario.

Es claro que cuando la señal luminosa alcance al observador N1 (plataforma A,) el observador N3 habrá retrocedido un poco, haciendo que la señal tarde algo más en llegar a él. Así que, en caso de que el reloj de N3 marche en tal forma que marque el tiempo cero a la llegada de la señal, el observador N1 insistirá en que el reloj de N3 va atrasado.

De la misma manera, otro observador, N2, sobre la plataforma A, llegará a la conclusión de que el reloj de N4 (plataforma B), quien recibió la señal antes que N2, anda adelantado. Hemos aceptado que la pareja de observadores de la plataforma A está de acuerdo en su definición de la simultaneidad y que sus relojes marchan acordes: sus observaciones harán aceptar a ambos, sin embargo, que los relojes de los observadores en la plataforma B no están de acuerdo entre sí. Mas no hay que olvidar que otro tanto ocurre con los observadores de la plataforma B; quienes aceptarán que sus propios relojes tienen la misma marcha, pero llegarán a la conclusión de que no ocurre otro tanto con los relojes de la plataforma A.

Dado que ambas plataformas son perfectamente equivalentes, esta discusión entre los dos grupos de observadores sólo podrá zanjarse diciendo que cada pareja tiene razón desde su propio punto de vista, pero que el problema de saber quiénes están "absolutamente" en lo cierto no tiene sentido físico.

Temo haberlos cansado demasiado con estas largas consideraciones, pero confío en que, si las siguen ustedes cuidadosamente, acabarán por aceptar que, adoptando nuestro método para las medidas espacio-temporales, el concepto de simultaneidad absoluta se desvanece y que un par de acontecimientos en lugares diferentes, considerado simultáneo desde un sistema de referencia, se veía separado, desde un segundo sistema, por un intervalo definido de tiempo.

Esta proposición suena muy rara al principio, pero aparece como bien natural si decimos que, comiendo en el tren, ingerimos de la sopa al postre en el mismo punto del vagón comedor, pero en puntos muy separados sobre la vía del ferrocarril. Este enunciado, sin embargo, equivale a decir que dos acontecimientos diferentes en un solo punto de un sistema de referencia se verán separados por un espacio definido, desde el punto de vista de un segundo sistema.

Al comparar esta proposición tan "trivial" con la otra, tan "paradójica", apreciarán ustedes que son enteramente simétricas, e interconvertibles con sólo intercambiar las palabras "tiempo" y "espacio".

Y éste es el punto clave de la teoría de Einstein: mientras la física clásica aceptaba el tiempo como algo absolutamente independiente del espacio y el movimiento, "fluyendo uniformemente sin relación con nada externo" (Newton), para la física nueva el espacio y el tiempo están íntimamente ligados y representan, ni más ni menos, dos secciones a lo largo de un "continuo espacio-temporal" homogéneo en el cual se producen todos los acontecimientos observables. La resolución de este continuo de cuatro dimensiones en espacio tridimensional y tiempo unidimensional es puramente arbitraria, y depende del sistema desde el cual se efectúen las mediciones.

Dos acontecimientos separados, para un sistema dado, por la distancia: l en el espacio y el intervalo t en el tiempo, resultarán separados por una distancia diferente, 1', y un intervalo de tiempo distinto, t ,,al ser considerados desde otro sistema, lo cual en cierto modo nos autoriza a hablar de transformación de espacio en tiempo y viceversa. Tampoco es difícil comprender por qué estamos enteramente acostumbrados a la transformación de tiempo en espacio —recuérdese la comida en el tren—, en tanto que el caso inverso, que conduce a la relatividad de la simultaneidad, se nos antoja bien poco común. Es que si medimos las distancias en "centímetros", por ejemplo, la correspondiente unidad de tiempo no debería ser el "segundo" ordinario, sino cierta "unidad racional", representada por el intervalo de tiempo que necesita cualquier señal luminosa para recorrer la distancia de un centímetro, o sean 0.00000000003 segundos.

Es claro que, en el campo de la experiencia ordinaria, la transformación de intervalos de espacio en intervalos temporales conduce a resultados prácticamente inobservables; de aquí que parezca correcto el concepto clásico según el cual el tiempo es algo enteramente independiente e inmutable.

Sin embargo, si investigamos movimientos con velocidades enormes, como en los electrones emitidos por los cuerpos radiactivos, o en los que corren dentro de los átomos, casos, en fin, en que las distancias cubiertas en determinado intervalo de tiempo son del mismo orden de magnitud que ese intervalo expresado en unidades racionales, en esos casos, digo, tropezamos sin remedio con los dos efectos que hemos discutido, y la teoría de la relatividad adquiere importancia capital. Bastan velocidades un tanto reducidas, como las de los planetas en nuestro sistema solar, para hacer observables los efectos relativistas, gracias, desde luego, a la extremada precisión de las medidas astronómicas. Señalemos sólo que la observación de tales efectos exige apreciar cambios en los movimientos planetarios que ascienden apenas a una fracción de segundo angular por año.

He intentado explicar a ustedes cómo la crítica de las nociones de espacio y tiempo lleva a la conclusión de que los intervalos espaciales son parcialmente convertibles en intervalos temporales y viceversa, lo cual implica que el valor numérico de una distancia o periodo determinados variará con el sistema en movimiento desde el cual se verifique la medición.

Un aná1isis matemático relativamente sencillo de este problema, que no es mi intención exponer ahora, conduce a una fórmula definida que expresa el cambio sufrido por ambas magnitudes. Todo objeto de longitud 1, en movimiento relativo respecto al observador con velocidad v, se acortará en función de esta velocidad, haciendo que su longitud sea igual a


        (2)


De análoga manera, cualquier proceso que se lleve un tiempo t será observado desde el sistema en movimiento relativo como si se llevara un tiempo mayor, dado por

       (3)

Esto es el famoso "acortamiento del espacio" y la "dilatación del tiempo" de la teoría de la relatividad.

Lo común es que v sea muy inferior a c, lo cual reduce los efectos relativistas hasta la insignificancia; pero, al alcanzar velocidades suficientes, las longitudes medidas desde un sistema en movimiento llegan a reducirse y los intervalos de tiempo a alargarse tanto como se desee.

Debo insistir en que ambos efectos constituyen sistemas absolutamente simétricos, así que mientras los pasajeros de un tren que se mueve velozmente se asombrarán de la delgadez y lentitud de movimientos de los que ocupan un tren detenido, otro tanto pensarán estos últimos de los viajeros del tren en movimiento.

Otra consecuencia importante de la existencia de una velocidad máxima afecta a las masas de los cuerpos en movimiento. De acuerdo con los fundamentos mismos de la mecánica, la masa de un cuerpo determina la dificultad con que se tropieza para ponerlo en movimiento o para acelerar un movimiento ya existente; cuanto mayor es su masa tanto más difícil es incrementar su velocidad en un valor determinado.

El hecho de que, en ninguna circunstancia, ningún cuerpo puede exceder en velocidad a la luz, nos conduce directamente a la conclusión de que su resistencia a la aceleración o, en otras palabras, su masa, debe incrementarse ilimitadamente conforme su velocidad se aproxima a la de la luz. El análisis matemático conduce a la fórmula de esta dependencia, que es análoga a las fórmulas (2) y (3). Sí m0 es la masa a velocidades muy pequeñas, la masa m a velocidad v será



y la resistencia a la aceleración tiende al infinito cuando v se acerca a c.

Es fácil observar experimentalmente esta modificación relativista de la masa en las partículas muy veloces. Por ejemplo, la masa de los electrones emitidos por las sustancias radiactivas (a velocidad igual al 99% de la velocidad de la luz) es varias veces mayor que la observada en las partículas en reposo. Y las masas de los electrones que constituyen los rayos llamados cósmicos, tan rápidos que alcanzan sin dificultad el 99.98% de la velocidad de la luz, son 1 000 veces mayores que la masa del electrón en reposo. Por lo que toca a tales velocidades, la mecánica clásica resulta del todo inútil y entramos en los dominios de la pura teoría de la relatividad.