Sexto sueño:
Aventura final
1

Una gran sorpresa esperaba al señor Tompkins a la mañana siguiente de su llegada al balneario, cuando bajó a desayunar a la gran terraza encristalada del hotel. En una mesa de la esquina opuesta del salón distinguió al viejo profesor, acompañado de la muchacha que había encontrado en el tren. La joven relataba algo al anciano, alegremente, sin dejar de echar ojeadas hacia la mesa ocupada por el señor Tompkins.

—Me imagino lo estúpido que debí parecerle dormido en el tren —pensó el señor Tompkins, cada vez más indignado consigo mismo—. Y el profesor recordará todavía la tontería que le pregunté sobre el rejuvenecimiento, en vez de cambiarle el cheque. Pero estos detalles me servirán por lo menos para relacionarme con él y poder preguntarle una porción de cosas que sigo sin entender.

Ni aun para sí quería reconocer que no era sólo la conversación del profesor lo que le interesaba.

—Oh, sí, sí, creo recordar haberlo visto en mis conferencias —dijo el profesor mientras abandonaban el comedor—. Ésta es mi hija Maud; estudia pintura.

Es un placer conocerla, señorita Maud— dijo el señor Tompkins, pensando que aquél era el nombre más hermoso que oyera en su vida—. Espero que este paisaje le dará espléndido material para sus bosquejos.

—Ya se los mostrará alguna vez —ofreció el profesor—. Pero dígame, ¿sacó usted mucho en claro de mis conferencias?

—¡No faltaría más! Gracias a usted estoy tan familiarizado con el universo en expansión que hasta he creído vivir en él.

—Es que vive usted en él —replicó el profesor, sin entender—. Pero ¿ha comprendido usted, por ejemplo, la diferencia entre curvaturas espaciales positivas y negativas?

—Papá —interrumpió la señorita Maud, haciendo un puchero—, si otra vez vas a hablar de física me parece que saldré a trabajar un poco.

—De acuerdo, nena, márchate —dijo el profesor, hundiéndose en una poltrona—. Veo, joven, que no ha estudiado usted muchas matemáticas, pero creo que podré explicarle muy sencillamente la cuestión, tomando, para simplificar, el caso de las superficies. Imaginemos que el señor Pozo —ya sabe usted, el propietario de las estaciones de gasolina— decide averiguar si sus estaciones están distribuidas uniformemente en cierta región; Norteamérica, por ejemplo. Con este fin, da órdenes a sus oficinas centrales, situadas hacia el centro del país (tengo entendido que se considera a la ciudad de Kansas como el corazón de Norteamérica), para que sean contadas las estaciones en superficies de radios crecientes: 100, 200, 300 kilómetros, etc. Todavía recuerda que, según le enseñaron en el colegio, el área de un círculo es proporcional al cuadrado de su radio; espera, pues, que, de ser uniforme la distribución de las estaciones, el censo dará cifras que aumentarán como la serie de los cuadrados: 1, 4, 9, 16, etc. Pero al recibir los datos quedará muy sorprendido al ver que el número de estaciones crece bastante más despacio, digamos así: 1, 3.8, 8.5, 15.0, etc. —¡Vaya una lata!— exclamará—. Mis representantes en Norteamérica no saben lo que hacen. ¿De quién es la brillante idea de concentrar las estaciones cerca de la ciudad de Kansas?— Ahora bien ¿estará en lo cierto al llegar a esa conclusión?

—¿Lo estará? —repitió el señor Tompkins, que pensaba en otra cosa.

—No —dijo el profesor gravemente—. Ha olvidado que la superficie terrestre no es plana sino esférica. Y sobre una superficie esférica, el área comprendida dentro de un radio dado aumenta más despacio con el radio que sobre una superficie plana. ¿De veras no lo ve claramente? Bueno tome un globo terráqueo y convénzase por si mismo. Si se coloca usted, por ejemplo, en el polo norte y describe a su alrededor una circunferencia con radio igual a la mitad de un meridiano, esa circunferencia será el ecuador, y el área encerrada por ella corresponderá al hemisferio norte. Duplique usted el radio de su circunferencia y abarcará toda la superficie terrestre: el área se ha duplicado con el radio, en vez de cuadruplicarse, como sucedería en un plano. ¿Está claro ahora?

—Lo está —respondió el señor Tompkins, esforzándose por prestar atención—. ¿Y se trata de una curvatura positiva o negativa?

—Se denomina curvatura positiva y, como acaba usted de ver sobre el globo, corresponde a una superficie finita con área definida. La superficie de una silla de montar tiene curvatura negativa y no positiva como la esfera.

—¿Una silla de montar?

—Sí, una silla de montar o, en la superficie terrestre, un collado entre dos montañas. Imaginémonos a un botánico que vive en una cabaña situada en un collado y se interesa por la densidad con que están distribuidos los pinos que rodean a su habitación. Si, partiendo de la cabaña, cuenta el número de pinos que crecen en superficies con radios de 100, 200 metros, etc., descubrirá que el número de árboles aumenta más de prisa que el cuadrado de la distancia o, lo que es igual: las áreas encerradas por un radio determinado sobre una superficie de esta forma son mayores que las correspondientes sobre un plano. A semejantes superficies se les atribuye curvatura negativa. Si intenta usted desplegar sobre un plano la superficie de una silla de montar, tendrá que hacerle pliegues, mientras que si se trata de hacer lo mismo con una superficie esférica, la desgarrará, de no ser elástica.

—Ya veo —dijo el señor Tompkins—. Quiere usted decir que una superficie como la de un collado es infinita, aunque curva.

—Exactamente —aprobó el profesor—. Una superficie así se prolonga hasta el infinito en todas direcciones, sin cerrarse jamás sobre sí misma. En mi ejemplo del collado entre dos montes, ni qué decir tiene, la curvatura negativa cesa en cuanto se rebasan las montañas y se pasa a la superficie terrestre ordinaria, de curvatura positiva. Pero nada impide imaginar una superficie con una curvatura negativa en cualquier punto.

—¿Y cómo aplicamos todo esto al espacio tridimensional curvo?

—Exactamente del mismo modo. Imagine que tiene objetos distribuidos uniformemente por el espacio, entiéndase: que están separados entre sí por distancias siempre iguales. Entonces no tiene más que contar cuántos quedan comprendidos hasta determinadas distancias de usted. Si el número de objetos crece con el cuadrado de la distancia, el espacio no estará curvado; si crece más o menos velozmente, el espacio tendrá curvatura negativa o positiva, respectivamente.

—O sea que los espacios de curvatura positiva encierran menos volumen con un radio dado, y los de curvatura negativa encierran más —dedujo el señor Tompkins, sorprendido.

—Así es —dijo el profesor, sonriendo—. Y ahora veo que me ha entendido usted correctamente. Para conocer el signo de la curvatura del gran universo en que vivimos, sólo tenemos que hacer censos de objetos distantes. Las grandes nebulosas, de las que tal vez tenga usted noticia, están repartidas uniformemente por el espacio y se distinguen situadas hasta distancias de varios miles de millones de años luz. Son, por lo tanto, objetos muy apropiados para investigar la curvatura del universo.

—Y de su estudio se deduce que nuestro universo es finito y cerrado sobre sí mismo —añadió el señor Tompkins, recordando su primer sueño y el extraño incidente del retorno del libro de notas del profesor.

—Verá usted —explicó el profesor, con aire reflexivo—; así se aceptaba generalmente y, de hecho, así lo creía yo cuando di mis conferencias. Pero hace algunas semanas leí un artículo en la revista Nature donde dos jóvenes físicos sugieren que se trata de una idea equivocada y que el universo es, en realidad, influido, con curvatura negativa. Y me parece que tienen razón.

—Así que habitamos una silla de montar en expansión, que jamás se contraerá para estrujarnos hasta la muerte con nuestros descendientes —exclamó el señor Tompkins con alivio—. ¡Entonces vale la pena vivir!

Se volvió para echarse un poco de agua en el vaso, pero aunque vació en él una jarra bien grande, pareció que el vaso seguía casi vacío.

—El espacio del interior de ese vaso posee probablemente una curvatura negativa muy pronunciada —indicó la voz del profesor—, de modo que encierra un volumen enorme con una pequeña superficie. Si encuentra usted un vaso con gran curvatura positiva en su interior, bastarán seguramente unas pocas gotas para colmarlo hasta los bordes. Me imagino que van a iniciarse curiosos cambios en la curvatura espacial por estos rumbos. ¡Una especie de "terremoto espacial"¡

En efecto, a sus alrededores empezaron a presentarse transformaciones de veras sorprendentes: un extremo del salón se volvió diminuto, con mobiliario y todo, mientras el extremo opuesto crecía hasta el punto de parecerle al señor Tompkins que el universo entero hallaría cabida allí. Lo asaltó de pronto un pensamiento terrible. ¿Y si un trozo de espacio en la playa, donde estaba pintando la señorita Maud, se dislocaba del resto del universo? ¡Jamás volvería a verla! Mientras se abalanzaba hacia la puerta oyó gritar detrás al profesor:

—¡Cuidado! ¡También la constante cuántica está enloqueciendo!

Al llegar a la playa la encontró muy concurrida. Millares de muchachas corrían en todas direcciones.

—¿Cómo encontrar a mi Maud entre esta muchedumbre? —pensó. Pero enseguida advirtió que todas eran idénticas a la hija del profesor y que se trataba de una broma del principio de incertidumbre. Un instante después ya había pasado la onda de constante cuántica anormalmente elevada, y la señorita Maud apareció en la playa, con mirada aterrorizada.

—¡Ah, es usted! —murmuró aliviada—.¡Me pareció que se me venía encima una multitud! Debe ser culpa del sol. Espere un minuto, mientras corro al hotel por mi sombrero.

—¡Eso sí que no! —protestó el señor Tompkins. ¡No debemos separarnos! Me temo que también la velocidad de la luz está cambiando. ¡Al volver del hotel me encontraría hecho un viejo!

—Simplezas —dijo la joven, pero deslizó su mano en la del señor Tompkins. Sin embargo, antes de que llegaran al hotel los alcanzó otra onda de incertidumbre, y tanto el señor Tompkins como la muchacha se dispersaron por toda la playa. Al mismo tiempo, un gran pliegue de espacio comenzó a deformarse desde las cercanas colinas, curvando las rocas y las casas de los pescadores de manera muy divertida. Los rayos del sol, desviados por un inmenso campo gravitatorio, desaparecieron del horizonte, y el señor Tompkins quedó hundido en las tinieblas.

Pasó un siglo hasta que una voz muy querida lo devolvió a la realidad.

—¡Ay! —decía la muchacha—; veo que mi padre acabó por dormirlo con su charla sobre física, ¿No quiere acompañarme a nadar? El agua está espléndida.

El señor Tompkins se levantó de su asiento como impulsado por un resorte.

—¡Así que sólo era un sueño! —pensaba, bajando hacia la playa—. ¿O es ahora cuando empieza?

Celebraron su boda y fueron felices

1 En esta historia se trastornan todas las constantes.