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LA ODA tropical a cuatro vocesha de llegar sentada en la mecida que amarró la guirnalda de la orquídea. Vendrá del Sur, del Este y del Oeste, del Norte avión, del Centro que culmina la pirámide trunca de mi vida. Yo quiero arder mis pies en los braseros de la angustia más sola, para salir desnudo hacia el poema con las sandalias de aire que otros poros inocentes le den. A la cintura tórrida del día han de correr los jóvenes aceites de las noches de luna del pantano. La esbeltez de ese día será la fuga de la danza en ella, la voluntad medida en el instante del reposo estatuario, el agua de la sed rota en el cántaro. Entonces yo podría tolerar la epidermis de la vida espiral de la palmera, valerme de su sombra que los aires mutilan, ser fiel a su belleza sin pedestal, erecta en ella misma, sola, tan sola que todos los árboles la miran noche y día. Así mi voz al centro de las cuatro voces fundamentales tendría sobre sus hombros el peso de las aves del paraíso. La palabra Oceanía se podría bañar en buches de oro y en la espuma flotante que se quiebra, oírse, espuma a espuma, gigantesca. El deseo del viaje, siempre deseo sería. Del fruto verde a los frutos maduros las distancias maduran en penumbras que de pronto retoñan en tonos niños. En la ciudad, entre fuerzas automóviles los hombres sudorosos beben agua en guanábanas. En la bolsa de semen de los trópicos que huele a azul en carnes madrugadas en el encanto lóbrego del bosque. La tortuga terrestre carga encima un gran trozo que cayó cuando el sol se hacía lenguas. Y así huele a guanábana de los helechos a la ceiba. Un triángulo divino macera su quietud entre la selva del Ganges. Las pasiones crecen hasta pudrirse. Sube entonces el tiempo de los lotos y la selva tiene ya en su poder una sonrisa. De los tigres al boa hormiguea la voz de la aventura espiritual. Y el Himalaya tomó en sus brazos la quietud nacida junto a las verdes máquinas del trópico. Las brisas limoneras ruedan en el remanso de los ríos. Y la iguana nostálgica de siglos en los perfiles largos de su tiempo fue, es, y será. Una tarde en Chichén yo estaba en medio del agua subterránea que un instante se vuelve cielo. En los muros del pozo un jardín vertical cerraba el vuelo de mis ojos. Silencio tras silencio me anudaron la voz y en cada músculo sentí mi desnudez hecha de espanto. Una serpiente, apenas, desató aquel encanto y pasó por mi sangre una gran sombra que ya en el horizonte fue un lucero. ¿Las manos del destino encendieron la hoguera de mi cuerpo? En los estanques del Brasil diez hojas junto a otras diez hojas, junto a otras diez hojas, de un metro de diámetro florean en un día, cada año, una flor sola, blanca al entreabrirse, que al paso que el gran sol del Amazonas sube, se tiñe lentamente de los rosas del rosa a los rojos que horadan la sangre de la muerte; y así naufraga cuando el sol acaba y fecunda pudriéndose la otra primavera. El trópico entrañable sostiene en carne viva la belleza de Dios. La tierra, el agua, el aire, el fuego, al Sur, al Norte, al Este, y al Oeste concentran las semillas esenciales el cielo de sorpresas la desnudez intacta de las hojas y el ruido de las vastas soledades. La oda tropical a cuatro voces podrá llegar, palabra por palabra, a beber en mis labios, a amarrarse en mis brazos, a golpear en mi pecho, a sentarse en mis piernas, a darme la salud hasta matarme y a esparcirme en sí misma, a que yo sea, a vuelta de palabras, palmera y antílope, ceiba y caimán, helecho y ave-lira, tarántula y orquídea, zenzontle y anaconda. Entonces seré un grito, un solo grito claro que dirija en mi voz las propias voces y alce de monte a monte la voz del mar que arrastra las ciudades ¡oh trópico! y el grito de la noche que alerta el horizonte. 1935. |