INVITAR al paisaje a que venga a mi mano,
invitarlo a dudar de sí mismo,
darle a beber el sueño del abismo
en la mano espiral del cielo humano.
Que al soltar los amarres de los ríos
la montaña a sus mármoles apele
y en la cumbre el suspiro que se hiele
tenga el valor frutal de dos estíos.
Convencer a la nube
del riesgo de la altura y de la aurora,
que no es el agua baja la que sube
sino la plenitud de cada hora.
Atraer a la sombra
al seno de rosales jardineros.
(Suma el amor la resta de lo que amor se nombra
y da a comer la sobra a un palomar de ceros.)
¡Si el mar quisiera abandonar sus perlas
y salir de la concha...!
Si por no derramarlas o beberlas
copa y copo de espumas las olvida.
Quién sabe si la piedra
que en cualquier recodo es maravilla
quiera participar de exacta exedra,
taza-fuente-jardín-amor-orilla.
Y si aquel buen camino
que va, viene y está, se inutiliza
por el inexplicable desatino
de una cascada que lo magnetiza.
¿Podrán venir los árboles con toda
su escuela abecedaria de gorjeos?
(Siento que se aglomeran mis deseos
como el pueblo a las puertas de una boda.)
El río allá es un niño y aquí un hombre
que negras hojas junta en un remanso.
Todo el mundo le llama por su nombre
y le pasa la mano como a un perro manso.
¿En qué estación han de querer mis huéspedes
descender? ¿En otoño o primavera?
¿O esperarán que el tono de los céspedes
sea el ángel que anuncie la manzana primera?
De todas las ventanas, que una sola
sea fiel y se abra sin que nadie la abra.
Que se deje cortar como amapola
entre tantas espigas, la palabra.
Y cuando los invitados
ya estén aquí en mí, la cortesía
única y sola por los cuatro lados,
será dejarlos solos, y en signo de alegría
enseñar los diez dedos que no fueron tocados
sino
por
la
sola
poesía.
|
|