RECINTO

I

ANTES que otro poema
—del mar, de la tierra o del cielo—
venga a ceñir mi voz, a tu esperada
persona limitándome, corono
más alto que la excelsa geografía
de nuestro amor, el reino ilimitado.

Y a ti, por ti y en ti vivo y adoro.
Y el silencioso beso que en tus manos
tan dulcemente dejo,
arrincona mi voz
al sentirme tan cerca de tu vida.

Antes que otro poema
me engarce en sus retóricas,
yo me inclino a beber el agua fuente
de tu amor en tus manos, que no apagan
mi sed de ti, porque tus dulces manos
me dejan en los labios las arenas
de una divina sed.
Y así eres el desierto por
el cuádruple horizonte de las ansias
que suscitas en mí; por el oasis
que hay en tu corazón para mi viaje
que en ti, por ti y a ti voy alineando,
con la alegría del paisaje nido
que voltea cuadernos de sembrados...

Antes que otro poema
tome la ciudadela a fuego ritmo,
yo te digo, callando,
lo que el alma en los ojos dice sólo.
La mirada desnuda, sin historia,
ya estés junto, ya lejos,
ya tan cerca o tan lejos, que no pueda
por tan lejos o cerca reprimirse
y apoderarse en luz de un orbe lágrima,
allá; aquí, presente, ausente,
por ti, a ti y en ti, oh ser amado,
adorada persona
por quien —secretamente— así he cantado.

II

Que se cierre esa puerta
que no me deja estar a solas con tus besos.
Que se cierre esa puerta
por donde campos, sol y rosas quieren vernos.
Esa puerta por donde
la cal azul de los pilares entra
a mirar como niños maliciosos
la timidez de nuestras dos caricias
que no se dan porque la puerta, abierta...

Por razones serenas
pasamos largo tiempo a puerta abierta.
Y arriesgado es besarse
y oprimirse las manos, ni siquiera
mirarse demasiado, ni siquiera
callar en buena lid...

Pero en la noche
la puerta se echa encima de si misma
y se cierra tan ciega y claramente,
que nos sentimos ya, tú y yo, en campo abierto
escogiendo caricias como joyas
ocultas en las noches con jardines
puestos en las rodillas de los montes,
pero solos, tú y yo.

La mórbida penumbra
enlaza nuestros cuerpos y saquea
mi ternura tesoro,
la fuerza de mis brazos que te agobian
tan dulcemente, el gran beso insaciable
que se bebe a sí mismo
y en su espacio redime
lo pequeño de ilímites distancias...

Dichosa puerta que nos acompañas,
cerrada, en nuestra dicha. Tu obstrucción
es la liberación de estas dos cárceles;
la escapatoria de las dos pisadas
idénticas que saltan a la nube
de la que se regresa en la mañana.

III

Yo acaricio el paisaje,
oh adorada persona
que oíste mis poemas y que ahora
tu cabeza reclinas en mi brazo.

Hornea el mediodía sus colores,
labrados panes para el ojo
que comulga con ruedas de molino.

10, 15, 20, 30, las parcelas
opinan sobre el verde, sin agriarse;
y los poblados, vida y ropa limpia
sacan al sol. Caminos campesinos
suben sin rumbo filo, a holgar, al cerro.

Los árboles conversan junto al río,
de nidos en proyecto, de otros en abandono,
de la nube servida como helado
en el remanso próximo,
del equipaje de las piedras
que acaso nadie ha dejado en la orilla,
de la avispa hipodérmica,
del aguacero y la joven vereda,
de las ranas deletreadas en su propia escuela,
del verso como prosa
y del viento de anoche que barrió las estrellas.
El río escucha siempre caminando.
El río que se conduce a sí mismo, cómo y cuándo...

Detrás de un cerro grande
va estallando una nube lentamente.
Su sorpresa
es como nuestra dicha: ¡tan primera!
Lo inaugural que en nuestro amor es clave
de toda plenitud.
El aire tiembla a nuestros pies. Yo tengo
tu cabeza en mi pecho. Todo cuaja
la transparencia enorme de un silencio
panorámico, terso,
apoyado en el pálido deliro
de besar tus mejillas en silencio.

IV

Vida,
ten piedad de nuestra inmensa dicha.
De este amor cuya órbita concilia
la estatuaria fugaz de día y noche.
Este amor cuyos juegos son desnudo
espejo reflector de aguas intactas.
Oh, persona sedienta que del brote
de una mirasda suspendiste
el aire del poema,
la música riachuelo que te ciñe
del fino torso a los serenos ojos
para robarse el fuego de tu cuerpo
y entibiar las rodillas del remanso.
Vida,
ten piedad del amor en cuyo orden
somos los capiteles coronados.
Este amor que ascendimos y doblamos
para ocultar lo oculto que ocultamos.
Tenso viso de seda
del horizonte labio de la ausencia,
brilla.
Salgo a mirar el valle y en un monte
pongo los ojos donde tú a esas horas
pasas junto a recuerdos y rocío
entre el mudo clamor de egregias rosas
y los activos brazos del estío.

V

Si junto a ti las horas se apresuran
a quedarse en nosotros para siempre,
hoy que tu dulce ausencia me encarcela,
la dispersión del tiempo en mis talones
y en mis oídos y en mis ojos siento.
Ya no sé caminar sino hacia ti,
ni escuchar otra voz que aquella noble
voz que del vaho borde de la dicha
vuela para decirme las palabras
que azogaron el agua del poema.

¡Decir tu nombre entre palabras vivas
sin que nadie lo escuche!
Y escucharlo yo solo desde el fino
silencio del papel, en la penumbra
que va dejando el lápiz, en las últimas
presencias silenciosas del poema.

VI

Con cuánta luz camino
junto a la noche a fuego de los días.
Otros soles no dieron sino ocasos,
sino puertas sin dueño, soledades.
En ti está la destreza de mis actos
y la sabiduría de las voces
del buen nombrar; lo claro del acento
que nos conduce al vértice del ámbito
que gobierna las cosas.
Gracias a ti soy yo quien me descubre
a mi mismo, después de haber pasado
el serpentino límite que Dios
puso a su gran izquierda. Sólo tú
has sabido decirme y escucharme.
Sólo tu voz es ave de la mía,
sólo en tu corazón hallé la gloria
de la batalla antigua.
¡Ten piedad
de nuestro amor y cuídalo, oh vida!

VII

El paisaje decía:
"¿Quién iba a sospechar, después de tanto
ir y venir por cuatro mares —sueños—...
que en un valle pintado
por el niño sin nombre, yo sirviera
para el de ojos errantes, teatro amor?
Toda su geografía del paisaje
vino a quedar en un rincón inédito,
en un lugar cualquiera de la Mancha
de cuyo nombre..."

Y el paisaje
cintilaba los Bósforos, las tardes
florentinas, la palma Río Janeiro,
la grande hora de Delfos y el bazar
de las tierras de España y las etcéteras,
y enrollaba los mapas...

Porque sólo
tengo los ojos dioses del paisaje
echados a los pies del valle poco,
inédito tal vez... Y ágil escondo
el lugarcillo esbelto cuya diáfana
desnudez aligera sus contornos,
sus posturas aéreas, sus pueblos de bolsillo,
y sus luces audaces.
Y el paisaje
con su risa de siglos, mi memoria
invadía. Las puertas de las horas
cerráronse y quedó ya solo, dentro
de la errante mirada,
el valle poco —grande con su dueño—
seguro al corazón como una espada.

VIII

Tú eres más que mis ojos porque ves
lo que en mis ojos llevo de tu vida.
Y así camino ciego de mí mismo
iluminado por mis ojos que arden
con el fuego de ti.

Tú eres más que mi oído porque escuchas
lo que en mi oído llevo de tu voz.
Y así camino sordo de mí mismo
lleno de las ternuras de tu acento.
¡La sola voz de ti!

Tú eres más que mi olfato porque hueles
lo que mi olfato lleva de tu olor.
Y así voy ignorando el propio aroma,
emanando tus ámbitos perfumes,
pronto huerto de ti.

Tú eres más que mi lengua porque gustas
lo que en mi lengua llevo de ti sólo,
y así voy insensible a mis sabores
saboreando el deleite de los tuyos,
sólo sabor de ti.

Tú eres más que mi tacto porque en mí
tu caricia acaricias y desbordas.
Y así toco en mi cuerpo la delicia
de tus manos quemadas por las mías.

Yo solamente soy el vivo espejo
de tus sentidos. La fidelidad
del lago en la garganta del volcán.

IX

Yo leía poemas y tú estabas
tan cerca de mi voz que poesía
era nuestra unidad y el verso apenas
la pulsación remota de la carne.
Yo leía poemas de tu amor
y la belleza de los infinitos
instantes, la imperante sutileza
del tiempo coronado, las imágenes
cogidas de camino con el aire
de tu voz junto a mí,
nos fueron envolviendo en la espiral
de una indecible y alta y flor ternura
en cuyas ondas últimas —primera—,
tembló tu llanto humilde y silencioso
y la pausa fue así. —¡Con qué dulzura
besé tu rostro y te junté a mi pecho!
Nunca mis labios fueron tan sumisos,
nunca mi corazón fue más eterno,
nunca mi vida fue más justa y clara.
Y estuvimos así, sin una sola
palabra que apedreara aquel silencio.
Escuchando los dos la propia música
cuya embriaguez domina
sin un solo ademán que algo destruya,
en una piedra excelsa de quietud
cuya espaciosa solidez afirma
el luminoso vuelo, las inmóviles
quietudes que en las pausas del amor
una lágrima sola cambia el cielo
de los ojos del valle y una nube
pone sordina al coro del paisaje
y el alma va cayendo en el abismo
del deleite sin fin.

Cuando vuelva a leerte esos poemas
¿me eclipsarás de nuevo con tu lágrima?

X

Ya nada tengo yo que sea mío:
mi voz y mi silencio son ya tuyos
y los dones sutiles y la gloria
de la resurrecci6n de la ceniza
por las derrotas de otros días.
La nube
que me das en el agua de tu mano
es la sed que he deseado en todo estío,
la abrasadora desnudez de junio,
el sueño que dejaba pensativas
mis manos en la frente
del horizonte... Gracias por los cielos
de indiferencia y tierras de amargura
que tanto y mucho fueron. Gracias por
las desesperaciones, soledades.
Ahora me gobiernas por las manos
que saben oprimir las claras mías.
Por la voz que me nombra con el nombre
sin nombre... Por las ávidas miradas
que el inefable modo sólo tienen.
Al fin tengo tu voz por el acento
de saber responder a quien me llama
y me dice tu nombre
mientras en los pinares se oye el viento
y el sol quiere ser negro entre las ramas.

XI

La primera tristeza ha llegado. Tus ojos
fueron indiferentes a los míos. Tus manos
no estrecharon mis manos.
Yo te besé y tu rostro era la piedra seca
de las alturas vírgenes. Tus labios encerraron
en su prisión inútil mi primera amargura.
En vano tu cabeza puse en mi hombro y en vano
besé tus ojos. Eras el oasis cruel
que envenenó sus aguas y enloqueció a la sed.
Y se fue levantando del horizonte una
nube. Su tez morena voló a color. De nuevo
fue oscureciendo el tono de los días de antes.
Yo abandoné tu rostro y mis manos
ausentaron las tuyas. Mi voz se hizo silencio.
Era el silencio horrible de los frutos podridos.
Oí que en mi garganta tropezó la derrota
con las piedras fatales.
Yo me cubrí los ojos
para no ver mis lágrimas que huían hacia mí.
Luego tú me besaste, dijiste algo. Yo oía
llorar mis propias lágrimas en el primer silencio
de la primer tristeza. El alma de ese día
llegó de lejos —tu alma— y se quedó en mi pecho.

XII

En el silencio de la casa, tú,
y en mi voz la presencia de tu nombre
besado entre la nube de la ausencia
manzana aérea de las soledades.

Todo a puertas cerradas, la quietud
de esperarte es vanguardia de heroísmo,
vigilando el ejército de abrazos
y el gran plan de la dicha.

Ya no sé caminar sino hacia ti,
por el camino suave de mirarte
poner los labios junto a mis preguntas
—sencilla, eterna flor de preguntarte—
y escucharte así en mí ¡y a sangre y fuego
rechazar, luminoso, las penumbras...!

Manzana aérea de las soledades,
bocado silencioso de la ausencia,
palabra en viaje, ropa del invierno
que hará la desnudez de las praderas.

Tú en el silencio de la casa. Yo
en tus labios de ausencia, aquí tan cerca
que entre los dos la ronda de palabras
se funde en la mejor que da el poema.

XIII

Tu amor es el erario inagotable
que costea el país de los poemas.
Viajes a la garganta de los pájaros,
claridad, y castillos en el aire.

Fiel a jurarse en sí, la ausencia espía
mi pena de horizonte y de ventana.
Regresan por los montes de mañana
las voces claras de tu lejanía.

Hoy te mando mi voz. El mudo espacio
escultóricamente se arrincona.
Sólo en los ojos queda sangre. Ciñe
la casa una cadena de palomas.

Ya no sé caminar sino hacia ti.
Tu ausencia da a mi pie pausas veloces.
Y el pie de nube extiende la extensión
toda oído de piedra y toda voces.

XIV

Cuando mis fuertes brazos te reciban,
las voces de la ausencia, dulcemente
contarán nuestros ocios —dos caminos
sin nadie, con los dos— el nunca y siempre.

Y la pareja de palabras lía
a profunda unidad. Y tanta cifra
se reduce a la orilla del encuentro
con azoro de ser la poesía.

Ya no sé caminar sino hacia ti.
La rosa de caminos de tu ausencia
alerta en mí el aroma del retorno
y la palabra oculta de su ciencia.
Oigo mi nombre en ti, soy tu presencia.

XV

FIN DEL NOMBRE AMADO


Un soneto de amor que nunca diga
de quién y cómo y cuándo, y agua dé a
quien viene por noticia y en sí lea
clave caudal que sin la voz consiga.

Que en cada verso pierda y gane y siga
ritmo a la cifra en luz que el agua arquea,
y suba el espendor que así desea
música lengua y tacto a flor de espiga.

Ya la línea sandalia del terceto
abre camino al alma del objeto
que adoro y cuyo nombre dicen todos.

Nadie sabe el valor de su grandeza,
pero al decirlo de inconscientes modos
me transfiguran, pues me dan belleza.

XVI

¿Qué harás? ¿En qué momento
tus ojos pensarán en mis caricias?
¿Y frente a cuáles cosas, de repente,
dejarás, en silencio, una sonrisa?
Y si en la calle
hallas mi boca triste en otra gente,
¿la seguirás?
¿Qué harás si en los comercios —semejanzas—
algo de mí encuentrás?

¿Qué harás?

¿y si en el campo un grupo de palmeras
o un grupo de palomas o uno de figuras vieras?
(Las estrofas brillan en sus aventuras
de desnudas imágenes primeras.)

¿Y si al pasar frente a la casa abierta,
alguien adentro grita: ¡Carlos!?
¿Habrá en tu corazón el buen latido?
¿Cómo será el acento de tu paso?

Tu carta trae el perfume predilecto.
Yo la beso y la aspiro.
En el rápido drama de un suspiro
la alcoba se encamina hacia otro aspecto.
¿Qué harás?

Los versos tienen ya los ojos fijos.
La actitud se prolonga. De las manos
caen papel y lápiz. Infinito
es el recuerdo. Se oyen en el campo
las cosas de la noche. —Una vez
te hallé en el tranvía y no me viste.
—Atravesando un bosque ambos lloramos.
—Hay dos sitios malditos en la ciudad. ¿Me diste
tu dirección la noche del infierno?
—...Y yo creí morirme mirándote llorar.
Yo soy...
Y me sacude el viento
¿Qué harás?

XVII

Las palabras emigran
y en la huida
los plurales abandonan las eses
y queda así un rumor de viento manso,
de despueses y adioses,
de la actitud actriz que en nuestras manos
nos convence de ausencias.

Las palabras emigran y abandonan
el buen surco del verso que ya estaba
sembrado y las estrofas
revestidas de oro y las imágenes
frescas aún en el espejo igual
de donde tan difícil es sacarlas.
En todas las ventanas
cuelga el ojo su fuego simultáneo
sobre cuatro horizontes silenciosos,
llenos aún de huellas de la huida
de las palabras que te prefirieron
porque tú eres la causa de su suerte,
tú, poema, mejor que poesía.

XVIII

¿Dónde pondré el oído que no escuche
mi propia voz llamarte?
¿Y dónde no escuchar este silencio
que te aleja espaciosamente triste?

Yo camino las horas presenciadas
por los dos, en nosotros.
Sé del fruto maduro de las voces
en campos de spetiembre.

Sé de la noche esbelta y tan desnuda
que nuestros cuerpos eran uno solo.
Sé del silencio ante la gente oscura,
de callar este amor que es de otro modo.

Mientras llueve la ausencia yo liberto
la esclavitud de carne y sola el alma
cuelga en los aires su águila amorosa
que las nubes pacificas igualan.

XIX

Hoy que has vuelto, los dos hemos callado,
y sólo nuestros ojos pensamientos
alumbraron la dulce oscuridad
de estar juntos y no decirse nada.

Sólo las manos se estrecharon tanto
como rompiendo el hierro de la ausencia.
¡Si una nube eclipsara nuestras vidas!

Deja en mi corazón las voces nuevas,
el asalto clarísimo, presente,
de tu persona sobre los paisajes
que hay en mí para el aire de tu vida.

XX

Amor, toma mi vida, pues soy tuyo
desde ayer más que ayer y más que siempre.
La voz tendida hacia tus voces mueve
los instantes de flor a hacerse fruto.

Ya el aire nuevo su cantar se puso,
ya caminos por ágil intemperie
con la desnuda invitación nos tiende
las manos del encuentro que ambas juro.

Amor, toma mi vida y dame el ansia
tuya, de ti y eterna; ven y cambia
mi voz que pasa, en corazón sin tiempo.

Manos de ayer, de hoy y de mañana
libren a la cadena de los sueños
de herrumbre realidad que, mucha, mata.