A una estatua

CESA tu voz y muere 
sobre tus labios mi alegría. 
No habrá palabra que en tu piel levante 
ni un incierto sabor de brisa oscurecida 
como el recuerdo que en mis ojos deja 
el paso de tu aliento, 
porque vives inmersa en tu silencio, 
impenetrable a mis sentidos 
y si mis manos en tu piel se posan 
inclinas la cabeza, 
navegas en un tiempo que escucha tu latido, 
y entre sus aguas, inundándote 
bajo la tersa forma de su espejo, 
estás abandonada, 
próxima a ser violenta permanencia, 
enemiga de olvidos, 
casi perdida en íntima zozobra 
y sin más voluntad 
que la crueldad entre tus labios muda. 

Torna tu cuerpo ahora, vuelve el rostro, 
mírate así, segura y desplomada 
hacia un estanque donde mora el miedo, 
donde sólo hay imágenes 
y el cuerpo deja su cautivo duelo 
para entrar en la fuente de su origen. 
Verás nacer el sueño de tu cuerpo 
anegando en pureza toda vida, 
todo impulso negado en puro movimiento 
y toda forma sostenida en puro resplandor: 
ya no será la flor sino su aroma, 
ya no serás tú misma. 

No importa entonces que de pronto mueras 
y pierdas toda sombra 
quedándote en escombros defendida, 
si toda tú pereces, 
náufraga de tu propio mar, 
presa dentro de ti, vencida 
como ángel que asolado por el fuego 
lanzara su impotencia, 
y sólo un desengaño 
entre rocas de olvido y de tinieblas 
dejan tus labios mudos 
y la pureza inútil de tu cuerpo. 

Muere, desnuda forma, 
hielo que mata mi alegría, 
crueldad vertida en mármol fatigado; 
muere ya, y deja que contemple 
la lucha de tu cuerpo con la sombra, 
el debatir inútil de tus labios 
contra el vacío olvido de tus ruinas, 
que en ataúd o tumbas duermes 
entre un querer o no de tus sentidos.

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