Muerte del hombre

SI ACASO el ángel desplegara 
la sábana final de mi agonía 
y levantara el sueño que me diste, oh vida, 
un sueño como ave perdida entre la niebla, 
igual al pez que no comprende 
la ola en que navega 
o el peligro cercano con las redes; 
si acaso el ángel frente a mí dijera 
la última palabra, 
la decisión mortal de mi destino 
y plegando las alas junto a mi cuerpo hablara, 
como cuando el rocío desciende lento hacia la rosa 
al dar el primer paso la mañana, 
ya miraría en mi sangre 
el negro navegar, la noche incierta, 
el pájaro que sufre sin sus alas 
y la más grave lentitud: la muerte. 

Aun cerca de la íntima agonía 
estás, oh muerte, clara como espejo; 
más abierta que el mar, 
más segura que el aire que entró por la ventana, 
más mía y más ajena 
por mi sangre y mis brazos 
en esta soledad. 
Estás tan fértil como niño 
que, angustiado, llora antes de ser, 
entre la sangre siendo 
y por la piel más vivo que la piel; 
te llevo como árbol, tierra y cauce, 
y eres la savia pura, 
la flor, la espuma y la sonrisa, 
eres el ser que por mi sangre es 
como la estrella última del cielo. 

Si acaso el ángel sigiloso 
abriera la ventana 
te miraría salir interminablemente 
como un tiempo cansado 
hacia su sombra vuelto, 
como quien frente al mundo se pregunta: 
"¿En qué lugar está mi soledad?" 

Si acaso el ángel me mirara, 
abierta ya la niebla de mi carne, 
sin nubes, sin estrellas, 
sin tiempo en que mecer la luz de mi agonía, 
encontraría tan sólo a ti, oh muerte, 
llevándome a tu lado, fiel; 
te encontraría tan sola a ti, sin mí, 
ya sin cuerpo ni voz, 
sin angustia ni sueños, 
te hallara entonces pura, oh muerte mía.

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