3. GLAUCO Y DIOMEDES

Glauco, el hijo de Hipóloco, y el hijo de Tideo,
de uno en otro encuentro se hallaron frente a frente 
entre las dos legiones, y Diomedes valiente: 

—¿Quién eres, orgulloso mortal, a quien no creo
haber visto en la guerra, gloria de los varones?
Pues afrontas mi lanza y a mi paso te opones,
de todos los guerreros tú eres el mejor.
Hijo es de padre mísero quien reta mi furor.
Mas si, como semejas, eres un inmortal,
yo no quiero más luchas con un dios celestial.
Licurgo, hijo de Driante, pronto pagó el error
de agredir a los dioses. En la montuosa Nisa,
con su aguijada un día persiguió a las nodrizas
de Dióniso, aquel del báquico furor. 

Los tirsos arrojaron al ver que el homicida
cargaba sobre ellas con la pica buida,
y el dios despavorido se zambulló en el mar.
Tetis lo recibió convulso en su regazo.
Los dioses se indignaron, y el Crónida sin par
cegó al torpe Licurgo que murió en breve plazo.
Con los dioses no quiero riñas... Si eres mortal
nutrido por la tierra, ven a buscar tu mal. 

Y el claro hijo de Hipóloco:
—¡Magnánimo Tidida!
¿Que quién soy me preguntas? Cual la generación
de las hojas se mudan los linajes humanos.
Barre el viento las hojas por la selva, y vestida
la halla la primavera de nueva floración:
¡tal suceden los jóvenes a las tropas de ancianos!
Nacen unos, perecen otros... Pues lo has querido,
te diré mi linaje, de muchos conocido.
Es Éfira ciudad escondida en la Argólida,
plantel de potros, tierra de Sísifo el Eólida,
hombre de inmensa astucia que fue progenitor
de Glauco; éste lo fue del gran Belerofonte,
a quien dieron los dioses gentileza y valor.
Será fatal que Preto lo acose y se le afronte,
quien, por gracia de Zeus, impera con rigor
en los argivos. Víctima de sus maquinaciones,
irá Belerofonte al destierro; que Antea
la reina acariciaba secretas intenciones
de seducir al héroe. Todo vana tarea:
era Belerofonte de limpio proceder.
Y la falaz Antea: —"Oh, rey, o muere, o mata
—le dijo— al que pretende forzar a tu mujer!"
Mas Preto, aunque iracundo, procedió con malicia:
no da la muerte al héroe, que algún temor lo ata.
Lo encarga de un mensaje a la distante Licia,
y en plegadas tablillas graba un signo mortal
para que, al ver su suegro la secreta señal,
dé muerte al portador. Belerofonte inicia
su viaje protegido por los dioses, y llega
a las tierras que el Janto pródigamente riega.
Recibiólo el monarca con trato liberal.
Lo hospedó nueve días, mató otras tantas reses.
Y a la décima aurora de sonrosados dedos,
solicitó el mensaje de su yerno real.
En viendo las tablillas, causa de mil reveses,
mandó a Belerofonte que muestre su denuedo
matando a la invencible y espantosa Quimera,
engendro sobrehumano, cabeza de león,
cuerpo como de cabra y cola de dragón,
cuyo resuello era una encendida hoguera.
Triunfó Belerofonte con el favor divino,
mas para otras pruebas lo guardaba el destino.
Pronto se halló en combate con los terribles sólimos,
él más rudo —decía— que tuvo con mortales.
Venció en tercer lugar al ejército indómito
de Amazonas, guerreras a los hombres iguales.
Y ni al volver en triunfo acabaron sus males,
porque el rey le armó una celada subrepticia
con los hombres más bravos de la espaciosa Licia.
Ninguno salió vivo, a todos dio la muerte
el gran Belerofonte. Y el rey al fin advierte
que el huésped era vástago de linaje divino.
Casólo con su hija, lo recogió a su lado,
con él partió el gobierno; y todos los vecinos
le destinaron óptimos vergeles y sembrados
para que los labrase a su sabor. La esposa,
andando el tiempo, diole tres hijos afamados:
eran Isandro, Hipóloco y Laodamia hermosa,
que fue amada del próvido Zeus. De aquella unión
nació, rival de dioses, el bravo Sarpedón,
ilustre por las armas. Mas a Belerofonte
dejaron de su gracia los dioses soberanos,
y andaba por los campos de Ale y por el monte,
royendo su amargura lejos de los humanos.
Y el insaciable Ares hizo morir a manos
de sólimos a Isandro; y Ártemis, en su enfado
—la de las riendas áureas—, dio la muerte a su hija.
Yo he nacido de Hipóloco, que a Troya me ha enviado
mandándome que siempre me destaque en la guerra,
y que supere a todos, y que en todo me rija
por el glorioso ejemplo de mis antepasados,
los valientes de Éfira y de la licia tierra.
Tal es mi alcurnia ilustre, tal es la sangre mía. 

Diomedes el pujante, henchido de alegría,
clavó en el almo suelo la pica, y al instante
dijo al pastor de hombres con urbana amistad: 

—Pues sábete que heredas nuestra hospitalidad.
Porque a Belerofonte, antaño, en su mansión,
tuvo Eneo por huésped durante veinte días,
y ambos trocaron prendas, presentes de valía:
un tahalí purpúreo de mucha estimación
dio al gran Belerofonte el divinal Eneo,
y a éste le dio el otro la copa de dos asas,
labrada en oro fino, que guardamos en casa.
No tengo ya memoria de mi padre Tideo;
cuando partió a la guerra era yo aún muy niño,
y en Tebas se deshizo el ejército aqueo.
Eres mi huésped de Argos, y con igual cariño
sé que habrás de acogerme cuando yo vaya a Licia.
Las lanzas depongamos: no sería justicia
que así nos arrebate la muchedumbre fiera.
Sobran teucros y aliados a quienes dar la muerte,
si los dioses permiten que ataje su carrera,
y no te faltan dánaos para probar tu suerte
y hacer lo que te cumple de la propia manera.
Troquemos nuestras armas: sea cosa notoria
que es la amistad paterna nuestra más alta gloria.
Bajaban de los carros, y en prueba de amistad
se estrecharon la mano. Zeus Crónida entonces
nubló el juicio de Glauco, pues por armas de bronce
cambió sus armas de oro, armas de calidad
que valían cien bueyes, mientras las del Tidida
con sólo nueve bueyes fueran retribuidas. 


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