6. EN EL OLIMPO

En tanto, y al cobijo de sus naos veleras,
Aquiles, el Pélida de las plantas ligeras
y retoño de Zeus, con su ira debate;
mas aunque ni la guerra ni el ágora frecuente
—estrado de la fama varonil—, en su ausente
corazón añoraba el ruido del combate. 
Luego que, transcurridas doce auroras cabales,
Zeus hasta su Olimpo llevó a los Inmortales,
Tetis, sin olvidarse de su materno anhelo,
al alba entre un bullicio de olas sube al cielo
y encuentra solo al Crónida de inmensa voz, sentado
en la más alta cumbre. A sus pies se ha arrojado,
buscando sus rodillas con la mano siniestra
mientras le acariciaba el mentón con la diestra, e implora:
—¡Padre Zeus! Si entre los dioses todos
alguna vez te fui útil en algún modo,
escucha mi plegaria: Por Aquiles me aflijo
a vida más efímera que todos condenado;
a quien Agamemnón le arranca y ha guardado
por suya la presea que mereció mi hijo.
Véngale, Zeus próvido, y a los teucros alienta
mientras el pueblo argivo no le honre y se arrepienta. 

Dijo. El Turbión de Nubes, Zeus, nada replica
e inmóvil en su trono parece que dudara. 
De hinojos y abrazándolo, Tetis aún suplica:
—Yo te conjuro: dame una promesa clara
y haz el asentimiento con tu inmortal cabeza,
o niégate, que al cabo en ti no hay flaqueza,
y sepa yo que soy ludibrio a las deidades. 

Zeus, Turbión de Nubes, desazonado exclama:
—¡Grave trance! Pues quieres malquistarme con Hera
que al punto ha de agredirme y hacerme mil ruindades.
¡Si en medio de los dioses ya tanto me reclama
el ser para los teucros sostén y cabecera!
Y aléjate al instante, Hera ya desconfía.
Yo cuido de tu ruego. Si así te place, en prenda
te doy el testimonio de mi consentimiento,
inexorable signo de la promesa mía.
Cuando yo lo concedo, no hay dios que no lo atienda,
ni hay fraude ni hay obstáculo contra mi mandamiento. 

Dice el Cronión, y en prenda su voluntad declara:
frunce el ceño cerúleo, la cabellera mece
que la intachable frente del Inmortal depara,
y el dilatado Olimpo de pronto se estremece. 
Concertados así, entrambos se separan.
Ella del claro Olimpo salta al amargo centro;
Zeus vuelve al palacio y en su trono se planta,
ante el coro de dioses que al punto se levantan,
por saludar al padre saliéndole al encuentro. 
Mas Hera, sospechosa, los planes adivina
urdidos por la hija del Viejo de la Mar,
Tetis la Pies de Plata, y al Crónida conmina
con injuriosas voces y arrebatado hablar: 

—¿Con qué deidad enredas, pérfido, y en qué andas? 
Cuando te me escabulles para tus secreteos,
ni se te ocurre darme razón de lo que mandas,
ni quieres que conozca tus planes y deseos. 

Y le responde el padre de humanos y de dioses:
—No todos mis designios inquieras, no lo oses,
que aunque mi esposa seas no puedo contentarte.
Ni deidades ni humanos habrán de aventajarte
cuando yo encuentre útil revelar mis intentos;
mas lo que sin los dioses mi alma a solas persigue,
ni tú me lo preguntes ni nadie lo investigue. 

Y Hera de ojos bovinos redobla sus lamentos:
—¡Oh Crónida terrible! ¿Qué palabra profieres?
No, no podrás dolerte de que yo te embarace
inquiriendo a destiempo lo que tratas y quieres,
que tú muy a tu modo cumples lo que te place.
Si hoy temo es que la hija del Viejo de la Hondura
—Tetis la Pies de Plata—, en llanto las mejillas,
desde el amanecer se abrazó a tus rodillas
y se arrastró a tus plantas; y mi alma se figura
que sustrajo la prenda de tu consentimiento
para que, compensando a Aquiles con usura,
hagas desolaciones por las naves aqueas.
Zeus, Turbión de Nubes, le replicó al momento:
—¡Loca, nada te oculto, aunque tú no lo creas!
Malo es que te me opongas, que así nada granjeas
sino mi desamor, que te saldrá más caro.
Lo que suceda acéptalo si me fuere plausible.
Siéntate y obedece y calla sin reparo,
que ni los dioses juntos te servirán de amparo
como te ponga encima la mano irresistible. 

Hera de inmensos ojos, la diosa venerada,
se sienta al escucharlo, medrosa y refrenada.
Tiemblan en torno a Zeus los dioses celestiales;
y Hefesto, insigne artista, por aplacar los ánimos,
dice a su madre Hera, la de los brazos cándidos:
—¡Negro anuncio de duelos y de infinitos males
si así riñen los dioses por los simples mortales!
¡Adiós banquetes plácidos si el humor se ensombrece!
Mi madre, aunque juiciosa, acepte un buen consejo
y obsequie al caro Zeus. Si el padre se enfurece,
se nos agua la fiesta y se acabó el festejo.
Pues si al Fulminador Olímpico le place
echarnos de este sitio... ¿quién mide lo que hace?
Ve, pues, de contentarlo con halagüeños modos
para que así el Olímpico sea propicio a todos. 

Tal dijo, y levantándose, en copa de doble asa
a su madre, solicito, ofrece de beber:
—Aunque te cueste, madre, por esta prueba pasa.
No te vean mis ojos amantes maltraer
a golpes, que al Olímpico yo no he de poner tasa. 

Recuerdo que en un trance te quise proteger:
Por el tobillo asiéndome, tan lejos me lanzó
de los sacros umbrales que rodé todo el día,
y, cuando el sol se hundía, en Lemnos fui a caer
casi desfallecido. ¡Gracias que me acudió
el pueblo de los sinties! 

Y Hera le sonreía,
y tomó sonriendo la copa de su mano.
Y Hefesto el dulce néctar —afanoso escanciano—,
mezclándolo en la crátera a uno y otro servía
por la derecha; asunto de inextinguible risa
entre los Bienhadados, al ver con cuánta prisa
Hefesto los atiende en la mansión eterna. 

Hasta que el sol traspone dura la animación,
y todos se contentan con su justa ración.
La cítara de Apolo con las Musas alterna,
y las canoras voces con el alado son.
Y cuando, al sol poniente, los destellos declinan,
todos a sus palacios rendidos se encaminan
—obras del Cojo Hefesto y su ingenioso empeño—. 
Y Zeus, el Olímpico que las centellas cría,
el dulce lecho busca para rendirse al sueño.
Hera del trono áurico su lado compartía. 
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