CAPÍTULO II

Sistema general adoptado por los reyes de España para el gobierno de sus posesiones de América y variaciones que en él se hicieron. -Consejo de Indias. -Gobierno eclesiástico. -Gobierno de los reinos o provincias de América. -Audiencias. -Virreinatos. -Gobierno particular de la Nueva España e individuos que lo ejercían. -Virreinato. -Virrey don José de Iturrigaray. -Audiencias. Magistrados influyentes en ellas. -Acordada. -Ayuntamiento de México. -Consulados de México y de Veracruz. -Cuerpo de minería. -Clero secular y regular. -Su influjo. -Sus riquezas. -Individuos distinguidos de él. -Inquisición. -Gobierno político de las provincias. -Riaño. -Flon. -Fuerza militar. -Tropas veteranas. -Milicias. -Fuerza total. -Tropas de provincias internas y de Yucatán. -Observaciones generales.

Entre los muchos reinos y señoríos que se fueron reuniendo en los reyes de España por herencias casamientos y conquistas, se contaban las Indias orientales y occidentales, islas y tierra firme del mar océano, con cuyo nombre se designaban las inmensas posesiones que tenían en el continente de América e islas adyacentes, las islas Filipinas y otras en los mares de Oriente. Estos vastos dominios se regían por leyes especiales, dictadas en diversos tiempos y circunstancias que, reunidas después en un código, formaron la Recopilación de leyes de los reinos de las Indias, sancionada por el rey Carlos II el 18 de mayo de 1680, mandando sin embargo que continuasen en vigor todas las cédulas y ordenanzas dadas a las audiencias que no fuesen contrarias a las leyes recopiladas, y donde éstas faltasen se supliesen con las de Castilla, llamadas de Toro.

El descubrimiento y conquista del continente de América coincidió con las alteraciones que Carlos V hizo en las leyes fundamentales de Castilla y que su hijo Felipe II completó, echando por tierra los fueros de Aragón. Las cortes de Castilla, de Aragón, de Valencia y Cataluña que antes se reunían separadamente, mudaron de forma y fueron perdiendo importancia, hasta quedar reducidas a la concurrencia en Madrid de algunos procuradores o diputados de pocas ciudades, juntos de Castilla y Aragón, para sólo la ceremonia del reconocimiento y jura de los príncipes herederos del trono. Todas las altas funciones del gobierno, tanto legislativas como administrativas, residían en los consejos, de los cuales se establecieron en Madrid tantos, cuantas eran las diversas partes de la monarquía que no tenían dependencia ninguna entre sí ni otra relación que la de ser uno mismo el monarca. Así hubo el Consejo de Castilla, que se denominaba "real y supremo", que los reyes habían tenido siempre, aunque con diversas formas, para auxiliarse con sus luces, y con cuya concurrencia las disposiciones del monarca tenían fuerza de leyes, como si fuesen publicadas en cortes, con cuya frase se suplía la falta de éstas. Los hubo también de Aragón de Flandes, de Italia, además de los que tenían bajo su inspección algunos ramos particulares, como el de la Inquisición, para los asuntos de fe; el de las Órdenes, para los pueblos que pertenecían a las órdenes militares de caballería, y el de la Mesta, para los negocios procedentes de los ganados trashumantes o merinos. De éstos, los tres primeros fueron suprimidos cuando la monarquía quedó reducida en Europa, por la guerra de sucesión a principios del siglo XVIII, a la península española e islas adyacentes; pero aunque estos cuerpos estuviesen revestidos de tantas facultades, su autoridad la derivaban enteramente de la del monarca, en cuyo nombre ejercían todos sus actos y que era el origen y principio de todo poder.

Aunque las Indias estuviesen incorporadas en la corona de Castilla, "de la que no podían ser enajenadas en todo ni en parte, en ningún caso, ni en favor de ninguna persona", no por esto su gobierno tenía dependencia alguna del consejo instituido para aquel reino; antes, por el contrario, se había tenido especial cuidado en establecer para ellas un gobierno enteramente independiente y separado del de aquél, creando desde 1524 "el Consejo de Indias", al que se le declararon las mismas exenciones y privilegios que al de Castilla; la misma facultad de hacer leyes con consulta del rey; la misma jurisdicción suprema en las Indias orientales y occidentales y sobre sus naturales, aunque residiesen en Castilla; sujetando a él la Audiencia de la Contratación de Sevilla y declarando expresamente inhibidos a todos los consejos y tribunales de España, excepto el de la Inquisición, de tomar conocimiento en nada tocante a las Indias.

Era pues el Consejo de éstas el cuerpo legislativo donde se formaban las leyes que habían de regir en aquellos vastos dominios, estando declarado que no debía obedecerse en éstos ley ni providencia alguna que no hubiese pasado por él y fuese comunicada por él mismo; el tribunal superior donde terminaban todos los pleitos que por su cuantía eran susceptibles de este último recurso; y, por último, el cuerpo consultivo del gobierno en todos los casos graves en que juzgaba oportuno oír su opinión. Estaba también encargado de proponer al rey, por medio de su cámara compuesta de cinco consejeros, temas para la provisión de los obispados, canonjías y togas de las audiencia, y para que pudiese hacerlo con acierto, los virreyes debían informar en tiempos determinados reservadamente de todos los sujetos residentes en el territorio de su mando, dignos de obtener estas plazas. Para poder pasar a América o Filipinas se necesitaba licencia del Consejo, y los que se embarcaban sin ella estaban sujetos a graves penas, y eran llamados "polizones", calificación que se tenía por injuriosa, y de que se usaba con generalidad como palabra de ofensa, dándola a todos los europeos residentes en América, los más de los cuales pertenecían a esta clase.

Muchos de los magistrados que componían el Consejo habían hecho una larga carrera en las audiencias de América y Filipinas, y habiendo pasado de unas a otras habían adquirido grandes conocimientos prácticos de aquellos dilatados y remotos países. Además de los ministros togados, había también los consejeros que se llamaban de capa y espada, que sólo entendían en los negocios de gobierno, y que se escogían entre los que habían sido gobernadores de provincias o habían ejercido otras funciones importantes.

En nuestra época, ha parecido monstruosa esta reunión de facultades legislativas, judiciales y administrativas que el Consejo de Indias ejercía; pero si bien se considera, esta reunión no sólo no estaba sujeta a los inconvenientes que tanto se han ponderado, sino que era grande la ventaja que resultaba de que las leyes se hiciesen por hombres prácticos en su ejecución y muy versados en el conocimiento de los países para los que aquéllas se dictaban. Lo que con más razón podría objetarse contra este sistema es la falta de libertad de estos legisladores magistrados, nombrados por la Corona; pero puede tenerse como prueba de la independencia con que obraban la propensión de los ministros a eximirse de la intervención del Consejo, procediendo por medio de "reales órdenes", y en materias judiciales son repetidos los ejemplares casos en que el Consejo resistió las providencias arbitrarias del gobierno, y el historiador Robertson, a quien no puede tacharse de parcial, dice que no había ejemplo de una sentencia injusta emanada del Consejo de Indias.

Este orden de cosas se observó con regularidad durante el gobierno de los príncipes de la dinastía austriaca, mas desde que subió al trono la familia de Borbón se procedió con un poder más absoluto y sin respetar las trabas que los mismos monarcas se habían impuesto por medio de las leyes. Se comunicaban directamente por los ministros, sin pasar por el Consejo, las providencias más importantes, y así se hizo con la Ordenanza de Intendentes, mandada guardar en 1786, por la que se estableció una nueva división de provincias y un orden de administración en ellas muy diverso y mucho más regular y sencillo que el que había antes. Se conservaron pues las formas establecidas por el Código de Indias, pero el monarca se dispensaba de observarlas siempre que quería, y todo pendía únicamente de su voluntad.

En lo eclesiástico, el gobierno de las Indias quedó separado enteramente no sólo de España, sino también de la Rota y Nunciatura apostólica, a virtud del patronato amplísimo concedido a los reyes católicos por el papa Julio II en el año de 1508. Las apelaciones a la silla apostólica en Indias se hacían de unos obispos a otros, y éstos, por sólo el nombramiento real, usaban distintivos episcopales y entraban a gobernar las diócesis. El Consejo de Indias no sólo tenía el derecho de conceder o negar el pase de las bulas y breves que venían de Roma, sino que nada podía impetrarse de la silla apostólica sin su permiso, y los concilios provinciales que debían celebrarse cada 12 años no podían publicarse ni mucho menos ejecutarse sin que antes fuesen enviados al Consejo y por éste examinados y aprobados. Para que la dependencia en este punto fuese más completa, pretendieron los reyes establecer un patriarca de las Indias, con todos los fueros que en la antigüedad eclesiástica eran anexos a esta dignidad, y aunque el papa lo resistió, se le concedió sin embargo el título y los honores anexos al cardenalato, siendo al mismo tiempo capellán mayor del palacio real y vicario general castrense de España e Indias.

Si en los descubrimientos y conquistas se hubiese observado el orden establecido por los reyes y prevenido por sus leyes y disposiciones, el gobierno en América se hubiera reducido al sistema feudal en toda su extensión, pues haciéndose aquéllos por convenios o capitulaciones con los descubridores y conquistadores, éstos quedaban señores de la tierra, remunerándoseles con la perpetuidad de los feudos y títulos de marqueses y otros que el rey tuviese a bien concederles. Este sistema no se siguió, y mucho menos en Nueva España, cuya conquista no se hizo por capitulación sino en nombre del rey de Castilla, de quien se reconocieron por vasallos Moctezuma y los demás príncipes y señores del país; pero no obstante esto, se establecieron las encomiendas, repartiendo a los indios entre los encomenderos, primero a perpetuidad y después con restricciones de tiempo, que estuvieron a punto de causar la independencia por la gran resistencia que se halló por parte de los conquistadores y de sus hijos, y por vía de compensación se declaró: "que los descendientes de los primeros descubridores de las Indias y después los pacificadores y pobladores, y los que hubiesen nacido en aquellas provincias" fuesen preferidos en la provisión de empleos, "porque nuestra voluntad es, dice la ley 14 tít. 2º, lib. 5º de la Recopilación de Indias, que los hijos y naturales de ellas sean ocupados y premiados donde nos sirvieron sus padres"; ley que, aunque definía bien claramente que la preferencia se declaraba en favor de los hijos de los descubridores y de los que habían prestado servicios, fue después el fundamento en que se hizo estribar el derecho preferente que pretendían tener todos los españoles americanos a los empleos en Indias, aunque no tuviesen ninguna de las condiciones que aquélla requería.

A medida que los españoles formaban poblaciones con cierto número de vecinos, establecían cuerpos municipales o ayuntamientos cuya elección variaba, pues a veces la hacían los vecinos o los ayuntamientos mismos, y otras, los individuos que habían de componerlos eran nombrados por los gobernadores, los cuales hicieron también las ordenanzas que se habían de guardar, que fueron las primeras leyes de Indias. Acostumbrados al sistema representativo que entonces regía en Castilla, siempre que los intereses generales lo requerían, los procuradores nombrados por los ayuntamientos se reunían en México, por lo respectivo a la Nueva España; mas ya se deja entender que, cuando este sistema había ido decayendo en España bajo el poder preponderante de los reyes, no lo habían de dejar establecer éstos en sus posesiones ultramarinas, y así fue que en las mismas leyes en que se declaró que México en Nueva España y la ciudad del Cuzco en el Perú tuviesen el primer lugar después de la justicia o gobernador en los respectivos congresos, como Burgos lo tenía en las cortes de Castilla, se añadió que estos congresos sólo se habían de celebrar por mandato del rey "porque sin él no es nuestra intención ni voluntad que se puedan juntar las ciudades y villas de las Indias". Con tal restricción no volvieron a reunirse estas juntas y la práctica cayó enteramente en desuso.

Los descubridores y conquistadores tenían el derecho de dar nombres a la tierra, a sus ciudades, ríos y provincias, y dividir éstas, estando señalados los límites entre sus respectivas jurisdicciones por sus capitulaciones; pero como todo esto se hacía sin conocimientos geográficos, era materia de disputas entre ellos mismos que a veces se decidían por la vía de las armas, e interesados cada uno en engrandecer su conquista, procedieron de aquí tantos nombres de reinos que no tenían una existencia o régimen distinto, y de que no se hizo atención en la creación de los virreinatos ni menos en la formación de las intendencias en 1786, que era la división política del país en 1808.

Los primeros gobernadores fueron los mismos conquistadores, ya por ser condición de sus capitulaciones, como Pizarro en el Perú, ya por la elección de los soldados, confirmada después por el rey, como Cortés en Nueva España. Se trasladó después la autoridad gubernativa a los mismos cuerpos que se nombraron para administrar la justicia, y se llamaban "Audiencias", y por último, el emperador Carlos V creó en Barcelona el 20 de noviembre de 1542 los dos virreinatos de México y del Perú, que después se aumentaron en el siglo XVIII con los de Santa Fé y Buenos Aires, quedando las demás provincias gobernadas por capitanes generales o presidentes, los cuales ejercían las mismas facultades que los virreyes y no se diferenciaban de éstos más que en el nombre.

La autoridad de estos altos funcionarios varió mucho según los tiempos. En la época de la creación de los primeros virreinatos fue casi ilimitada, pues el rey declaró: "que en todos los casos y negocios que se ofrecieren, hagan lo que les pareciere y vieren qué conviene, y provean todo aquello que Nos podríamos hacer y proveer, de cualquiera calidad y condición que sea, en las provincias de su cargo, si por nuestra persona se gobernaran, en lo que no tuvieren especial prohibición". Se redujo después demasiado, segregando del virreinato el manejo de la real hacienda, que se confirió a un superintendente general de ella, lo que no duró por mucho tiempo, uniéndose a aquél este título y funciones. En la época de que tratamos, el poder de los virreyes estaba moderado por prudentes temperamentos, tomados en la intervención que tenían otras corporaciones en los actos del gobierno en diversos ramos, conservando sin embargo los virreyes todo el brillo y la pompa de la autoridad suprema. En las materias arduas e importantes de la administración pública debían consultar, para resolver con mejor acierto, con el "Real Acuerdo": nombre que se daba a la junta de los oidores, que venía a ser el consejo del virrey, aunque éste no estaba obligado a seguir sus opiniones. Para evitar disensiones con las audiencias, tenían los virreyes la facultad de calificar cuáles debían tenerse por negocios de gobierno y cuáles pertenecían a la autoridad judicial; pero si alguno se creía agraviado por auto o determinación del virrey por vía de gobierno, podía apelar a la audiencia. En asuntos de hacienda tenían que proceder de acuerdo con la junta superior de ella, compuesta de los principales jefes de oficina y del fiscal del ramo. No podían conferir en lo militar empleos algunos sino sólo proponerlos a la corte, y en la administración eclesiástica, como vicepatronos, sus facultades se reducían a ejercer la exclusiva en la provisión de curatos, cuyas listas se les pasaban a este efecto por los obispos y gobernadores de las mitras. En la administración de justicia, los virreyes que antiguamente habían ejercido jurisdicción, especialmente en los pleitos de los indios, y que presidían la audiencia con voto, no tenían facultades algunas, pues la presidencia de ésta había quedado reducida a un mero título, especialmente desde que se crearon los regentes, que eran en realidad los que presidían aquel cuerpo. Estaban, además, sujetos a residencia que era el juicio que contra ellos se abría luego que concluían su gobierno, y al que eran convocados por el juez que para ella se nombraba todos los que tenían que reclamar algún agravio o injusticia, de cuyas sentencias sólo había apelación al Consejo de Indias; pero aunque todas estas restricciones tuviesen por objeto muy laudable limitar y reducir al ámbito de las leyes una autoridad que frisaba con la real, la distancia y la extensión misma de esta autoridad hacían frecuentemente ilusorias esta precauciones. Un virrey de México, cuya instrucción a su sucesor hemos tenido ya ocasión de citar, decía con este motivo: "si el que viene a gobernar (este reino) no se acuerda repetidas veces que la residencia más rigurosa es la que se ha de tomar al virrey en su juicio particular por la majestad divina, puede ser más soberano que el gran turco, pues no discurrirá maldad que no haya quien se la facilite, ni practicará tiranía que no se le consienta". La corte contribuía a estos abusos dispensando a veces del juicio de residencia, y estas dispensas no siempre recaían en los menos exentos de responsabilidad, cuando por el contrario eran tratados severamente los más justificados; y así se había visto con escándalo en los últimos años que mientras el insigne virrey conde de Revillagigedo sufría todas las molestias de un juicio riguroso, en que se presentaba como acusador al Ayuntamiento de México, ciudad que tanto le debió en el arreglo de todos los ramos de comodidad y policía, su sucesor, el marqués de Branciforte, no ciertamente el más inmaculado de los que habían desempeñado este empleo, quedó libre de la residencia, declarandó el rey Carlos IV, o más bien su valido Godoy, cuñado del agraciado, que estaba satisfecho de su integridad y buenos servicios.

El tiempo que los virreyes debían permanecer en el mando fue al principio arbitrario, y los dos primeros que hubo en Nueva España lo conservaron por muchos años. Se fijó después un periodo de tres de éstos, que se solía duplicar en favor de algunos que se distinguían por sus servicios, o a quienes el rey dispensaba esta gracia; y por último se aumentó a cinco, que era lo establecido en la época a que esta historia se refiere. El sueldo también varió, y en México desde el marqués de Croix en 1766, era de 60 000 pesos anuales, de los cuales se entendía corresponder 12 000 al empleo de capitán general por los que no se pagaba media anata, y los 48 000 al de virrey. A esto se agregaban algunas gratificaciones legales y autorizadas, como la de 4 000 pesos que el consulado les daba por visitar anualmente las obras del desagüe, que hacían subir esta suma a una cantidad considerable.

A la manera que el Consejo ejercía su autoridad sobre todas las Indias, las audiencias la tenían de la misma naturaleza en sus distritos respectivos. Estos cuerpos eran respetables, no sólo por la importancia de sus facultades, ya como consejo de los virreyes con el nombre de "Acuerdo", ya por ser el tribunal supremo, del que no había apelación, sino en casos determinados, al Consejo; sino también por el concepto de integridad que en lo general gozaban sus ministros; por el decoro de sus personas; aun por el traje que los distinguía en los actos públicos y por las comisiones que desempeñaban como jueces protectores de diversos ramos o encargados de la inspección de otros, las que además solían ser muy lucrativas, y toda esta reunión de circunstancias hacía muy apetecibles y envidiados estos empleos, para cuya provisión había una escala establecida, pasando de las audiencias menos importantes a las de mayor jerarquía. Para que estos magistrados fuesen enteramente independientes y se consagrasen a la administración de justicia sin relaciones de intereses, amistades ni parentesco en el lugar en que ejercían sus funciones, les estaba severamente prohibido tener ninguna especie de tratos y granjerías, dar ni recibir dinero prestado, poseer tierras, huertas o estancias, hacer visitas, asistir a desposorios y bautismos, dejarse acompañar por negociantes, recibir dádivas de ninguna especie, asistir a partidas de diversión y a juegos, y estas prohibiciones eran extensivas a sus mujeres e hijos. Para casarse necesitaban licencia del rey, so pena de pérdida del empleo, y al concedérsela se les trasladaba por lo general a otra audiencia. El número de oidores era vario según las audiencias, y de éstas había no sólo en las capitales de los virreinatos, sino en otros lugares según lo requería la administración de justicia.

Tal era el sistema general de gobierno de los reinos o grandes divisiones de las Indias; veamos ahora el particular de la Nueva España y los individuos que en ella ejercían la autoridad pública en los diversos ramos en 1808.

No era la del virrey igual en las diversas provincias que componían el virreinato. Con prudencia se había dado mayor poder a las autoridades subalternas, en aquellos puntos en que así lo exigía su distancia u otras circunstancias particulares. En las provincias del norte, en que la población española estaba en continua lucha con las tribus salvajes, y en las que los habitantes formaban colonias militares, estando todos obligados a tomar las armas cuando el caso lo pedía, se necesitaba una autoridad inmediata, absoluta y enteramente militar, y así había en ellas una comandancia general independiente del virrey en todo lo relativo al ramo de guerra, aunque sujeta a él en el de hacienda. Se llamaba Comandancia General de Provincias Internas y comprendía las provincias de Durango, a la que estaban unidas Chihuahua, Sonora y Sinaloa, Nuevo México, Coahuila y Texas. Estas dos últimas, unidas a Nuevo León y Nuevo Santander que ahora se llama Tamaulipas, que dependían del virreinato, formaron más adelante la Comandancia General de las Provincias de Oriente, cuando éstas se separaron de las de Occidente, como en tiempos anteriores lo habían estado. Yucatán era también independiente del virreinato en lo militar, por estar aquella península más expuesta a ser atacada en las guerras marítimas, y a quedar sin comunicación con la capital.

El alto empleo de virrey lo obtenía, en la época de que vamos a tratar, don José de Iturrigaray, quien, como casi todos los que eran provistos de este encargo, durante el gobierno de los príncipes de la casa de Borbón en España, tenía el grado de teniente general en los ejércitos españoles. Era nativo de Cádiz y debía su origen a una familia decente, pero no distinguida; en la milicia había hecho una carrera honrosa, y se había conducido con valor como coronel de Carabineros Reales en la campaña del Rosellón en la guerra entre España y Francia, al principio de la revolución de ésta en 1792. Sin embargo, no fueron estos méritos los que lo elevaron al virreinato, sino el favor de don Manuel de Godoy, príncipe de la Paz, que a la sazón gozaba el valimiento del débil y candoroso rey Carlos IV. Desde que fue nombrado virrey, su objeto principal no fue otro que aprovechar la ocasión para hacerse de gran caudal, y su primer acto al ir a tomar posesión del gobierno fue una defraudación de las rentas reales, pues habiéndosele concedido que llevase sin hacer la ropa que no hubiese podido concluir al tiempo de su embarque para sí y para su familia, introdujo con este pretexto y sin pagar derechos un cargamento de efectos que vendido en Veracruz produjo la cantidad de 119 125 pesos. Todos los empleos se proveían por gratificaciones que recibía el virrey, la virreina o sus hijos; alteró el orden establecido para la distribución del azogue a los mineros, haciendo repartimientos extraordinarios por una onza y onza y media de oro, con que se le gratificaba por cada quintal; en las compras de papel para proveer la fábrica de tabacos hacía poner precios supuestos, quedando en su beneficio la diferencia con respecto a los verdaderos, que le era pagada por los contratistas. Todos estos manejos se hacían con tal publicidad y escándalo que se llegó a creer que eran autorizados y que el príncipe de la Paz tenía su parte en lo que producían. Con ellos consiguió Iturrigaray reunir un capital muy considerable, que consistía en gran cantidad de dinero en oro y plata, alhajas y vajilla, y en más de 400 000 pesos que tenía en los fondos de Minería, imposición que entonces se tenía por la más segura, y esto no obstante que sus gastos eran muy considerables y excedían con mucho del sueldo de 60 000 pesos anuales que disfrutaba. Al descrédito que causaba la venalidad del virrey, se agregaba la conducta poco recatada de la virreina, doña Inés de Jáuregui, y de sus hijos, y la inclinación de aquél al juego de gallos, concurriendo a la plaza pública en que se lidian en el pueblo de San Agustín de las Cuevas en la pascua de Pentecostés, y todo unido había contribuido a hacer desaparecer el respeto con que se veía esta suprema autoridad en tiempo de los Casafuertes y Revillagigedos.

Era en lo demás Iturrigaray hombre de una capacidad que no pasaba de la raya de común: en su administración siguió la norma que dejaron establecida sus predecesores, y como en el orden político lo mismo que en el físico, una vez dado un impulso las cosas siguen por mucho tiempo el movimiento que se les imprimió, los funcionarios del reinado de Carlos IV continuaron por el sendero que les dejaron trazado los grandes hombres que ocuparon todos los empleos en el reinado precedente, hasta que todo se perdió en el abismo de inmoralidad y de despilfarro en que hundió a la monarquía el influjo funesto del favorito Godoy. Así, Iturrigaray favoreció las empresas de los caminos nuevos de Veracruz por dos distintos derroteros, de los cuales el que pasa por las villas de Orizaba y Córdoba, y estaba a cargo del consulado de México, se había comenzado por el virrey Branciforte, y protegió los establecimientos literarios ya formados, sin que en ello hubiese esfuerzo ni mérito particular de su parte. La minería, el comercio interior, la agricultura prosperaban en el tiempo de su gobierno, porque sus predecesores habían dejado asentados los cimientos del engrandecimiento de estos ramos.

Las audiencias de América variaban, como se ha dicho, en su forma y número de ministros, según la importancia de los países en que residían. La de México era cancillería: se componía de un regente y diez oidores que formaban dos salas para los negocios civiles, y otra con cinco alcaldes de corte para los criminales. Sólo los oidores formaban el acuerdo ordinario, al que eran llamados en casos de mucha gravedad los alcaldes de corte, y éstos tenían al mismo tiempo a su cargo cinco de los ocho cuarteles mayores en que estaba dividida la ciudad: tenía tres fiscales, de lo civil, de lo criminal y de real hacienda. El distrito de esta audiencia lo formaban las provincias llamadas propiamente Nueva España, con las de Yucatán y Tabasco, Nuevo León y Tamaulipas, de las internas de oriente en el Mar del Norte y en el sur desde donde acababan los términos de la audiencia de Guatemala hasta donde comenzaban los de la Nueva Galicia. Ésta, que residía en Guadalajara, era de una sala de cuatro oidores y el regente con un fiscal, que despachaban tanto lo civil como lo criminal, y su jurisdicción se extendía a las provincias de Guadalajara o Jalisco, Zacatecas, Durango y todas las internas de Occidente, con inclusión de Coahuila y Texas. Su presidente era al mismo tiempo comandante militar e intendente de la provincia de Guadalajara. Era a la sazón regente de la audiencia de México don Pedro Catani, anciano catalán, lleno de pretensiones y vacilante de carácter; pero los ministros de influjo en ella eran el decano don Guillermo de Aguirre y Viana y don Miguel Bataller, este último era gobernador de la sala del crimen y auditor de guerra: ambos eran europeos, sujetos de capacidad, de gran conocimiento de los hombres y de los negocios, aunque en instrucción excedía mucho el segundo al primero; firmes de carácter, adheridos invariablemente a los intereses de España, y capaces de atropellar por cualesquiera trabas cuando se versaban éstos. En la sala del crimen había un hombre distinguido por su carrera, por el fomento que había dado a las artes y a la instrucción pública en Guatemala, donde siendo oidor había establecido una sociedad patriótica y un periódico semanario que el gobierno español hizo cesar: éste era don Jacobo de Villa-Urrutia, nativo de Santo Domingo, en la isla de este nombre, de donde pasó a México, de corta edad, y cuya familia estaba enlazada con la de los Fagoagas, que era la de los marqueses del Apartado. En 1805 estableció el Diario de México, periódico literario, en que se insertaban poesías que hacen honor a sus autores, noticias estadísticas y otras piezas interesantes, aunque sin tocar en materias políticas, no obstante lo cual sufrió grandes contradicciones y se suspendió su publicación por orden del virrey Iturrigaray, que sólo permitió continuase pagando 500 pesos el autor para la casa de recogidas, y siendo el mismo virrey el revisor de las pruebas. El regente de la audiencia de Guadalajara era don Antonio de Villa-Urrutia, hermano de don Jacobo, del cual y de otros de los individuos de aquel tribunal tendré ocasión de hablar en el curso de esta historia.

Siempre estuvieron las provincias de la Nueva España, comprendiendo en ésta las dependientes de la audiencia de Guadalajara, sujetas a verse plagadas de bandoleros en los caminos, y continuamente molestadas las poblaciones por ladrones que atacan las casas y despojan de noche a los transeúntes, aun en las calles más públicas de las ciudades principales. Contribuye mucho a este mal la corta población diseminada en tan vasta extensión de terreno, lo que hace queden grandes espacios yermos y despoblados, ofreciendo las sierras y asperezas, que en varias direcciones cortan el país, asilo seguro a los malhechores que abundan también en las poblaciones por la mucha gente ociosa, vagamunda y perdida que en ellas vive. Con el fin de castigar estos crímenes y suplir así la falta de tribunales, pues las dos audiencias de México y Guadalajara no podían bastar para sustanciar y sentenciar el gran número de causas que había que formar, se dispuso que todos los jueces de cualquiera clase que fuesen pudiesen imponer a los delincuentes todo género de castigos y ejecutar sus sentencias, aunque fuesen de la pena capital, administrando justicia con toda la libertad conveniente; mas los abusos que se cometieron hicieron que por auto acordado de la audiencia de México del año de 1601 se prohibiese la ejecución de las sentencias de mutilación y muerte, sin dar cuenta primero los jueces a las audiencias de sus distritos y con acuerdo de éstas. Esto dio lugar a que los robos en poblado y despoblado se multiplicasen tanto, que se creyó indispensable para perseguir y castigar a los ladrones, establecer contra ellos una jurisdicción especial; y por estos motivos se dispuso por cédula de Felipe IV de 27 de mayo de 1631, que hubiesen provinciales y alcaldes de la hermandad, pudiendo éstos poner oficiales y cuadrilleros y entender en la ejecución de la justicia, conforme lo practicaba la hermandad de Sevilla, exceptuando a los indios, con respecto a los cuales debían limitarse a hacer la investigación sumaria, remitiendo los reos a la cárcel pública para que fuesen juzgados por los jueces ordinarios y, no bastando este remedio, por otra cédula del mismo monarca de 25 de agosto de 1664 se mandó que todos los jueces y justicias quedasen facultados para hacer ejecutar sus sentencias, aunque fuesen de muerte, según lo estaban antes del auto acordado en 1601. No obstante estas medidas, el mal fue creciendo, multiplicándose los robos por todas partes, a lo que contribuía no poco el asilo que los ladrones encontraban en todas las iglesias, lo que hizo se ocurriese a los medios más rigurosos, habiendo propuesto a fines del siglo XVII el alcalde del crimen, don Simón Ibáñez, que cualquier hurto leve se castigase con pena de muerte, dispensando de las formalidades de la prueba, y el virrey conde de Moctezuma, a pedimento del fiscal don Antonio Abarca, con voto de ambas salas de la audiencia, determinó se sellasen los ladrones por primero y segundo robo para ahorcarlos al tercero, todo lo cual fue desaprobado por el rey. El duque de Albuquerque, segundo virrey de este título, hizo salir en comisión a principios del siglo siguiente tres alcaldes de corte a perseguir a los salteadores, y entre otras providencias dictó la de que no se permitiese por los obispos que ningún reo estuviese en los sagrados más de tres días, derogó el fuero militar en materia de robos, prohibió la portación de armas cortas y persiguió los juegos y los vagos, considerándolos como semillero de ladrones; pero no surtiendo todo esto más que un efecto poco duradero, el duque de Linares, a solicitud de los vecinos de Querétaro, nombró en 1710 alcalde provincial de la hermandad en aquel distrito a don Miguel Velázquez de Lorea, nativo de aquella ciudad, y su sucesor el marqués de Valero en 1719 amplió sus facultades, eximiéndolo de dar cuenta con sus sentencias a la sala del crimen y declarando éstas inapelables, cuya providencia dictada con acuerdo de la audiencia, de donde vino el nombre de "Acordada", fue aprobada por la corte el 22 de mayo de 1722, y dio origen al juzgado privativo de este nombre, habiéndose agregado por real cédula de 26 de noviembre de 1747, al empleo de alcalde provincial y juez o capitán de la Acordada de las gobernaciones de Nueva España, Nueva Galicia y Nueva Vizcaya (Durango) el de guarda mayor de caminos y, posteriormente, el juzgado de bebidas prohibidas. Don Miguel Velázquez y su hijo don José, que le sucedió en el empleo, lo ejercieron con mucha severidad, logrando exterminar a los ladrones, de los cuales ahorcaron muchos y a otros los asaetearon, que era la pena usada por la hermandad, y restablecer la seguridad en los caminos y poblaciones; pero habiendo suscitado la sala del crimen repetidamente oposición al uso de tan extensas facultades, éstas sufrieron diversas alteraciones, sujetando nuevamente a revisión las sentencias del capitán de la Acordada; mas el virrey marqués de Casafuerte, autorizado especialmente por el rey para el arreglo de este punto, sostuvo a Velázquez en el uso de la jurisdicción que ejercía, la que se confirmó en 1756 por el virrey marqués de las Amarillas, nombrando juez de la Acordada por muerte de los Velázquez a don Jacinto Martínez de la Concha, en tiempo que los robos habían vuelto a ser frecuentes, habiendo casi en cada distrito algún facineroso de nombradía, como en el bajío de Guanajuato el llamado Pillo Madera, que con su cuadrilla atacó y robó la conducta o convoy que conducía las barras de plata de aquel mineral a México, a todos los cuales Concha persiguió y castigó, y mereció por sus distinguidos servicios ser condecorado con los honores de oidor de la audiencia de México. La forma de los juicios se modificó por real cédula de 21 de diciembre de 1765, quedando establecido que el juez con dos asesores, oyendo al defensor nombrado para los reos, acordasen verbalmente las sentencias, quedando firmadas por todos y procediéndose a ejecutarlas sin otro trámite ni apelación; pero gobernando el conde de Revillagigedo por otra real cédula se dispuso que éstas, siendo de pena capital o que irrogasen infamia, no se ejecutasen si no fuesen confirmadas por el virrey con dictamen de una junta compuesta de un alcalde de corte, del asesor del virreinato y de un abogado de la confianza del virrey. El capitán de la Acordada ejercía su autoridad por medio de cerca de 2 500 dependientes, con el nombre de tenientes o comisarios, distribuidos tanto en las poblaciones como en los campos, los cuales servían gratuitamente por el honor y consideraciones que disfrutaban, y formaban un cuerpo de policía muy activo y vigilante. Este tribunal podía considerarse como el complemento de la administración de justicia en lo criminal, entendiendo en ella igualmente la sala del crimen, según que ésta o aquél aprehendían a los reos y empezaban a conocer del delito; pero el modo expedito de proceder de la Acordada hizo que fuese grande el número de criminales que se juzgó mientras existió, considerándosele como el verdadero apoyo de la seguridad de las propiedades y de los individuos, habiéndose logrado por sus redoblados esfuerzos y saludable rigor corregir de tal manera el mal de los ladrones, a que por desgracia tanto propende el país, que se transitaba por todos los principales caminos sin recelo, y las conductas de platas venían mensualmente a México desde los reales de minas y regresaban a ellos con dinero, llevando también grandes sumas de éste a Veracruz, con muy pequeñas escoltas y casi sin más resguardo que las banderas que se fijaban en las extremidades de las líneas de barras de plata y talegas de pesos en los campos en que hacían noche los conductores, y con las cuales se designaba que aquellos caudales estaban bajo la protección de la autoridad real, o como vulgarmente se decía, eran "la plata del rey", cuyo nombre era respetado y acatado.

Había en lo civil otras jurisdicciones privilegiadas en favor del fisco, como la de los intendentes, y la tenían también los jefes o directores de varios ramos de rentas. En cuanto a señoríos no había otros que el ducado de Atlixco y el marquesado del Valle de Oaxaca; éste fue concedido a don Fernando Cortés, y los alcaldes mayores o subdelegados nombrados por el gobernador de su estado administraban justicia en primera instancia en los pueblos de la comprensión de éste, y en segunda conocía el juez privativo, que era siempre un oidor, pero sus sentencias en caso de pena capital u otra de las mayores necesitaban ser confirmadas por la sala del crimen. Había además los juzgados de los alcaldes ordinarios, y los privativos de las municipalidades y de otros cuerpos que eran al mismo tiempo administrativos, de que paso a tratar.

Entre las diversas corporaciones de esta clase que existían en la época de que hablamos, el ayuntamiento de la capital y el consulado fueron las que más parte tuvieron en los acontecimientos de que vamos a ocuparnos. Se componía el primero, como todos los ayuntamientos en aquel tiempo, de cierto número de regidores perpetuos y hereditarios, y éstos nombraban cada año dos alcaldes, y cada dos, seis regidores incluso el síndico. Los regidores perpetuos en número de 15 eran antiguos mayorazgos, de muy corta instrucción en lo general y los más de ellos arruinados en sus fortunas. Los alcaldes y regidores electivos, que se llamaban honorarios, se escogían entre las personas más notables del comercio o de la clase propietaria, y se tomaban también de entre los abogados más distinguidos a los que siempre pertenecía el síndico, y estos últimos eran los que generalmente, por la superioridad de sus luces, ejercían un grande influjo sobre la corporación; así se verificaba en 1808 con respecto a los licenciados don Francisco Primo de Verdad y Ramos y don Juan Francisco Azcárate, síndico el primero y regidor el segundo, cuyo nombramiento había obtenido por influjo del virrey. Los regidores perpetuos eran casi todos americanos, habiendo heredado estos empleos de sus padres, quienes los habían comprado para dar lustre a sus familias, y por esto el Ayuntamiento de México puede ser considerado como el representante de aquel partido; los alcaldes y los regidores honorarios se solían nombrar por mitad europeos y americanos. La presidencia de la corporación había sido motivo de muchas disputas y representaciones, resistiendo el ayuntamiento a tener a su cabeza a los corregidores o intendentes, y en el periodo de que hablamos, presidía el alcalde más antiguo, que lo era don José Mariano Fagoaga. El Ayuntamiento gozaba los honores de grande de España, y la ciudad debía tener el primer lugar en los congresos de la Nueva España que, como hemos visto, cesaron de reunirse mucho tiempo hacía. Los alcaldes y el corregidor, cuando lo había, estaban encargados de tres de los cuarteles mayores de la capital, estándolo de los otros cinco los alcaldes de corte, y administraban justicia en primera instancia; el Ayuntamiento tenía a su cuidado todos los ramos municipales y sus rentas eran muy considerables.

Si los ayuntamientos, y especialmente el de México, eran los representantes del partido criollo o americano, los consulados lo eran del europeo, porque, como hemos visto en su lugar, casi todos los que ejercían el comercio procedían de aquel origen. Tres eran las corporaciones mercantiles que con este nombre había en la Nueva España, en México, Veracruz y Guadalajara; pero de ellas las dos primeras eran las más importantes. Establecido el consulado de México cuando no se permitía pasar a Indias más que a los súbditos de la corona de Castilla, se dividió desde muy al principio en dos bandos de montañeses y vizcaínos, que eran las provincias de aquella corona de que solía venir a México mayor número de individuos. Todos los que ejercían el comercio en esta ciudad, aun los pocos americanos que de él se ocupaban, tenían que afiliarse a uno de estos bandos, los cuales se disputaban entre sí las elecciones anuales de prior y cónsules con tanto calor, que no pocas veces había sido menester interviniese la fuerza armada para que se hiciesen con tranquilidad; pero nunca estas divisiones de provincialismo eran tan trascendentales que llegasen a distraer a los españoles de los grandes intereses de su patria, y de ejercer a una su predominio en Nueva España. Don Antonio Bassoco era considerado corno el jefe de los vizcaínos, los dos hermanos don Francisco y don Antonio Terán lo eran de los montañeses. El consulado de México se regía por las ordenanzas del de Burgos en España; por los cuantiosos fondos que había tenido a su disposición, ya por los de su dotación, ya por las alcabalas de que había sido arrendatario, y ya por los de otros ramos que se le habían encargado, había hecho grandes servicios al gobierno y había ejecutado magníficas obras, erigiendo en la capital suntuosos y útiles edificios, tales corno la aduana y el hospital de Belemitas, abriendo caminos y excavando el célebre canal del desagüe de Huehuetoca, obra digna de los romanos. Todas estas circunstancias hacían a este cuerpo uno de los más importantes del reino, de gran poder e influjo, extendiendo éste en todas las ciudades que tocaban a su jurisdicción, por medio de los comisionados que en ellas tenía. El de Veracruz era de más reciente creación; dominaban en él los vizcaínos, y se regía por las ordenanzas de Bilbao. Unidos con los de México por iguales miras e intereses, se comunicaban entre sí los comerciantes de uno y otro punto, y eran movidos por los mismos resortes. En la época de que tratamos, estos dos cuerpos con noble emulación estaban haciendo los dos magníficos caminos de México a Veracruz, el uno que estaba concluido por Jalapa a cargo del consulado de Veracruz, y el otro, con que corría el de México por Córdoba y Orizaba, del que había de desprenderse un ramal a Oaxaca, había llegado hasta Córdoba, y en las cumbres de Aculcingo se habían ejecutado los inmensos cortes de montañas que el viajero admira todavía, y con los cuales se hicieron fáciles y practicables para carruajes unos senderos que antes apenas lo eran para caballerías en la parte del más precipitado descenso de la mesa central.

A la manera de los comerciantes, los mineros quisieron también formar un cuerpo, con tribunales que administrasen justicia en los negocios particulares de su ramo, y con un fondo para fomento de éste. Lo solicitaron por medio de una representación, que en su nombre dirigieron al rey, el 25 de febrero de 1774, sus apoderados don Juan Lucas de Lassaga y don Joaquín Velázquez de León, y el gobierno de Madrid, que ya antes había mandado por cédula de 20 de julio de 1773 se formasen nuevas ordenanzas de minería, accedió a lo que se pedía, en cuya consecuencia los diputados de los principales reales de minas, en junta que celebraron el 4 de mayo de 1774 procedieron a la erección formal del cuerpo, con el título del "Importante cuerpo de la minería de Nueva España", y nombraron por administrador general a Lassaga y director a Velázquez, eligiendo al mismo tiempo los demás individuos que debían componer el tribunal general. Para dotación de éste, formación del fondo de avío para habilitación de los mineros que tuviesen necesidad de este auxilio para fomento de sus negociaciones, establecimiento y manutención del colegio, se concedió la mitad o las dos terceras partes del real por marco de plata, del derecho de señoreaje que se pagaba doble y que el rey dispensó con este motivo, y habiendo sido las dos terceras partes lo que se fijó, se aumentó después hasta el real completó, con motivo de préstamos hechos al gobierno y otras erogaciones. Las ordenanzas que se formaron y se publicaron el 22 de mayo de 1783, propuestas por el tribunal, y fundadas en lo que Gamboa había dicho en sus comentarios sobre las ordenanzas antiguas, son un modelo de prudencia e inteligencia, y un monumento glorioso de la sabiduría de Velázquez y del ministerio de don José de Gálvez, visitador que fue de Nueva España, y después ministro universal de Indias con el título de marqués de la Sonora. Por ellas se estableció con la mayor claridad el modo de adquirir el dominio útil de las minas, pues el soberano se reservaba el directo; se fijaron las reglas para laborearlas sin destruirlas, para habilitarlas y para el rescate o compras de platas; y para decidir las cuestiones que sobre todos estos puntos se suscitasen, se crearon tribunales especiales, formados de mineros que juzgasen los pleitos brevemente y sin costas, y de los cuales se apelaba al tribunal general que residía en la capital, y de éste al de alzadas. En el colegio debía haber 25 alumnos gratuitos españoles o indios nobles, prefiriendo para ser recibidos a los hijos o descendientes de mineros, y además se admitían pensionistas y todos los que quisiesen concurrir a las lecciones, para que se instruyesen no sólo en las ciencias relativas al laborío de las minas y beneficio de sus metales, sino también en las artes mecánicas necesarias para construir máquinas, formándose con esto y con la práctica en que debían ejercitarse en los reales de minas, bajo la dirección de peritos instruidos, hombres útiles para todas las operaciones del ramo. El plan fue sin duda grandioso, pero por desgracia los efectos no correspondieron a las esperanzas. La profesión de la minería se ennobleció sin duda, y los tribunales o diputaciones de los reales de minas fueron de gran utilidad, pero el tribunal general como administrador de los fondos causó a la minería grave y duradero perjuicio porque habiéndolos invertido pródigamente en gastos ajenos del fin a que se consignaron, o dilapidándolos los empleados encargados de su manejo, acabó por una bancarrota de 4 000 000 de pesos, dejando a los mineros sujetos al pago de una contribución permanente para pagar los réditos, y que no les produce otra ventaja que la manutención del colegio, en el que si bien se han formado algunos sujetos instruidos en las matemáticas, física y química, los cuales han llevado este género de conocimientos a los reales de minas y a las provincias del interior en que antes eran ignorados, por su ubicación y otros graves defectos ha estado muy lejos de proveer a las negociaciones de "sujetos instruidos en toda la doctrina necesaria para el más acertado laborío de las minas" que fue el objeto de su fundación pues éstos escasean tanto al cabo de 50 años de establecido el colegio y de haberse erogado en él grandes gastos, como antes de su establecimiento. En la época de que tratamos, el marqués de Rayas, natural de Guanajuato, de una familia célebre en la minería, era administrador general; el empleo de director lo tenía don Fausto de Elhuyar, que había hecho en Alemania y Francia una carrera distinguida en las ciencias, y entre los catedráticos se señalaba don Andrés del Río, que había adquirido grandes conocimientos en los mismos países, y que publicó en México el primer tratado de mineralogía que se ha impreso en lengua castellana.

Si fuese necesario un ejemplo que salga de la esfera de los casos comunes, para comprobar lo que hemos dicho acerca del uso que los americanos solían hacer de sus caudales, comparativamente con el modo económico de formarlos y administrarlos de los europeos, lo hallaríamos en el contraste que presentan los fondos del consulado de México manejados por éstos, y los de la minería, cuerpo en que predominaban los primeros. El consulado, en una larga serie de años, administró los fondos de su dotación y otros que le fueron encargados con economía: construyó grandes y útiles obras y, en el momento de su extinción, no dejó más deuda que la procedente de los capitales tomados para los caminos que emprendió, asegurados sus réditos con los peajes de éstos, la minería, en pocos años de existencia, levantó para colegio un soberbio edificio con visos de palacio, poco acomodado para su instituto, y dejó una deuda que grava a los mineros con una contribución que no tiene más objeto que el pago de los réditos de los capitales que el cuerpo quedó reconociendo, y se evaporaron sin dejar casi rastro alguno de su inversión. Pudiera por desgracia llevarse más adelante este contraste y encontrar, en la administración de los fondos de la minería, el presagio de lo que había de ser la de la hacienda de la nación, cuando ésta llegase a ser independiente, así corno los del consulado presentan el recuerdo de lo que esa misma hacienda fue en la época precedente.

Grande era el influjo del clero por el triple resorte del respeto a la religión, del recuerdo de grandes beneficios y por sus cuantiosas riquezas. El pueblo, poco instruido en el fondo de la religión, hacía consistir ésta en gran parte de la pompa del culto y, careciendo de otras diversiones, se las proporcionaban las funciones religiosas, en las que, especialmente en la Semana Santa, se representaban en multiplicadas procesiones los misterios más venerables de la redención. Las fiestas de la Iglesia, que debían ser todas espirituales, estaban pues convertidas todas en vanidad, habiendo muchos cohetes, danzas, loas, toros y juegos de gallos, y aun los vedados de naipes y otras diversiones, para celebrar a gran costa las solemnidades de los santos patronos de los pueblos, en cuyos objetos invertían los indios la mayor parte del fruto de su trabajo, y esta pompa profana con poca piedad es lo que hizo decir al virrey que con frecuencia he citado, que "en este reino todo es exterioridad, y viviendo poseídos de los vicios, les parece a los más que en trayendo el rosario al cuello, y besando la mano a un sacerdote, son católicos, que los diez mandamientos no sé si los conmutan en ceremonias". Los indios conservaban al clero regular el respeto que los primeros misioneros habían ganado, con el muy justo título de protegerlos contra la opresión, defendiéndolos de las violencias de los conquistadores, y siendo sus maestros no sólo en la religión, sino también en las artes necesarias para la vida. Este respeto, que llegaba a ser fanática veneración, nada tenía de peligroso mientras se tributaba a hombres venerables por su virtud, y el gobierno, a quienes eran muy adictos y obedientes, encontraba en estos ejemplares eclesiásticos su más firme apoyo; pero podría venir a serlo en alto grado, si corrompidas las costumbres del clero, éste por miras particulares quisiese abusar de este influjo, lo cual preveía el mismo ilustrado virrey, de cuya instrucción a su sucesor he hecho frecuente uso, cuando recomendaba a éste la circunspección con que debía evitar choques con los eclesiásticos, recordando acaso el motín contra el marqués de Gelves en 1624, "porque son capaces, dice, de atropellar el respeto de la persona, e inquietar los ánimos de los seglares, pues la cantidad de eclesiásticos ignorantes no es poca, y el todo del pueblo de la voz de católicos en apariencia común . Este peligro para el gobierno lo hacía mayor la precaución misma que el arzobispo Haro hemos dicho aconsejó para evitarlo, pues estando las altas dignidades eclesiásticas en manos de los europeos, los americanos ejercían mayor influjo sobre el pueblo, con el que los ponía en más inmediato contacto, el no conferírseles en lo general sino los beneficios y administraciones menos importantes.

La riqueza del clero no consistía tanto en las fincas que poseía, aunque éstas eran muchas, especialmente las urbanas en las ciudades principales como México, Puebla y otras, sino en los capitales impuestos a censo redimible sobre las de los particulares, y el tráfico de dinero por la imposición y redención de estos caudales, hacía que cada juzgado de capellanías, cada cofradía, fuese una especie de banco. La totalidad de las propiedades del clero tanto secular como regular, así en fincas corno en esta clase de créditos, no bajaba ciertamente de la mitad del valor total de los bienes raíces del país. El Ayuntamiento de México, viendo la multitud de conventos de uno y otro sexo que se iban levantando, y la muchedumbre de personas que se destinaban al estado eclesiástico, así como las grandes sumas invertidas en fundaciones piadosas, pidió al rey Felipe IV en 1644,

que no se fundasen más conventos de monjas ni de religiosos, siendo demasiado el número de las primeras y mayor el de las criadas que tenían: que se limitasen las haciendas de los conventos de religiosos y se les prohibiese el adquirir de nuevo, lamentándose de que la mayor parte de las propiedades estaban con dotaciones y compras en poder de religiosos, y que si no se ponía remedio en ello, en breve serían señores de todo: que no se enviasen religiosos de España y se encargase a los obispos que no ordenasen más clérigos que los que había, pues dice se contaban más de seis mil en todos los obispados sin ocupación ninguna, ordenados a título de tenues capellanías, y por último, que se reformase el excesivo número de fiestas, porque con ellas se acrecentaba la ociosidad y daños que ésta causaba.

Lo mismo pidieron las cortes reunidas en Madrid por aquel tiempo, y antes lo había propuesto el Consejo de Castilla; pero no se tomó providencia y las cosas siguieron lo mismo. Esta riqueza del clero sufrió sin embargo notable rebaja por la expulsión de los jesuitas en 1767, habiendo sido aplicados al fisco sus cuantiosos bienes, aunque respetando las fundaciones piadosas que eran a su cargo, no obstante lo cual al principio del siglo presente ascendían a lo que arriba se ha dicho. Además de las rentas producidas por estas fincas y capitales, tenía el clero secular los diezmos, que en todos los obispados de la Nueva España montaban a cosa de 1 800 000 pesos anuales, aunque de esta suma percibía el gobierno una parte, como en su lugar se dirá. En el obispado de Michoacán los diezmos se arrendaban en postura pública, lo que hacía más riguroso y opresivo su cobro, inventando el interés particular mil arbitrios para hacer extensiva esta contribución hasta a los menores productos de la agricultura.

El clero tenía una jurisdicción privilegiada con tribunales especiales y un fuero personal que en épocas anteriores fue muy extenso, pero que se había disminuido mucho con la intervención de los jueces reales en los casos criminales, y con la declaración de que se conociese en los juzgados seculares de los principales y réditos de las capellanías y obras pías. Las competencias entre los juzgados eclesiásticos y los civiles, así corno entre todos los demás tribunales, las decidía el virrey, y esta prerrogativa era una de las que daban mayor realce a su autoridad.

Por lo que vernos en la instrucción del duque de Linares y por el informe secreto hecho al rey Fernando VI por don Jorge Juan y don Antonio Ulloa, las costumbres del clero habían llegado a principios del siglo XVI a un grado de corrupción escandaloso, especialmente en los regulares encargados de la administración de los curatos o doctrinas. En la época de que tratamos, esta corrupción se notaba particularmente en las capitales de algunos obispados y en los lugares cortos; pero en la capital del reino la presencia de las autoridades superiores hacía que hubiese mayor decoro, habiendo también en todas partes eclesiásticos verdaderamente ejemplares, y en esto se distinguían algunas órdenes religiosas. Entre todas, los jesuitas se habían hecho recomendables por la pureza de sus costumbres y por su celo religioso, siendo notable el contraste que presentan los mismos don Jorge Juan y [don Antonio] Ulloa en su citada obra, en lo que dicen acerca de estos religiosos, con lo que refieren de otros. Su expatriación dejó un gran vacío, no sólo en las misiones entre bárbaros que tenían a su cargo, sino en la instrucción y moral del pueblo, que en alguna parte llenaron los colegios apostólicos "de propaganda fide", tanto en la administración de las referidas misiones como en las que de cuando en cuando hacían en las ciudades y poblaciones, y el fruto que de ellas se sacaba demuestra que el pueblo dispuesto a recibir las impresiones saludables de la religión hubiera mejorado mucho si hubiera tenido más instrucción, y si los curas hubiesen cuidado de dársela, más que de atender a sus utilidades personales, fomentando acaso ellos mismos supersticiones que les eran provechosas. No eran menos recomendables los dieguinos, los felipenses, cuyos oratorios habían remplazado en muchas partes a los jesuitas, y de las religiones hospitalarias los belemitas, que se ocupaban de la enseñanza de las primeras letras y cuidaban de los hospitales.

En las mismas religiones se había introducido la rivalidad del nacimiento, exceptuando también en este punto a los jesuitas, que no tenían capítulos ni elecciones estrepitosas, y cuyos prelados eran nombrados en Roma por el general de la orden sin atender más que al mérito y virtud de los individuos. No sólo había en algunas de ellas la alternativa entre "gachupines y criollos", sino que había comunidades enteras casi exclusivamente compuestas de los unos o de los otros: los primeros formaban las del Carmen y los colegios apostólicos de San Fernando de México, la Cruz de Querétaro y algunos otros, así corno los criollos tenían el de Guadalupe de Zacatecas, y de las órdenes hospitalarias las de San Juan de Dios y San Hipólito.

Se hallaba al frente de la Iglesia mexicana en 1808 el arzobispo don Francisco Javier de Lizana y Beaumont, descendiente de una familia ilustre de Navarra, y cuyo apellido recordaba los antiguos bandos de Beumonteses y Agramonteses en aquel reino: hombre virtuoso, animado de mucho celo por el cumplimiento de sus obligaciones, desinteresado y caritativo, pero de corto talento e instrucción; al mismo tiempo débil y tenaz, crédulo y desconfiado, dejándose gobernar enteramente por su primo don Isidoro Sáenz de Alfaro, que era canónigo e inquisidor, altivo de carácter, satisfecho de sí mismo y que gustaba de llevarlo todo a su voluntad. Entre los individuos del cabildo eclesiástico eran los más distinguidos por sus conocimientos y por la parte que tuvieron en los sucesos políticos el arcedeán don José Mariano Beristáin, natural de Puebla, y el magistral don José María Alcalá. El primero era hombre de mucha y general instrucción, hablaba bien en público y se distinguía por la amenidad de su trato: había estado en España, en donde obtuvo su prebenda y el grado de doctor en las universidades de Valencia y Valladolid; se manifestaba adicto al favorito Godoy y trataba con bastante intimidad al virrey Iturrigaray. El segundo hizo su carrera en curatos y cátedras, era muy popular y poco inclinado a los españoles.

El único obispo americano que había en las ocho diócesis, en que además del arzobispado de México estaba dividido el virreinato, era el de Puebla, don Manuel González del Campillo, que siempre se mantuvo fiel a los intereses españoles. En el clero de las provincias había un hombre de quien tendré frecuentemente ocasión de hablar. Sus conocimientos en materias políticas y económicas, de que se ocupaban muy poco los individuos de su clase, le hacía sobresalir mucho entre ellos, y aunque nacido en España, su larga residencia y relaciones en América le habían hecho abrazar con calor los intereses del país en las varias ocasiones en que se habían hallado comprometidos. Desempeñó por muchos años el juzgado de capellanías de la mitra de Michoacán y, habiendo obtenido una canonjía de oposición, le fue disputada por defecto de nacimiento. Pasó a España con este motivo y de allí viajó a Francia, en la época más brillante del reinado de Napoleón, y a su regreso a México se le nombró para la mitra del mismo Michoacán, cuyo gobierno ejerció. Éste era don Manuel Abad y Queipo, que tanto papel hizo más adelante en España.

El tribunal de la Inquisición de México extendía su jurisdicción no sólo a todo el virreinato de Nueva España, sino también a la capitanía general de Guatemala, islas de Barlovento y Filipinas. Este tribunal procedía con absoluta independencia, sujeto sólo al consejo de la suprema en Madrid; mas desde el gobierno del conde de Revillagigedo y por informe de éste se dispuso que antes de publicar edicto alguno diese parte al virrey, para que de esta manera pudiese haber la necesaria armonía entre las autoridades, la cual se destruye con grave perjuicio de los intereses nacionales siempre que aquéllas proceden sin sujeción alguna al gobierno supremo.

A los repartimientos de indios habían sucedido los gobiernos, corregimientos y alcaldías mayores, cuyos empleos se proveían por tiempo determinado, algunos por el rey y otros por los virreyes en sus respectivos territorios, siendo a cargo de estos empleados el gobierno de las provincias y distritos en que estaba dividido el virreinato. Algunos estaban a sueldo, otros eran pagados con una parte que se les asignaba de los tributos que estaban encargados de cobrar, haciéndose los encabezamientos o matrículas por los jueces comisionados especialmente para esto; pero el aprovechamiento principal de los alcaldes mayores provenía de los comercios y granjerías que hacían, a pretexto de hacer trabajar a los indios como les estaba recomendado por las leyes, distribuyéndoles tareas y recibiendo a bajo precio los frutos de su industria para darles en pago los artículos necesarios para su vestuario y alimentos a precios excesivos; y como tenían la autoridad en sus manos, los obligaban a cumplir con todo rigor estos contratos usurarios, resultando de aquí grandes utilidades para los que hacían este tráfico, particularmente en aquellos distritos en que se cosechaba algún fruto precioso, como la grana en Oaxaca, que constituía un monopolio para aquellos empleados y para los comerciantes que los proveían de fondos y efectos mercantiles; pero los indios eran cruelmente vejados y oprimidos. ¡Funesto sistema de administración, en que las ventajas pecuniarias del que gobernaba habían de dimanar de la opresión y miseria del gobernado! El duque de Linares, en su estilo fuerte y conciso, lo caracterizó en pocas palabras, diciendo: "Siendo la provincia de los alcaldes mayores tan dilatada, tengo de definirla muy breve, pues se reduce a que desde el ingreso a su empleo faltan a Dios, en el juramento que quiebran; al rey, en los repartimientos que hacen; y al común de los naturales, en la forma en que los tiranizan". Todo este orden de cosas tan injusto y opresivo cesó con la Ordenanza de Intendentes, publicada por el rninistro Gálvez el 4 de diciembre de 1786, limitada por entonces a sólo la Nueva España, pero que después se generalizó, con convenientes modificaciones, a toda la América española. En ella, bajo los títulos de "las cuatro causas de justicia, policía, hacienda y guerra", se establecieron las reglas más convenientes para la administración interior en todos estos ramos, y para el fomento de la agricultura, industria y minería. Todo el territorio del virreinato, incluso Yucatán y las provincias internas, quedó dividido en 12 intendencias que tomaron el nombre de sus capitales, subsistiendo el corregimiento de Querétaro para todo lo civil y judicial, aunque dependiendo de la intendencia de México para lo de hacienda, y para los empleos de intendentes se nombraron hombres de probidad e inteligencia en el desempeño de sus funciones, entre los que se distinguían por su mérito particular los de Guanajuato y Puebla. El ministro Gálvez en el tiempo de su poder quiso colocar en puestos distinguidos a todos sus parientes, y éstos por su capacidad y servicios hicieron ver que no eran indignos de esta predilección. Don Matías, hermano del ministro, y don Bernardo, hijo del primero, fueron sucesivamente virreyes de México: el último casó en Nueva Orleans, cuando fue mandando la expedición que reconquistó las Floridas, con doña Felícitas Saint-Maxent, cuyas dos hermanas, doña Victoria y doña Mariana, casaron la primera con don Juan Antonio de Riaño, y la segunda con don Manuel de Flon, conde que después fue de la Cadena, ambos oficiales en aquel ejército. Cuando se crearon las intendencias, se dio al primero la de Valladolid, en que permaneció poco tiempo, pasando en seguida a la más importante de Guanajuato, y a Flon la de Puebla. Éste, de carácter severo y de una gran integridad, reformó grandes abusos, fomentó todos los ramos de industria en su provincia y hermoseó notablemente la capital. Riaño, de no menos probidad, pero de genio ameno y afable, había servido en la marina, y a los conocimientos de matemáticas y astronomía propios de aquella carrera unía el cultivo de la literatura y de las bellas artes, con lo que introdujo el gusto de éstas en Guanajuato y en especial de la arquitectura, por su influjo se levantaron no sólo en la capital, sino en toda la provincia, magníficos edificios, cuya construcción inspeccionaba él mismo, enseñando hasta el corte de las piedras a los canteros; fomentó el estudio de los clásicos latinos y de los buenos escritores españoles, debiéndosele el cultivo de la lengua castellana y la correcta pronunciación que hizo tomar a todos los jóvenes de Guanajuato de aquel tiempo. Como en el interior de su familia se hablaba francés, que era la lengua de su esposa, introdujo entre la juventud de aquella capital la afición a este idioma y el cultivo de su literatura, con una elegancia de trato que no era conocida en otras ciudades de provincia; a él se le debió la afición al dibujo y a la música, el cultivo de las matemáticas, física y química en el colegio que había sido de los jesuitas, para lo que protegió con empeño a don José Antonio Rojas, catedrático de matemáticas en aquel colegio y alumno del de minería; estableció un teatro, fomentó el cultivo de olivos y viñas, y tuvo el mayor empeño en impulsar el trabajo de las minas, ramo principal de la riqueza de la provincia, haciendo que entre los vecinos acaudalados de Guanajuato se formasen compañías para el laborío de las minas antiguas abandonadas o de otras nuevas.

Más de dos, siglos se pasaron sin que hubiese en Nueva España más tropas permanentes que la escolta de Alabarderos del Virrey, y algo más adelante las dos Compañías de Palacio; se formaron luego el cuerpo del comercio de México y los de algunos gremios, y en las provincias milicias con poca disciplina, a las que se agregaban las fuerzas que se solían levantar en determinadas ocasiones; pero en el reinado de los monarcas de la casa de Borbón, además de haber mandado algunos regimientos de España, se fueron formando los cuerpos veteranos y las milicias provinciales, esto último no sin resistencia, que algunas veces terminó en motines, que se sosegaron fácilmente. Al mismo tiempo se dio grande extensión al fuero y a la jurisdicción militar, que ejercía el virrey corno capitán general con un auditor de guerra que era un oidor apelándose de las sentencias dadas con su dictamen al mismo capitán general, quien en la segunda instancia nombraba otro ministro para que acompañase al auditor. Hubo después dos auditores, y lo eran en la época de que tratamos los oidores don Miguel Bataller y don Melchor de Foncerrada, éste americano y aquél europeo. La Comandancia General de Provincias Internas tenía su jurisdicción independiente, y para desempeñar las funciones judiciales el comandante general tenía un asesor letrado. El mando particular de las provincias variaba: en la de México lo tenía inmediatamente el virrey; en Oaxaca, Querétaro y San Luis Potosí estaba encargado a los comandantes de brigada, y en las demás a los intendentes, siendo además los de Guadalajara, Veracruz y Puebla comandantes de las brigadas de aquellas demarcaciones.

La fuerza militar consistía en una compañía de alabarderos de guardia de honor del virrey: cuatro regimientos y un batallón de infantería veterana o permanente que componían el numero de 5 000 hombres; dos regimientos de dragones con 500 plazas cada uno; un cuerpo de artillería con 720 hombres distribuidos en diversos puntos; un corto número de ingenieros y dos compañías de infantería ligera y tres filas que guarnecían los puertos de la Isla del Carmen, San Blas y Acapulco. De los cuatro regimientos de infantería, uno estaba en La Habana con lo que la fuerza total permanente, dependiente del virreinato, no excedía de 6 000 hombres.

Por una disposición tan política corno económica, la fuerza principal destinada a la defensa del país consistía en los cuerpos que se llamaban de milicias provinciales, los cuales no se ponían sobre las armas sino cuando el caso lo pedía. Se componían de gente del campo o artesana que, sin separarse de sus ocupaciones en tiempo de paz, estaba dispuesta a servir en el de guerra, sin otro gasto que el pequeño del pie o cuadro veterano que tenía para su organización y disciplina, reuniéndose en periodos determinados para recibir la instrucción necesaria. Estos cuerpos estaban distribuidos por distritos, y en cada uno de éstos las compañías por pueblos, y los caballos de los regimientos de caballería se repartían entre las haciendas de cada distrito, que estaban obligadas a presentarlos en buen estado cuando se les pedía. La oficialidad la formaban los propietarios de las provincias, y era un honor muy pretendido, y que se compró a caro precio cuando estos cuerpos se levantaron, el empleo de coronel o teniente coronel en ellos En las provincias centrales, las más pobladas y de temperamento frío o templado, se formaron siete regimientos de infantería de dos batallones y otros tres batallones sueltos, que teniendo cada batallón la fuerza de 825 plazas hacían el total de 14 000 hombres, a lo que deben agregarse los dos cuerpos urbanos del comercio de México y Puebla, que entre ambos tenían 930 hombres. La caballería consistía en ocho regimientos de cuatro escuadrones, con 361 plazas en tiempo de paz, que en el de guerra se aumentaban a 617, lo que hacía una fuerza de 4 936 dragones; en las inmediaciones de Veracruz había un cuerpo de 1 000 lanceros; otros tres para el resguardo de las antiguas fronteras de Sierra Gorda, Colotlán y Nuevo Santander, con la fuerza de 1 320 plazas, y un escuadrón urbano en México con 200.

Las tropas destinadas para el resguardo de las costas estaban organizadas en compañías sueltas en distintos puntos que formaban divisiones mixtas de infantería y caballería, con muy poca disciplina y que ni aun usaban uniforme militar: eran útiles en sus respectivas demarcaciones para excusar emplear en ellas tropas de línea del interior del país que hubieran perecido víctimas del mortífero temperamento de las costas. De estas divisiones había cinco en las del Mar del Norte o seno mexicano, que con las dos compañías de pardos y morenos de Veracruz, componían la fuerza de 3 000 hombres, y en las del sur siete, con 3 750.

Las Californias estaban guarnecidas con cinco compañías permanentes de caballería volante, y las provincias internas dependientes del virreinato con una en Nuevo León y tres en Nuevo Santander, además de las compañías de milicias de los vecinos que había en cada población para defenderla de las irrupciones de los bárbaros.

La totalidad de los cuerpos de milicias provinciales de infantería y caballería, con las siete compañías de artillería miliciana de Veracruz y otros puntos de las costas, suponiéndolos completos y en el pie de guerra, lo que casi nunca se verificaba, ascendería a 29 411 hombres, pero deduciendo de este número las divisiones de ambas costas que no salían de sus demarcaciones, y que componían 7 200 hombres, quedan de fuerza efectiva y útil 22 211 hombres que, unidos a 6 000 de tropa permanente, hacen un total de 28 000 hombres, que era la fuerza de que podía disponer el virrey para la campaña.

Los cuerpos de milicias disciplinadas y las divisiones de las costas estaban distribuidos en 10 brigadas, con un comandante cada una, que lo era el comandante militar de la cabecera, excepto las de México, Oaxaca, Querétaro y San Luis, que tenían un jefe especialmente encargado de ellas. La mayor parte de los jefes y muchos oficiales, tanto de las tropas veteranas como de la milicias, eran europeos; los sargentos, cabos y soldados todos mexicanos, sacados de las castas, pues los indios, como se dijo en su lugar, estaban exentos del servicio militar.

En esta enumeración no he comprendido las tropas de las provincias internas ni las de Yucatán, porque ni unas ni otras dependían del virreinato: las primeras consistían en las compañías presidiales y volantes, distribuidas en las provincias de Durango o Nueva Vizcaya, de la que entonces dependía Chihuahua, Nuevo México, Sonora y Sinaloa, Coahuila y Texas las cuales, con las compañías de indios opatas y pimes de Sonora, estaban destinadas a proteger aquella dilatada frontera contra las irrupciones de los apaches y demás naciones bárbaras uniéndose a estas fuerzas los habitantes, que todos dependían de la autoridad militar mediante un sistema de colonización armada sabiamente combinado y establecido por el caballero de Croix, primo del virrey marqués de Croix. El empleo de comandante general de estas provincias lo obtenía don Nemesio Salcedo, brigadier y militar de buena reputación. En Yucatán había un batallón veterano y algunos cuerpos provinciales, con la competente artillería.

Se ve, por lo que llevo expuesto en este capítulo acerca del sistema general de gobierno de las Indias y del particular de los grandes distritos en que se hallaban divididas, que cada uno de éstos, fuese con el nombre del virreinato o capitanía general, formaba una monarquía enteramente constituida sobre el modelo de la de España, en la que la persona del rey estaba representada por el virrey o capitán general, así corno la audiencia ocupaba el lugar del consejo, y entre ambos tenían la facultad de hacer leyes en todo lo que fuese necesario, pues los autos acordados tenían fuerza de tales mientras no eran derogados o modificados por el rey. El ejercicio de la autoridad estaba sujeto a prudentes restricciones: nada se había dejado al arbitrio de los hombres, y todos sus actos públicos dependían de reglas ciertas, y su manejo se examinaba por otras autoridades superiores o se sometía a juicios que tenían sus trámites precisos y determinados. Las partes todas de la administración tenían una dependencia necesaria unas con otras, y cuando la inspección era recíproca el abuso era difícil y pudiera decirse imposible, si algo hubiese imposible a la malicia humana. Las leyes habían previsto los medios para evitar los inconvenientes de la distancia de la metrópoli y de la interrupción de comunicación con ella que causaban las frecuentes guerras marítimas, habiendo prevenido el modo de llenar provisoriamente las vacantes que resultasen en todos los empleos, aun en los coros de las catedrales. Cada una de estas monarquías tenía su jerarquía eclesiástica, sus universidades, consulados y cuerpos administrativos; su sistema de hacienda adecuado a sus circunstancias peculiares; su ejército para su defensa y, en fin, todos los medios de existir de una manera independiente, de tal suerte que para ser naciones no necesitaban otra cosa que hacer hereditario el poder que los virreyes ejercían por tiempo limitado. Todos los resortes de esta máquina, que parecía complicada por su inmensa mole, pero que era muy sencilla en sus movimientos, dependían de una mano que residía a dos, tres o cuatro mil leguas de distancia, pero que no obstante ésta, hacía sentir su impulso en todas partes con imperio, y era en todas obedecida con respeto y sumisión. Si alguna vez estos resortes se relajaban por la distancia del centro del poder, éste se hacía presente en todas partes por medio de los visitadores que de tiempo en tiempo se nombraban, y que con plenitud de facultades privaban del empleo al magistrado culpable, aun a los de las más altas clases; suspendían o hacían juzgar al menos criminal; visitaban las oficinas, reformaban los abusos que en su manejo notaban, les daban nueva forma y nuevos reglamentos, y creaban nuevas rentas o hacían más productivas las ya establecidas. Por estos medios, los unos estables y ordinarios, los otros temporales y de las circunstancias, todo el inmenso continente de América, caos hoy de confusión, de desorden y de miseria, se movía entonces con uniformidad, sin violencia, puede decirse sin esfuerzo, y todo él caminaba en un orden progresivo a mejoras continuas y sustanciales. En ninguna ocasión se manifestó tan a las claras el poder de aquel gobierno, la exactitud con que era obedecido y el respeto con que sus órdenes eran acatadas y cumplidas, como en la expulsión de los jesuitas. Era aquella comunidad religiosa rica, poderosa, sumamente respetada y estimada; el rey Carlos III, siguiendo ajenos influjos, resuelve extinguirla en sus estados por un acto de autoridad que la posteridad imparcial ha calificado de injusto y arbitrario: faculta para dictar las medidas conducentes para su ejecución al conde de Aranda, su ministro; circula éste a las más remotas partes de la monarquía las órdenes para aprehender a los jesuitas, conducirlos a los depósitos en donde habían de embarcarse para ser conducidos a Italia, y secuestrar sus bienes; los pliegos cerrados que contenían estas órdenes habían de abrirse en todas partes en día y hora determinada; muchos de los que habían de ejecutarlas eran amigos, parientes o adictos a los jesuitas. Sin embargo, la hora suena, los pliegos se abren, los jesuitas son presos y aquel instituto prodigioso desaparece como por encanto de la inmensa extensión de todos los estados españoles, prohibiéndose aun hablar de las causas que habían motivado tal disposición. Es menester que un gobierno esté muy seguro de su fuerza para intentar y ejecutar tales medidas.

Este sistema de gobierno no había sido obra de una sola concepción ni procedía de teorías de legisladores especulativos que pretenden sujetar al género humano a los principios imaginarios, que quieren hacer pasar como oráculos de incontrastable verdad: era el resultado del saber y de la experiencia de tres siglos, y antes de llegar a los resultados que se habían obtenido, había sido menester pasar por largas y reiteradas pruebas. Los reyes de la Casa de Austria española habían levantado en dos siglos el laborioso edificio de las leyes recopiladas en el Código de Indias; los soberanos de la familia de Borbón que ocuparon el trono español después de aquéllos, guiados por más ilustrados principios, hicieron en ellas grandes alteraciones y mejoras que recayeron sobre lo accesorio de la administración política y de hacienda, pero dejando siempre subsistente lo demás. El gobierno de América había participado del desmayo y desorden de que adoleció toda la monarquía en los reinados de los dos últimos príncipes de la dinastía austriaca: comenzó a mejorar bajo Felipe V, el primero de los monarcas de la casa de Borbón; adelantó mucho en el reinado de Fernando VI, en el memorable ministerio del marqués de la Ensenada, y llegó al colmo de su perfección en tiempo de Carlos III, lo que en gran manera se debió a la visita que hizo a Nueva España don José de Gálvez, que fue después ministro universal de Indias, con el título de marqués de Sonora.