Sistema general adoptado por los reyes de España para el
gobierno de sus posesiones de América y variaciones que en
él se hicieron. -Consejo de Indias. -Gobierno eclesiástico.
-Gobierno de los reinos o provincias de América. -Audiencias.
-Virreinatos. -Gobierno particular de la Nueva España e individuos
que lo ejercían. -Virreinato. -Virrey don José de
Iturrigaray. -Audiencias. Magistrados influyentes en ellas. -Acordada.
-Ayuntamiento de México. -Consulados de México y de
Veracruz. -Cuerpo de minería. -Clero secular y regular. -Su
influjo. -Sus riquezas. -Individuos distinguidos de él. -Inquisición.
-Gobierno político de las provincias. -Riaño. -Flon.
-Fuerza militar. -Tropas veteranas. -Milicias. -Fuerza total. -Tropas
de provincias internas y de Yucatán. -Observaciones generales.
Entre los muchos reinos y señoríos
que se fueron reuniendo en los reyes de España por herencias
casamientos y conquistas, se contaban las Indias orientales y occidentales,
islas y tierra firme del mar océano, con cuyo nombre se designaban
las inmensas posesiones que tenían en el continente de América
e islas adyacentes, las islas Filipinas y otras en los mares de Oriente.
Estos vastos dominios se regían por leyes especiales, dictadas
en diversos tiempos y circunstancias que, reunidas después
en un código, formaron la Recopilación de leyes de
los reinos de las Indias, sancionada por el rey Carlos II el 18
de mayo de 1680, mandando sin embargo que continuasen en vigor todas
las cédulas y ordenanzas dadas a las audiencias que no fuesen
contrarias a las leyes recopiladas, y donde éstas faltasen
se supliesen con las de Castilla, llamadas de Toro.
El descubrimiento y conquista del continente de América coincidió
con las alteraciones que Carlos V hizo en las leyes fundamentales
de Castilla y que su hijo Felipe II completó, echando por tierra
los fueros de Aragón. Las cortes de Castilla, de Aragón,
de Valencia y Cataluña que antes se reunían separadamente,
mudaron de forma y fueron perdiendo importancia, hasta quedar reducidas
a la concurrencia en Madrid de algunos procuradores o diputados de
pocas ciudades, juntos de Castilla y Aragón, para sólo
la ceremonia del reconocimiento y jura de los príncipes herederos
del trono. Todas las altas funciones del gobierno, tanto legislativas
como administrativas, residían en los consejos, de los cuales
se establecieron en Madrid tantos, cuantas eran las diversas partes
de la monarquía que no tenían dependencia ninguna entre
sí ni otra relación que la de ser uno mismo el monarca.
Así hubo el Consejo de Castilla, que se denominaba "real
y supremo", que los reyes habían tenido siempre, aunque
con diversas formas, para auxiliarse con sus luces, y con cuya concurrencia
las disposiciones del monarca tenían fuerza de leyes, como
si fuesen publicadas en cortes, con cuya frase se suplía
la falta de éstas. Los hubo también de Aragón
de Flandes, de Italia, además de los que tenían bajo
su inspección algunos ramos particulares, como el de la Inquisición,
para los asuntos de fe; el de las Órdenes, para los pueblos
que pertenecían a las órdenes militares de caballería,
y el de la Mesta, para los negocios procedentes de los ganados trashumantes
o merinos. De éstos, los tres primeros fueron suprimidos cuando
la monarquía quedó reducida en Europa, por la guerra
de sucesión a principios del siglo XVIII , a la península
española e islas adyacentes; pero aunque estos cuerpos estuviesen
revestidos de tantas facultades, su autoridad la derivaban enteramente
de la del monarca, en cuyo nombre ejercían todos sus actos
y que era el origen y principio de todo poder.
Aunque las Indias estuviesen incorporadas en la corona de Castilla,
"de la que no podían ser enajenadas en todo ni en parte,
en ningún caso, ni en favor de ninguna persona", no por
esto su gobierno tenía dependencia alguna del consejo instituido
para aquel reino; antes, por el contrario, se había tenido
especial cuidado en establecer para ellas un gobierno enteramente
independiente y separado del de aquél, creando desde 1524 "el
Consejo de Indias", al que se le declararon las mismas exenciones
y privilegios que al de Castilla; la misma facultad de hacer leyes
con consulta del rey; la misma jurisdicción suprema en las
Indias orientales y occidentales y sobre sus naturales, aunque residiesen
en Castilla; sujetando a él la Audiencia de la Contratación
de Sevilla y declarando expresamente inhibidos a todos los consejos
y tribunales de España, excepto el de la Inquisición,
de tomar conocimiento en nada tocante a las Indias.
Era pues el Consejo de éstas el cuerpo legislativo donde se
formaban las leyes que habían de regir en aquellos vastos dominios,
estando declarado que no debía obedecerse en éstos ley
ni providencia alguna que no hubiese pasado por él y fuese
comunicada por él mismo; el tribunal superior donde terminaban
todos los pleitos que por su cuantía eran susceptibles de este
último recurso; y, por último, el cuerpo consultivo
del gobierno en todos los casos graves en que juzgaba oportuno oír
su opinión. Estaba también encargado de proponer al
rey, por medio de su cámara compuesta de cinco consejeros,
temas para la provisión de los obispados, canonjías
y togas de las audiencia, y para que pudiese hacerlo con acierto,
los virreyes debían informar en tiempos determinados reservadamente
de todos los sujetos residentes en el territorio de su mando, dignos
de obtener estas plazas. Para poder pasar a América o Filipinas
se necesitaba licencia del Consejo, y los que se embarcaban sin ella
estaban sujetos a graves penas, y eran llamados "polizones",
calificación que se tenía por injuriosa, y de que se
usaba con generalidad como palabra de ofensa, dándola a todos
los europeos residentes en América, los más de los cuales
pertenecían a esta clase.
Muchos de los magistrados que componían el Consejo habían
hecho una larga carrera en las audiencias de América y Filipinas,
y habiendo pasado de unas a otras habían adquirido grandes
conocimientos prácticos de aquellos dilatados y remotos países.
Además de los ministros togados, había también
los consejeros que se llamaban de capa y espada, que sólo entendían
en los negocios de gobierno, y que se escogían entre los que
habían sido gobernadores de provincias o habían ejercido
otras funciones importantes.
En nuestra época, ha parecido monstruosa esta reunión
de facultades legislativas, judiciales y administrativas que el Consejo
de Indias ejercía; pero si bien se considera, esta reunión
no sólo no estaba sujeta a los inconvenientes que tanto se
han ponderado, sino que era grande la ventaja que resultaba de que
las leyes se hiciesen por hombres prácticos en su ejecución
y muy versados en el conocimiento de los países para los que
aquéllas se dictaban. Lo que con más razón podría
objetarse contra este sistema es la falta de libertad de estos legisladores
magistrados, nombrados por la Corona; pero puede tenerse como prueba
de la independencia con que obraban la propensión de los ministros
a eximirse de la intervención del Consejo, procediendo por
medio de "reales órdenes", y en materias judiciales
son repetidos los ejemplares casos en que el Consejo resistió
las providencias arbitrarias del gobierno, y el historiador Robertson,
a quien no puede tacharse de parcial, dice que no había ejemplo
de una sentencia injusta emanada del Consejo de Indias.
Este orden de cosas se observó con regularidad durante el gobierno
de los príncipes de la dinastía austriaca, mas desde
que subió al trono la familia de Borbón se procedió
con un poder más absoluto y sin respetar las trabas que los
mismos monarcas se habían impuesto por medio de las leyes.
Se comunicaban directamente por los ministros, sin pasar por el Consejo,
las providencias más importantes, y así se hizo con
la Ordenanza de Intendentes, mandada guardar en 1786, por la que se
estableció una nueva división de provincias y un orden
de administración en ellas muy diverso y mucho más regular
y sencillo que el que había antes. Se conservaron pues las
formas establecidas por el Código de Indias, pero el monarca
se dispensaba de observarlas siempre que quería, y todo pendía
únicamente de su voluntad.
En lo eclesiástico, el gobierno de las Indias quedó
separado enteramente no sólo de España, sino también
de la Rota y Nunciatura apostólica, a virtud del patronato
amplísimo concedido a los reyes católicos por el papa
Julio II en el año de 1508. Las apelaciones a la silla apostólica
en Indias se hacían de unos obispos a otros, y éstos,
por sólo el nombramiento real, usaban distintivos episcopales
y entraban a gobernar las diócesis. El Consejo de Indias no
sólo tenía el derecho de conceder o negar el pase de
las bulas y breves que venían de Roma, sino que nada podía
impetrarse de la silla apostólica sin su permiso, y los concilios
provinciales que debían celebrarse cada 12 años no podían
publicarse ni mucho menos ejecutarse sin que antes fuesen enviados
al Consejo y por éste examinados y aprobados. Para que la dependencia
en este punto fuese más completa, pretendieron los reyes establecer
un patriarca de las Indias, con todos los fueros que en la antigüedad
eclesiástica eran anexos a esta dignidad, y aunque el papa
lo resistió, se le concedió sin embargo el título
y los honores anexos al cardenalato, siendo al mismo tiempo capellán
mayor del palacio real y vicario general castrense de España
e Indias.
Si en los descubrimientos y conquistas se hubiese observado el orden
establecido por los reyes y prevenido por sus leyes y disposiciones,
el gobierno en América se hubiera reducido al sistema feudal
en toda su extensión, pues haciéndose aquéllos
por convenios o capitulaciones con los descubridores y conquistadores,
éstos quedaban señores de la tierra, remunerándoseles
con la perpetuidad de los feudos y títulos de marqueses y otros
que el rey tuviese a bien concederles. Este sistema no se siguió,
y mucho menos en Nueva España, cuya conquista no se hizo por
capitulación sino en nombre del rey de Castilla, de quien se
reconocieron por vasallos Moctezuma y los demás príncipes
y señores del país; pero no obstante esto, se establecieron
las encomiendas, repartiendo a los indios entre los encomenderos,
primero a perpetuidad y después con restricciones de tiempo,
que estuvieron a punto de causar la independencia por la gran resistencia
que se halló por parte de los conquistadores y de sus hijos,
y por vía de compensación se declaró: "que
los descendientes de los primeros descubridores de las Indias y después
los pacificadores y pobladores, y los que hubiesen nacido en aquellas
provincias" fuesen preferidos en la provisión de empleos,
"porque nuestra voluntad es, dice la ley 14 tít. 2º,
lib. 5º de la Recopilación de Indias, que los hijos y
naturales de ellas sean ocupados y premiados donde nos sirvieron sus
padres"; ley que, aunque definía bien claramente que la
preferencia se declaraba en favor de los hijos de los descubridores
y de los que habían prestado servicios, fue después
el fundamento en que se hizo estribar el derecho preferente que pretendían
tener todos los españoles americanos a los empleos en Indias,
aunque no tuviesen ninguna de las condiciones que aquélla requería.
A medida que los españoles formaban poblaciones con cierto
número de vecinos, establecían cuerpos municipales o
ayuntamientos cuya elección variaba, pues a veces la hacían
los vecinos o los ayuntamientos mismos, y otras, los individuos que
habían de componerlos eran nombrados por los gobernadores,
los cuales hicieron también las ordenanzas que se habían
de guardar, que fueron las primeras leyes de Indias. Acostumbrados
al sistema representativo que entonces regía en Castilla, siempre
que los intereses generales lo requerían, los procuradores
nombrados por los ayuntamientos se reunían en México,
por lo respectivo a la Nueva España; mas ya se deja entender
que, cuando este sistema había ido decayendo en España
bajo el poder preponderante de los reyes, no lo habían de dejar
establecer éstos en sus posesiones ultramarinas, y así
fue que en las mismas leyes en que se declaró que México
en Nueva España y la ciudad del Cuzco en el Perú tuviesen
el primer lugar después de la justicia o gobernador en los
respectivos congresos, como Burgos lo tenía en las cortes de
Castilla, se añadió que estos congresos sólo
se habían de celebrar por mandato del rey "porque sin
él no es nuestra intención ni voluntad que se puedan
juntar las ciudades y villas de las Indias". Con tal restricción
no volvieron a reunirse estas juntas y la práctica cayó
enteramente en desuso.
Los descubridores y conquistadores tenían el derecho de dar
nombres a la tierra, a sus ciudades, ríos y provincias, y dividir
éstas, estando señalados los límites entre sus
respectivas jurisdicciones por sus capitulaciones; pero como todo
esto se hacía sin conocimientos geográficos, era materia
de disputas entre ellos mismos que a veces se decidían por
la vía de las armas, e interesados cada uno en engrandecer
su conquista, procedieron de aquí tantos nombres de reinos
que no tenían una existencia o régimen distinto, y de
que no se hizo atención en la creación de los virreinatos
ni menos en la formación de las intendencias en 1786, que era
la división política del país en 1808.
Los primeros gobernadores fueron los mismos conquistadores, ya por
ser condición de sus capitulaciones, como Pizarro en el Perú,
ya por la elección de los soldados, confirmada después
por el rey, como Cortés en Nueva España. Se trasladó
después la autoridad gubernativa a los mismos cuerpos que se
nombraron para administrar la justicia, y se llamaban "Audiencias",
y por último, el emperador Carlos V creó en Barcelona
el 20 de noviembre de 1542 los dos virreinatos de México y
del Perú, que después se aumentaron en el siglo XVIII
con los de Santa Fé y Buenos Aires, quedando las demás
provincias gobernadas por capitanes generales o presidentes, los cuales
ejercían las mismas facultades que los virreyes y no se diferenciaban
de éstos más que en el nombre.
La autoridad de estos altos funcionarios varió mucho según
los tiempos. En la época de la creación de los primeros
virreinatos fue casi ilimitada, pues el rey declaró: "que
en todos los casos y negocios que se ofrecieren, hagan lo que les
pareciere y vieren qué conviene, y provean todo aquello que
Nos podríamos hacer y proveer, de cualquiera calidad y condición
que sea, en las provincias de su cargo, si por nuestra persona se
gobernaran, en lo que no tuvieren especial prohibición".
Se redujo después demasiado, segregando del virreinato el manejo
de la real hacienda, que se confirió a un superintendente general
de ella, lo que no duró por mucho tiempo, uniéndose
a aquél este título y funciones. En la época
de que tratamos, el poder de los virreyes estaba moderado por prudentes
temperamentos, tomados en la intervención que tenían
otras corporaciones en los actos del gobierno en diversos ramos, conservando
sin embargo los virreyes todo el brillo y la pompa de la autoridad
suprema. En las materias arduas e importantes de la administración
pública debían consultar, para resolver con mejor acierto,
con el "Real Acuerdo": nombre que se daba a la junta de
los oidores, que venía a ser el consejo del virrey, aunque
éste no estaba obligado a seguir sus opiniones. Para evitar
disensiones con las audiencias, tenían los virreyes la facultad
de calificar cuáles debían tenerse por negocios de gobierno
y cuáles pertenecían a la autoridad judicial; pero si
alguno se creía agraviado por auto o determinación del
virrey por vía de gobierno, podía apelar a la audiencia.
En asuntos de hacienda tenían que proceder de acuerdo con la
junta superior de ella, compuesta de los principales jefes de oficina
y del fiscal del ramo. No podían conferir en lo militar empleos
algunos sino sólo proponerlos a la corte, y en la administración
eclesiástica, como vicepatronos, sus facultades se reducían
a ejercer la exclusiva en la provisión de curatos, cuyas listas
se les pasaban a este efecto por los obispos y gobernadores de las
mitras. En la administración de justicia, los virreyes que
antiguamente habían ejercido jurisdicción, especialmente
en los pleitos de los indios, y que presidían la audiencia
con voto, no tenían facultades algunas, pues la presidencia
de ésta había quedado reducida a un mero título,
especialmente desde que se crearon los regentes, que eran en realidad
los que presidían aquel cuerpo. Estaban, además, sujetos
a residencia que era el juicio que contra ellos se abría
luego que concluían su gobierno, y al que eran convocados por
el juez que para ella se nombraba todos los que tenían que
reclamar algún agravio o injusticia, de cuyas sentencias sólo
había apelación al Consejo de Indias; pero aunque todas
estas restricciones tuviesen por objeto muy laudable limitar y reducir
al ámbito de las leyes una autoridad que frisaba con la real,
la distancia y la extensión misma de esta autoridad hacían
frecuentemente ilusorias esta precauciones. Un virrey de México,
cuya instrucción a su sucesor hemos tenido ya ocasión
de citar, decía con este motivo: "si el que viene a gobernar
(este reino) no se acuerda repetidas veces que la residencia más
rigurosa es la que se ha de tomar al virrey en su juicio particular
por la majestad divina, puede ser más soberano que el gran
turco, pues no discurrirá maldad que no haya quien se la facilite,
ni practicará tiranía que no se le consienta".
La corte contribuía a estos abusos dispensando a veces del
juicio de residencia, y estas dispensas no siempre recaían
en los menos exentos de responsabilidad, cuando por el contrario eran
tratados severamente los más justificados; y así se
había visto con escándalo en los últimos años
que mientras el insigne virrey conde de Revillagigedo sufría
todas las molestias de un juicio riguroso, en que se presentaba como
acusador al Ayuntamiento de México, ciudad que tanto le debió
en el arreglo de todos los ramos de comodidad y policía, su
sucesor, el marqués de Branciforte, no ciertamente el más
inmaculado de los que habían desempeñado este empleo,
quedó libre de la residencia, declarandó el rey Carlos
IV, o más bien su valido Godoy, cuñado del agraciado,
que estaba satisfecho de su integridad y buenos servicios.
El tiempo que los virreyes debían permanecer en el mando fue
al principio arbitrario, y los dos primeros que hubo en Nueva España
lo conservaron por muchos años. Se fijó después
un periodo de tres de éstos, que se solía duplicar en
favor de algunos que se distinguían por sus servicios, o a
quienes el rey dispensaba esta gracia; y por último se aumentó
a cinco, que era lo establecido en la época a que esta historia
se refiere. El sueldo también varió, y en México
desde el marqués de Croix en 1766, era de 60 000 pesos anuales,
de los cuales se entendía corresponder 12 000 al empleo de
capitán general por los que no se pagaba media anata, y los
48 000 al de virrey. A esto se agregaban algunas gratificaciones legales
y autorizadas, como la de 4 000 pesos que el consulado les daba por
visitar anualmente las obras del desagüe, que hacían subir
esta suma a una cantidad considerable.
A la manera que el Consejo ejercía su autoridad sobre todas
las Indias, las audiencias la tenían de la misma naturaleza
en sus distritos respectivos. Estos cuerpos eran respetables, no sólo
por la importancia de sus facultades, ya como consejo de los virreyes
con el nombre de "Acuerdo", ya por ser el tribunal supremo,
del que no había apelación, sino en casos determinados,
al Consejo; sino también por el concepto de integridad que
en lo general gozaban sus ministros; por el decoro de sus personas;
aun por el traje que los distinguía en los actos públicos
y por las comisiones que desempeñaban como jueces protectores
de diversos ramos o encargados de la inspección de otros, las
que además solían ser muy lucrativas, y toda esta reunión
de circunstancias hacía muy apetecibles y envidiados estos
empleos, para cuya provisión había una escala establecida,
pasando de las audiencias menos importantes a las de mayor jerarquía.
Para que estos magistrados fuesen enteramente independientes y se
consagrasen a la administración de justicia sin relaciones
de intereses, amistades ni parentesco en el lugar en que ejercían
sus funciones, les estaba severamente prohibido tener ninguna especie
de tratos y granjerías, dar ni recibir dinero prestado, poseer
tierras, huertas o estancias, hacer visitas, asistir a desposorios
y bautismos, dejarse acompañar por negociantes, recibir dádivas
de ninguna especie, asistir a partidas de diversión y a juegos,
y estas prohibiciones eran extensivas a sus mujeres e hijos. Para
casarse necesitaban licencia del rey, so pena de pérdida del
empleo, y al concedérsela se les trasladaba por lo general
a otra audiencia. El número de oidores era vario según
las audiencias, y de éstas había no sólo en las
capitales de los virreinatos, sino en otros lugares según lo
requería la administración de justicia.
Tal era el sistema general de gobierno de los reinos o grandes divisiones
de las Indias; veamos ahora el particular de la Nueva España
y los individuos que en ella ejercían la autoridad pública
en los diversos ramos en 1808.
No era la del virrey igual en las diversas provincias que componían
el virreinato. Con prudencia se había dado mayor poder a las
autoridades subalternas, en aquellos puntos en que así lo exigía
su distancia u otras circunstancias particulares. En las provincias
del norte, en que la población española estaba en continua
lucha con las tribus salvajes, y en las que los habitantes formaban
colonias militares, estando todos obligados a tomar las armas cuando
el caso lo pedía, se necesitaba una autoridad inmediata, absoluta
y enteramente militar, y así había en ellas una comandancia
general independiente del virrey en todo lo relativo al ramo de guerra,
aunque sujeta a él en el de hacienda. Se llamaba Comandancia
General de Provincias Internas y comprendía las provincias
de Durango, a la que estaban unidas Chihuahua, Sonora y Sinaloa, Nuevo
México, Coahuila y Texas. Estas dos últimas, unidas
a Nuevo León y Nuevo Santander que ahora se llama Tamaulipas,
que dependían del virreinato, formaron más adelante
la Comandancia General de las Provincias de Oriente, cuando éstas
se separaron de las de Occidente, como en tiempos anteriores lo habían
estado. Yucatán era también independiente del virreinato
en lo militar, por estar aquella península más expuesta
a ser atacada en las guerras marítimas, y a quedar sin comunicación
con la capital.
El alto empleo de virrey lo obtenía, en la época de
que vamos a tratar, don José de Iturrigaray, quien, como casi
todos los que eran provistos de este encargo, durante el gobierno
de los príncipes de la casa de Borbón en España,
tenía el grado de teniente general en los ejércitos
españoles. Era nativo de Cádiz y debía su origen
a una familia decente, pero no distinguida; en la milicia había
hecho una carrera honrosa, y se había conducido con valor como
coronel de Carabineros Reales en la campaña del Rosellón
en la guerra entre España y Francia, al principio de la revolución
de ésta en 1792. Sin embargo, no fueron estos méritos
los que lo elevaron al virreinato, sino el favor de don Manuel de
Godoy, príncipe de la Paz, que a la sazón gozaba el
valimiento del débil y candoroso rey Carlos IV. Desde que fue
nombrado virrey, su objeto principal no fue otro que aprovechar la
ocasión para hacerse de gran caudal, y su primer acto al ir
a tomar posesión del gobierno fue una defraudación de
las rentas reales, pues habiéndosele concedido que llevase
sin hacer la ropa que no hubiese podido concluir al tiempo de su embarque
para sí y para su familia, introdujo con este pretexto y sin
pagar derechos un cargamento de efectos que vendido en Veracruz produjo
la cantidad de 119 125 pesos. Todos los empleos se proveían
por gratificaciones que recibía el virrey, la virreina o sus
hijos; alteró el orden establecido para la distribución
del azogue a los mineros, haciendo repartimientos extraordinarios
por una onza y onza y media de oro, con que se le gratificaba por
cada quintal; en las compras de papel para proveer la fábrica
de tabacos hacía poner precios supuestos, quedando en su beneficio
la diferencia con respecto a los verdaderos, que le era pagada por
los contratistas. Todos estos manejos se hacían con tal publicidad
y escándalo que se llegó a creer que eran autorizados
y que el príncipe de la Paz tenía su parte en lo que
producían. Con ellos consiguió Iturrigaray reunir un
capital muy considerable, que consistía en gran cantidad de
dinero en oro y plata, alhajas y vajilla, y en más de 400 000
pesos que tenía en los fondos de Minería, imposición
que entonces se tenía por la más segura, y esto no obstante
que sus gastos eran muy considerables y excedían con mucho
del sueldo de 60 000 pesos anuales que disfrutaba. Al descrédito
que causaba la venalidad del virrey, se agregaba la conducta poco
recatada de la virreina, doña Inés de Jáuregui,
y de sus hijos, y la inclinación de aquél al juego de
gallos, concurriendo a la plaza pública en que se lidian en
el pueblo de San Agustín de las Cuevas en la pascua de Pentecostés,
y todo unido había contribuido a hacer desaparecer el respeto
con que se veía esta suprema autoridad en tiempo de los Casafuertes
y Revillagigedos.
Era en lo demás Iturrigaray hombre de una capacidad que no
pasaba de la raya de común: en su administración siguió
la norma que dejaron establecida sus predecesores, y como en el orden
político lo mismo que en el físico, una vez dado un
impulso las cosas siguen por mucho tiempo el movimiento que se les
imprimió, los funcionarios del reinado de Carlos IV continuaron
por el sendero que les dejaron trazado los grandes hombres que ocuparon
todos los empleos en el reinado precedente, hasta que todo se perdió
en el abismo de inmoralidad y de despilfarro en que hundió
a la monarquía el influjo funesto del favorito Godoy. Así,
Iturrigaray favoreció las empresas de los caminos nuevos de
Veracruz por dos distintos derroteros, de los cuales el que pasa por
las villas de Orizaba y Córdoba, y estaba a cargo del consulado
de México, se había comenzado por el virrey Branciforte,
y protegió los establecimientos literarios ya formados, sin
que en ello hubiese esfuerzo ni mérito particular de su parte.
La minería, el comercio interior, la agricultura prosperaban
en el tiempo de su gobierno, porque sus predecesores habían
dejado asentados los cimientos del engrandecimiento de estos ramos.
Las audiencias de América variaban, como se ha dicho, en su
forma y número de ministros, según la importancia de
los países en que residían. La de México era
cancillería: se componía de un regente y diez oidores
que formaban dos salas para los negocios civiles, y otra con cinco
alcaldes de corte para los criminales. Sólo los oidores formaban
el acuerdo ordinario, al que eran llamados en casos de mucha gravedad
los alcaldes de corte, y éstos tenían al mismo tiempo
a su cargo cinco de los ocho cuarteles mayores en que estaba dividida
la ciudad: tenía tres fiscales, de lo civil, de lo criminal
y de real hacienda. El distrito de esta audiencia lo formaban las
provincias llamadas propiamente Nueva España, con las de Yucatán
y Tabasco, Nuevo León y Tamaulipas, de las internas de oriente
en el Mar del Norte y en el sur desde donde acababan los términos
de la audiencia de Guatemala hasta donde comenzaban los de la Nueva
Galicia. Ésta, que residía en Guadalajara, era de una
sala de cuatro oidores y el regente con un fiscal, que despachaban
tanto lo civil como lo criminal, y su jurisdicción se extendía
a las provincias de Guadalajara o Jalisco, Zacatecas, Durango y todas
las internas de Occidente, con inclusión de Coahuila y Texas.
Su presidente era al mismo tiempo comandante militar e intendente
de la provincia de Guadalajara. Era a la sazón regente de la
audiencia de México don Pedro Catani, anciano catalán,
lleno de pretensiones y vacilante de carácter; pero los ministros
de influjo en ella eran el decano don Guillermo de Aguirre y Viana
y don Miguel Bataller, este último era gobernador de la sala
del crimen y auditor de guerra: ambos eran europeos, sujetos de capacidad,
de gran conocimiento de los hombres y de los negocios, aunque en instrucción
excedía mucho el segundo al primero; firmes de carácter,
adheridos invariablemente a los intereses de España, y capaces
de atropellar por cualesquiera trabas cuando se versaban éstos.
En la sala del crimen había un hombre distinguido por su carrera,
por el fomento que había dado a las artes y a la instrucción
pública en Guatemala, donde siendo oidor había establecido
una sociedad patriótica y un periódico semanario que
el gobierno español hizo cesar: éste era don Jacobo
de Villa-Urrutia, nativo de Santo Domingo, en la isla de este nombre,
de donde pasó a México, de corta edad, y cuya familia
estaba enlazada con la de los Fagoagas, que era la de los marqueses
del Apartado. En 1805 estableció el Diario de México,
periódico literario, en que se insertaban poesías que
hacen honor a sus autores, noticias estadísticas y otras piezas
interesantes, aunque sin tocar en materias políticas, no obstante
lo cual sufrió grandes contradicciones y se suspendió
su publicación por orden del virrey Iturrigaray, que sólo
permitió continuase pagando 500 pesos el autor para la casa
de recogidas, y siendo el mismo virrey el revisor de las pruebas.
El regente de la audiencia de Guadalajara era don Antonio de Villa-Urrutia,
hermano de don Jacobo, del cual y de otros de los individuos de aquel
tribunal tendré ocasión de hablar en el curso de esta
historia.
Siempre estuvieron las provincias de la Nueva España, comprendiendo
en ésta las dependientes de la audiencia de Guadalajara, sujetas
a verse plagadas de bandoleros en los caminos, y continuamente molestadas
las poblaciones por ladrones que atacan las casas y despojan de noche
a los transeúntes, aun en las calles más públicas
de las ciudades principales. Contribuye mucho a este mal la corta
población diseminada en tan vasta extensión de terreno,
lo que hace queden grandes espacios yermos y despoblados, ofreciendo
las sierras y asperezas, que en varias direcciones cortan el país,
asilo seguro a los malhechores que abundan también en las poblaciones
por la mucha gente ociosa, vagamunda y perdida que en ellas vive.
Con el fin de castigar estos crímenes y suplir así la
falta de tribunales, pues las dos audiencias de México y Guadalajara
no podían bastar para sustanciar y sentenciar el gran número
de causas que había que formar, se dispuso que todos los jueces
de cualquiera clase que fuesen pudiesen imponer a los delincuentes
todo género de castigos y ejecutar sus sentencias, aunque fuesen
de la pena capital, administrando justicia con toda la libertad conveniente;
mas los abusos que se cometieron hicieron que por auto acordado de
la audiencia de México del año de 1601 se prohibiese
la ejecución de las sentencias de mutilación y muerte,
sin dar cuenta primero los jueces a las audiencias de sus distritos
y con acuerdo de éstas. Esto dio lugar a que los robos en poblado
y despoblado se multiplicasen tanto, que se creyó indispensable
para perseguir y castigar a los ladrones, establecer contra ellos
una jurisdicción especial; y por estos motivos se dispuso por
cédula de Felipe IV de 27 de mayo de 1631, que hubiesen provinciales
y alcaldes de la hermandad, pudiendo éstos poner oficiales
y cuadrilleros y entender en la ejecución de la justicia, conforme
lo practicaba la hermandad de Sevilla, exceptuando a los indios, con
respecto a los cuales debían limitarse a hacer la investigación
sumaria, remitiendo los reos a la cárcel pública para
que fuesen juzgados por los jueces ordinarios y, no bastando este
remedio, por otra cédula del mismo monarca de 25 de agosto
de 1664 se mandó que todos los jueces y justicias quedasen
facultados para hacer ejecutar sus sentencias, aunque fuesen de muerte,
según lo estaban antes del auto acordado en 1601. No obstante
estas medidas, el mal fue creciendo, multiplicándose los robos
por todas partes, a lo que contribuía no poco el asilo que
los ladrones encontraban en todas las iglesias, lo que hizo se ocurriese
a los medios más rigurosos, habiendo propuesto a fines del
siglo XVII el alcalde del crimen, don Simón Ibáñez,
que cualquier hurto leve se castigase con pena de muerte, dispensando
de las formalidades de la prueba, y el virrey conde de Moctezuma,
a pedimento del fiscal don Antonio Abarca, con voto de ambas salas
de la audiencia, determinó se sellasen los ladrones por primero
y segundo robo para ahorcarlos al tercero, todo lo cual fue desaprobado
por el rey. El duque de Albuquerque, segundo virrey de este título,
hizo salir en comisión a principios del siglo siguiente tres
alcaldes de corte a perseguir a los salteadores, y entre otras providencias
dictó la de que no se permitiese por los obispos que ningún
reo estuviese en los sagrados más de tres días, derogó
el fuero militar en materia de robos, prohibió la portación
de armas cortas y persiguió los juegos y los vagos, considerándolos
como semillero de ladrones; pero no surtiendo todo esto más
que un efecto poco duradero, el duque de Linares, a solicitud de los
vecinos de Querétaro, nombró en 1710 alcalde provincial
de la hermandad en aquel distrito a don Miguel Velázquez de
Lorea, nativo de aquella ciudad, y su sucesor el marqués de
Valero en 1719 amplió sus facultades, eximiéndolo de
dar cuenta con sus sentencias a la sala del crimen y declarando éstas
inapelables, cuya providencia dictada con acuerdo de la audiencia,
de donde vino el nombre de "Acordada", fue aprobada por
la corte el 22 de mayo de 1722, y dio origen al juzgado privativo
de este nombre, habiéndose agregado por real cédula
de 26 de noviembre de 1747, al empleo de alcalde provincial y juez
o capitán de la Acordada de las gobernaciones de Nueva España,
Nueva Galicia y Nueva Vizcaya (Durango) el de guarda mayor de caminos
y, posteriormente, el juzgado de bebidas prohibidas. Don Miguel Velázquez
y su hijo don José, que le sucedió en el empleo, lo
ejercieron con mucha severidad, logrando exterminar a los ladrones,
de los cuales ahorcaron muchos y a otros los asaetearon, que era la
pena usada por la hermandad, y restablecer la seguridad en los caminos
y poblaciones; pero habiendo suscitado la sala del crimen repetidamente
oposición al uso de tan extensas facultades, éstas sufrieron
diversas alteraciones, sujetando nuevamente a revisión las
sentencias del capitán de la Acordada; mas el virrey marqués
de Casafuerte, autorizado especialmente por el rey para el arreglo
de este punto, sostuvo a Velázquez en el uso de la jurisdicción
que ejercía, la que se confirmó en 1756 por el virrey
marqués de las Amarillas, nombrando juez de la Acordada por
muerte de los Velázquez a don Jacinto Martínez de la
Concha, en tiempo que los robos habían vuelto a ser frecuentes,
habiendo casi en cada distrito algún facineroso de nombradía,
como en el bajío de Guanajuato el llamado Pillo Madera, que
con su cuadrilla atacó y robó la conducta o convoy que
conducía las barras de plata de aquel mineral a México,
a todos los cuales Concha persiguió y castigó, y mereció
por sus distinguidos servicios ser condecorado con los honores de
oidor de la audiencia de México. La forma de los juicios se
modificó por real cédula de 21 de diciembre de 1765,
quedando establecido que el juez con dos asesores, oyendo al defensor
nombrado para los reos, acordasen verbalmente las sentencias, quedando
firmadas por todos y procediéndose a ejecutarlas sin otro trámite
ni apelación; pero gobernando el conde de Revillagigedo por
otra real cédula se dispuso que éstas, siendo de pena
capital o que irrogasen infamia, no se ejecutasen si no fuesen confirmadas
por el virrey con dictamen de una junta compuesta de un alcalde de
corte, del asesor del virreinato y de un abogado de la confianza del
virrey. El capitán de la Acordada ejercía su autoridad
por medio de cerca de 2 500 dependientes, con el nombre de tenientes
o comisarios, distribuidos tanto en las poblaciones como en los campos,
los cuales servían gratuitamente por el honor y consideraciones
que disfrutaban, y formaban un cuerpo de policía muy activo
y vigilante. Este tribunal podía considerarse como el complemento
de la administración de justicia en lo criminal, entendiendo
en ella igualmente la sala del crimen, según que ésta
o aquél aprehendían a los reos y empezaban a conocer
del delito; pero el modo expedito de proceder de la Acordada hizo
que fuese grande el número de criminales que se juzgó
mientras existió, considerándosele como el verdadero
apoyo de la seguridad de las propiedades y de los individuos, habiéndose
logrado por sus redoblados esfuerzos y saludable rigor corregir de
tal manera el mal de los ladrones, a que por desgracia tanto propende
el país, que se transitaba por todos los principales caminos
sin recelo, y las conductas de platas venían mensualmente a
México desde los reales de minas y regresaban a ellos con dinero,
llevando también grandes sumas de éste a Veracruz, con
muy pequeñas escoltas y casi sin más resguardo que las
banderas que se fijaban en las extremidades de las líneas de
barras de plata y talegas de pesos en los campos en que hacían
noche los conductores, y con las cuales se designaba que aquellos
caudales estaban bajo la protección de la autoridad real, o
como vulgarmente se decía, eran "la plata del rey",
cuyo nombre era respetado y acatado.
Había en lo civil otras jurisdicciones privilegiadas en favor
del fisco, como la de los intendentes, y la tenían también
los jefes o directores de varios ramos de rentas. En cuanto a señoríos
no había otros que el ducado de Atlixco y el marquesado del
Valle de Oaxaca; éste fue concedido a don Fernando Cortés,
y los alcaldes mayores o subdelegados nombrados por el gobernador
de su estado administraban justicia en primera instancia en los pueblos
de la comprensión de éste, y en segunda conocía
el juez privativo, que era siempre un oidor, pero sus sentencias en
caso de pena capital u otra de las mayores necesitaban ser confirmadas
por la sala del crimen. Había además los juzgados de
los alcaldes ordinarios, y los privativos de las municipalidades y
de otros cuerpos que eran al mismo tiempo administrativos, de que
paso a tratar.
Entre las diversas corporaciones de esta clase que existían
en la época de que hablamos, el ayuntamiento de la capital
y el consulado fueron las que más parte tuvieron en los acontecimientos
de que vamos a ocuparnos. Se componía el primero, como todos
los ayuntamientos en aquel tiempo, de cierto número de regidores
perpetuos y hereditarios, y éstos nombraban cada año
dos alcaldes, y cada dos, seis regidores incluso el síndico.
Los regidores perpetuos en número de 15 eran antiguos mayorazgos,
de muy corta instrucción en lo general y los más de
ellos arruinados en sus fortunas. Los alcaldes y regidores electivos,
que se llamaban honorarios, se escogían entre las personas
más notables del comercio o de la clase propietaria, y se tomaban
también de entre los abogados más distinguidos a los
que siempre pertenecía el síndico, y estos últimos
eran los que generalmente, por la superioridad de sus luces, ejercían
un grande influjo sobre la corporación; así se verificaba
en 1808 con respecto a los licenciados don Francisco Primo de Verdad
y Ramos y don Juan Francisco Azcárate, síndico el primero
y regidor el segundo, cuyo nombramiento había obtenido por
influjo del virrey. Los regidores perpetuos eran casi todos americanos,
habiendo heredado estos empleos de sus padres, quienes los habían
comprado para dar lustre a sus familias, y por esto el Ayuntamiento
de México puede ser considerado como el representante de aquel
partido; los alcaldes y los regidores honorarios se solían
nombrar por mitad europeos y americanos. La presidencia de la corporación
había sido motivo de muchas disputas y representaciones, resistiendo
el ayuntamiento a tener a su cabeza a los corregidores o intendentes,
y en el periodo de que hablamos, presidía el alcalde más
antiguo, que lo era don José Mariano Fagoaga. El Ayuntamiento
gozaba los honores de grande de España, y la ciudad debía
tener el primer lugar en los congresos de la Nueva España que,
como hemos visto, cesaron de reunirse mucho tiempo hacía. Los
alcaldes y el corregidor, cuando lo había, estaban encargados
de tres de los cuarteles mayores de la capital, estándolo de
los otros cinco los alcaldes de corte, y administraban justicia en
primera instancia; el Ayuntamiento tenía a su cuidado todos
los ramos municipales y sus rentas eran muy considerables.
Si los ayuntamientos, y especialmente el de México, eran los
representantes del partido criollo o americano, los consulados lo
eran del europeo, porque, como hemos visto en su lugar, casi todos
los que ejercían el comercio procedían de aquel origen.
Tres eran las corporaciones mercantiles que con este nombre había
en la Nueva España, en México, Veracruz y Guadalajara;
pero de ellas las dos primeras eran las más importantes. Establecido
el consulado de México cuando no se permitía pasar a
Indias más que a los súbditos de la corona de Castilla,
se dividió desde muy al principio en dos bandos de montañeses
y vizcaínos, que eran las provincias de aquella corona de que
solía venir a México mayor número de individuos.
Todos los que ejercían el comercio en esta ciudad, aun los
pocos americanos que de él se ocupaban, tenían que afiliarse
a uno de estos bandos, los cuales se disputaban entre sí las
elecciones anuales de prior y cónsules con tanto calor, que
no pocas veces había sido menester interviniese la fuerza armada
para que se hiciesen con tranquilidad; pero nunca estas divisiones
de provincialismo eran tan trascendentales que llegasen a distraer
a los españoles de los grandes intereses de su patria, y de
ejercer a una su predominio en Nueva España. Don Antonio Bassoco
era considerado corno el jefe de los vizcaínos, los dos hermanos
don Francisco y don Antonio Terán lo eran de los montañeses.
El consulado de México se regía por las ordenanzas del
de Burgos en España; por los cuantiosos fondos que había
tenido a su disposición, ya por los de su dotación,
ya por las alcabalas de que había sido arrendatario, y ya por
los de otros ramos que se le habían encargado, había
hecho grandes servicios al gobierno y había ejecutado magníficas
obras, erigiendo en la capital suntuosos y útiles edificios,
tales corno la aduana y el hospital de Belemitas, abriendo caminos
y excavando el célebre canal del desagüe de Huehuetoca,
obra digna de los romanos. Todas estas circunstancias hacían
a este cuerpo uno de los más importantes del reino, de gran
poder e influjo, extendiendo éste en todas las ciudades que
tocaban a su jurisdicción, por medio de los comisionados que
en ellas tenía. El de Veracruz era de más reciente creación;
dominaban en él los vizcaínos, y se regía por
las ordenanzas de Bilbao. Unidos con los de México por iguales
miras e intereses, se comunicaban entre sí los comerciantes
de uno y otro punto, y eran movidos por los mismos resortes. En la
época de que tratamos, estos dos cuerpos con noble emulación
estaban haciendo los dos magníficos caminos de México
a Veracruz, el uno que estaba concluido por Jalapa a cargo del consulado
de Veracruz, y el otro, con que corría el de México
por Córdoba y Orizaba, del que había de desprenderse
un ramal a Oaxaca, había llegado hasta Córdoba, y en
las cumbres de Aculcingo se habían ejecutado los inmensos cortes
de montañas que el viajero admira todavía, y con los
cuales se hicieron fáciles y practicables para carruajes unos
senderos que antes apenas lo eran para caballerías en la parte
del más precipitado descenso de la mesa central.
A la manera de los comerciantes, los mineros quisieron también
formar un cuerpo, con tribunales que administrasen justicia en los
negocios particulares de su ramo, y con un fondo para fomento de éste.
Lo solicitaron por medio de una representación, que en su nombre
dirigieron al rey, el 25 de febrero de 1774, sus apoderados don Juan
Lucas de Lassaga y don Joaquín Velázquez de León,
y el gobierno de Madrid, que ya antes había mandado por cédula
de 20 de julio de 1773 se formasen nuevas ordenanzas de minería,
accedió a lo que se pedía, en cuya consecuencia los
diputados de los principales reales de minas, en junta que celebraron
el 4 de mayo de 1774 procedieron a la erección formal del cuerpo,
con el título del "Importante cuerpo de la minería
de Nueva España", y nombraron por administrador general
a Lassaga y director a Velázquez, eligiendo al mismo tiempo
los demás individuos que debían componer el tribunal
general. Para dotación de éste, formación del
fondo de avío para habilitación de los mineros que tuviesen
necesidad de este auxilio para fomento de sus negociaciones, establecimiento
y manutención del colegio, se concedió la mitad o las
dos terceras partes del real por marco de plata, del derecho de señoreaje
que se pagaba doble y que el rey dispensó con este motivo,
y habiendo sido las dos terceras partes lo que se fijó, se
aumentó después hasta el real completó, con motivo
de préstamos hechos al gobierno y otras erogaciones. Las ordenanzas
que se formaron y se publicaron el 22 de mayo de 1783, propuestas
por el tribunal, y fundadas en lo que Gamboa había dicho en
sus comentarios sobre las ordenanzas antiguas, son un modelo de prudencia
e inteligencia, y un monumento glorioso de la sabiduría de
Velázquez y del ministerio de don José de Gálvez,
visitador que fue de Nueva España, y después ministro
universal de Indias con el título de marqués de la Sonora.
Por ellas se estableció con la mayor claridad el modo de adquirir
el dominio útil de las minas, pues el soberano se reservaba
el directo; se fijaron las reglas para laborearlas sin destruirlas,
para habilitarlas y para el rescate o compras de platas; y para decidir
las cuestiones que sobre todos estos puntos se suscitasen, se crearon
tribunales especiales, formados de mineros que juzgasen los pleitos
brevemente y sin costas, y de los cuales se apelaba al tribunal general
que residía en la capital, y de éste al de alzadas.
En el colegio debía haber 25 alumnos gratuitos españoles
o indios nobles, prefiriendo para ser recibidos a los hijos o descendientes
de mineros, y además se admitían pensionistas y todos
los que quisiesen concurrir a las lecciones, para que se instruyesen
no sólo en las ciencias relativas al laborío de las
minas y beneficio de sus metales, sino también en las artes
mecánicas necesarias para construir máquinas, formándose
con esto y con la práctica en que debían ejercitarse
en los reales de minas, bajo la dirección de peritos instruidos,
hombres útiles para todas las operaciones del ramo. El plan
fue sin duda grandioso, pero por desgracia los efectos no correspondieron
a las esperanzas. La profesión de la minería se ennobleció
sin duda, y los tribunales o diputaciones de los reales de minas fueron
de gran utilidad, pero el tribunal general como administrador de los
fondos causó a la minería grave y duradero perjuicio
porque habiéndolos invertido pródigamente en gastos
ajenos del fin a que se consignaron, o dilapidándolos los empleados
encargados de su manejo, acabó por una bancarrota de 4 000
000 de pesos, dejando a los mineros sujetos al pago de una contribución
permanente para pagar los réditos, y que no les produce otra
ventaja que la manutención del colegio, en el que si bien se
han formado algunos sujetos instruidos en las matemáticas,
física y química, los cuales han llevado este género
de conocimientos a los reales de minas y a las provincias del interior
en que antes eran ignorados, por su ubicación y otros graves
defectos ha estado muy lejos de proveer a las negociaciones de "sujetos
instruidos en toda la doctrina necesaria para el más acertado
laborío de las minas" que fue el objeto de su fundación
pues éstos escasean tanto al cabo de 50 años de establecido
el colegio y de haberse erogado en él grandes gastos, como
antes de su establecimiento. En la época de que tratamos, el
marqués de Rayas, natural de Guanajuato, de una familia célebre
en la minería, era administrador general; el empleo de director
lo tenía don Fausto de Elhuyar, que había hecho en Alemania
y Francia una carrera distinguida en las ciencias, y entre los catedráticos
se señalaba don Andrés del Río, que había
adquirido grandes conocimientos en los mismos países, y que
publicó en México el primer tratado de mineralogía
que se ha impreso en lengua castellana.
Si fuese necesario un ejemplo que salga de la esfera de los casos
comunes, para comprobar lo que hemos dicho acerca del uso que los
americanos solían hacer de sus caudales, comparativamente con
el modo económico de formarlos y administrarlos de los europeos,
lo hallaríamos en el contraste que presentan los fondos del
consulado de México manejados por éstos, y los de la
minería, cuerpo en que predominaban los primeros. El consulado,
en una larga serie de años, administró los fondos de
su dotación y otros que le fueron encargados con economía:
construyó grandes y útiles obras y, en el momento de
su extinción, no dejó más deuda que la procedente
de los capitales tomados para los caminos que emprendió, asegurados
sus réditos con los peajes de éstos, la minería,
en pocos años de existencia, levantó para colegio un
soberbio edificio con visos de palacio, poco acomodado para su instituto,
y dejó una deuda que grava a los mineros con una contribución
que no tiene más objeto que el pago de los réditos de
los capitales que el cuerpo quedó reconociendo, y se evaporaron
sin dejar casi rastro alguno de su inversión. Pudiera por desgracia
llevarse más adelante este contraste y encontrar, en la administración
de los fondos de la minería, el presagio de lo que había
de ser la de la hacienda de la nación, cuando ésta llegase
a ser independiente, así corno los del consulado presentan
el recuerdo de lo que esa misma hacienda fue en la época precedente.
Grande era el influjo del clero por el triple resorte del respeto
a la religión, del recuerdo de grandes beneficios y por sus
cuantiosas riquezas. El pueblo, poco instruido en el fondo de la religión,
hacía consistir ésta en gran parte de la pompa del culto
y, careciendo de otras diversiones, se las proporcionaban las funciones
religiosas, en las que, especialmente en la Semana Santa, se representaban
en multiplicadas procesiones los misterios más venerables de
la redención. Las fiestas de la Iglesia, que debían
ser todas espirituales, estaban pues convertidas todas en vanidad,
habiendo muchos cohetes, danzas, loas, toros y juegos de gallos, y
aun los vedados de naipes y otras diversiones, para celebrar a gran
costa las solemnidades de los santos patronos de los pueblos, en cuyos
objetos invertían los indios la mayor parte del fruto de su
trabajo, y esta pompa profana con poca piedad es lo que hizo decir
al virrey que con frecuencia he citado, que "en este reino todo
es exterioridad, y viviendo poseídos de los vicios, les parece
a los más que en trayendo el rosario al cuello, y besando la
mano a un sacerdote, son católicos, que los diez mandamientos
no sé si los conmutan en ceremonias". Los indios conservaban
al clero regular el respeto que los primeros misioneros habían
ganado, con el muy justo título de protegerlos contra la opresión,
defendiéndolos de las violencias de los conquistadores, y siendo
sus maestros no sólo en la religión, sino también
en las artes necesarias para la vida. Este respeto, que llegaba a
ser fanática veneración, nada tenía de peligroso
mientras se tributaba a hombres venerables por su virtud, y el gobierno,
a quienes eran muy adictos y obedientes, encontraba en estos ejemplares
eclesiásticos su más firme apoyo; pero podría
venir a serlo en alto grado, si corrompidas las costumbres del clero,
éste por miras particulares quisiese abusar de este influjo,
lo cual preveía el mismo ilustrado virrey, de cuya instrucción
a su sucesor he hecho frecuente uso, cuando recomendaba a éste
la circunspección con que debía evitar choques con los
eclesiásticos, recordando acaso el motín contra el marqués
de Gelves en 1624, "porque son capaces, dice, de atropellar el
respeto de la persona, e inquietar los ánimos de los seglares,
pues la cantidad de eclesiásticos ignorantes no es poca, y
el todo del pueblo de la voz de católicos en apariencia común
. Este peligro para el gobierno lo hacía mayor la precaución
misma que el arzobispo Haro hemos dicho aconsejó para evitarlo,
pues estando las altas dignidades eclesiásticas en manos de
los europeos, los americanos ejercían mayor influjo sobre el
pueblo, con el que los ponía en más inmediato contacto,
el no conferírseles en lo general sino los beneficios y administraciones
menos importantes.
La riqueza del clero no consistía tanto en las fincas que poseía,
aunque éstas eran muchas, especialmente las urbanas en las
ciudades principales como México, Puebla y otras, sino en los
capitales impuestos a censo redimible sobre las de los particulares,
y el tráfico de dinero por la imposición y redención
de estos caudales, hacía que cada juzgado de capellanías,
cada cofradía, fuese una especie de banco. La totalidad de
las propiedades del clero tanto secular como regular, así en
fincas corno en esta clase de créditos, no bajaba ciertamente
de la mitad del valor total de los bienes raíces del país.
El Ayuntamiento de México, viendo la multitud de conventos
de uno y otro sexo que se iban levantando, y la muchedumbre de personas
que se destinaban al estado eclesiástico, así como las
grandes sumas invertidas en fundaciones piadosas, pidió al
rey Felipe IV en 1644,
que no se fundasen más conventos de monjas ni de religiosos,
siendo demasiado el número de las primeras y mayor el de
las criadas que tenían: que se limitasen las haciendas de
los conventos de religiosos y se les prohibiese el adquirir de nuevo,
lamentándose de que la mayor parte de las propiedades estaban
con dotaciones y compras en poder de religiosos, y que si no se
ponía remedio en ello, en breve serían señores
de todo: que no se enviasen religiosos de España y se encargase
a los obispos que no ordenasen más clérigos que los
que había, pues dice se contaban más de seis mil en
todos los obispados sin ocupación ninguna, ordenados a título
de tenues capellanías, y por último, que se reformase
el excesivo número de fiestas, porque con ellas se acrecentaba
la ociosidad y daños que ésta causaba.
Lo mismo pidieron las cortes reunidas en Madrid por aquel tiempo,
y antes lo había propuesto el Consejo de Castilla; pero no
se tomó providencia y las cosas siguieron lo mismo. Esta riqueza
del clero sufrió sin embargo notable rebaja por la expulsión
de los jesuitas en 1767, habiendo sido aplicados al fisco sus cuantiosos
bienes, aunque respetando las fundaciones piadosas que eran a su cargo,
no obstante lo cual al principio del siglo presente ascendían
a lo que arriba se ha dicho. Además de las rentas producidas
por estas fincas y capitales, tenía el clero secular los diezmos,
que en todos los obispados de la Nueva España montaban a cosa
de 1 800 000 pesos anuales, aunque de esta suma percibía el
gobierno una parte, como en su lugar se dirá. En el obispado
de Michoacán los diezmos se arrendaban en postura pública,
lo que hacía más riguroso y opresivo su cobro, inventando
el interés particular mil arbitrios para hacer extensiva esta
contribución hasta a los menores productos de la agricultura.
El clero tenía una jurisdicción privilegiada con tribunales
especiales y un fuero personal que en épocas anteriores fue
muy extenso, pero que se había disminuido mucho con la intervención
de los jueces reales en los casos criminales, y con la declaración
de que se conociese en los juzgados seculares de los principales y
réditos de las capellanías y obras pías. Las
competencias entre los juzgados eclesiásticos y los civiles,
así corno entre todos los demás tribunales, las decidía
el virrey, y esta prerrogativa era una de las que daban mayor realce
a su autoridad.
Por lo que vernos en la instrucción del duque de Linares y
por el informe secreto hecho al rey Fernando VI por don Jorge Juan
y don Antonio Ulloa, las costumbres del clero habían llegado
a principios del siglo XVI a un grado de corrupción escandaloso,
especialmente en los regulares encargados de la administración
de los curatos o doctrinas. En la época de que tratamos, esta
corrupción se notaba particularmente en las capitales de algunos
obispados y en los lugares cortos; pero en la capital del reino la
presencia de las autoridades superiores hacía que hubiese mayor
decoro, habiendo también en todas partes eclesiásticos
verdaderamente ejemplares, y en esto se distinguían algunas
órdenes religiosas. Entre todas, los jesuitas se habían
hecho recomendables por la pureza de sus costumbres y por su celo
religioso, siendo notable el contraste que presentan los mismos don
Jorge Juan y [don Antonio] Ulloa en su citada obra, en lo que dicen
acerca de estos religiosos, con lo que refieren de otros. Su expatriación
dejó un gran vacío, no sólo en las misiones entre
bárbaros que tenían a su cargo, sino en la instrucción
y moral del pueblo, que en alguna parte llenaron los colegios apostólicos
"de propaganda fide", tanto en la administración
de las referidas misiones como en las que de cuando en cuando hacían
en las ciudades y poblaciones, y el fruto que de ellas se sacaba demuestra
que el pueblo dispuesto a recibir las impresiones saludables de la
religión hubiera mejorado mucho si hubiera tenido más
instrucción, y si los curas hubiesen cuidado de dársela,
más que de atender a sus utilidades personales, fomentando
acaso ellos mismos supersticiones que les eran provechosas. No eran
menos recomendables los dieguinos, los felipenses, cuyos oratorios
habían remplazado en muchas partes a los jesuitas, y de las
religiones hospitalarias los belemitas, que se ocupaban de la enseñanza
de las primeras letras y cuidaban de los hospitales.
En las mismas religiones se había introducido la rivalidad
del nacimiento, exceptuando también en este punto a los jesuitas,
que no tenían capítulos ni elecciones estrepitosas,
y cuyos prelados eran nombrados en Roma por el general de la orden
sin atender más que al mérito y virtud de los individuos.
No sólo había en algunas de ellas la alternativa entre
"gachupines y criollos", sino que había comunidades
enteras casi exclusivamente compuestas de los unos o de los otros:
los primeros formaban las del Carmen y los colegios apostólicos
de San Fernando de México, la Cruz de Querétaro y algunos
otros, así corno los criollos tenían el de Guadalupe
de Zacatecas, y de las órdenes hospitalarias las de San Juan
de Dios y San Hipólito.
Se hallaba al frente de la Iglesia mexicana en 1808 el arzobispo don
Francisco Javier de Lizana y Beaumont, descendiente de una familia
ilustre de Navarra, y cuyo apellido recordaba los antiguos bandos
de Beumonteses y Agramonteses en aquel reino: hombre virtuoso, animado
de mucho celo por el cumplimiento de sus obligaciones, desinteresado
y caritativo, pero de corto talento e instrucción; al mismo
tiempo débil y tenaz, crédulo y desconfiado, dejándose
gobernar enteramente por su primo don Isidoro Sáenz de Alfaro,
que era canónigo e inquisidor, altivo de carácter, satisfecho
de sí mismo y que gustaba de llevarlo todo a su voluntad. Entre
los individuos del cabildo eclesiástico eran los más
distinguidos por sus conocimientos y por la parte que tuvieron en
los sucesos políticos el arcedeán don José Mariano
Beristáin, natural de Puebla, y el magistral don José
María Alcalá. El primero era hombre de mucha y general
instrucción, hablaba bien en público y se distinguía
por la amenidad de su trato: había estado en España,
en donde obtuvo su prebenda y el grado de doctor en las universidades
de Valencia y Valladolid; se manifestaba adicto al favorito Godoy
y trataba con bastante intimidad al virrey Iturrigaray. El segundo
hizo su carrera en curatos y cátedras, era muy popular y poco
inclinado a los españoles.
El único obispo americano que había en las ocho diócesis,
en que además del arzobispado de México estaba dividido
el virreinato, era el de Puebla, don Manuel González del Campillo,
que siempre se mantuvo fiel a los intereses españoles. En el
clero de las provincias había un hombre de quien tendré
frecuentemente ocasión de hablar. Sus conocimientos en materias
políticas y económicas, de que se ocupaban muy poco
los individuos de su clase, le hacía sobresalir mucho entre
ellos, y aunque nacido en España, su larga residencia y relaciones
en América le habían hecho abrazar con calor los intereses
del país en las varias ocasiones en que se habían hallado
comprometidos. Desempeñó por muchos años el juzgado
de capellanías de la mitra de Michoacán y, habiendo
obtenido una canonjía de oposición, le fue disputada
por defecto de nacimiento. Pasó a España con este motivo
y de allí viajó a Francia, en la época más
brillante del reinado de Napoleón, y a su regreso a México
se le nombró para la mitra del mismo Michoacán, cuyo
gobierno ejerció. Éste era don Manuel Abad y Queipo,
que tanto papel hizo más adelante en España.
El tribunal de la Inquisición de México extendía
su jurisdicción no sólo a todo el virreinato de Nueva
España, sino también a la capitanía general de
Guatemala, islas de Barlovento y Filipinas. Este tribunal procedía
con absoluta independencia, sujeto sólo al consejo de la suprema
en Madrid; mas desde el gobierno del conde de Revillagigedo y por
informe de éste se dispuso que antes de publicar edicto alguno
diese parte al virrey, para que de esta manera pudiese haber la necesaria
armonía entre las autoridades, la cual se destruye con grave
perjuicio de los intereses nacionales siempre que aquéllas
proceden sin sujeción alguna al gobierno supremo.
A los repartimientos de indios habían sucedido los gobiernos,
corregimientos y alcaldías mayores, cuyos empleos se proveían
por tiempo determinado, algunos por el rey y otros por los virreyes
en sus respectivos territorios, siendo a cargo de estos empleados
el gobierno de las provincias y distritos en que estaba dividido el
virreinato. Algunos estaban a sueldo, otros eran pagados con una parte
que se les asignaba de los tributos que estaban encargados de cobrar,
haciéndose los encabezamientos o matrículas por los
jueces comisionados especialmente para esto; pero el aprovechamiento
principal de los alcaldes mayores provenía de los comercios
y granjerías que hacían, a pretexto de hacer trabajar
a los indios como les estaba recomendado por las leyes, distribuyéndoles
tareas y recibiendo a bajo precio los frutos de su industria para
darles en pago los artículos necesarios para su vestuario y
alimentos a precios excesivos; y como tenían la autoridad en
sus manos, los obligaban a cumplir con todo rigor estos contratos
usurarios, resultando de aquí grandes utilidades para los que
hacían este tráfico, particularmente en aquellos distritos
en que se cosechaba algún fruto precioso, como la grana en
Oaxaca, que constituía un monopolio para aquellos empleados
y para los comerciantes que los proveían de fondos y efectos
mercantiles; pero los indios eran cruelmente vejados y oprimidos.
¡Funesto sistema de administración, en que las ventajas
pecuniarias del que gobernaba habían de dimanar de la opresión
y miseria del gobernado! El duque de Linares, en su estilo fuerte
y conciso, lo caracterizó en pocas palabras, diciendo: "Siendo
la provincia de los alcaldes mayores tan dilatada, tengo de definirla
muy breve, pues se reduce a que desde el ingreso a su empleo faltan
a Dios, en el juramento que quiebran; al rey, en los repartimientos
que hacen; y al común de los naturales, en la forma en que
los tiranizan". Todo este orden de cosas tan injusto y opresivo
cesó con la Ordenanza de Intendentes, publicada por el rninistro
Gálvez el 4 de diciembre de 1786, limitada por entonces a sólo
la Nueva España, pero que después se generalizó,
con convenientes modificaciones, a toda la América española.
En ella, bajo los títulos de "las cuatro causas de justicia,
policía, hacienda y guerra", se establecieron las reglas
más convenientes para la administración interior en
todos estos ramos, y para el fomento de la agricultura, industria
y minería. Todo el territorio del virreinato, incluso Yucatán
y las provincias internas, quedó dividido en 12 intendencias
que tomaron el nombre de sus capitales, subsistiendo el corregimiento
de Querétaro para todo lo civil y judicial, aunque dependiendo
de la intendencia de México para lo de hacienda, y para los
empleos de intendentes se nombraron hombres de probidad e inteligencia
en el desempeño de sus funciones, entre los que se distinguían
por su mérito particular los de Guanajuato y Puebla. El ministro
Gálvez en el tiempo de su poder quiso colocar en puestos distinguidos
a todos sus parientes, y éstos por su capacidad y servicios
hicieron ver que no eran indignos de esta predilección. Don
Matías, hermano del ministro, y don Bernardo, hijo del primero,
fueron sucesivamente virreyes de México: el último casó
en Nueva Orleans, cuando fue mandando la expedición que reconquistó
las Floridas, con doña Felícitas Saint-Maxent, cuyas
dos hermanas, doña Victoria y doña Mariana, casaron
la primera con don Juan Antonio de Riaño, y la segunda con
don Manuel de Flon, conde que después fue de la Cadena, ambos
oficiales en aquel ejército. Cuando se crearon las intendencias,
se dio al primero la de Valladolid, en que permaneció poco
tiempo, pasando en seguida a la más importante de Guanajuato,
y a Flon la de Puebla. Éste, de carácter severo y de
una gran integridad, reformó grandes abusos, fomentó
todos los ramos de industria en su provincia y hermoseó notablemente
la capital. Riaño, de no menos probidad, pero de genio ameno
y afable, había servido en la marina, y a los conocimientos
de matemáticas y astronomía propios de aquella carrera
unía el cultivo de la literatura y de las bellas artes, con
lo que introdujo el gusto de éstas en Guanajuato y en especial
de la arquitectura, por su influjo se levantaron no sólo en
la capital, sino en toda la provincia, magníficos edificios,
cuya construcción inspeccionaba él mismo, enseñando
hasta el corte de las piedras a los canteros; fomentó el estudio
de los clásicos latinos y de los buenos escritores españoles,
debiéndosele el cultivo de la lengua castellana y la correcta
pronunciación que hizo tomar a todos los jóvenes de
Guanajuato de aquel tiempo. Como en el interior de su familia se hablaba
francés, que era la lengua de su esposa, introdujo entre la
juventud de aquella capital la afición a este idioma y el cultivo
de su literatura, con una elegancia de trato que no era conocida en
otras ciudades de provincia; a él se le debió la afición
al dibujo y a la música, el cultivo de las matemáticas,
física y química en el colegio que había sido
de los jesuitas, para lo que protegió con empeño a don
José Antonio Rojas, catedrático de matemáticas
en aquel colegio y alumno del de minería; estableció
un teatro, fomentó el cultivo de olivos y viñas, y tuvo
el mayor empeño en impulsar el trabajo de las minas, ramo principal
de la riqueza de la provincia, haciendo que entre los vecinos acaudalados
de Guanajuato se formasen compañías para el laborío
de las minas antiguas abandonadas o de otras nuevas.
Más de dos, siglos se pasaron sin que hubiese en Nueva España
más tropas permanentes que la escolta de Alabarderos del Virrey,
y algo más adelante las dos Compañías de Palacio;
se formaron luego el cuerpo del comercio de México y los de
algunos gremios, y en las provincias milicias con poca disciplina,
a las que se agregaban las fuerzas que se solían levantar en
determinadas ocasiones; pero en el reinado de los monarcas de la casa
de Borbón, además de haber mandado algunos regimientos
de España, se fueron formando los cuerpos veteranos y las milicias
provinciales, esto último no sin resistencia, que algunas veces
terminó en motines, que se sosegaron fácilmente. Al
mismo tiempo se dio grande extensión al fuero y a la jurisdicción
militar, que ejercía el virrey corno capitán general
con un auditor de guerra que era un oidor apelándose de las
sentencias dadas con su dictamen al mismo capitán general,
quien en la segunda instancia nombraba otro ministro para que acompañase
al auditor. Hubo después dos auditores, y lo eran en la época
de que tratamos los oidores don Miguel Bataller y don Melchor de Foncerrada,
éste americano y aquél europeo. La Comandancia General
de Provincias Internas tenía su jurisdicción independiente,
y para desempeñar las funciones judiciales el comandante general
tenía un asesor letrado. El mando particular de las provincias
variaba: en la de México lo tenía inmediatamente el
virrey; en Oaxaca, Querétaro y San Luis Potosí estaba
encargado a los comandantes de brigada, y en las demás a los
intendentes, siendo además los de Guadalajara, Veracruz y Puebla
comandantes de las brigadas de aquellas demarcaciones.
La fuerza militar consistía en una compañía de
alabarderos de guardia de honor del virrey: cuatro regimientos y un
batallón de infantería veterana o permanente que componían
el numero de 5 000 hombres; dos regimientos de dragones con 500 plazas
cada uno; un cuerpo de artillería con 720 hombres distribuidos
en diversos puntos; un corto número de ingenieros y dos compañías
de infantería ligera y tres filas que guarnecían los
puertos de la Isla del Carmen, San Blas y Acapulco. De los cuatro
regimientos de infantería, uno estaba en La Habana con lo que
la fuerza total permanente, dependiente del virreinato, no excedía
de 6 000 hombres.
Por una disposición tan política corno económica,
la fuerza principal destinada a la defensa del país consistía
en los cuerpos que se llamaban de milicias provinciales, los cuales
no se ponían sobre las armas sino cuando el caso lo pedía.
Se componían de gente del campo o artesana que, sin separarse
de sus ocupaciones en tiempo de paz, estaba dispuesta a servir en
el de guerra, sin otro gasto que el pequeño del pie o cuadro
veterano que tenía para su organización y disciplina,
reuniéndose en periodos determinados para recibir la instrucción
necesaria. Estos cuerpos estaban distribuidos por distritos, y en
cada uno de éstos las compañías por pueblos,
y los caballos de los regimientos de caballería se repartían
entre las haciendas de cada distrito, que estaban obligadas a presentarlos
en buen estado cuando se les pedía. La oficialidad la formaban
los propietarios de las provincias, y era un honor muy pretendido,
y que se compró a caro precio cuando estos cuerpos se levantaron,
el empleo de coronel o teniente coronel en ellos En las provincias
centrales, las más pobladas y de temperamento frío o
templado, se formaron siete regimientos de infantería de dos
batallones y otros tres batallones sueltos, que teniendo cada batallón
la fuerza de 825 plazas hacían el total de 14 000 hombres,
a lo que deben agregarse los dos cuerpos urbanos del comercio de México
y Puebla, que entre ambos tenían 930 hombres. La caballería
consistía en ocho regimientos de cuatro escuadrones, con 361
plazas en tiempo de paz, que en el de guerra se aumentaban a 617,
lo que hacía una fuerza de 4 936 dragones; en las inmediaciones
de Veracruz había un cuerpo de 1 000 lanceros; otros tres para
el resguardo de las antiguas fronteras de Sierra Gorda, Colotlán
y Nuevo Santander, con la fuerza de 1 320 plazas, y un escuadrón
urbano en México con 200.
Las tropas destinadas para el resguardo de las costas estaban organizadas
en compañías sueltas en distintos puntos que formaban
divisiones mixtas de infantería y caballería, con muy
poca disciplina y que ni aun usaban uniforme militar: eran útiles
en sus respectivas demarcaciones para excusar emplear en ellas tropas
de línea del interior del país que hubieran perecido
víctimas del mortífero temperamento de las costas. De
estas divisiones había cinco en las del Mar del Norte o seno
mexicano, que con las dos compañías de pardos y morenos
de Veracruz, componían la fuerza de 3 000 hombres, y en las
del sur siete, con 3 750.
Las Californias estaban guarnecidas con cinco compañías
permanentes de caballería volante, y las provincias internas
dependientes del virreinato con una en Nuevo León y tres en
Nuevo Santander, además de las compañías de milicias
de los vecinos que había en cada población para defenderla
de las irrupciones de los bárbaros.
La totalidad de los cuerpos de milicias provinciales de infantería
y caballería, con las siete compañías de artillería
miliciana de Veracruz y otros puntos de las costas, suponiéndolos
completos y en el pie de guerra, lo que casi nunca se verificaba,
ascendería a 29 411 hombres, pero deduciendo de este número
las divisiones de ambas costas que no salían de sus demarcaciones,
y que componían 7 200 hombres, quedan de fuerza efectiva y
útil 22 211 hombres que, unidos a 6 000 de tropa permanente,
hacen un total de 28 000 hombres, que era la fuerza de que podía
disponer el virrey para la campaña.
Los cuerpos de milicias disciplinadas y las divisiones de las costas
estaban distribuidos en 10 brigadas, con un comandante cada una, que
lo era el comandante militar de la cabecera, excepto las de México,
Oaxaca, Querétaro y San Luis, que tenían un jefe especialmente
encargado de ellas. La mayor parte de los jefes y muchos oficiales,
tanto de las tropas veteranas como de la milicias, eran europeos;
los sargentos, cabos y soldados todos mexicanos, sacados de las castas,
pues los indios, como se dijo en su lugar, estaban exentos del servicio
militar.
En esta enumeración no he comprendido las tropas de las provincias
internas ni las de Yucatán, porque ni unas ni otras dependían
del virreinato: las primeras consistían en las compañías
presidiales y volantes, distribuidas en las provincias de Durango
o Nueva Vizcaya, de la que entonces dependía Chihuahua, Nuevo
México, Sonora y Sinaloa, Coahuila y Texas las cuales, con
las compañías de indios opatas y pimes de Sonora, estaban
destinadas a proteger aquella dilatada frontera contra las irrupciones
de los apaches y demás naciones bárbaras uniéndose
a estas fuerzas los habitantes, que todos dependían de la autoridad
militar mediante un sistema de colonización armada sabiamente
combinado y establecido por el caballero de Croix, primo del virrey
marqués de Croix. El empleo de comandante general de estas
provincias lo obtenía don Nemesio Salcedo, brigadier y militar
de buena reputación. En Yucatán había un batallón
veterano y algunos cuerpos provinciales, con la competente artillería.
Se ve, por lo que llevo expuesto en este capítulo acerca del
sistema general de gobierno de las Indias y del particular de los
grandes distritos en que se hallaban divididas, que cada uno de éstos,
fuese con el nombre del virreinato o capitanía general, formaba
una monarquía enteramente constituida sobre el modelo de la
de España, en la que la persona del rey estaba representada
por el virrey o capitán general, así corno la audiencia
ocupaba el lugar del consejo, y entre ambos tenían la facultad
de hacer leyes en todo lo que fuese necesario, pues los autos acordados
tenían fuerza de tales mientras no eran derogados o modificados
por el rey. El ejercicio de la autoridad estaba sujeto a prudentes
restricciones: nada se había dejado al arbitrio de los hombres,
y todos sus actos públicos dependían de reglas ciertas,
y su manejo se examinaba por otras autoridades superiores o se sometía
a juicios que tenían sus trámites precisos y determinados.
Las partes todas de la administración tenían una dependencia
necesaria unas con otras, y cuando la inspección era recíproca
el abuso era difícil y pudiera decirse imposible, si algo hubiese
imposible a la malicia humana. Las leyes habían previsto los
medios para evitar los inconvenientes de la distancia de la metrópoli
y de la interrupción de comunicación con ella que causaban
las frecuentes guerras marítimas, habiendo prevenido el modo
de llenar provisoriamente las vacantes que resultasen en todos los
empleos, aun en los coros de las catedrales. Cada una de estas monarquías
tenía su jerarquía eclesiástica, sus universidades,
consulados y cuerpos administrativos; su sistema de hacienda adecuado
a sus circunstancias peculiares; su ejército para su defensa
y, en fin, todos los medios de existir de una manera independiente,
de tal suerte que para ser naciones no necesitaban otra cosa que hacer
hereditario el poder que los virreyes ejercían por tiempo limitado.
Todos los resortes de esta máquina, que parecía complicada
por su inmensa mole, pero que era muy sencilla en sus movimientos,
dependían de una mano que residía a dos, tres o cuatro
mil leguas de distancia, pero que no obstante ésta, hacía
sentir su impulso en todas partes con imperio, y era en todas obedecida
con respeto y sumisión. Si alguna vez estos resortes se relajaban
por la distancia del centro del poder, éste se hacía
presente en todas partes por medio de los visitadores que de tiempo
en tiempo se nombraban, y que con plenitud de facultades privaban
del empleo al magistrado culpable, aun a los de las más altas
clases; suspendían o hacían juzgar al menos criminal;
visitaban las oficinas, reformaban los abusos que en su manejo notaban,
les daban nueva forma y nuevos reglamentos, y creaban nuevas rentas
o hacían más productivas las ya establecidas. Por estos
medios, los unos estables y ordinarios, los otros temporales y de
las circunstancias, todo el inmenso continente de América,
caos hoy de confusión, de desorden y de miseria, se movía
entonces con uniformidad, sin violencia, puede decirse sin esfuerzo,
y todo él caminaba en un orden progresivo a mejoras continuas
y sustanciales. En ninguna ocasión se manifestó tan
a las claras el poder de aquel gobierno, la exactitud con que era
obedecido y el respeto con que sus órdenes eran acatadas y
cumplidas, como en la expulsión de los jesuitas. Era aquella
comunidad religiosa rica, poderosa, sumamente respetada y estimada;
el rey Carlos III, siguiendo ajenos influjos, resuelve extinguirla
en sus estados por un acto de autoridad que la posteridad imparcial
ha calificado de injusto y arbitrario: faculta para dictar las medidas
conducentes para su ejecución al conde de Aranda, su ministro;
circula éste a las más remotas partes de la monarquía
las órdenes para aprehender a los jesuitas, conducirlos a los
depósitos en donde habían de embarcarse para ser conducidos
a Italia, y secuestrar sus bienes; los pliegos cerrados que contenían
estas órdenes habían de abrirse en todas partes en día
y hora determinada; muchos de los que habían de ejecutarlas
eran amigos, parientes o adictos a los jesuitas. Sin embargo, la hora
suena, los pliegos se abren, los jesuitas son presos y aquel instituto
prodigioso desaparece como por encanto de la inmensa extensión
de todos los estados españoles, prohibiéndose aun hablar
de las causas que habían motivado tal disposición. Es
menester que un gobierno esté muy seguro de su fuerza para
intentar y ejecutar tales medidas.
Este sistema de gobierno no había sido obra de una sola concepción
ni procedía de teorías de legisladores especulativos
que pretenden sujetar al género humano a los principios imaginarios,
que quieren hacer pasar como oráculos de incontrastable verdad:
era el resultado del saber y de la experiencia de tres siglos, y antes
de llegar a los resultados que se habían obtenido, había
sido menester pasar por largas y reiteradas pruebas. Los reyes de
la Casa de Austria española habían levantado en dos
siglos el laborioso edificio de las leyes recopiladas en el Código
de Indias; los soberanos de la familia de Borbón que ocuparon
el trono español después de aquéllos, guiados
por más ilustrados principios, hicieron en ellas grandes alteraciones
y mejoras que recayeron sobre lo accesorio de la administración
política y de hacienda, pero dejando siempre subsistente lo
demás. El gobierno de América había participado
del desmayo y desorden de que adoleció toda la monarquía
en los reinados de los dos últimos príncipes de la dinastía
austriaca: comenzó a mejorar bajo Felipe V, el primero de los
monarcas de la casa de Borbón; adelantó mucho en el
reinado de Fernando VI, en el memorable ministerio del marqués
de la Ensenada, y llegó al colmo de su perfección en
tiempo de Carlos III, lo que en gran manera se debió a la visita
que hizo a Nueva España don José de Gálvez, que
fue después ministro universal de Indias, con el título
de marqués de Sonora.
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