Estado de la Nueva España en 1808.
Sucesos que promovieron
la Revolución de 1810

CAPÍTULO I

Virreinato de la Nueva España.-Primitivos habitantes de ella. -Nueva población originada en la Conquista. -Españoles europeos y americanos. -Rivalidad entre ambos. -Mujeres criollas. -Nobleza. -Ilustración. -Población total. -Proporción de las diversas clases. -Indios. -Castas. -Calidades e ignorancia de estas dos clases. -Distribución de la población sobre la superficie del reino.

EL VIRREINATO de la Nueva España comprendía, en la época en que esta historia comienza, no sólo el territorio a que dio este nombre don Fernando Cortés cuando hizo el descubrimiento y conquista de él, sino también al antiguo reino de Michoacán: la Nueva Galicia, conquistada por Nuño de Guzmán, que formaba la intendencia de Guadalajara; otras provincias centrales que sucesivamente se agregaron: las internas de Oriente y Occidente, las Californias y la Península de Yucatán. Al norte confinaba con los Estados Unidos de América, desde el Golfo de México hasta el Océano Pacífico, siendo inciertos los límites, hasta que se fijaron claramente en el tratado celebrado por el rey de España con el gobierno de aquella república, el 22 de febrero de 1819. Se extendía por el sur hasta tocar con la provincia de Chiapas y su anexa de Soconusco, dependientes de la capitanía general de Guatemala; y las costas de Yucatán, desde el Golfo de Honduras, con el vasto contorno del seno mexicano, señalaban sus términos al oriente; así como por el poniente los formaba el Mar del Sur u océano Pacífico, desde el Istmo de Tehuantepec hasta el norte de la Alta California.

La cordillera de los Andes, que en toda la América meridional corre aproximada al Mar del Sur, se reduce a tan corta altura y espacio en el Istmo de Tehuantepec, que hace practicable en aquel punto la comunicación entre ambos océanos, y vuelve a alzarse luego desde la provincia de Oaxaca, extendiéndose en anchura a medida que camina hacia el norte. Entre las ásperas sierras que van siguiendo la dirección de la cordillera principal, coronadas en algunas partes por la nieve perpetua que cubre los antiguos volcanes elevados a inmensas alturas, se forman llanos espaciosos, levantados algunos más de 2 000 varas sobre el nivel del mar, que se suelen conocer con el nombre de valles y que se denominan por las principales poblaciones que en ellos se encuentran. Al conjunto de estas llamadas, colocadas a tanta elevación, se ha dado impropiamente el nombre de la "mesa central de México". Su descenso es muy rápido hacia las costas del seno mexicano, pero por el lado del Mar del Sur va graduándose como por escalones que forman los diversos ramos de la cordillera la cual continúa hasta los Estados Unidos por el medio del continente, formando un plano suavemente inclinado hacia las riberas del Río Grande del Norte y las llanuras de Texas.

Esta estructura particular del terreno, combinada con la latitud, produce no sólo la gran variedad de climas y de frutos que se conocen en México, sino que también influye en la diversidad de castas que forman su población, y en sus usos, costumbres, buenas y malas calidades, tanto físicas como morales. De la misma causa procede la mayor o menor facilidad de las comunicaciones de unos puntos a otros, según que los separa entre sí llanuras secas y áridas en una parte del año, pantanosas o anegadas en la otra; cordilleras inaccesibles por su aspereza o valles y profundidades ardientes y enfermizas, para todos los que no están habituados a aquellos climas mortíferos, Los efectos de esta conformación del país han sido también de la mayor trascendencia en los acontecimientos de que voy a ocuparme, y por esto el conocimiento de esta constitución física es indispensable para comprender su historia política y militar.

Antes de la conquista que los españoles hicieron a principios del siglo XVI, y a que fueron dando mayor extensión en los dos siguientes, el país se hallaba poblado por diversas naciones, que según sus historias, habían emigrado en distintas épocas de las regiones septentrionales, estando trazado con mucha precisión en sus pinturas jeroglíficas el camino que algunas de ellas siguieron desde el norte de California hasta las lagunas mexicanas, y todo inclina a creer que estas emigraciones procedieron de la gran llanura central del Asia, que por un lado lanzó sobre la Europa los enjambres de bárbaros que contribuyeron a destruir el Imperio romano, y por el otro las tribus que poblaron el continente americano: sin negar por esto que hubiese otra emigración por el Atlántico, más antigua y de pueblos más adelantados en cultura, de los que ya no quedaba ni memoria en el siglo de la Conquista, y sólo son conocidos por las gigantescas ruinas de Palenque y las que se ven todavía en varios puntos de Yucatán. De estas varias naciones, la mexicana, gobernada bajo la forma de una monarquía electiva, era la más poderosa y, con sucesivas conquistas, se había ido extendiendo desde la laguna que fue su primer asiento hasta el seno mexicano por el oriente, comprendiendo las provincias de México, Puebla y Veracruz: sus límites por el poniente eran más estrechos, pues sólo llegaban a pocas leguas de la capital, lindando con la serranía de Tula y Río de Moctezuma o de Tampico; más por el sur se prolongaba hasta el Mar Pacífico, en todo el resto de la provincia de México y parte de la de Michoacán. Dentro de aquel imperio se hallaba enclavada la república aristocrática de Tlaxcala, con su pequeño territorio, excepto por el norte que tenía por vecinos a los bárbaros chichimecas: siempre en guerra con los mexicanos para defender su independencia. El odio nacional que se había creado entre ambos pueblos por estas hostilidades continuas fue el gran resorte que, con admirable sagacidad, supo emplear Cortés para subyugar a unos y otros. Estas naciones ocupaban en su parte principal las llanuras más elevadas de la mesa central, en el clima templado y frío: las monarquías de Oaxaca y Michoacán se hallaban situadas en el descenso de la cordillera hacia el Mar del Sur, y tenían la misma extensión que las intendencias que llevaron después estos nombres: varios caciques independientes dominaban las costas de Jalisco o Nueva Galicia, y quedaban también algunos otros que no habían sido sometidos al yugo mexicano en las del norte, hacia la embocadura del Pánuco. Éstos eran los pueblos que por sus leyes, instituciones políticas y conocimientos en la astronomía y las artes habían llegado a un grado más o menos elevado de civilización, especialmente los mexicanos, y todavía más el reino de Texcoco, que así como el de Tacuba se hallaban unidos a aquéllos por una especie de triple alianza, de que sería difícil encontrar otro ejemplo en la historia. Todo el resto del país hacia el norte estaba ocupado por tribus vagantes, en estado de completa barbarie, que costó mucho tiempo y trabajo a los españoles reducir y civilizar, más por medio de los misioneros que por las armas, y aun este género de población iba disminuyendo a medida que se apartaba del centro de la civilización que era el valle mexicano, hasta terminar en regiones casi del todo despobladas y yermas.

La Conquista introdujo en la población de la Nueva España, y en general de todo el continente de América, otros elementos que es indispensable conocer, tanto en su número como en su importancia y distribución sobre la superficie del país, pues todas estas circunstancias, y aún más, la distinción que las leyes hicieron entre las diversas clases de habitantes fueron de grande influjo en la revolución y en todos los acontecimientos sucesivos. Estos nuevos elementos fueron los españoles y los negros que ellos trajeron de África. Distinguiéronse poco tiempo después los españoles nacidos en Europa y los naturales de América, a quienes por esta razón se dio el nombre de criollos, que con el transcurso del tiempo vino a considerarse corno una voz insultante, pero que en su origen no significaba más que nacido y criado en la tierra. De la mezcla de los españoles con la clase india procedieron los mestizos, así como de la de todos con los negros, los mulatos, zambos, pardos y toda la variada nomenclatura que se comprendía en el nombre genérico de castas. A los españoles nacidos en Europa, y que en adelante llamaré solamente europeos, se les llamaba gachupines, que en lengua mexicana significa "hombres que tienen calzados con puntas o que pican", en alusión a las espuelas, y este nombre, lo mismo que el de criollo, con el progreso de la rivalidad entre unos y otros, vino también a tenerse por ofensivo.

Regulábase en 70 000 el número de los españoles nacidos en Europa que residían en la Nueva España en el año de 1808. Ellos ocupaban casi todos los principales empleos en la administración, la Iglesia, la magistratura y el ejército: ejercían casi exclusivamente el comercio, y eran dueños de grandes caudales consistentes en numerario, empleado en diversos giros, y en toda clase de fincas y propiedades. Los que no venían con empleos dejaban su patria generalmente muy jóvenes, y pertenecían a familias pobres, pero honestas, en especial los que procedían de las provincias vascongadas y de las montañas de Santander, y por lo común eran de buenas costumbres. Siendo su fin hacer fortuna, estaban dispuestos a buscarla, destinándose a cualquier género de trabajo productivo: ni las distancias, ni los peligros, ni los malos climas los arredraban. Los unos llegaban destinados a servir en casa de algún pariente o amigo de su familia; otros eran acomodados por sus paisanos: todos entraban en clase de dependientes, sujetos a una severa disciplina, y desde sus primeros pasos aprendían a considerar el trabajo y la economía como el único camino para la riqueza. Alguna relajación había en esto en México y Veracruz, pero en todas las ciudades del interior, por ricas y populosas que fuesen, los dependientes en cada casa eran tenidos bajo un sistema muy estrecho de orden y regularidad casi monástica, y este género de educación espartana hacía de los españoles residentes en América una especie de hombres que no había en la misma España, y que no volverá a haber en América. Según adelantaban en su fortuna, o según los méritos que contraían, solían casar con alguna hija de la casa, mucho más si eran parientes, o se establecían por sí, y todos se enlazaban con mujeres criollas, pues eran muy pocas las que venían de España, y éstas generalmente casadas con los empleados. Con la fortuna y el parentesco con las familias respetables de cada lugar, venía la consideración, los empleos municipales y la influencia, que algunas veces degeneraba en preponderancia absoluta. Una vez establecidos así los españoles, nunca pensaban en volver a su patria, y consideraban como el único objeto de que debían ocuparse el aumento de sus intereses, los adelantos del lugar de su residencia y la comodidad y decoro de su familia; de donde resultaba que cada español que se enriquecía era un caudal que se formaba en beneficio del país, una familia acomodada que en él se arraigaba o, a falta de ésta, era origen de fundaciones piadosas y benéficas destinadas al amparo de los huérfanos y al socorro de los menesterosos y desvalidos, de que especialmente la ciudad de México presenta tan grandiosas muestras. Estas fortunas se formaban por las tareas laboriosas del campo, por un largo ejercicio del comercio o por el más aventurado trabajo de las minas; y aunque estas ocupaciones no abriesen por lo común un camino de llegar rápidamente a la riqueza, ayudaba a formarla la economía que había en las familias, en las que se vivía con frugalidad, sin lujo en muebles ni vestidos, y así se había ido creando porción de capitales medianos, que estaban repartidos en todas las poblaciones, aun en las de menos importancia, sin que esta parsimonia impidiese los actos de liberalidad que se manifestaban en ocasiones de públicas calamidades, o cuando el servicio del Estado lo exigía, de lo que veremos muchos y muy señalados ejemplos.

Rara vez los criollos conservaban el orden de economía de sus padres y seguían la profesión que había enriquecido a éstos, los cuales, en medio de las comodidades que les proporcionaba el caudal que habían adquirido, tampoco sujetaban a su hijos a la severa disciplina en que ellos mismos se habían formado. Deseosos de darles una educación más distinguida y correspondiente al lugar que ellos ocupaban en la sociedad, los destinaban a los estudios que los conducían a la Iglesia o a la abogacía, o los dejaban en la ociosidad y en una soltura perjudicial a sus costumbres. Algunos los mandaban al seminario de Vergara, en la provincia de Guipúzcoa en España, cuando éste se estableció bajo un pie brillante de instrucción general y si esto se hubiera generalizado, habría contribuido mucho no sólo a propagar los conocimientos útiles en la América española, sino también para unir ésta con la metrópoli con lazos más duraderos. De este género de educación viciosa provenía que mientras los dependientes europeos casados con las hijas del amo sostenían el. giro de la casa y venían a ser el apoyo de la familia, aumentando la porción de herencia que había tocado a sus mujeres, los hijos criollos la desperdiciaban en pocos años y quedaban arruinados y perdidos, echándose a pretender empleos para ganar en el trabajo flojo de una oficina los medios escasos para subsistir, más bien que asegurarse una existencia independiente, con una vida activa y laboriosa. La educación literaria que se les daba a veces, y el aire de caballeros que tomaban en la ociosidad y en la abundancia les hacía ver con desprecio a los europeos, que les parecían ruines y codiciosos porque eran económicos y activos, y los tenían por inferiores a ellos porque se empleaban en tráficos y profesiones que consideraban como indignas de la clase a que con ellas los habían elevado sus padres. Sea por efecto de esta viciosa educación, sea por influjo del clima que inclina al abandono y a la molicie, eran los criollos generalmente desidiosos y descuidados: de ingenio agudo, pero al que pocas veces acompañaba el juicio y la reflexión; prontos para emprender y poco prevenidos en los medios de ejecutar; entregándose con ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero; pródigos en la buena fortuna y pacientes y sufridos en la adversa. El efecto de estas funestas propensiones era la corta duración de las fortunas, y el empeño de los europeos en trabajar para formarlas y dejarlas a sus hijos pudiera compararse al tonel sin fondo de las Danaides, que por más que se le echara nunca llegaba a colmarse. De aquí resultaba que la raza española en América necesitaba para permanecer en prosperidad y opulencia una refacción continua de españoles europeos que venían a formar nuevas familias, a medida que las formadas por sus predecesores caían en el olvido y la indigencia.

Aunque las leyes no establecían diferencia alguna entre estas dos clases de españoles, ni tampoco respecto a los mestizos nacidos de unos y otros de madres indias, vino a haberla de hecho, y con ella se fue creando una rivalidad declarada entre ellas, que aunque por largo tiempo solapada, era de temer rompiese de una manera funesta cuando se presentase la ocasión. Los europeos ejercían, como antes se dijo, casi todos los altos empleos, tanto porque así lo exigía la política, cuanto por la mayor oportunidad que tenían de solicitarlos y obtenerlos hallándose cerca de la fuente de que dimanaban todas las gracias: los criollos los obtenían rara vez, por alguna feliz combinación de circunstancias, o cuando iban a la corte a pretenderlos, y aunque tenían todas las plazas subalternas que eran en mucho mayor número, esto antes excitaba su ambición de ocupar también las superiores, que la satisfacía. Aunque en los dos primeros siglos después de la Conquista la carrera eclesiástica hubiese presentado a los americanos mayores adelantos, siendo muchos los que entonces obtuvieron obispados, canonjías, cátedras y pingües beneficios, se habían cercenado para ellos estas gracias, y a pesar de haberse mandado por el rey que ocupasen por mitad los coros de las catedrales, a consecuencia de la representación que el ayuntamiento de México hizo el 2 de mayo de 1792, había prevalecido la insinuación del arzobispo don Alonso Núñez de Haro, que dio motivo a aquella exposición, para que sólo se les confiriesen empleos inferiores, a fin de que permaneciesen sumisos y rendidos, pues que en 1808 todos los obispados de la Nueva España, excepto uno, las más de las canonjías y muchos de los curatos más pingües se hallaban en manos de los europeos. En los claustros prevalecieron también éstos, y para evitar los disturbios frecuentes que la rivalidad del nacimiento causaba, en algunas órdenes religiosas se estableció por las leyes la alternativa, nombrándose en una elección prelados europeos y en otra criollos; pero habiéndose introducido la distinción entre los europeos que habían venido de España con el hábito y los que lo habían tomado en América, en cuyo favor se estableció otro turno, resultaban dos elecciones de europeos por una de criollos. Si a esta preferencia en los empleos políticos y beneficios eclesiásticos, que ha sido el motivo principal de la rivalidad entre ambas clases, se agrega el que, como hemos visto, los europeos poseían grandes riquezas que, aunque fuesen el justo premio del trabajo y la industria, excitaban la envidia de los americanos y eran consideradas por éstos como otras tantas usurpaciones que se les habían hecho; que aquellos con el poder y la riqueza eran a veces más favorecidos por el bello sexo, proporcionándose más ventajosos enlaces; que por todos estos motivos juntos, habían obtenido una prepotencia decidida sobre los nacidos en el país; no será difícil explicar los celos y rivalidad que entre unos y otros fueron creciendo, y que terminaron por un odio y enemistad mortales.

En todo lo que he dicho en general sobre el carácter de los españoles europeos y americanos, deben hacerse las excepciones que naturalmente exigen las pinturas o definiciones genéricas. Entre los últimos hubo mucho que por su aplicación y economía se eximieron de los defectos que se atribuyen en general a esta clase, y en el desempeño de los empleos que obtuvieron se distinguieron en la Iglesia muchos prelados ejemplares por su celo y virtudes; en la toga, muchos magistrados de integridad y saber, y en las oficinas, muchos empleados recomendables: así como entre los europeos, especialmente en los de las provincias meridionales de España, no eran pocos los que desmentían con una conducta poco regular la laboriosidad y economía de sus paisanos, y por la expresión "un gachupín perdido" se entendía un resumen de todos los vicios, que a veces los precipitaban en los crímenes más atroces.

En los años inmediatos a la Conquista, vinieron muchas mujeres españolas casadas con los conquistadores, o a procurarse con ellos enlaces más ventajosos que los que por su escasa fortuna pudieran esperar en España. De ellas eran muchas de familias muy distinguidas, entre las que pueden contarse las hijas del comendador de Santiago Leonel de Cervantes, de las que proceden varias de las principales familias de México, y las que llevó consigo a Guatemala doña Beatriz de la Cueva, de la casa de los duques de Alburquerque, cuando vino casada con don Pedro de Alvarado; pero en el transcurso del tiempo no venían otras que las casadas con los empleados, y éstas eran muy pocas, de manera que todas las mujeres blancas que había en Nueva España eran de la clase criolla. No solían participar éstas de los defectos de sus hermanos, por lo que se consideraba como principio establecido que en América las mujeres valían más que los hombres; y dejando aparte las excepciones que todas las reglas generales suponen, y muy especialmente las que deben hacerse respecto a la capital y a algunas otras ciudades grandes, en las que la corrupción de costumbres era bastante común, es menester confesar que nada había más respetable que las familias de mediana fortuna de las provincias, siendo las mujeres criollas amantes esposas, buenas madres, recogidas, hacendosas, bondadosas y el único defecto que solía imputárseles era que, por la benignidad de su carácter, contribuían no poco a los funestos extravíos de sus hijos.

Los pocos descendientes que quedaban de los conquistadores, y otros que derivaban un origen distinguido de familias que en España lo eran, con los empleados superiores y los acaudalados que habían obtenido algún título o cruz o adquirido algún empleo municipal perpetuo, formaban una nobleza que no se distinguía del resto de la casta española sino por la riqueza, y que cuando ésta se acababa volvía a caer en la clase común. Conservaba sin embargo aun en su decadencia ciertas prerrogativas, pues se necesitaba pertenecer a ella para ser admitido en el clero, la carrera del foro y la milicia. Como esta clase, a la que se agregaban todos los que adquirían fortuna, pues todos pretendían pasar por españoles y nobles, se distinguía del resto de la poblaci6n por su traje, estando más o menos bien vestidos los individuos que la formaban, cuando el pueblo generalmente no lo estaba, se conocía con el nombre de "gente decente" y esto, más bien que el nacimiento, era el carácter distintivo con que se le designaba. Un título de conde o marqués, con una cruz de Santiago o Calatrava, y después de Carlos III cuando esta orden se erigió, era todo el objeto de la ambición del que se enriquecía por el comercio o hallaba una bonanza en las minas. Estos títulos llevaban consigo la fundación de un vínculo, aunque no siempre se cumplía con esta condición, y además había otros muchos mayorazgos sin títulos, por cuyo medio se había pretendido dar duración a las fortunas; pero este intento se frustraba con los gravámenes que se imponían, con permiso de la audiencia, sobre los bienes vinculados, con lo que así éstos, como todas las propiedades raíces del país, tanto rústicas como urbanas, estaban afectos en gran parte a reconocimientos a censo redimible en favor del clero y fundaciones piadosas. En todos los países en que han existido las vinculaciones han sido notados los mayorazgos de pródigos, descuidados y desidiosos, y en Nueva España, donde por desgracia la clase española americana tanto propendía a estos defectos, los mayorazgos podían ser considerados como el tipo del carácter que de ella he delineado.

No puede decirse que la clase española, comprendiendo en esta expresión tanto a los nacidos en España como en América, fuese la clase ilustrada; pero sí que la ilustración que había en el país estaba exclusivamente en ella. De los europeos, los que venían con empleos en la magistratura y en el clero tenían la instrucción propia de sus profesiones, sin exceder sino rara vez de los límites que prescribía el ejercicio de éstas, y lo mismo sucedía entre los oficinistas: los que venían a buscar fortuna no tenían instrucción alguna y adquirían a fuerza de práctica la necesaria para el comercio, las minas y la labranza. Entre los americanos había más y más profundos conocimientos, y esta superioridad era una de las causas que, como he dicho, les hacía ver con desprecio a los europeos, y que no poco fomentaba la rivalidad suscitada contra ellos. Sin embargo, esta instrucción casi estaba reducida a las materias del foro y eclesiásticas, y se limitaba a México y a las capitales de los obispados en que había colegios. Durante muchos años no hubo otro establecimiento de enseñanza pública que la Universidad de México, que fue distinguida por los reyes de España con todos los privilegios que tenía la de Salamanca, y muy favorecida por los virreyes. Los jesuitas, que llegaron a México en 1572, fundaron, según su Instituto, colegios en varias ciudades principales en que se establecieron, y más tarde se abrieron en las capitales de los obispados los seminarios, en virtud de lo mandado en el Concilio de Trento. Pero en los colegios de la Compañía fue donde se dio mayor extensión a la enseñanza, pues además de la filosofía y la teología se cultivaban en ellos las bellas letras, y muchas composiciones latinas en prosa y en verso que nos quedan de los discípulos que en ellos se formaron prueban el buen gusto que se les inspiraba en las lecciones que recibían. La expulsión de los religiosos de esta orden en 1767 causó un atraso muy considerable en la ilustración, pues con ellos cesaron los colegios que tenían a su cargo y, aunque algunos siguieron administrados por el gobierno, estuvieron lejos de conservar el lustre que tenían. los jesuitas, por sus principios religiosos y políticos, hubieran hecho más duradera la dependencia de la metrópoli; pero también la independencia hecha con mayor instrucción en la clase alta y media de la sociedad hubiera sido más fructuosa. Había también colegios a cargo de los franciscanos, pero eran únicamente para las ciencias eclesiásticas y nunca tuvieron gran nombradía. Reducidos, pues, los estudios a la filosofía, como estudio preparatorio; a la teología, leyes y medicina, esta última poco apreciada, se dedicaban a ellos los que los consideraban como una carrera lucrativa; más la gente acomodada no veía necesidad de instruirse, y dejando el cultivo de las letras a los eclesiásticos y a los abogados, que se llamaban exclusivamente "letrados", en vez de buscar en el adorno del espíritu la más noble ocupación, o por lo menos una honesta distracción y entretenimiento, se abandonaba al juego y a la disipación, o pasaba su tiempo en la ociosidad y la ignorancia: sólo algunos pocos individuos aplicados adquirían instrucción en la historia y otros ramos, en virtud de lectura y estudios privados, que se dificultaban por la escasez y alto precio de los libros, y aunque en las facultades que se enseñaban hubiese habido hombres muy distinguidos, especialmente entre los eclesiásticos, para quienes las canonjías de oposición eran un fuerte incentivo al estudio, en general era grande la ignorancia en materias políticas y aun en la geografía y otras ciencias elementales. Sin embargo, lo que se estudiaba era bien y sólidamente y en esta parte, cuanto en tiempos posteriores ha podido aventajarse en superficie, se ha perdido en profundidad: especialmente el clero, y en esto todavía más el regular que el secular ha tenido desde aquel tiempo un atraso notable. Las ciencias exactas útiles para la minería se cultivaban en el seminario de este nombre de muy reciente fundación, pero aunque este establecimiento fue fomentado con especial empeño y produjo algunos pocos hombres distinguidos, nunca su utilidad ha correspondido al gasto que en él se ha erogado, y lo mismo sucedió con la Academia de las Bellas Artes, fundada en el reinado de Carlos III, pudiendo decirse que hubo buenos pintores antes que hubiese escuela en que se formasen, y que dejó de haberlos desde que ésta se estableció.

La clase española era pues la predominante en Nueva España, y esto no por su número, sino por su influjo y poder, y como el número menor no puede prevalecer sobre el mayor en las instituciones políticas sino por efecto de los privilegios de que goce, las leyes habían tenido por principal objeto asegurar en ella esta prepotencia. Ella poseía casi toda la riqueza del país; en ella se hallaba la ilustración que se conocía; ella sola obtenía todos los empleos y podía tener armas, y ella sola disfrutaba de los derechos políticos y civiles. Su división entre europeos y criollos fue la causa de las revoluciones de que voy a ocuparme: los criollos destruyeron a los europeos, pero los medios que para este fin pusieron en acción minaron también la parte de poder que ellos tenían. En cuanto a su número y proporción en la totalidad de la población de la Nueva España, no es posible determinarlo, y es menester limitarse a meras aproximaciones, en cuyo punto difieren notablemente los autores que han tratado esta materia. El barón de Humboldt regula que había en el año de 1804 16 blancos por cada 100 habitantes. El doctor Mora hace subir esta proporción hasta la mitad, en lo que padece manifiesta equivocación, bastando para convencerse el echar una simple ojeada sobre la masa de la población, en especial fuera de las ciudades populosas y en los campos, además, que siendo fundado el cálculo de Humboldt en buenos datos, todas las circunstancias que desde entonces han intervenido han debido producir una disminución notable y no un aumento en la proporción de la población blanca, tales como la emigración o destrucción de porción de familias de esta clase por la expulsión de los españoles; la ruina de las fortunas que estaban en sus manos y pasaban a sus hijos, y la venida de extranjeros a ocupar el lugar de aquéllos que no se radican en el país, sino que, a diferencia de los españoles, lo abandonan luego que han hecho fortuna en él, creo, pues, que atendidas todas estas razones, la población blanca ni era ni es en la actualidad más de la quinta parte de la total del país. Los otros cuatro quintos pueden considerarse distribuidos por mitad entre los indios y las castas, y en esta razón, de los 6 000 000 a que podía ascender la población total de la Nueva España en 1808, 1 200 000 eran de la raza española, inclusos 70 000 españoles europeos; 2 400 000 indios, y otros tantos de castas.

Las leyes habían hecho de los indios una clase muy privilegiada y separada absolutamente de las demás de la población. la protección especial que se les dispensó provino de la opinión que de ellos se formaron, en el tiempo en que fueron descubiertas y ocupadas por los españoles las Islas Antillas y las playas de costa firme, tanto sus enemigos como sus amigos y defensores. Los primeros pretendían que eran incapaces de razón e inferiores a la especie humana, por lo que querían condenarlos a perpetua esclavitud; los que sostenían lo contrario estaban de acuerdo con aquéllos en cuanto a la inferioridad, respecto a las razas del antiguo continente, por su escasa capacidad moral y debilidad de sus fuerzas físicas; pero de esto deducían que necesitaban ser protegidos contra las violencias y artificios de aquéllas. Esta inferioridad en que estaban todos conformes dio motivo a que se calificasen los españoles y castas con el nombre de gente de razón, como si los indios careciesen de ella, y fue también el origen de la traslación de gran número de los negros de África a los nuevos establecimientos; que promovió con empeño el padre Casas, tan celoso abogado de los indios, para eximir a éstos de los duros trabajos en que los empleaban los conquistadores, sustituyendo en su lugar los africanos, que son de una constitución mucho más fuerte y vigorosa. Esto también fue lo que movió a los reyes de España, cuyas intenciones siempre fueron las de conservar y proteger a los indios, a hacer en su favor esta legislación, que puede decirse toda de excepciones y privilegios. Se les autorizó desde luego a conservar las leyes y costumbres que antes de la Conquista tenían, para su buen gobierno y policía, con tal que no fuesen contrarias a la religión católica, reservándose los reyes la facultad de añadir lo que tuviesen por conveniente. Se mandó y reiteró continuamente que fuesen tratados como hombres libres y vasallos dependientes de la corona de Castilla. Por libertar su sencillez de los fraudes de los españoles se declararon en su favor, como en el de las iglesias, los privilegios de menores: no estaban sujetos al servicio militar, ni al pago de diezmos y contribuciones, fuera de un moderado tributo personal que pagaban una vez al año, una parte de la cual se invertía en la manutención de hospitales destinados a su socorro, y del que estaban exentos los tlaxcaltecas, los caciques, las mujeres, los niños, enfermos y ancianos, no se les cobraban derechos en sus juicios, que debían ser a "verdad sabida", para evitar dilaciones y costos; tenían abogados, obligados por la ley a defenderlos de balde; los fiscales del rey eran sus protectores natos; la inquisición no les comprendía y en lo eclesiástico tenían también muchos y considerables privilegios. Vivían en poblaciones separadas de los españoles, gobernados por sí mismos, formando municipalidades que se llamaban repúblicas, y conservaban sus idiomas y trajes peculiares. Se ocupaban especialmente de la labranza, ya como jornaleros en las fincas de los españoles, ya cultivando las tierras propias de sus pueblos, que se les repartían en pequeñas porciones por una moderada renta que se invertía en los gastos de la Iglesia y otros de utilidad general, cuyo sobrante se depositaba en las cajas de comunidad. Todo esto hacía de los indios una nación enteramente separada: ellos consideraban como extranjeros a todo lo que no era ellos mismos, y como no obstante sus privilegios eran vejados por todas las demás clases, a todas las miraban con igual odio y desconfianza.

Los mestizos, como descendientes de españoles, debían tener los mismos derechos que ellos, pero se confundían en la clase general de castas. De éstas, las derivadas de sangre africana eran reputadas infames de derecho, y todavía más, por la preocupación general que contra ellas prevalecía. Sus individuos no podían obtener empleos; aunque las leyes no lo impedían, no eran admitidos a las órdenes sagradas; les estaba prohibido tener armas, y a las mujeres de esta clase el uso del oro, sedas, mantos y perlas; los de la raza española que con ellas se mezclaban por matrimonios, cosa que era muy rara sino en artículo de muerte, se juzgaba que participaban de la misma infamia; y lo que sería de admirar si los hombres y sus leyes no presentasen a cada paso las más notables contradicciones, estas castas, infamadas por las leyes, condenadas por las preocupaciones, eran, sin embargo, la parte más útil de la población. Los hombres que a ellas pertenecían endurecidos por el trabajo de las minas, ejercitados en el manejo del caballo, eran los que proveían de soldados al ejercito, no sólo en los cuerpos que se componían exclusivamente de ellos, como los de pardos y morenos de las costas, sino también a los de línea y milicias disciplinadas del interior, aunque éstos, según las leyes, debiesen componerse de la raza española; de ellos también salían los criados de confianza en el campo y aun en las ciudades; ellos, teniendo mucha facilidad de comprensión, ejercían todos los oficios y las artes mecánicas, y en suma puede decirse que de ellos era de donde se sacaban los brazos que se empleaban en todo. Careciendo de toda instrucción, estaban sujetos a grandes defectos y vicios, pues con ánimos despiertos y cuerpos vigorosos, eran susceptibles de todo lo malo y todo lo bueno.

En los tiempos que siguieron inmediatamente a la Conquista, se tuvieron ideas muy liberales para la instrucción y fomento de los indios. Antes de pensar en formar ningún establecimiento público de instrucción para los españoles, se fundó el Colegio de Santa Cruz para los indios nobles, en el convento de Santiago TIatelolco de religiosos franciscanos, cuya apertura solemne hizo el primer virrey de México, don Antonio de Mendoza. Hubo de pensarse después que no convenía dar demasiada instrucción a aquella clase, de que podía resultar algún peligro para la seguridad de estos dominios, y no sólo se dejó en decadencia aquel colegio, sino que se embarazó la formación de otros, y por esto el cacique don Juan de Castilla se afanó en vano durante muchos años en Madrid, a fines del siglo pasado, para conseguir la fundación de un colegio para sus compatriotas en su patria, Puebla. El virrey marqués de Branciforte decía por el mismo tiempo que en América no se debía dar más instrucción que el catecismo; no es, pues, extraño que conforme a estos principios las clases bajas de la sociedad no tuviesen otra, y aun esa bastante imperfecta y escasa. La expulsión de los jesuitas fue para ellas tan perjudicial como para las más elevadas, pues si para éstas habían fundado estudios en las ciudades, daban a todas instrucción religiosa y formaban la moral del pueblo con frecuentes ejercicios de piedad. Los indios, sin embargo, como que eran admitidos al sacerdocio, entraban en los colegios para aprender las ciencias eclesiásticas, pero en lo general se limitaban a sólo los conocimientos precisos para ordenarse e ir a administrar algún pequeño curato o vicaría en algún pueblo remoto y en mal temperamento.

Tenían pues estas clases todos los vicios propios de la ignorancia y el abatimiento. Los indios propendían excesivamente al robo y a la embriaguez; se les culpaba de ser falsos, crueles y vengativos y, por el contrario, se recomendaba su frugalidad, su sufrimiento y todas las demás calidades que pudieran calificarse de resignación. En los mulatos estos mismos vicios tomaban otro carácter, por la mayor energía de su alma y vigor de su cuerpo: lo que en el indio era falsedad, en el mulato venía a ser audacia y atrevimiento; el robo, que el primero ejercía oculta y solapadamente, lo practicaba el segundo en cuadrillas y atacando a mano armada al comerciante en el camino; la venganza, que en aquél solía ser un asesinato atroz y alevoso, era en éste un combate, en que más de una vez perecían los dos contendientes.

Como las castas eran las que formaban la plebe de las grandes ciudades, en las que en tiempos anteriores la gente de servicio doméstico era en la mayor parte esclava, los vicios que les eran propios se echaban de ver en ella en toda su extensión. Uno de los virreyes más ilustrados, el duque de Linares, en la instrucción que dio a su sucesor, el marqués de Valero, al entregarle el mando en el año de 1716, describe esta parte de la población en los términos siguientes:

Despiertan o amanecen sin saber lo que han de comer aquel día, porque lo que han adquirido en el antecedente ya a la noche quedó en la casa del juego o de la amiga, y no queriendo trabajar, usan de la voz de que Dios no falta a nadie, y esto es porque, recíprocamente, los que actualmente se hallan acomodados con amos, en su temporada, por obra de caridad, alimentan a los que pueden; con una jícara de chocolate y unas tortillas les es bastante, y así, cuando éstos se desacomodan y se acomodan los otros, va corriendo la providencia, de donde se origina que como en México se halla la abundancia de la riqueza, se atrae así la multiplicidad, y deja los reales de minas y lo interno del país sin gente, y cuando hacen algún delito, no arriesgan en mudarse de un lugar a otro, más que el cansancio del camino, porque todos sus bienes los llevan consigo en sus habilidades, pues aun las camas encuentran hechas en cualquier parte que se paran, en medio de que en México basta el mudarse de un barrio a otro para estar bien escondido.

Hasta aquí el informe del citado virrey.

La distribución de estas diversas clases de habitantes en la vasta extensión del territorio de la Nueva España dependía de la población que existía antes de la Conquista, del progreso sucesivo de los establecimientos españoles, del clima y del género de industria propio de cada localidad. La población indígena predominaba en las intendencias de México, Puebla, Oaxaca, Veracruz y Michoacán, situadas en lo alto de la cordillera y en sus declives hacia ambos mares, que habían formado las antiguas monarquías mexicana, mixteca y michoacana. En las costas de uno y otro mar, y en todos aquellos climas calientes en que se produce la caña de azúcar y demás frutos de los trópicos, abundaban los negros, y mucho más que éstos, porque su introducción había cesado hacía años, los mulatos y otras mezclas de origen africano, procedentes de los esclavos introducidos para el cultivo de aquellas plantas, de los cuales unos permanecían en el estado de esclavitud y los otros, aunque libres, se quedaban casi siempre en las fincas a las cuales habían pertenecido. El mismo origen reconocían los mulatos, que había en gran número en México y otras ciudades populosas. En las provincias que ocuparon las tribus vagantes de los chichimecas y otros salvajes, en las que la dominación española se fue extendiendo lentamente, más bien que sujetando, destruyendo o arrojando hacia el norte a los antiguos habitantes, como en las intendencias de San Luis Potosí, Durango y otras en aquella dirección, la población era de la raza española, ocupada todavía en rechazar los ataques de las tribus salvajes que subsistían independientes.

Los españoles europeos residían principalmente en la capital, en Veracruz, en las poblaciones principales de las provincias, en especial en las de minas, sin dejar de hallarse también en las poblaciones menores y en los campos, y de éstos sobre todo en los climas calientes, en las haciendas de caña, cuya industria estaba casi exclusivamente en sus manos. Los criollos seguían la misma distribución que los europeos, aunque proporcionalmente abundaban más en las poblaciones pequeñas y en los campos, lo que procedía de estar en sus manos las magistraturas y curatos de menos importancia, y ser más bien propietarios de fincas rústicas que ocuparse del comercio y otros giros propios de las ciudades grandes.

Esta diversidad de clases de habitantes, su número relativo y su distribución, ha tenido el mayor influjo en los acontecimientos políticos del país; y el no haber parado suficientemente la atención en estos puntos ha sido ocasión de graves errores en los escritores que han tratado estas materias, sobre todo en Europa y por desgracia, mucho más en los legisladores, que han procedido sin consideración ninguna a estos diversos elementos, cuya prudente combinación debía haber sido el objeto de todos sus esfuerzos.