Virreinato de la Nueva España.-Primitivos habitantes de ella.
-Nueva población originada en la Conquista. -Españoles
europeos y americanos. -Rivalidad entre ambos. -Mujeres criollas.
-Nobleza. -Ilustración. -Población total. -Proporción
de las diversas clases. -Indios. -Castas. -Calidades e ignorancia
de estas dos clases. -Distribución de la población sobre
la superficie del reino.
EL VIRREINATO de la Nueva España comprendía,
en la época en que esta historia comienza, no sólo el
territorio a que dio este nombre don Fernando Cortés cuando hizo
el descubrimiento y conquista de él, sino también al antiguo
reino de Michoacán: la Nueva Galicia, conquistada por Nuño
de Guzmán, que formaba la intendencia de Guadalajara; otras provincias
centrales que sucesivamente se agregaron: las internas de Oriente y
Occidente, las Californias y la Península de Yucatán.
Al norte confinaba con los Estados Unidos de América, desde el
Golfo de México hasta el Océano Pacífico, siendo
inciertos los límites, hasta que se fijaron claramente en el
tratado celebrado por el rey de España con el gobierno de aquella
república, el 22 de febrero de 1819. Se extendía por el
sur hasta tocar con la provincia de Chiapas y su anexa de Soconusco,
dependientes de la capitanía general de Guatemala; y las costas
de Yucatán, desde el Golfo de Honduras, con el vasto contorno
del seno mexicano, señalaban sus términos al oriente;
así como por el poniente los formaba el Mar del Sur u océano
Pacífico, desde el Istmo de Tehuantepec hasta el norte de la
Alta California.
La cordillera de los Andes, que en toda la América meridional
corre aproximada al Mar del Sur, se reduce a tan corta altura y espacio
en el Istmo de Tehuantepec, que hace practicable en aquel punto la
comunicación entre ambos océanos, y vuelve a alzarse
luego desde la provincia de Oaxaca, extendiéndose en anchura
a medida que camina hacia el norte. Entre las ásperas sierras
que van siguiendo la dirección de la cordillera principal,
coronadas en algunas partes por la nieve perpetua que cubre los antiguos
volcanes elevados a inmensas alturas, se forman llanos espaciosos,
levantados algunos más de 2 000 varas sobre el nivel del mar,
que se suelen conocer con el nombre de valles y que se denominan por
las principales poblaciones que en ellos se encuentran. Al conjunto
de estas llamadas, colocadas a tanta elevación, se ha dado
impropiamente el nombre de la "mesa central de México".
Su descenso es muy rápido hacia las costas del seno mexicano,
pero por el lado del Mar del Sur va graduándose como por escalones
que forman los diversos ramos de la cordillera la cual continúa
hasta los Estados Unidos por el medio del continente, formando un
plano suavemente inclinado hacia las riberas del Río Grande
del Norte y las llanuras de Texas.
Esta estructura particular del terreno, combinada con la latitud,
produce no sólo la gran variedad de climas y de frutos que
se conocen en México, sino que también influye en la
diversidad de castas que forman su población, y en sus usos,
costumbres, buenas y malas calidades, tanto físicas como morales.
De la misma causa procede la mayor o menor facilidad de las comunicaciones
de unos puntos a otros, según que los separa entre sí
llanuras secas y áridas en una parte del año, pantanosas
o anegadas en la otra; cordilleras inaccesibles por su aspereza o
valles y profundidades ardientes y enfermizas, para todos los que
no están habituados a aquellos climas mortíferos, Los
efectos de esta conformación del país han sido también
de la mayor trascendencia en los acontecimientos de que voy a ocuparme,
y por esto el conocimiento de esta constitución física
es indispensable para comprender su historia política y militar.
Antes de la conquista que los españoles hicieron a principios
del siglo XVI , y a que fueron dando mayor extensión en los
dos siguientes, el país se hallaba poblado por diversas naciones,
que según sus historias, habían emigrado en distintas
épocas de las regiones septentrionales, estando trazado con
mucha precisión en sus pinturas jeroglíficas el camino
que algunas de ellas siguieron desde el norte de California hasta
las lagunas mexicanas, y todo inclina a creer que estas emigraciones
procedieron de la gran llanura central del Asia, que por un lado lanzó
sobre la Europa los enjambres de bárbaros que contribuyeron
a destruir el Imperio romano, y por el otro las tribus que poblaron
el continente americano: sin negar por esto que hubiese otra emigración
por el Atlántico, más antigua y de pueblos más
adelantados en cultura, de los que ya no quedaba ni memoria en el
siglo de la Conquista, y sólo son conocidos por las gigantescas
ruinas de Palenque y las que se ven todavía en varios puntos
de Yucatán. De estas varias naciones, la mexicana, gobernada
bajo la forma de una monarquía electiva, era la más
poderosa y, con sucesivas conquistas, se había ido extendiendo
desde la laguna que fue su primer asiento hasta el seno mexicano por
el oriente, comprendiendo las provincias de México, Puebla
y Veracruz: sus límites por el poniente eran más estrechos,
pues sólo llegaban a pocas leguas de la capital, lindando con
la serranía de Tula y Río de Moctezuma o de Tampico;
más por el sur se prolongaba hasta el Mar Pacífico,
en todo el resto de la provincia de México y parte de la de
Michoacán. Dentro de aquel imperio se hallaba enclavada la
república aristocrática de Tlaxcala, con su pequeño
territorio, excepto por el norte que tenía por vecinos a los
bárbaros chichimecas: siempre en guerra con los mexicanos para
defender su independencia. El odio nacional que se había creado
entre ambos pueblos por estas hostilidades continuas fue el gran resorte
que, con admirable sagacidad, supo emplear Cortés para subyugar
a unos y otros. Estas naciones ocupaban en su parte principal las
llanuras más elevadas de la mesa central, en el clima templado
y frío: las monarquías de Oaxaca y Michoacán
se hallaban situadas en el descenso de la cordillera hacia el Mar
del Sur, y tenían la misma extensión que las intendencias
que llevaron después estos nombres: varios caciques independientes
dominaban las costas de Jalisco o Nueva Galicia, y quedaban también
algunos otros que no habían sido sometidos al yugo mexicano
en las del norte, hacia la embocadura del Pánuco. Éstos
eran los pueblos que por sus leyes, instituciones políticas
y conocimientos en la astronomía y las artes habían
llegado a un grado más o menos elevado de civilización,
especialmente los mexicanos, y todavía más el reino
de Texcoco, que así como el de Tacuba se hallaban unidos a
aquéllos por una especie de triple alianza, de que sería
difícil encontrar otro ejemplo en la historia. Todo el resto
del país hacia el norte estaba ocupado por tribus vagantes,
en estado de completa barbarie, que costó mucho tiempo y trabajo
a los españoles reducir y civilizar, más por medio de
los misioneros que por las armas, y aun este género de población
iba disminuyendo a medida que se apartaba del centro de la civilización
que era el valle mexicano, hasta terminar en regiones casi del todo
despobladas y yermas.
La Conquista introdujo en la población de la Nueva España,
y en general de todo el continente de América, otros elementos
que es indispensable conocer, tanto en su número como en su
importancia y distribución sobre la superficie del país,
pues todas estas circunstancias, y aún más, la distinción
que las leyes hicieron entre las diversas clases de habitantes fueron
de grande influjo en la revolución y en todos los acontecimientos
sucesivos. Estos nuevos elementos fueron los españoles y los
negros que ellos trajeron de África. Distinguiéronse
poco tiempo después los españoles nacidos en Europa
y los naturales de América, a quienes por esta razón
se dio el nombre de criollos, que con el transcurso del tiempo
vino a considerarse corno una voz insultante, pero que en su origen
no significaba más que nacido y criado en la tierra. De la
mezcla de los españoles con la clase india procedieron los
mestizos, así como de la de todos con los negros, los
mulatos, zambos, pardos y toda la variada nomenclatura que se comprendía
en el nombre genérico de castas. A los españoles
nacidos en Europa, y que en adelante llamaré solamente europeos,
se les llamaba gachupines, que en lengua mexicana significa
"hombres que tienen calzados con puntas o que pican", en
alusión a las espuelas, y este nombre, lo mismo que el de criollo,
con el progreso de la rivalidad entre unos y otros, vino también
a tenerse por ofensivo.
Regulábase en 70 000 el número de los españoles
nacidos en Europa que residían en la Nueva España en
el año de 1808. Ellos ocupaban casi todos los principales empleos
en la administración, la Iglesia, la magistratura y el ejército:
ejercían casi exclusivamente el comercio, y eran dueños
de grandes caudales consistentes en numerario, empleado en diversos
giros, y en toda clase de fincas y propiedades. Los que no venían
con empleos dejaban su patria generalmente muy jóvenes, y pertenecían
a familias pobres, pero honestas, en especial los que procedían
de las provincias vascongadas y de las montañas de Santander,
y por lo común eran de buenas costumbres. Siendo su fin hacer
fortuna, estaban dispuestos a buscarla, destinándose a cualquier
género de trabajo productivo: ni las distancias, ni los peligros,
ni los malos climas los arredraban. Los unos llegaban destinados a
servir en casa de algún pariente o amigo de su familia; otros
eran acomodados por sus paisanos: todos entraban en clase de dependientes,
sujetos a una severa disciplina, y desde sus primeros pasos aprendían
a considerar el trabajo y la economía como el único
camino para la riqueza. Alguna relajación había en esto
en México y Veracruz, pero en todas las ciudades del interior,
por ricas y populosas que fuesen, los dependientes en cada casa eran
tenidos bajo un sistema muy estrecho de orden y regularidad casi monástica,
y este género de educación espartana hacía de
los españoles residentes en América una especie de hombres
que no había en la misma España, y que no volverá
a haber en América. Según adelantaban en su fortuna,
o según los méritos que contraían, solían
casar con alguna hija de la casa, mucho más si eran parientes,
o se establecían por sí, y todos se enlazaban con mujeres
criollas, pues eran muy pocas las que venían de España,
y éstas generalmente casadas con los empleados. Con la fortuna
y el parentesco con las familias respetables de cada lugar, venía
la consideración, los empleos municipales y la influencia,
que algunas veces degeneraba en preponderancia absoluta. Una vez establecidos
así los españoles, nunca pensaban en volver a su patria,
y consideraban como el único objeto de que debían ocuparse
el aumento de sus intereses, los adelantos del lugar de su residencia
y la comodidad y decoro de su familia; de donde resultaba que cada
español que se enriquecía era un caudal que se formaba
en beneficio del país, una familia acomodada que en él
se arraigaba o, a falta de ésta, era origen de fundaciones
piadosas y benéficas destinadas al amparo de los huérfanos
y al socorro de los menesterosos y desvalidos, de que especialmente
la ciudad de México presenta tan grandiosas muestras. Estas
fortunas se formaban por las tareas laboriosas del campo, por un largo
ejercicio del comercio o por el más aventurado trabajo de las
minas; y aunque estas ocupaciones no abriesen por lo común
un camino de llegar rápidamente a la riqueza, ayudaba a formarla
la economía que había en las familias, en las que se
vivía con frugalidad, sin lujo en muebles ni vestidos, y así
se había ido creando porción de capitales medianos,
que estaban repartidos en todas las poblaciones, aun en las de menos
importancia, sin que esta parsimonia impidiese los actos de liberalidad
que se manifestaban en ocasiones de públicas calamidades, o
cuando el servicio del Estado lo exigía, de lo que veremos
muchos y muy señalados ejemplos.
Rara vez los criollos conservaban el orden de economía de sus
padres y seguían la profesión que había enriquecido
a éstos, los cuales, en medio de las comodidades que les proporcionaba
el caudal que habían adquirido, tampoco sujetaban a su hijos
a la severa disciplina en que ellos mismos se habían formado.
Deseosos de darles una educación más distinguida y correspondiente
al lugar que ellos ocupaban en la sociedad, los destinaban a los estudios
que los conducían a la Iglesia o a la abogacía, o los
dejaban en la ociosidad y en una soltura perjudicial a sus costumbres.
Algunos los mandaban al seminario de Vergara, en la provincia de Guipúzcoa
en España, cuando éste se estableció bajo un
pie brillante de instrucción general y si esto se hubiera generalizado,
habría contribuido mucho no sólo a propagar los conocimientos
útiles en la América española, sino también
para unir ésta con la metrópoli con lazos más
duraderos. De este género de educación viciosa provenía
que mientras los dependientes europeos casados con las hijas del amo
sostenían el. giro de la casa y venían a ser el apoyo
de la familia, aumentando la porción de herencia que había
tocado a sus mujeres, los hijos criollos la desperdiciaban en pocos
años y quedaban arruinados y perdidos, echándose a pretender
empleos para ganar en el trabajo flojo de una oficina los medios escasos
para subsistir, más bien que asegurarse una existencia independiente,
con una vida activa y laboriosa. La educación literaria que
se les daba a veces, y el aire de caballeros que tomaban en la ociosidad
y en la abundancia les hacía ver con desprecio a los europeos,
que les parecían ruines y codiciosos porque eran económicos
y activos, y los tenían por inferiores a ellos porque se empleaban
en tráficos y profesiones que consideraban como indignas de
la clase a que con ellas los habían elevado sus padres. Sea
por efecto de esta viciosa educación, sea por influjo del clima
que inclina al abandono y a la molicie, eran los criollos generalmente
desidiosos y descuidados: de ingenio agudo, pero al que pocas veces
acompañaba el juicio y la reflexión; prontos para emprender
y poco prevenidos en los medios de ejecutar; entregándose con
ardor a lo presente y atendiendo poco a lo venidero; pródigos
en la buena fortuna y pacientes y sufridos en la adversa. El efecto
de estas funestas propensiones era la corta duración de las
fortunas, y el empeño de los europeos en trabajar para formarlas
y dejarlas a sus hijos pudiera compararse al tonel sin fondo de las
Danaides, que por más que se le echara nunca llegaba a colmarse.
De aquí resultaba que la raza española en América
necesitaba para permanecer en prosperidad y opulencia una refacción
continua de españoles europeos que venían a formar nuevas
familias, a medida que las formadas por sus predecesores caían
en el olvido y la indigencia.
Aunque las leyes no establecían diferencia alguna entre estas
dos clases de españoles, ni tampoco respecto a los mestizos
nacidos de unos y otros de madres indias, vino a haberla de hecho,
y con ella se fue creando una rivalidad declarada entre ellas, que
aunque por largo tiempo solapada, era de temer rompiese de una manera
funesta cuando se presentase la ocasión. Los europeos ejercían,
como antes se dijo, casi todos los altos empleos, tanto porque así
lo exigía la política, cuanto por la mayor oportunidad
que tenían de solicitarlos y obtenerlos hallándose cerca
de la fuente de que dimanaban todas las gracias: los criollos los
obtenían rara vez, por alguna feliz combinación de circunstancias,
o cuando iban a la corte a pretenderlos, y aunque tenían todas
las plazas subalternas que eran en mucho mayor número, esto
antes excitaba su ambición de ocupar también las superiores,
que la satisfacía. Aunque en los dos primeros siglos después
de la Conquista la carrera eclesiástica hubiese presentado
a los americanos mayores adelantos, siendo muchos los que entonces
obtuvieron obispados, canonjías, cátedras y pingües
beneficios, se habían cercenado para ellos estas gracias, y
a pesar de haberse mandado por el rey que ocupasen por mitad los coros
de las catedrales, a consecuencia de la representación que
el ayuntamiento de México hizo el 2 de mayo de 1792, había
prevalecido la insinuación del arzobispo don Alonso Núñez
de Haro, que dio motivo a aquella exposición, para que sólo
se les confiriesen empleos inferiores, a fin de que permaneciesen
sumisos y rendidos, pues que en 1808 todos los obispados de la Nueva
España, excepto uno, las más de las canonjías
y muchos de los curatos más pingües se hallaban en manos
de los europeos. En los claustros prevalecieron también éstos,
y para evitar los disturbios frecuentes que la rivalidad del nacimiento
causaba, en algunas órdenes religiosas se estableció
por las leyes la alternativa, nombrándose en una elección
prelados europeos y en otra criollos; pero habiéndose introducido
la distinción entre los europeos que habían venido de
España con el hábito y los que lo habían tomado
en América, en cuyo favor se estableció otro turno,
resultaban dos elecciones de europeos por una de criollos. Si a esta
preferencia en los empleos políticos y beneficios eclesiásticos,
que ha sido el motivo principal de la rivalidad entre ambas clases,
se agrega el que, como hemos visto, los europeos poseían grandes
riquezas que, aunque fuesen el justo premio del trabajo y la industria,
excitaban la envidia de los americanos y eran consideradas por éstos
como otras tantas usurpaciones que se les habían hecho; que
aquellos con el poder y la riqueza eran a veces más favorecidos
por el bello sexo, proporcionándose más ventajosos enlaces;
que por todos estos motivos juntos, habían obtenido una prepotencia
decidida sobre los nacidos en el país; no será difícil
explicar los celos y rivalidad que entre unos y otros fueron creciendo,
y que terminaron por un odio y enemistad mortales.
En todo lo que he dicho en general sobre el carácter de los
españoles europeos y americanos, deben hacerse las excepciones
que naturalmente exigen las pinturas o definiciones genéricas.
Entre los últimos hubo mucho que por su aplicación y
economía se eximieron de los defectos que se atribuyen en general
a esta clase, y en el desempeño de los empleos que obtuvieron
se distinguieron en la Iglesia muchos prelados ejemplares por su celo
y virtudes; en la toga, muchos magistrados de integridad y saber,
y en las oficinas, muchos empleados recomendables: así como
entre los europeos, especialmente en los de las provincias meridionales
de España, no eran pocos los que desmentían con una
conducta poco regular la laboriosidad y economía de sus paisanos,
y por la expresión "un gachupín perdido" se
entendía un resumen de todos los vicios, que a veces los precipitaban
en los crímenes más atroces.
En los años inmediatos a la Conquista, vinieron muchas mujeres
españolas casadas con los conquistadores, o a procurarse con
ellos enlaces más ventajosos que los que por su escasa fortuna
pudieran esperar en España. De ellas eran muchas de familias
muy distinguidas, entre las que pueden contarse las hijas del comendador
de Santiago Leonel de Cervantes, de las que proceden varias de las
principales familias de México, y las que llevó consigo
a Guatemala doña Beatriz de la Cueva, de la casa de los duques
de Alburquerque, cuando vino casada con don Pedro de Alvarado; pero
en el transcurso del tiempo no venían otras que las casadas
con los empleados, y éstas eran muy pocas, de manera que todas
las mujeres blancas que había en Nueva España eran de
la clase criolla. No solían participar éstas de los
defectos de sus hermanos, por lo que se consideraba como principio
establecido que en América las mujeres valían más
que los hombres; y dejando aparte las excepciones que todas las reglas
generales suponen, y muy especialmente las que deben hacerse respecto
a la capital y a algunas otras ciudades grandes, en las que la corrupción
de costumbres era bastante común, es menester confesar que
nada había más respetable que las familias de mediana
fortuna de las provincias, siendo las mujeres criollas amantes esposas,
buenas madres, recogidas, hacendosas, bondadosas y el único
defecto que solía imputárseles era que, por la benignidad
de su carácter, contribuían no poco a los funestos extravíos
de sus hijos.
Los pocos descendientes que quedaban de los conquistadores, y otros
que derivaban un origen distinguido de familias que en España
lo eran, con los empleados superiores y los acaudalados que habían
obtenido algún título o cruz o adquirido algún
empleo municipal perpetuo, formaban una nobleza que no se distinguía
del resto de la casta española sino por la riqueza, y que cuando
ésta se acababa volvía a caer en la clase común.
Conservaba sin embargo aun en su decadencia ciertas prerrogativas,
pues se necesitaba pertenecer a ella para ser admitido en el clero,
la carrera del foro y la milicia. Como esta clase, a la que se agregaban
todos los que adquirían fortuna, pues todos pretendían
pasar por españoles y nobles, se distinguía del resto
de la poblaci6n por su traje, estando más o menos bien vestidos
los individuos que la formaban, cuando el pueblo generalmente no lo
estaba, se conocía con el nombre de "gente decente"
y esto, más bien que el nacimiento, era el carácter
distintivo con que se le designaba. Un título de conde o marqués,
con una cruz de Santiago o Calatrava, y después de Carlos III
cuando esta orden se erigió, era todo el objeto de la ambición
del que se enriquecía por el comercio o hallaba una bonanza
en las minas. Estos títulos llevaban consigo la fundación
de un vínculo, aunque no siempre se cumplía con esta
condición, y además había otros muchos mayorazgos
sin títulos, por cuyo medio se había pretendido dar
duración a las fortunas; pero este intento se frustraba con
los gravámenes que se imponían, con permiso de la audiencia,
sobre los bienes vinculados, con lo que así éstos, como
todas las propiedades raíces del país, tanto rústicas
como urbanas, estaban afectos en gran parte a reconocimientos a censo
redimible en favor del clero y fundaciones piadosas. En todos los
países en que han existido las vinculaciones han sido notados
los mayorazgos de pródigos, descuidados y desidiosos, y en
Nueva España, donde por desgracia la clase española
americana tanto propendía a estos defectos, los mayorazgos
podían ser considerados como el tipo del carácter que
de ella he delineado.
No puede decirse que la clase española, comprendiendo en esta
expresión tanto a los nacidos en España como en América,
fuese la clase ilustrada; pero sí que la ilustración
que había en el país estaba exclusivamente en ella.
De los europeos, los que venían con empleos en la magistratura
y en el clero tenían la instrucción propia de sus profesiones,
sin exceder sino rara vez de los límites que prescribía
el ejercicio de éstas, y lo mismo sucedía entre los
oficinistas: los que venían a buscar fortuna no tenían
instrucción alguna y adquirían a fuerza de práctica
la necesaria para el comercio, las minas y la labranza. Entre los
americanos había más y más profundos conocimientos,
y esta superioridad era una de las causas que, como he dicho, les
hacía ver con desprecio a los europeos, y que no poco fomentaba
la rivalidad suscitada contra ellos. Sin embargo, esta instrucción
casi estaba reducida a las materias del foro y eclesiásticas,
y se limitaba a México y a las capitales de los obispados en
que había colegios. Durante muchos años no hubo otro
establecimiento de enseñanza pública que la Universidad
de México, que fue distinguida por los reyes de España
con todos los privilegios que tenía la de Salamanca, y muy
favorecida por los virreyes. Los jesuitas, que llegaron a México
en 1572, fundaron, según su Instituto, colegios en varias ciudades
principales en que se establecieron, y más tarde se abrieron
en las capitales de los obispados los seminarios, en virtud de lo
mandado en el Concilio de Trento. Pero en los colegios de la Compañía
fue donde se dio mayor extensión a la enseñanza, pues
además de la filosofía y la teología se cultivaban
en ellos las bellas letras, y muchas composiciones latinas en prosa
y en verso que nos quedan de los discípulos que en ellos se
formaron prueban el buen gusto que se les inspiraba en las lecciones
que recibían. La expulsión de los religiosos de esta
orden en 1767 causó un atraso muy considerable en la ilustración,
pues con ellos cesaron los colegios que tenían a su cargo y,
aunque algunos siguieron administrados por el gobierno, estuvieron
lejos de conservar el lustre que tenían. los jesuitas, por
sus principios religiosos y políticos, hubieran hecho más
duradera la dependencia de la metrópoli; pero también
la independencia hecha con mayor instrucción en la clase alta
y media de la sociedad hubiera sido más fructuosa. Había
también colegios a cargo de los franciscanos, pero eran únicamente
para las ciencias eclesiásticas y nunca tuvieron gran nombradía.
Reducidos, pues, los estudios a la filosofía, como estudio
preparatorio; a la teología, leyes y medicina, esta última
poco apreciada, se dedicaban a ellos los que los consideraban como
una carrera lucrativa; más la gente acomodada no veía
necesidad de instruirse, y dejando el cultivo de las letras a los
eclesiásticos y a los abogados, que se llamaban exclusivamente
"letrados", en vez de buscar en el adorno del espíritu
la más noble ocupación, o por lo menos una honesta distracción
y entretenimiento, se abandonaba al juego y a la disipación,
o pasaba su tiempo en la ociosidad y la ignorancia: sólo algunos
pocos individuos aplicados adquirían instrucción en
la historia y otros ramos, en virtud de lectura y estudios privados,
que se dificultaban por la escasez y alto precio de los libros, y
aunque en las facultades que se enseñaban hubiese habido hombres
muy distinguidos, especialmente entre los eclesiásticos, para
quienes las canonjías de oposición eran un fuerte incentivo
al estudio, en general era grande la ignorancia en materias políticas
y aun en la geografía y otras ciencias elementales. Sin embargo,
lo que se estudiaba era bien y sólidamente y en esta parte,
cuanto en tiempos posteriores ha podido aventajarse en superficie,
se ha perdido en profundidad: especialmente el clero, y en esto todavía
más el regular que el secular ha tenido desde aquel tiempo
un atraso notable. Las ciencias exactas útiles para la minería
se cultivaban en el seminario de este nombre de muy reciente fundación,
pero aunque este establecimiento fue fomentado con especial empeño
y produjo algunos pocos hombres distinguidos, nunca su utilidad ha
correspondido al gasto que en él se ha erogado, y lo mismo
sucedió con la Academia de las Bellas Artes, fundada en el
reinado de Carlos III, pudiendo decirse que hubo buenos pintores antes
que hubiese escuela en que se formasen, y que dejó de haberlos
desde que ésta se estableció.
La clase española era pues la predominante en Nueva España,
y esto no por su número, sino por su influjo y poder, y como
el número menor no puede prevalecer sobre el mayor en las instituciones
políticas sino por efecto de los privilegios de que goce, las
leyes habían tenido por principal objeto asegurar en ella esta
prepotencia. Ella poseía casi toda la riqueza del país;
en ella se hallaba la ilustración que se conocía; ella
sola obtenía todos los empleos y podía tener armas,
y ella sola disfrutaba de los derechos políticos y civiles.
Su división entre europeos y criollos fue la causa de las revoluciones
de que voy a ocuparme: los criollos destruyeron a los europeos, pero
los medios que para este fin pusieron en acción minaron también
la parte de poder que ellos tenían. En cuanto a su número
y proporción en la totalidad de la población de la Nueva
España, no es posible determinarlo, y es menester limitarse
a meras aproximaciones, en cuyo punto difieren notablemente los autores
que han tratado esta materia. El barón de Humboldt regula que
había en el año de 1804 16 blancos por cada 100 habitantes.
El doctor Mora hace subir esta proporción hasta la mitad, en
lo que padece manifiesta equivocación, bastando para convencerse
el echar una simple ojeada sobre la masa de la población, en
especial fuera de las ciudades populosas y en los campos, además,
que siendo fundado el cálculo de Humboldt en buenos datos,
todas las circunstancias que desde entonces han intervenido han debido
producir una disminución notable y no un aumento en la proporción
de la población blanca, tales como la emigración o destrucción
de porción de familias de esta clase por la expulsión
de los españoles; la ruina de las fortunas que estaban en sus
manos y pasaban a sus hijos, y la venida de extranjeros a ocupar el
lugar de aquéllos que no se radican en el país, sino
que, a diferencia de los españoles, lo abandonan luego que
han hecho fortuna en él, creo, pues, que atendidas todas estas
razones, la población blanca ni era ni es en la actualidad
más de la quinta parte de la total del país. Los otros
cuatro quintos pueden considerarse distribuidos por mitad entre los
indios y las castas, y en esta razón, de los 6 000 000 a que
podía ascender la población total de la Nueva España
en 1808, 1 200 000 eran de la raza española, inclusos 70 000
españoles europeos; 2 400 000 indios, y otros tantos de castas.
Las leyes habían hecho de los indios una clase muy privilegiada
y separada absolutamente de las demás de la población.
la protección especial que se les dispensó provino de
la opinión que de ellos se formaron, en el tiempo en que fueron
descubiertas y ocupadas por los españoles las Islas Antillas
y las playas de costa firme, tanto sus enemigos como sus amigos y
defensores. Los primeros pretendían que eran incapaces de razón
e inferiores a la especie humana, por lo que querían condenarlos
a perpetua esclavitud; los que sostenían lo contrario estaban
de acuerdo con aquéllos en cuanto a la inferioridad, respecto
a las razas del antiguo continente, por su escasa capacidad moral
y debilidad de sus fuerzas físicas; pero de esto deducían
que necesitaban ser protegidos contra las violencias y artificios
de aquéllas. Esta inferioridad en que estaban todos conformes
dio motivo a que se calificasen los españoles y castas con
el nombre de gente de razón, como si los indios careciesen
de ella, y fue también el origen de la traslación de
gran número de los negros de África a los nuevos establecimientos;
que promovió con empeño el padre Casas, tan celoso abogado
de los indios, para eximir a éstos de los duros trabajos en
que los empleaban los conquistadores, sustituyendo en su lugar los
africanos, que son de una constitución mucho más fuerte
y vigorosa. Esto también fue lo que movió a los reyes
de España, cuyas intenciones siempre fueron las de conservar
y proteger a los indios, a hacer en su favor esta legislación,
que puede decirse toda de excepciones y privilegios. Se les autorizó
desde luego a conservar las leyes y costumbres que antes de la Conquista
tenían, para su buen gobierno y policía, con tal que
no fuesen contrarias a la religión católica, reservándose
los reyes la facultad de añadir lo que tuviesen por conveniente.
Se mandó y reiteró continuamente que fuesen tratados
como hombres libres y vasallos dependientes de la corona de Castilla.
Por libertar su sencillez de los fraudes de los españoles se
declararon en su favor, como en el de las iglesias, los privilegios
de menores: no estaban sujetos al servicio militar, ni al pago de
diezmos y contribuciones, fuera de un moderado tributo personal que
pagaban una vez al año, una parte de la cual se invertía
en la manutención de hospitales destinados a su socorro, y
del que estaban exentos los tlaxcaltecas, los caciques, las mujeres,
los niños, enfermos y ancianos, no se les cobraban derechos
en sus juicios, que debían ser a "verdad sabida",
para evitar dilaciones y costos; tenían abogados, obligados
por la ley a defenderlos de balde; los fiscales del rey eran sus protectores
natos; la inquisición no les comprendía y en lo eclesiástico
tenían también muchos y considerables privilegios. Vivían
en poblaciones separadas de los españoles, gobernados por sí
mismos, formando municipalidades que se llamaban repúblicas,
y conservaban sus idiomas y trajes peculiares. Se ocupaban especialmente
de la labranza, ya como jornaleros en las fincas de los españoles,
ya cultivando las tierras propias de sus pueblos, que se les repartían
en pequeñas porciones por una moderada renta que se invertía
en los gastos de la Iglesia y otros de utilidad general, cuyo sobrante
se depositaba en las cajas de comunidad. Todo esto hacía de
los indios una nación enteramente separada: ellos consideraban
como extranjeros a todo lo que no era ellos mismos, y como no obstante
sus privilegios eran vejados por todas las demás clases, a
todas las miraban con igual odio y desconfianza.
Los mestizos, como descendientes de españoles, debían
tener los mismos derechos que ellos, pero se confundían en
la clase general de castas. De éstas, las derivadas de sangre
africana eran reputadas infames de derecho, y todavía más,
por la preocupación general que contra ellas prevalecía.
Sus individuos no podían obtener empleos; aunque las leyes
no lo impedían, no eran admitidos a las órdenes sagradas;
les estaba prohibido tener armas, y a las mujeres de esta clase el
uso del oro, sedas, mantos y perlas; los de la raza española
que con ellas se mezclaban por matrimonios, cosa que era muy rara
sino en artículo de muerte, se juzgaba que participaban de
la misma infamia; y lo que sería de admirar si los hombres
y sus leyes no presentasen a cada paso las más notables contradicciones,
estas castas, infamadas por las leyes, condenadas por las preocupaciones,
eran, sin embargo, la parte más útil de la población.
Los hombres que a ellas pertenecían endurecidos por el trabajo
de las minas, ejercitados en el manejo del caballo, eran los que proveían
de soldados al ejercito, no sólo en los cuerpos que se componían
exclusivamente de ellos, como los de pardos y morenos de las costas,
sino también a los de línea y milicias disciplinadas
del interior, aunque éstos, según las leyes, debiesen
componerse de la raza española; de ellos también salían
los criados de confianza en el campo y aun en las ciudades; ellos,
teniendo mucha facilidad de comprensión, ejercían todos
los oficios y las artes mecánicas, y en suma puede decirse
que de ellos era de donde se sacaban los brazos que se empleaban en
todo. Careciendo de toda instrucción, estaban sujetos a grandes
defectos y vicios, pues con ánimos despiertos y cuerpos vigorosos,
eran susceptibles de todo lo malo y todo lo bueno.
En los tiempos que siguieron inmediatamente a la Conquista, se tuvieron
ideas muy liberales para la instrucción y fomento de los indios.
Antes de pensar en formar ningún establecimiento público
de instrucción para los españoles, se fundó el
Colegio de Santa Cruz para los indios nobles, en el convento de Santiago
TIatelolco de religiosos franciscanos, cuya apertura solemne hizo
el primer virrey de México, don Antonio de Mendoza. Hubo de
pensarse después que no convenía dar demasiada instrucción
a aquella clase, de que podía resultar algún peligro
para la seguridad de estos dominios, y no sólo se dejó
en decadencia aquel colegio, sino que se embarazó la formación
de otros, y por esto el cacique don Juan de Castilla se afanó
en vano durante muchos años en Madrid, a fines del siglo pasado,
para conseguir la fundación de un colegio para sus compatriotas
en su patria, Puebla. El virrey marqués de Branciforte decía
por el mismo tiempo que en América no se debía dar más
instrucción que el catecismo; no es, pues, extraño que
conforme a estos principios las clases bajas de la sociedad no tuviesen
otra, y aun esa bastante imperfecta y escasa. La expulsión
de los jesuitas fue para ellas tan perjudicial como para las más
elevadas, pues si para éstas habían fundado estudios
en las ciudades, daban a todas instrucción religiosa y formaban
la moral del pueblo con frecuentes ejercicios de piedad. Los indios,
sin embargo, como que eran admitidos al sacerdocio, entraban en los
colegios para aprender las ciencias eclesiásticas, pero en
lo general se limitaban a sólo los conocimientos precisos para
ordenarse e ir a administrar algún pequeño curato o
vicaría en algún pueblo remoto y en mal temperamento.
Tenían pues estas clases todos los vicios propios de la ignorancia
y el abatimiento. Los indios propendían excesivamente al robo
y a la embriaguez; se les culpaba de ser falsos, crueles y vengativos
y, por el contrario, se recomendaba su frugalidad, su sufrimiento
y todas las demás calidades que pudieran calificarse de resignación.
En los mulatos estos mismos vicios tomaban otro carácter, por
la mayor energía de su alma y vigor de su cuerpo: lo que en
el indio era falsedad, en el mulato venía a ser audacia y atrevimiento;
el robo, que el primero ejercía oculta y solapadamente, lo
practicaba el segundo en cuadrillas y atacando a mano armada al comerciante
en el camino; la venganza, que en aquél solía ser un
asesinato atroz y alevoso, era en éste un combate, en que más
de una vez perecían los dos contendientes.
Como las castas eran las que formaban la plebe de las grandes ciudades,
en las que en tiempos anteriores la gente de servicio doméstico
era en la mayor parte esclava, los vicios que les eran propios se
echaban de ver en ella en toda su extensión. Uno de los virreyes
más ilustrados, el duque de Linares, en la instrucción
que dio a su sucesor, el marqués de Valero, al entregarle el
mando en el año de 1716, describe esta parte de la población
en los términos siguientes:
Despiertan o amanecen sin saber lo que han de comer aquel día,
porque lo que han adquirido en el antecedente ya a la noche quedó
en la casa del juego o de la amiga, y no queriendo trabajar, usan
de la voz de que Dios no falta a nadie, y esto es porque, recíprocamente,
los que actualmente se hallan acomodados con amos, en su temporada,
por obra de caridad, alimentan a los que pueden; con una jícara
de chocolate y unas tortillas les es bastante, y así, cuando
éstos se desacomodan y se acomodan los otros, va corriendo
la providencia, de donde se origina que como en México
se halla la abundancia de la riqueza, se atrae así la multiplicidad,
y deja los reales de minas y lo interno del país sin gente,
y cuando hacen algún delito, no arriesgan en mudarse de
un lugar a otro, más que el cansancio del camino, porque
todos sus bienes los llevan consigo en sus habilidades, pues aun
las camas encuentran hechas en cualquier parte que se paran, en
medio de que en México basta el mudarse de un barrio a
otro para estar bien escondido.
Hasta aquí el informe del citado virrey.
La distribución de estas diversas clases de habitantes en la
vasta extensión del territorio de la Nueva España dependía
de la población que existía antes de la Conquista, del
progreso sucesivo de los establecimientos españoles, del clima
y del género de industria propio de cada localidad. La población
indígena predominaba en las intendencias de México,
Puebla, Oaxaca, Veracruz y Michoacán, situadas en lo alto de
la cordillera y en sus declives hacia ambos mares, que habían
formado las antiguas monarquías mexicana, mixteca y michoacana.
En las costas de uno y otro mar, y en todos aquellos climas calientes
en que se produce la caña de azúcar y demás frutos
de los trópicos, abundaban los negros, y mucho más que
éstos, porque su introducción había cesado hacía
años, los mulatos y otras mezclas de origen africano, procedentes
de los esclavos introducidos para el cultivo de aquellas plantas,
de los cuales unos permanecían en el estado de esclavitud y
los otros, aunque libres, se quedaban casi siempre en las fincas a
las cuales habían pertenecido. El mismo origen reconocían
los mulatos, que había en gran número en México
y otras ciudades populosas. En las provincias que ocuparon las tribus
vagantes de los chichimecas y otros salvajes, en las que la dominación
española se fue extendiendo lentamente, más bien que
sujetando, destruyendo o arrojando hacia el norte a los antiguos habitantes,
como en las intendencias de San Luis Potosí, Durango y otras
en aquella dirección, la población era de la raza española,
ocupada todavía en rechazar los ataques de las tribus salvajes
que subsistían independientes.
Los españoles europeos residían principalmente en la capital,
en Veracruz, en las poblaciones principales de las provincias, en especial
en las de minas, sin dejar de hallarse también en las poblaciones
menores y en los campos, y de éstos sobre todo en los climas
calientes, en las haciendas de caña, cuya industria estaba casi
exclusivamente en sus manos. Los criollos seguían la misma distribución
que los europeos, aunque proporcionalmente abundaban más en las
poblaciones pequeñas y en los campos, lo que procedía
de estar en sus manos las magistraturas y curatos de menos importancia,
y ser más bien propietarios de fincas rústicas que ocuparse
del comercio y otros giros propios de las ciudades grandes.
Esta diversidad de clases de habitantes, su número relativo
y su distribución, ha tenido el mayor influjo en los acontecimientos
políticos del país; y el no haber parado suficientemente
la atención en estos puntos ha sido ocasión de graves
errores en los escritores que han tratado estas materias, sobre todo
en Europa y por desgracia, mucho más en los legisladores, que
han procedido sin consideración ninguna a estos diversos elementos,
cuya prudente combinación debía haber sido el objeto
de todos sus esfuerzos.
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