Cuando el Cid abandonó sus palacios de Vivar, envió a
su mujer, doña Jimena, y a sus hijas, chicas en años,
al monasterio de San Pedro de Cardeña, encomendándolas
al abad y a los monjes de aquella santa casa. ¿Y quién
os podría contar los doloridos llantos que en el claustro de
Cardeña hubo a la partida del Campeador? El Cid se alejaba, el
último entre toda su mesnada, volviendo atrás la cabeza;
Alvar Fáñez le anima: "Aguijemos, señor, ¿dónde
está vuestro esfuerzo? Aun todos estos duelos en gozo se tornarán".
Tan pobre salió el Cid para el destierro, que
no tenía con qué mantener su mesnada; se vio obligado
a pedir tres mil marcos prestados a los judíos de Burgos Raquel
y Vidas, dejándoles en prendas dos arcas cerradas, llenas de
arena, como si guardasen tesoros. Confiaba el Cid en Dios y su buena
ventura que pronto podría devolver el préstamo, antes
que se descubriese el engaño de la prenda.
Trabajosas fueron las conquistas del desterrado. La
España mora acababa entonces de ser invadida por el emperador
de los almorávides, el más poderoso príncipe musulmán
de entonces; su nombre era bendecido en la oración de cada día
sobre mil novecientos púlpitos de las grandes mezquitas de Africa
y España; su imperio se extendía más allá
del inmenso Sahara: tenía a lo largo siete meses de camino y
más de cuatro meses a lo ancho, según contaban las caravanas
que lo cruzaban.
El poderoso rey Alfonso no lograba resistir el empuje
de los bien organizados ejércitos almorávides, y era derrotado
en Sagrajas, en Jaén, en Consuegra y en Uclés. Sólo
el Campeador supo vencer este nuevo poder militar y arrebatarle la posesión
de la codiciada ciudad de Valencia, deteniendo desde ella la temible
invasión africana. Conquistó también muchos castillos
y pueblos de moros, y se hizo grande y rico sobre cuantos señores
había en España. Y a cada batalla campal que vencía,
el fiel vasallo enviaba a su injusto rey un rico presente de cien caballos
enjaezados, con sendas espadas colgadas de los arzones, como muestra
del botín cogido al enemigo.
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