A Domingo Díaz |
Habían acabado las ceremonias de la tarde, y tras un día
de fatiga y de calor, yo, joven seminarista que no había tenido
tiempo de conmoverme, volví sudoroso y cansado a mí
celda de colegial, a disfrutar de media hora de reposo, pues a las
ocho en punto debíamos estar en el palacio del obispo para
acompañarlo a rezar las estaciones en siete de las principales
iglesias de la ciudad. Arrojé sobre la cama mi beca azul y
mi sotana carmelita, y después de apurar a rápidos sorbos
un gran jarro de horchata, acerqué al balcón mi butaca
de cuero, me puse de codos sobre el barandal y empecé a ver,
a pensar, a soñar... Debajo de mí balcón, la calle, negra y profunda, parecía
hacer del silencio un paño fúnebre. El polvo levantado
por la agitación del día iba cayendo lentamente sobre
el suelo y de vez en cuando una de sus partículas, arrebatada
por el caliente viento de abril, reflejando la luz moribunda del cercano
reverbero, parecía un átomo de oro encendido que hacía
viajes fantásticos por el espacio. Sólo el eco de alguno
que otro rezo llegaba hasta mí, que oía sin escuchar. Mi balcón dominaba todas las vecinas azoteas y un gran trozo
del cielo oriental se extendía ante mis ojos. La luna, velada
por la bruma compuesta de las moléculas de fuego desprendidas
de los campos incendiados, se levantaba roja, enorme y sin fulgores,
como si saliera de un baño de sangre. Fragmentos largos y flotantes
de los nubarrones que se agrupaban en el cenit, la velaban a veces,
y a veces subrayaban con un enorme rasgo negro aquel globo de púrpura.
Hubo un momento en que el disco lunar me pareció un agujero
abierto en la bóveda sombría del cielo, detrás
del cual se veía el seno de incandescente volcán o de
otro cielo abrasado por infinito incendio. Mi espíritu revoloteó
por los bordes de aquel cráter, y luego, cerniéndose
un momento sobre él, agitó las alas y huyó. Huyó a aquel tiempo lejano en que, sin que el mundo lo sintiera,
unas cuantas palabras sencillas y una dolorosa y oscura muerte cambiaban
el itinerario de la edad antigua y hacían que la corriente
del paganismo se bifurcara en un montículo de la Palestina,
yendo una a perderse en la soledad del desierto como los ríos
del África, y entrando la otra en el cauce profundo en que
la civilización helénica se convirtió en la civilización
humana. Subí la colina de Moriah, en cuya cima estaba el templo Sión,
con sus altos muros, sus ramilletes de olivos, sus higueras agostadas
por el calor primaveral; estaba a nuestra vista, sentado sobre su
trono de roca negruzca y calcinada. Procesiones larguísimas
de peregrinos venían cantando los salmos y los himnos sagrados;
atravesaban el torrente y trepaban continuamente por los peldaños
de la colina santa. El israelita del otro lado del Jordán, el que mezclaba sus
tiendas de pieles de cabra a las de los hijos de Moab, o vivía
en pos de sus rebaños vagando por los confines del desierto
de los hijos de Agar, unía sus cánticos al israelita
de la poética Galilea, que tenía, en su andar rítmico,
el vaivén gracioso de las olas del Tiberíades, y cuyas
mujeres se cubrían con sombrillas rojas, pensando, en aquellas
horas de calor y de fatiga, en las frescas sombras de los plátanos
de Nazareth. Aquellos peregrinos traían ovejas blancas de Galaad
y corderos cebados de la Siria; tórtolas del oasis damasceno,
y frutos de todos los climas; cajas de sándalo de Ofir llenas
de gomas de la Arabia y cofres de ciprés del Líbano
para guardar los vestidos sacerdotales; vasos murrinos para los bálsamos
y ánforas áticas para los vinos. Los sacerdotes venían
risueños, desde el gran pórtico del templo, aquellas
multitudes cargadas de presentes para los servidores de Jehová. En el interior del templo la muchedumbre se apiñaba; crujían
las tablas de cedro del revestimiento interior y el humo del incienso
formaba una niebla densa en tomo del santo de los santos, como
en el día en que Jehová había venido en forma
de nube sobre el arca del testimonio, al escuchar las preces de Salomón. Los levitas, vestidos de blanco, contenían al gentío
en torno del gran sacrificador, y sus salmodias, acompañadas
por el sonido de los salterios y de los Kinnorim, se mezclaban
a los clamores de los fieles. A cada momento el sol se oscurecía
dejando al templo sumido en la sombra, y las llamas del candelabro
de los siete brazos vacilaban sobre sus aceiteras de oro. Un ruido
sordo, que parecía gemido escapado de las entrañas del
monte Sión, hacía enmudecer de repente a los hombres,
temblar a las mujeres y llorar a los niños. El gran sacerdote
paseaba su mirada inquieta sobre las cabezas inclinadas que lo rodeaban
y una súbita palidez invadía su rostro. Los cascabeles
de su túnica resonaban, porque se había apoderado de
él un estremecimiento extraño. De dentro del tabernáculo salían débiles quejas,
como si un anciano llorara. David, al golpear con su frente cubierta
de ceniza el pavimento del santuario, delante del arca, debía
llorar así; las mujeres repetían en voz baja y convulsiva:
"Miserere nobis; apiádate Señor, de nosotros,
según tu gran misericordia". Los levitas agitaban sus
cofias de lino y los fariseos, en aristocrático grupo, observaban
con sus rostros rasurados y marmóreos, oculta la frente bajo
sus tiaras de pergamino, aquel espectáculo confuso. El que observaba en el cuadrante dio la señal; la sombra del
gnomon tocaba la raya que marcaba la hora nona. Los cohenim
acercaron la mesa del sacrificio, sobre la que yacía un cordero
sin mancha. Delante del arca, sostenido por cuatro columnas de ciprés
con capiteles de oro y zócalos de plata, se tendía inmenso
el velo de púrpura que cerraba el santo de los santos. El pontífice blandió el cuchillo; lanzó el tierno
cordero una mirada de dolor sobre su verdugo, como si hubiese tenido
la súbita revelación de su destino, y una lágrima
humedeció su vellón inmaculado. La mano cayó;
un solo chorro de sangre brotó de la herida, y como si el ángel
del Señor hubiese pasado su espada niveladora sobre las cabezas
de levitas y profanos, todas las frentes se inclinaron; bajó
la espada y todos los cuellos se encorvaron; más aún
y todas las rodillas pegaron en tierra. Un gran grito salió
del tabernáculo. Así debió ser el último
suspiro del rey profeta... Cuando los ojos se elevaron, el velo estaba roto, abierto; por entre
sus dos fragmentos, como por mano colérica apartados, se veían
temblar las alas de los dos querubes, cual si quisieran transportar
el arca al cielo. De entre la nube de incienso, salió un niño: ¿era
Joas? ¿Era el rey niño guardado por los sacerdotes en
el santuario, como si sobre el trono de la Palestina quisieran los
levitas reemplazar con una flor al águila de Roma? No; aquel niño tenía una figura extraña; si
un pueblo al nacer se encarnase en un símbolo, habría
escogido, para esconder su alma, aquella frente pura, aquella mirada
que parecía hecha no para recibir la luz, sino para darla... Era la estatua viva de una nueva edad. "Ha muerto exclamó, ha muerto. El rey de
los judíos, la flor de la vara de Jesé, el vástago
de David, el hijo de Jehová ha muerto; ha muerto el Cristo.
Yo le he visto; una gota de su sangre cayó sobre mi frente:
mirad." Pontífices, levitas, fariseos, pueblo, todos en confuso remolino
se precipitan hacia el niño; los querubines del arca volvieron
sus cabezas para mirar también. Dos líneas rojas, una puesta al través de la otra,
marcaban la frente del niño. El Sumo Pontífice murmuró algunas palabras en los oídos
del pequeñuelo. ¿Eran palabras de muerte? El niño
levantó los ojos al cielo y abrió los brazos como si
invocara a Dios. El sol lo hería de frente con su último
rayo; la sombra del cuerpecillo y de los abiertos brazos creció
detrás del infante; el arca desapareció debajo de aquella
sombra; desapareció el templo, la colina, Jerusalén;
llenó el mundo, ganó el cielo, y el espacio infinito
se llenó con ella: era la sombra de la cruz. * Publicado
en El Federalista, México, 11 de abril de 1879, p. 3,
con el seudónimo de "Merlín". |