A Roberto A. Esteva |
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De esa hoja transcribo los versos siguientes:
Al calce de este romance melancólico una mano, que parecía
senil y que era de un adolescente, había escrito un nombre:
lo velaremos con otro semifantástico, ¿no os parece,
lectoras? Escribiremos Stella y sigamos describiendo la hoja de la
cartera. Bajo el nombre de Stella hay unos signos musicales en unas líneas
de pauta. Paco Lerdo de Tejada los interpretó en el piano:
eran la transcripción de un sollozo. A la vuelta de la hoja
estas frases: "Su corona nupcial es de rosas exangües ¡tan
pálidas! Pobre Stela, obligada a hacer sus ramilletes en el
cementerio. Ésta es la noche de boda..." La hoja termina
así: San Fernando números 201 y 202. R.I.P. Heberto era un soñador de veinte años; no había
nacido para nada útil, en el sentido que da el mundo al vocablo,
y creía que tenía derecho para no ser, para no ser nada.
¡Pobre! Su padre le obligó a estudiar; él no sabía,
no podía, no quería estudiar. Los muros del colegio
oprimieron su corazón infantil y se lo dejaron enfermo para
siempre; cuando su madre, una santa, fue, por consejo de los médicos,
a sacarlo del colegio, se encontró con un niño muy pálido
que tenía mucho frío, unos ojos llenos de fiebre y que
por cierto movimiento, que en otro habría sido amanerado y
era gracioso en él, indicaba el hábito contraído
de contemplar largas horas el cielo. La madre lloró al ver a Heberto; éste lloró,
primero porque su madre lloraba y luego porque en su corazón
enfermo parecía haber un depósito de lágrimas
y, cuando ya rebosaba, parecía que por una válvula de
escape se derramaban en sus ojos, en sus mejillas, y entonces, se
calmaban un tanto, un instante. Era una naturaleza viciada, era un
ave de paso que se había equivocado de rumbo viniendo a la
tierra. Desde pequeño le había faltado el sol y el corazón
de su madre, ese otro sol. Resultado: había contraído
un vicio; ¿qué niño secuestrado en el colegio
no lo contrae? El vicio solitario de Heberto eran las lágrimas;
la causa, una sensibilidad de mujer. ¿Quién sabe qué
elementos entraban en la composición de su alma? Quién
sabe cuántas mujeres huérfanas, desamparadas, soñadoras,
locas tal vez, habían dejado al pobre muchacho su herencia
de sentimentalismo y de aspiraciones irrealizables. Pobre Heberto:
era un histérico. Lo despreciábamos algo, sus compañeros de colegio;
le queríamos mucho: cuando le veíamos dormido, sentíamos
tentaciones de rodear su lecho con cuatro cirios. No hay cosa más
lúgubre que un adolescente sin salud; es un mes de mayo sin
golondrinas. Heberto, al salir del colegio, entró al primer templo que
halló a su paso y se arrodilló: Dios mío dijo, yo sé que me voy a
morir; pero concédeme antes una cosa, una sola: amar, para
tener la seguridad de ir al cielo. Poco más o menos, todos hemos hecho esta plegaria en los años
de fe de la adolescencia sobre los cuales aún se proyecta la
dulce y piadosa sombra de nuestra madre, como la sombra del viejo
campanario que repicó en nuestro bautizo, nos acompaña
algunos instantes al alejarnos de nuestro país natal. Heberto buscó un año. Su madre no cesaba de aconsejarle
un viaje a Europa; ella le acompañaría; en Burdeos tenían
parientes que los esperaban. Heberto aplazaba su resolución.
Creía que el ángel de sus ensueños, que en sus
delirios llamaba Stela, debía de ser hija del suelo mexicano,
formada con el luminoso éter de nuestro firmamento, dorada
por un rayo de sol de nuestras primaveras, perfumada por las ardientes
y acariciadoras emanaciones de las florestas indianas. El ángel
que había elegido por nido el corazón del poeta no tenía
rostro, ni tenía cuerpo: era un celaje color de rosa que dibujaba,
bajo su gasa vaporosa, las líneas ideales de una figura extrahumana,
como bajo una sábana de lino inmaculado se adivinan los contornos
poéticos e imprecisos de una impúber. Cierta vez, Heberto dio un grito en su lecho; en su almohada había
caído una lágrima reciente que no podía ser suya;
las coberturas guardaban casi el molde y la tibieza de un cuerpo de
virgen. Su madre vio algo de eso, cuando Heberto se lo refirió
entre el llanto y la risa. Salió al jardín de la casa
que habitaban en el campo y se sintió súbitamente narcotizado
por los aromas vivaces de las plantas. Cuando el sueño apagó
en su cerebro el último destello de razón, escuchó
Heberto, en pleno paraíso fantástico, un "ven"
sonoro y claro como si hubiese salido de una garganta de oro. El soñador, incorporándose, marchó en línea
recta al lugar de donde la voz había salido. Pronto llegó
a una pobre habitación; allí encontró a Stela,
allí vivió algún tiempo. Stela era una niña
como Alfredo la soñaba; era una ráfaga color de rosa,
detenida, con las alas trémulas, sobre los pétalos de
una azucena. Su nombre, su figura, su alma eran hijos del cielo. Era
una perla caída de la guirnalda efímera de las hadas,
en una noche en que la aurora las sorprendió en el seno de
las flores. Era, de lejos, un espectro; de cerca, un perfume. ¿Cómo
Alfredo había encontrado a Stela? Lo ignoramos. ¿Stela
existía, ha existido alguna vez? Lo ignoramos; y, sin embargo,
estamos seguros de haber visto su negativa en el taller de los señores
Cruces y Compañía. A pesar de eso nos preguntamos: ¿será
cierta la bajada de ese ángel a la tierra? En suma, la hemos conocido, a no ser que la hayamos soñado;
su retrato parece la fotografía de una cabeza pintada por un
artista inspirado. Es, o era como quieran mis lectores,
era divina, en lo que hay de más alto en esta palabra aplicada
a la forma; tenía la belleza de un alma, es decir, de lo más
inmaterial que puede forjarse la imaginación humana, sólo
capaz de concebir tipos materiales. Alfredo la había bautizado
en su corazón con el nombre de Stella (estrella). Y,
en efecto, parecía una gota de luz derramada sobre el mundo
desde uno de esos vasos de diamante que llamamos astros. Era color de rosa; sus ojos eran negros, pero parecían emitir
luz, no recibirla. Cuando sus pupilas se levantaban hacia el cielo
y la punta de sus pestañas se confundía con el arco
admirable de las cejas, no sé qué llamarada sombría
se encendía en aquel punto, que hacía estremecer de
delicia, pero que enfermaba el corazón. El óvalo de
su rostro habría desesperado a Winterhalter; bajo su nariz
recta y pura desplegaba su broche de jacinto una boca celeste, casi
siempre entreabierta como para dejar escapar una nota del alma, o
aspirar el aroma de las flores, sus hermanas menores. El día que la vi llevaba un vestido color de violeta, la flor
de los poetas y de las vírgenes, y una pelliza negra sobre
los hombros. ¿Pero no será una alucinación mía?
¿No una visión producida por las tintas de nácar
del crepúsculo de la tarde? Heberto y Stela vivieron juntos; Stela en el corazón de su
amante, como una esperanza de poeta; no podremos decir si el joven
estuvo presente alguna vez en el pensamiento de la niña. Ya
hemos dicho que había entre ambos la distancia de la tierra
al cielo. Una vez llegó Heberto al altar en que su estrella le esperaba.
Decimos "altar" porque para el pobre poeta la vista de Stela
era una comunión; sentía, como el creyente que se aproxima
a la mesa eucarística, que con las miradas de su amiga ideal
caía en su espíritu un rocío, un maná
del cielo. Heberto, decíamos, llegó una vez al tabernáculo
de su pasión; su amada se acercó al marco de oro de
su cuadro, y le dijo "adiós", con una voz sonora
y dulce como la música que debe de oírse más
allá de la tumba... Y partió. Cuando hubo llegado a
la región de las almas, dejó caer sobre su amante desamparado
una mirada que Heberto vio encenderse en el espacio en forma de estrella.
Y esa misma noche, en medio de su insomnio, oyó el joven junto
a su lecho sonar distinta y clara esta palabra: "ven" y
sintió sobre su frente rodar tibia y lenta una lágrima. Stela vivía en el mundo inmaterial, pero Heberto la veía;
la veía de noche como un lucero en su constelación favorita
y de día se le aparecía en las penumbras muy blanca,
muy blanca, con la inefable blancura triste de las flores de cementerio.
El pobre tendía la mano para tocarla y no podía; de
vez en cuando sentía sobre su frente el roce de su cabellera,
suelta, sedosa y áurea, tal como la llevaba la última
vez que había sentido el roce de sus hilos finísimos
entre sus dedos febriles... Entonces esbozó unos versos que nos han sido transmitidos; he
aquí los menos informes:
Pero Stela seguía cruzando como un silfo por los rayos de
luz que penetraban hasta el lecho del pobre enfermo. De repente, el
techo del cuarto desaparecía y un cielo en que oscilaban mareas
de luz y olas de oro transformaba la estancia. Como una virgen de
Murillo se le aparecía en medio de tanto esplendor su Stela. Hace un año la blanca Stela descendió sola y melancólica
por un crepúsculo brumoso y frío. Llevaba en la frente
una corona nupcial de camelias blancas: Esta noche celebraremos nuestras bodas murmuró
en el oído de Heberto. Este escribió en su cartera, unos versos, necesidad sublime
de los corazones que sufren y aman; trazó algunas notas musicales
como queriendo interpretar la voz de Stela. Luego llamó a su madre. La santa mujer corrió al lecho
de su hijo, que volvía a la razón; sí, porque
un mes hacía que Alfredo había salido como un delirante
al jardín en busca de una mujer que había llorado una
lágrima sobre su frente. De allí le trajeron aletargado
a su casa y ese letargo sólo se interrumpía por accesos
de delirio. Pero ahora sí, ahora sí volvía el
pobre enfermo a la razón. Su pobre madre ¡pobres
madres! aprovechó aquel instante para inundar de claridad
el espíritu de su hijo y convencerlo de que su amor era imposible,
era una visión de la fiebre. Alfredo quedó plenamente
convencido de ello y murió... Su madre lo creyó salvado
cuando le vio llorar; ella lloró también. De repente
dos lágrimas se detuvieron como congeladas entre las pestañas
del soñador: Se ha dormido murmuró su madre: que nadie
lo despierte... Penetramos en el cementerio de San Fernando algunos estudiantes.
La muchedumbre se había escurrido y algunos sacristanes quitaban
a toda prisa a los sepulcros sus vestidos de lujo, dejándolos
desnudos y fríos. Así son las mañanas que siguen
a un baile de carnaval, cuando ellos y ellas arrojan los dominós
ajados y las caretas maculadas de sudor y de vino, sobre el mostrador
de los alquiladores. El Día de Muertos es el baile de carnaval
de los muertos; en lugar de dominós azules se ponen sambenitos
negros. Entramos en el cementerio para colocar nuestra losa sobre el sepulcro
de Heberto. En el nicho contiguo había una lápida flamante;
se había colocado, al parecer, ese mismo día. No tenía
más inscripción que ésta, un nombre: Stella.
Sobre ella colgaban el velo, la corona de las desposadas. Stela había muerto; luego había vivido... La realidad
oculta bajo mi simbólica narración obtendría
algunas lágrimas vuestras, lectoras mías, porque es
muy dolorosa y muy triste. ¿Os la contaré algún
día? *
Con el título de Leyenda de un muerto y dedicatoria
"A la señorita V. H." se publicó en La
juventud Literaria, México, 1888, t. II, pp. 181-182. |