Reforma del espectáculo

Capítulo Único

Las plazas de toros deben estar en el campo a corta distancia de la población, combinando que se hallen al abrigo de los vientos que con más fuerza reinen en el pueblo; deberá haber también una calzada de buen piso para las gentes que vayan a pie a la función, y un camino que no cruce con el anterior, por el que irán los carruajes y caballerías. De este modo se evitaría mucha confusión y desorden, y hasta las desgracias que alguna vez suceden.

Estas disposiciones, que parecen influyen poco en el prestigio de la diversión, tienen, por el contrario, una gran parte en su engrandecimiento, pues no hay duda de que a muchas personas, y con particularidad al bello sexo, retraen estos y otros inconvenientes para ir a las fiestas de toros.

Las plazas deberán tener cuando menos de cantería hasta los primeros balcones, y estar construidas con la mayor solidez y el gusto más exquisito, debiendo ser el gobierno quien cuidase de todo lo concerniente a su hermosura y magnificencia, pues son edificios públicos susceptibles de recibir cuantas bellezas posee la más brillante arquitectura, y en que debe darse a conocer a todos los que los observen el grado de esplendor y de adelanto en que se hallan las artes en España.

En cuanto a la disposición interior de la plaza, sólo tengo que decir que sería sumamente bueno para el público que todos los asientos se numerasen y cada cual se colocara en el que trajera anotado su billete; de este modo se evitaría la extraordinaria concurrencia que se advierte en algunos puntos de la plaza, mientras que otros están enteramente vacíos, y además las rencillas e incomodidades que la multitud y estrechez traen consigo; también esta medida precavería en mucha parte los hundimientos y alborotos que la demasiada gente en un determinado sitio ocasiona con bastante frecuencia.

También debe procurarse que los corredores, las escaleras y todos los demás sitios de tránsito sean anchos, cómodos y decentes.

En cuanto al cerco, seria de desear que fuese de piso muy igual, ni duro ni blando, sin hoyos ni piedras, ni clase alguna de estorbo, y por lo que respecta a las barreras, diré que debe haber una contrabarrera separada de los andamios de tres a cuatro varas, y de alto correspondiente, con que se evita que desde las cuerdas estén incomodando a los lidiadores, y que resbalen a los toros con los pañuelos y demás engaños con que al cabo les descomponen la cabeza y dan muchas veces lugar a un contraste en que quizá pierde un hombre la vida. No se puede mirar con indiferencia un abuso de tan funestas consecuencias, y vale más hacer un escarmiento en uno de estos inconsiderados, que regularmente están casi del todo ebrios, que autorizar con indiferencia el peligro a que exponen al infeliz torero, que por muy diestro que sea no puede lidiar con ventajas contra tantos azares.

Tampoco puede resistirse el abuso de los avellaneros, aguadores y demás vendedores: es un enjambre el que hay de estos hombres, que se creen autorizados para incomodar al que está pacífico en su asiento, entretenido y aun embebido con alguna suerte que le llama la atención; se le ponen delante quitándole la vista, lo pisan, lo ensucian, lo mojan, lo atolondran con sus descomunales gritos, y es necesario valerse de la prudencia y sufrir, o estar guerreando toda la función. No se debe permitir la entrada a estos hombres sino en cierto número, y tenerles en cada ochava o andamio su sitio señalado, del que no puedan moverse, y sin que se les permita pregonar, pues estando establecida esta disposición, cualquiera que los necesitase los llamaría o iría a buscarlos.

Los soldados y los demás dependientes de justicia, como asimismo todos los empleados de la plaza, deberán tener sus sitios señalados donde no incomoden al espectador, el cual por lo que ha contribuido tiene un derecho a ser atendido y a que nadie le estorbe ni moleste.

La clase baja cree tener en los toros una soberanía indisputable, y debemos confesar que efectivamente hasta el día lo que quiere la multitud eso se hace en estas funciones. Pero ¿es esto justo? Seguramente que no. ¿Y no hay modo de remediarlo? Muchos creen que no, pero se equivocan. Si en medio del entusiasmo y exaltación que el vino y la lidia producen en las mal organizadas cabezas del populacho, que donde quiera es soez, se trata de refrenarlo por la fuerza y cortar desde el momento los abusos, es indudable que no se conseguiría nada, y que el campo de Agramante sería niño de teta para la plaza de toros. Pero si después de haber intimidado por edictos o por los medios que parezcan más conducentes por las respectivas autoridades las penas que tienen los infractores del orden público y las prohibiciones que se juzgasen oportunas (entre las que debe comprenderse la de no entrar nadie con garrotes ni varas en la plaza, por el daño que causan al edificio y a los oídos, y porque pueden servir de arma ofensiva), si hiciesen algunos ejemplares castigando a los que se atreviesen a cometer algunos de los excesos prohibidos y se presentase la suficiente fuerza armada para imponer a los insolentes, se puede asegurar que bien pronto cesaría el desorden y pillaje que hacen indecorosa esta diversión. No hay duda en que el carácter del espectáculo es muy a propósito para la algazara y vocerío; pero tampoco la hay en que pueden éstas contenerse dentro de los límites justos, y reducirse a vitorear y a aplaudir a los lidiadores, animándolos y entusiasmándolos más y más; para esto no es necesario usar de frases descompuestas ni contrarias a la decencia pública, y sí puede echarse mano de las agudezas propias del gracejo de los españoles y de los chistes con que ameniza la diversión el ponderativo andaluz.

Las plazas de toros están presididas y mandadas por los gobernadores, o por diputaciones del ayuntamiento, o, en fin, por las primeras autoridades del pueblo en que se hallan; esto es muy justo, sin duda; pero como para mandar bien lo que pertenezca a la parte de la lidia se necesita un perfecto conocimiento de todo lo que constituye el arte de torear, y este conocimiento muy rara vez lo tendrá el presidente de la plaza, como ajeno de su carrera y de su profesión, será muy del caso que en todas estas funciones tenga la autoridad inmediata a un hombre de conocida probidad e imparcial, y que reúna un completo conocimiento de los toros, de las suertes, etc., el cual ilumine al presidente y le diga qué es lo que debe hacer con respecto a lo que pasa en el cerco. Este hombre deberá tener su correspondiente retribución en pago de su buen oficio, pero deberá ser castigado severamente siempre que por parcialidad, ociosidad o cualquier otro motivo falte en algo a la justicia y a la verdad.

Este hombre, que bien puede llamarse fiel de las corridas de toros deberá reconocer el ganado antes de traerlo a la plaza, para ver si tiene los hierros y marcas de las ganaderas a que dice el asentista que pertenece, para que no engañen al público, como sucede todos los días anunciando toros de castas acreditadas u oriundos de ellas, y corriéndoles luego cuneros. Deberá también este hombre examinar si los toros tienen edad y fuerza suficiente y, por último, si la vista y demás requisitos necesarios se hallan como se desea, para desechar los que carezcan de las proporciones oportunas para la lidia. También deberá el mismo fiel dirigir cuanto corresponda a la conducción de los toros, y muy particularmente los encierros, para que se hagan sin deterioro del ganado y sin que la multitud y bullicio que en todas partes va a presenciarlos pueda hacerlos desmandar. Sería igualmente de desear que el descanso estuviera dispuesto de modo que las gentes no pudieran estar incomodando a los toros todo el tiempo que media entre el encierro y la corrida.

El diputado del festejo deberá concurrir acompañado del fiel a lo que llaman la prueba de los caballos; también cuidará de que haya el número suficiente para cubrir la corrida, y que todos sean buenos y probados de antemano. En seguida deberá hacer que le presenten las monturas, para ver si hay el número suficiente y están en buen estado, como también examinar las puyas y medirlas, arreglándolas a la marca que pida la estación, y asegurarlas con los topes o casquillos para que no puedan desliarse más. También si el tiempo es muy seco deberá hacer que humedezcan las varas de detener, para que no se quiebren a cada momento, como sucede con mucha frecuencia por no tener esta precaución.

Después de haber dispuesto y hecho ejecutar estas cosas, dará orden de que se componga y humedezca lo suficiente el terreno de la plaza, y que arreglen todos los demás útiles que se puedan necesitar, tanto para la policía de la plaza y seguridad de los espectadores como para el servicio de la lidia y socorro de los toreros cuando por una casualidad hubiese algún herido, por lo que habrá un cuarto preparado con camas y un cirujano con cuanto pueda necesitar.

Hemos dicho que corresponde al fiel de las corridas hacer un reconocimiento prolijo de los toros para desechar los que no deban lidiarse, y añado que este mismo hombre deberá avisar a la autoridad si se presenta entre los toreros, así a pie como a caballo, alguno que por su ignorancia no esté en el caso de cumplir con su obligación y pueda ocasionar un disgusto a los espectadores, para no permitir su salida. He presenciado muchas cogidas por la poca escrupulosidad que tienen a veces los asentistas de las plazas en escoger los toreros, poniéndonos como picadores hombres que ni aun saben tenerse a caballo, y como matadores algunos muy malos chulos; de ahí nacen los disgustos y desgracias, y de aquí que se pierda la afición a este espectáculo, que no puede agradar siendo malos los lidiadores.

Los elementos o la base del espectáculo, que son los toreros, los toros y los caballos, elegidos de esta manera no podrían dejar de llenar completamente la satisfacción de los espectadores, y llevarían la lidia hasta la cima de su perfectibilidad. No obstante, si con respecto a la parte científica —si es propia la expresión— no cabe ya mejora después de practicado lo dicho, con relaclón al orden o la marcha del espectáculo resta mucho que enmendar. Así es que, para no dejar nada olvidado y seguir mejor el orden que deseamos se establezca en estas funciones, iremos hablando según la marcha que ellas siguen ahora.

Hecho el despejo de la plaza y después de ocupar cada uno de los espectadores su asiento, y colocarse entre barreras los empleados y soldados que deben estar abajo para cuidar que nadie se eche a la plaza, y que no estén embarazados los portillos de las contrabarreras donde han de guarecerse los toreros, harán éstos el correspondiente saludo a las autoridades, y los picadores se situarán, el más moderno el primero y el más antiguo el último, el cual orden de antigüedad no se interrumpirá, a no ser cuando uno de ellos se desmonte y vaya por otro caballo; en esta operación sólo deben tardar lo que baste para llegar a la cuadra y montarse, pues que en ella deberán estar siempre ensillados y listos a lo menos tres caballos, y si el picador se tarda más del tiempo dicho será efecto de holgazanería, lo cual se deberá castigar, lo mismo que todas las faltas que cometan los demás toreros, haciéndoles una rebaja en el estipendio según lo merezca la falta, pues no se les puede imponer pena más suave ni más eficaz; y se puede aumentar en cierto modo el estímulo dando como gratificación al que mejor haya cumplido lo que como castigo se exigió al que cumplió mal. Los picadores experimentados suelen usar algunas raterías para trabajar poco y sacar partido de su trabajo; una de éstas es ponerse a picar a un toro boyante y blando y darle dos o tres puyazos seguidos en los tercios, y aun en los medios de la plaza, sin dejar casi trabajar a los compañeros, y atravesándose siempre como si estuvieran entusiasmados y con muchas ganas de picar; pero si en seguida sale un toro pegajoso, ya no hacen por él, o bien el caballo no anda o, en en, se apean para tomar otro y dejar pasar el tiempo; esto es una infamia, porque no dejan lucir a los otros cuando el toro es a propósito para ello, y luego los dejan que trabajen con el que los puede deslucir y lastimar; por esto dije arriba que no debía alterarse el orden de los puyazos, y sólo en el caso de recargar el toro es cuando dará el picador dos o más; el fiel de la plaza informará de esto a la autoridad para el efecto conveniente, como también cuándo deben ir a buscar al toro, y cuándo la calidad de éste no permita sino picarlo cerca de los tableros.

Con respecto a los banderilleros, sólo tengo que decir que no deberán quitar las piernas a los toros mientras se estén picando, ni deben hacer nada con ellos sino por orden de las espadas, que deberán estar muy prontas para sacarlos de los caballos cuando recarguen, y no más; y que si el picador cae deberán llevarse al toro con ligereza y conocimiento, echándole siempre el capote a los ojos para que obedezca mejor. Cuando llegue el caso de banderillear, saldrá primero el más antiguo, y si vuelve a tener suerte antes que el otro, la verificará sin guardar consideración, porque si el segundo no la consiguió por haber hecho salidas falsas, justo es que pague su torpeza y logre el primero el premio de su habilidad. Sería de desear que se detuviesen más tiempo en banderillear, porque no hay razón para que a una suerte tan linda se le dé tan poco lugar en la lidia.

Cuando se toque a matar al toro deberá hacerlo primero el más antiguo, que lo brindará según costumbre a la autoridad, y no podrá cederlo a ningún otro matador, y mucho menos a ningún chulo. La suerte de muerte, que es la más difícil y lucida, no debe ser ejecutada sino por las primeras espadas, las cuales no tienen derecho alguno para cederla a ningún otro torero, porque el público, que es lo más respetable y lo que primero debe atenderse, va al cerco en la inteligencia de que a cada una de ellas les toca matar tales y tales toros, según se infiera de la papeleta o cartel en que se anunció la función; el no cumplir con esto es un engaño manifiesto, y tanto más cuanto sea menos diestro el que por cesión de la primera espada vaya a matar al toro. Este abuso es tan frecuente, que yo he visto corridas en que la primera espada, que era de conocida destreza, debía matar, según se infería del cartel, cuatro toros, la otra espada tres, y el media espada el último; y luego sólo mató uno la primera, dos la segunda y los restantes entre la media espada, dos chulos y otro que ni aun estaba en la cuadrilla. ¿Qué razón hay para estas variaciones? El aficionado que va a los toros por ver matar a los más diestros, que sale de su casa y aun de su pueblo robando el tiempo a sus ocupaciones, y posponiendo todo a su favorita diversión, ¡con cuánto derecho podrá acusar de injusticia y arbitrariedad al que autorice semejante abuso!

Ya que hemos tocado este punto, bueno será exponer las razones en que me fundo para decir que ningún torero debe ceder a otro la suerte que le toca. Prescindiendo ya de la principal, cual es la de cumplir con lo que se anuncia al público, que es el deber más fuerte y sagrado, me asisten otras, que si por una parte no tienen la fuerza incontrastable que la anterior, influyen, sin embargo, de un modo más inmediato y directo en el buen suceso de las lidias. Sabemos que por desgracia son muy frecuentes entre los toreros las rencillas y enemistades que los espectadores parciales e imprudentes fomentan con sus determinados aplausos y gritos; de aquí es que muchas veces cuando el partido de un torero es el dominante en la plaza, y se va a matar un toro boyante por el que sea su émulo, se forme aquella especie de motín, en que atropellando por lo justo y por el orden establecido, se oponen a que haga la suerte el que debe, y le obliguen a dar la espada al favorito de la plebe, que siempre es la que así se conduce, para que luzca con un toro que la casualidad habla prevenido al otro y con el que probablemente hubiera lucido su destreza. Hay además otra razón para que no se permitan estas acciones, y es que los toreros son generalmente fatalistas, es decir, que tienen sus aprehensiones a ciertos toros, porque se les figura que los han de coger; unos los temen por la pinta, otros por la calidad, algunos por la casta, y muchos porque sean corniapretados, comaloneos, capachos, etc.; si en uno de estos cambios se añade el disgusto de recibir un desaire de parte del público, tener luego que matar uno de estos toros, o que sea realmente de sentido, es más probable la cogida, y si pierde la vida el diestro será una desgracia doblemente digna de sentimiento.

Sería, pues, de desear que la autoridad hiciese saber al público que no se concederían de manera alguna semejantes permutas, y mucho menos cuando son para empeorar, por recaer en sujetos poco hábiles y que se castigaría como perturbador del orden del espectáculo al que la solicitase y pidiese, así como se haría en un teatro si alzase uno la voz pidiendo que una parte de por medio hiciese de primer galán.

También es muy frecuente pedir el pueblo que salga a matar o banderillear algún torero que esté viendo la función, porque el vulgo novelero más gusta de ver matar cada toro por un torero diferente, aunque sea malo, que todos por el más diestro; tampoco debe esto permitirse por las razones dichas, y mucho más si se empeora; pero si el torero a quien solicita el pueblo ver matar es de una destreza conocida, superior, o al menos igual al mejor que haya en la plaza, y éste se conviene espontáneamente en cederle la espada, se podrá permitir, puesto que no es perjuicio para los demás toreros, y sí beneficio para el público. Sin embargo, sólo alguna rara vez, y siendo contento en ello el que ceda la suerte, se tendrá esta complacencia.

Del mismo modo se debe prohibir la salida de cualquier picador intruso o aventurero que se ofreciese gratuitamente para picar, y de cualquiera que se brindase a hacer alguna especie de suerte.

Éstos son los vicios de que adolece el espectáculo, cuyos medios de corrección dejo expuestos, igualmente que las razones que me asisten para proponerlos; pero no consiste en éste sólo la reforma que él exige. ¿Por qué razón se han de limitar las funciones de toros tan sólo a unas clases de suertes, mientras que otras que en nada ceden a las que se usan están enteramente desterradas del cerco? ¿Por qué cuando salen los toros de una corrida malos para las varas y no las toman se ha de salir el público sin verlos lidiar, y con particularidad si son de regocijos? No puedo alcanzar la razón; pero nada hay más frecuente que ir a los toros y, si son de los que no quieren caballos y la corrida no es muerte, acabarse la función sin haberse hecho más en ella que poner algunas banderillas. Con el objeto de remediar esto en cuanto sea posible, voy a proponer los medios de que yo usaría para amenizar la diversión y no dejarla en cierto modo casual y advenediza, como sucede hoy.

Los toros que fueren bravos para los caballos se torearían como de costumbre, haciéndoles las suertes de picar a caballo levantado y la del señor Zaonero. Los que fuesen cobardes y rehusasen tomar las varas deberían ser acosados por los picadores y derribados, ya de este, ya de aquel modo, con lo cual se pararían y harían suerte, siendo además muy bonito ver estas operaciones, que son otras tantas suertes muy lucidas y brillantes. Concluidas las de a caballo, deberían los toreros de a pie hacer los muchos juguetes que se le hacen a los toros, ya con la capa, ya saltándolos, parcheando, etc., y no dedicarse exclusivamente a la de banderillas. Esta segunda época, digámoslo así, que se consagraría a las suertes de a pie sería de más o menos duración, según el estado y poder del toro; todo lo cual haría el fiel hacer saber al diputado para que marcase con oportunidad y con el debido conocimiento. Con esto se conseguiría ver una multitud de suertes cuya variedad embelesaría, y no habría toro, por malo y cobarde que fuese, de quien no se sacase recreo y novedad.

La suerte de muerte, la más difícil que se ejecuta, y cuyas dificultades se multiplican por la circunstancia de ser la última, y estar ya el toro con más conocimiento y picardía, es peculiar, como ya hemos dicho, de las espadas; pero sería de desear que cuando llega el caso de matar un toro que, por haber sido ya placeado, o por haber aprendido en la lidia, o por ser naturalmente de sentido, dé mucho recelo, y pueda exponer con mucha probabilidad al torero, se le mandase echar perros, en vez de tocar a matarle con la espada; de este modo se excusaría el disgusto que la mucha intención del toro pudiera ocasionar, y se ofrecería a los espectadores una nueva lucha muy divertida y curiosa.

Tengo que hacer una advertencia con respecto a las corridas de novillos, porque como en ellas salen los toros vivos, y luego se van al campo, pueden volver a la plaza y traer demasiada intención, como la experiencia lo ha probado ya tristemente en las cogidas que ellos han dado; esto se podría evitar haciendo marcar al toro en la plaza con un hierro que fuese conocido de todos, con lo que se conseguiría que no pudiesen volver a correr semejantes reses, pues conforme se presentasen para la venta, el fiel de la plaza los desecharía como inútiles. Esta sencilla precaución no sólo evitaba completamente el fraude en esta materia, sino que proporcionaba una diversión nueva a todos los concurrentes.

La reforma que a mi parecer reclama el espectáculo estriba principalmente en los puntos dichos; no dudo que se me habrá escapado alguno, y acaso muy interesante; tampoco desconozco el trabajo y el tiempo que se necesitarían para desarraigar tan inveterados abusos, y la constancia y prudencia que esta empresa necesita; pero su utilidad exige cualquier sacrificio. Desterrar lo que tiene de incivil y sanguinaria; amenizar y multiplicar su perspectiva y combinar la destreza y la seguridad; he aquí lo que forma su objeto. Si el haber fijado la atención sobre esta importante materia contribuye algo a impulsar hacia la perfección la fiesta de toros, me creeré feliz, y habrá conseguido este pequeño trabajo el premio que merece tan sólo mi buena intención.

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