Para que las corridas de toros diviertan, y los toreros puedan lidiar
con seguridad, es necesario buscar toros a propósito, siendo evidente
que un toro demasiado chico, viejo, flaco, tuerto, enfermo, etc., no tendrá
de su parte las condiciones precisas para verificar las suertes. El toro
que se haya de lidiar debe tener valor y fuerza; un toro cobarde no divierte,
evita los lances, desluce al torero y le da una cogida con más
facilidad que un toro valiente, y es claro que al que le falte la fuerza
le faltarán también el vigor y el coraje precisos para la
lidia.
Los requisitos que deben buscarse en un toro para lidiarlo son: la casta,
la edad, las libras, el pelo, el que esté sano y que nunca lo
hayan toreado.
La casta debe ser buena, no porque todos los toros de casta salgan
buenos, sino porque hay más probabilidad en que sea bravo el
toro cuyos padres lo fueron, que no aquel que no sabemos de quién
sea hijo, y que acaso sus padres estaban criados a mano.
Hay otra razón mucho más poderosa para preferir aquéllos
a éstos, y es que los toros de casta están mucho mejor
cuidados que los cuneros; que están en sus cercados sin ver vacas
y, por consiguiente, tienen más vigor; y finalmente, que sufren
una tienta, en la cual el que no es muy bravo se aparta para buey o
para el matadero. Los cuneros, aun cuando algunos hayan sido tentados,
nunca es con la escrupulosidad que los otros, y, por no seguirlos cuidado
como es debido, es muy frecuente verlos desmerecer del concepto en que
los tenía su mismo conocedor.
La edad es otro de los requisitos que deben buscarse en los toros;
la de cinco a siete años es la mejor, pues gozan en ella de la
fuerza, viveza, coraje y sencillez que les son propios y los hacen tan
a propósito para la lidia. Sin embargo, son muchos los toros
que a los cuatro años están perfectamente formados, y
pueden presentarse y cumplir en la plaza mayor del reino. Algunos se
corren también de ocho, diez y aún más años;
pero no divierten tanto como los otros, y cuando se apoderan del bulto,
como cornean casi siempre muy bien, lo destrozan, sacian en él
su coraje, y desprecian los engaños que emplean para distraerlos.
Sería de desear que jamás se corriesen estos toros; ellos,
por lo regular, disgustan a los espectadores, porque no se prestan tanto
como los otros para las suertes, tienen más intención,
aprenden en el tiempo que están en la plaza, conocen al torero,
y por lo regular cuando van a la muerte tienen demasiada malicia, hacen
perder mucho tiempo en estas suertes, y no son pocas las veces que dan
una cogida.
Para conocer, pues, la edad de este animal se atenderá a los
dientes y a las astas, pues no son siempre exactos los estados que para
apoyar la venta presentan los criadores. Los primeros dientes de delante
se le caen a los diez meses, y en su lugar le nacen otros más
anchos, pero más blandos; a los dieciséis meses se le
caen los dientes inmediatos a los de en medio, y nacen otros al momento;
y a los tres años se renuevan todos los incisivos, que son entonces
iguales, largos y blancos. Permanecen en este estado hasta los seis
o siete años, que empiezan a amarillear y ponerse negros. Las
astas dan señales más fijas para conocer la edad, pues
a la de tres años se separa del pitón una lámina
muy delgada que casi no tiene el grueso del papel común, la que
se hiende en toda su longitud y cae a la menor frotación: de
este modo de exfoliación del asta se forma una especie de rodete
que se advierte en la parte inferior del cuerno, que en algunas partes
se llama la mazorca, y el cual muestra tener ya el toro sobre
tres años; en cada uno de los siguientes se observa otro nuevo
rodete debajo del primero, de modo que para saber la edad de cualquier
res no es menester más sino contar el número de anillos,
dando al primero tres años y a los demás uno. De este
modo tan sencillo se averigua la edad del toro, con la diferencia únicamente
de algunos meses, pues es casi inútil advertir que la naturaleza,
en ésta como en todas sus operaciones, se adelanta o atrasa según
infinitas circunstancias que no podemos apreciar, burlándose
así de nuestros cálculos y reglas.
Debe atenderse también a las libras que tiene el toro
porque uno muy flaco no tiene la fuerza ni la energía que uno
gordo, se siente demasiado del castigo, y me atrevo a decir que ni aun
debe tener el valor que éste, pues tanta más arrogancia
y tanta más intrepidez se tiene cuanto se siente uno con más
robustez y fuerzas para vencer a su enemigo. Sin embargo, los toros
excesivamente gordos no son a propósito para lidiarse, porque
son muy pesados, se estropean al momento que dan dos carreras, se aploman
y por consiguiente inutilizan las suertes.
El pelo debe llamar también la atención: cuando se dice
el pelo, debe entenderse esta voz en su verdadera significación,
y no tomarla por la pinta, la cual poco o nada influye en la calidad
del toro.
Éste se dice que es de buen pelo cuando la piel, tenga
la pinta que quiera, es bastante luciente, fina, igual y limpia:
los toros de este pelo se llaman finos y se aprecian más, como
sucede con los caballos y demás animales de pelo. Hay castas
cuyos toros son de pelo basto, y por lo mismo se llaman bastas también;
los toros de éstas en igualdad de circunstancias se pagan menos,
pues el pelo es una de las señales que se tienen para caracterizarlos.
Para que un toro sea fino ha de reunir al pelo luciente, espeso, sentado
y suave al tacto, las piernas secas y nerviosas, con las articulaciones
bien pronunciadas y movibles, la pezuña pequeña, corta
y redonda, los cuernos fuertes, pequeños, iguales y negros; la
cola larga, espesa y fina; los ojos negros y vivos; las orejas vellosas
y movibles. Esto es lo que se conoce por buen trapío.
Generalmente cada provincia y aun cada casta tiene un trapío
particular, y hay algunos aficionados tan inteligentes que rara vez
los equivocan.
La necesidad de que esté sano el toro que ha de lidiarse
es bien manifiesta; pero lo que principalmente recomiendo que se examine
es la vista. Los que la tienen defectuosa son muy difíciles
de torear. Hay toros que ven mucho de lejos y poco o nada de cerca,
y viceversa; otros hay que ven bien de un ojo y mal de otro; los hay
también que ven muy poco, y todos ellos, que los toreros llaman
burriciegos, son difíciles de torear. Los toros tuertos,
aunque muy buenos para ciertas suertes, son muy malos para otras, y,
por consiguiente, tampoco deben lidiarse.
Además de todas las condiciones dichas es menester examinar escrupulosamente
si el toro ha sido corrido, y principalmente si lo ha sido en
plaza, pues entonces, aunque reúna los antecedentes requisitos,
no divertirá; antes bien, tanto los espectadores como los toreros
estarán descontentos, y estos últimos con tanta más
razón, pues miran muy próximo el peligro de su vida con
tales toros.
La tauromaquia posee reglas ciertísimas para burlar la fiereza
de los toros, que siendo naturalmente sencillos se van con el engaño
que el hombre les presenta, asegurando de este modo su vida y proporcionando
una hermosa diversión. Pero en los toros placeados varían
del todo las circunstancias. La lidia que ya han sufrido les ha puesto
en el caso de distinguir al torero del capote que lleva para su defensa,
y despreciando éste, acometen rabiosos a aquél; saben
en cada clase de suertes cuál debe ser la huida del diestro,
y conforme lo ven en disposición de ejecutarlas empiezan a ganar
terreno, le quitan la salida, y cuando lo ven encerrado y en una posición
tal que apenas pueda escapárseles, arrancan a él, y si
por desgracia lo cogen es muy posible que sea aquella la última
hora de su existencia. Estos toros son el oprobio de la tauromaquia,
la muerte de los toreros y el fundamento que tienen los enemigos de
las lidias para llamarlas bárbaras. Debe prohibirse con mucho
rigor que se corran, y señalar un castigo correspondiente al
tamaño del delito y de las funestas consecuencias que puede acarrear
a todo el que vendiese para las plazas toros que ya se hubiesen corrido
de antemano. De este modo las lidias serían muy divertidas, las
leyes taurómacas tendrían correspondiente aplicación
y seguro resultado, y se pasarían muchos años sin que
hubiese la menor desgracia, y sin que los enemigos de tales diversiones
tuviesen el más mínimo fundamento para vituperarlas.
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