La "Iliada", de Homero |
Hace dos mil quinientos años era ya famoso en Grecia el
poema de la Iliada. Unos dicen que lo compuso Homero, el poeta
ciego de la barba de rizos, que andaba de pueblo en pueblo cantando sus
versos al compás de la lira, como hacían los aedas de entonces.
Otros dicen que no hubo Homero, sino que el poema lo fueron componiendo
diferentes cantores. Pero no parece que pueda haber trabajo de muchos
en un poema donde no cambia el modo de hablar, ni el de pensar, ni el
de hacer los versos, y donde desde el principio hasta el fin se ve tan
claro el carácter de cada persona que puede decirse quién
es por lo que dice o hace, sin necesidad de verle el nombre. Ni es fácil
que un mismo pueblo tenga muchos poetas que compongan los versos con tanto
sentido y música como los de la Iliada, sin palabras que
falten o sobren; ni que todos los diferentes cantores tuvieran el juicio
y grandeza de los cantos de Homero, donde parece que es un padre el que
habla. En la Iliada no se cuenta toda la guerra de treinta años
de Grecia contra Ilión, que era como le decían entonces
a Troya; sino lo que pasó en la guerra cuando los griegos estaban
todavía en la llanura asaltando a la ciudad amurallada, y se
pelearon por celos los dos griegos famosos, Agamenón y Aquiles.
A Agamenón le llamaban el Rey de los Hombres, y era como un rey
mayor que tenía más mando y poder que todos los demás
que vinieron de Grecia a pelear contra Troya, cuando el hijo del rey
troyano, del viejo Príamo, le robó la mujer a Menelao,
que estaba de rey en uno de los pueblos de Grecia, y era hermano de
Agamenón. Aquiles era el más valiente de todos los reyes
griegos, y hombre amable y culto, que cantaba en la lira las historias
de los héroes, y se hacía querer de las mismas esclavas
que le tocaban de botín cuando se repartían los prisioneros
después de sus victorias. Por una prisionera fue la disputa de
los reyes, porque Agamenón se resistía a devolver al sacerdote
troyano Crises su hija Criseis, como decía el sacerdote griego
Calcas que se debía devolver, para que se calmase en el Olimpo,
que era el cielo de entonces, la luna de Apolo, el dios del Sol, que
estaba enojado con los griegos porque Agamenón tenía cautiva
a la hija de un sacerdote; y Aquiles, que no le tenía miedo a
Agamenón, se levantó entre todos los demás, y dijo
que se debía hacer lo que Calcas quería, para que se acabase
la peste de calor que estaba matando en montones a los griegos, y era
tanta que no se veía el cielo nunca claro por el humo de las
piras en que quemaban los cadáveres. Agamenón dijo que
devolvería a Criseis si Aquiles le daba a Briseis, la cautiva
que él tenía en su tienda. Y Aquiles le dijo a Agamenón
"borracho de ojos de perro y corazón de venado",
y sacó la espada de puño de plata para matarlo delante
de los reyes; pero la diosa Minerva, que estaba invisible a su lado,
le sujetó la mano, cuando tenía la espada a medio sacar.
Y Aquiles echó al suelo su cetro de oro, y se sentó, y
dijo que no pelearía más a favor de los griegos con sus
bravos mirmidones, y que se iba a su tienda. Así empezó la cólera de Aquiles, que es lo que
cuenta la Iliada, desde que se enojó en esa disputa, hasta
que el corazón se le enfureció cuando los troyanos le
mataron a su amigo Patroclo, y salió a pelear otra vez contra
Troya, que estaba quemándoles los barcos a los griegos y los
tenía casi vencidos. No más que con dar Aquiles una voz
desde el muro, se echaba atrás el ejército de Troya, como
la ola cuando la empuja una corriente contraria de viento, y le temblaban
las rodillas a los caballos troyanos. El poema entero está escrito
para contar lo que sucedió a los griegos desde que Aquiles se
dio por ofendido: la disputa de los reyes, el consejo de los dioses
del Olimpo, en que deciden los dioses que los troyanos venzan a los
griegos, en castigo de la ofensa de Agamenón a Aquiles; el combate
de París, hijo de Príamo, con Menelao, el esposo de Helena;
la tregua que hubo entre los dos ejércitos, y el modo con que
el arquero troyano Pandaro la rompió con su flechazo a Menelao;
la batalla del primer día, en que el valentísimo Diomedes
tuvo casi muerto a Eneas de una pedrada; la visita de Héctor,
el héroe de Troya, a su esposa Andrómaca, que lo veía
pelear desde el muro; la batalla del segundo día, en que Diomedes
huye en su carro de pelear, perseguido por Héctor vencedor; la
embajada que le mandan los griegos a Aquiles, para que vuelva a ayudarlos
en los combates, porque desde que él no pelea están ganando
los troyanos; la batalla de los barcos, en que ni el mismo Ajax puede
defender las naves griegas del asalto, hasta que Aquiles consiente en
que Patroclo pelee con su armadura; la muerte de Patroclo; la vuelta
de Aquiles al combate, con la armadura nueva que le hizo el dios Vulcano;
el desafío de Aquiles y Héctor; la muerte de Héctor,
y las súplicas con que su padre Príamo logra que Aquiles
le devuelva el cadáver para quemarlo en Troya en la pira de honor
y guardar los huesos blancos en una caja de oro. Así se enojó
Aquiles, y ésos fueron los sucesos de la guerra, hasta que se
le acabó el enojo. A Aquiles no lo pinta el poema como hijo de hombre, sino de la diosa
del mar, de la diosa Tetis. Y eso no es muy extraño, porque todavía
hoy dicen los reyes que el derecho de mandar en los pueblos les viene
de Dios, que es lo que llaman "el derecho divino de los reyes",
y no es más que una idea vieja de aquellos tiempos de pelea,
en que los pueblos eran nuevos y no sabían vivir en paz, como
viven en el cielo las estrellas; que todas tienen luz aunque son muchas,
y cada una brilla aunque tenga al lado otra. Los griegos creían,
como los hebreos, y como otros muchos pueblos, que ellos eran la nación
favorecida por el creador del mundo, y los únicos hijos del cielo
en la tierra. Y como los hombres son soberbios, y no quieren confesar
que otro hombre sea más fuerte o más inteligente que ellos,
cuando había un hombre fuerte o inteligente que se hacía
rey por su poder, decían que era hijo de los dioses. Y los reyes
se alegraban de que los pueblos creyesen esto; y los sacerdotes decían
que era verdad, para que los reyes les estuvieran agradecidos y los
ayudaran. Y así mandaban juntos los sacerdotes y los reyes. Cada rey tenía en el Olimpo sus parientes, y era hijo, o sobrino,
o nieto de un dios, que bajaba del cielo a protegerlo o a castigarlo,
según le llevara a los sacerdotes de su templo muchos regalos
o pocos; y el sacerdote decía que el dios estaba enojado cuando
el regalo era pobre, o que estaba contento, cuando le habían
regalado mucha miel y muchas ovejas. Así se ve en la Iliada,
que hay como dos historias en el poema, una en la tierra, y en el cielo
otra; y que los dioses del cielo son como una familia, sólo que
no hablan como personas bien criadas, sino que se pelean y se dicen
injurias, lo mismo que los hombres en el mundo. Siempre estaba Júpiter,
el rey de los dioses, sin saber qué hacer; porque su hijo Apolo
quería proteger a los troyanos, y su mujer Juno a los griegos,
lo mismo que su otra hija Minerva; y había en las comidas del
cielo grandísimas peleas, y Júpiter le decía a
Juno que lo iba a pasar mal si no se callaba en seguida, y Vulcano,
el cojo, el sabio del Olimpo, se reía de los chistes y maldades
de Apolo, el de pelo colorado, que era el dios travieso. Y los dioses
subían y bajaban, a llevar y traer a Júpiter los recados
de los troyanos y los griegos; o peleaban sin que se les viera en los
carros de sus héroes favorecidos: o se llevaban en brazos por
las nubes a su héroe, para que no lo acabase de matar el vencedor,
con la ayuda del dios contrario. Minerva toma la figura del viejo Néstor,
que hablaba dulce como la miel, y aconseja a Agamenón que ataque
a Troya. Venus desata el casco de Paris cuando el enemigo Menelao lo
va arrastrando del casco por la tierra y se lleva a Paris por el aire.
Venus también se lleva a Eneas, vencido por Diomedes, en sus
brazos blancos. En una escaramuza va Minerva guiando el carro de pelear
del griego, y Apolo viene contra ella, guiando el carro troyano. Otra
vez, cuando por engaño de Minerva dispara Pandaro su arco contra
Menelao, la flecha terrible le entró poco a Menelao en la carne,
porque Minerva la apartó al caer, como cuando una madre le espanta
a su hijo de la cara una mosca. En la Iliada están juntos
siempre los dioses y los hombres, como padres e hijos. Y en el cielo
suceden las cosas lo mismo que en la tierra; como que son los hombres
los que inventan los dioses a su semejanza, y cada pueblo imagina un
cielo diferente, con divinidades que viven y piensan lo mismo que el
pueblo que las ha creado y las adora en los templos: porque el hombre
se ve pequeño ante la naturaleza que lo crea y lo mata, y siente
la necesidad de creer en algo poderoso, y de rogarle, para que lo trate
bien en el mundo y para que no le quite la vida. El cielo de los griegos
era tan parecido a Grecia, que Júpiter mismo es como un rey de
reyes, y una especie de Agamenón, que puede más que los
otros, pero no hace todo lo que quiere, sino ha de oírlos y contentarlos,
como tuvo que hacer Agamenón con Aquiles. En la Iliada,
aunque no lo parece, hay mucha filosofía, y mucha ciencia, y
mucha política, y le enseña a los hombres, como sin querer,
que los dioses no son en realidad más que poesías de la
imaginación, y que los países no se pueden gobernar por
el capricho de un tirano, sino por el acuerdo y respeto de los hombres
principales que el pueblo escoge para explicar el modo con que quiere
que lo gobiernen. Pero lo hermoso de la Iliada es aquella manera con que pinta
el mundo, como si lo viera el hombre por primera vez, y corriese de
un lado para otro llorando de amor, con los brazos levantados, preguntándole
al cielo quién puede tanto, y dónde está el creador,
y cómo compuso y mantuvo tantas maravillas. Y otra hermosura
de la Iliada es el modo de decir las cosas, sin esas palabras
fanfarronas que los poetas usan porque les suenan bien; sino con palabras
muy pocas y fuertes, como cuando Júpiter consintió en
que los griegos perdieran algunas batallas, hasta que se arrepintiesen
de la ofensa que le habían hecho a Aquiles, y "cuando dijo
que sí; tembló el Olimpo". No busca Homero las comparaciones
en las cosas que no se ven, sino en las que se ven: de modo que lo que
él cuenta no se olvida, porque es como si se lo hubiera tenido
delante de los ojos. Aquéllos eran tiempos de pelear, en que
cada hombre iba de soldado a defender a su país, o salía
por ambición o por celos a atacar a los vecinos; y como no había
libros entonces, ni teatros, la diversión era oír al aeda
que cantaba en la lira las peleas de los dioses y las batallas de los
hombres; y el aeda tenía que hacer reír con las maldades
de Apolo y Vulcano, para que no se le cansase la gente del canto serio,
y les hablaba de lo que la gente oía con interés, que
eran las historias de los héroes y las relaciones de las batallas,
en que el aeda decía cosas de médico y de político,
para que el pueblo hallase gusto y provecho en oírlo, y diera
buena paga y fama al cantor que le enseñaba en sus versos el
modo de gobernarse y de curarse. Otra cosa que entre los griegos gustaba
mucho era la oratoria, y se tenía como hijo de un dios al que
hablaba bien o hacía llorar o entender a los hombres. Por eso
hay en la Iliada tantas descripciones de combates, y tantas curas
de heridas, y tantas arengas. Todo lo que se sabe de los primeros tiempos de los griegos está
en la Iliada. Llamaban rapsodas en Grecia a los cantores que
iban de pueblo en pueblo, cantando la Iliada y la Odisea
que es otro poema donde Homero cuenta la vuelta de Ulises. Y más
poemas parece que compuso Homero, pero otros dicen que ésos no
son suyos, aunque el griego Herodoto, que recogió todas las historias
de su tiempo, trae noticias de ellos, y muchos versos sueltos, en la
vida de Homero que escribió, que es la mejor de las ocho que
hay escritas, sin que se sepa de cierto si Herodoto la escribió
de veras, o si no la contó muy de prisa y sin pensar, como solía
él escribir. Se siente uno como gigante, o como si estuviera en la cumbre de un
monte, con el mar sin fin a los pies, cuando lee aquellos versos de
la Iliada que parecen de letras de piedra. En inglés hay
muy buenas traducciones, y el que sepa inglés debe leer la Iliada
de Chapman, o la de Dodsley, o la de Landor, que tienen más de
Homero que la de Pope, que es la más elegante. El que sepa alemán
lea la de Wolff, que es como leer el griego mismo. El que no sepa francés,
apréndalo en seguida, para que goce de toda la hermosura de aquellos
tiempos en la traducción de Leconte de Lisle, que hace los versos
a la antigua, como si fueran de mármol. En castellano, mejor
es no leer la traducción que hay, que es de Hermosilla, porque
las palabras de la Iliada están allí, pero no el
fuego, el movimiento, la majestad, la divinidad a veces, del poema en
que parece que se ve amanecer el mundo, en que los hombres caen como
los robles o como los pinos, en que el guerrero Ajax defiende a lanzazos
su barco de los troyanos más valientes, en que Héctor,
de una pedrada, echa abajo la puerta de una fortaleza, en que los dos
caballos inmortales, Xantos y Balios, lloran de dolor cuando ven muerto
a su amo Patroclo, y las diosas amigas, Juno y Minerva, vienen del cielo
en un carro que de cada vuelta de rueda atraviesa tanto espacio como
el que un hombre sentado en un monte ve, desde su silla de roca, hasta
donde el cielo se junta con el mar. Cada cuadro de la Iliada es una escena como ésas. Cuando
los reyes miedosos dejan solo a Aquiles en su disputa con Agamenón,
Aquiles va a llorar a la orilla del mar, donde están desde hace
diez años los barcos de los cien mil griegos que atacan a Troya:
y la diosa Tetis sale a oírlo, como una bruma que se va levantando
de las olas. Tetis sube al cielo, y Júpiter le promete, aunque
se enoje Juno, que los troyanos vencerán a los griegos hasta
que los reyes se arrepientan, de la ofensa a Aquiles. Grandes guerreros
hay entre los griegos: Ulises, que era tan alto que andaba entre los
demás hombres como un macho entre el rebaño de carneros;
Ajax, con el escudo de ocho capas, siete de cuero y una de bronce; Diomedes,
que entra en la pelea resplandeciente, devastando como un león
hambriento en un rebaño; pero mientras Aquiles esté ofendido,
los vencedores serán los guerreros de Troya: Héctor, el
hijo de Príamo; Eneas, el hijo de la diosa Venus; Sarpedón,
el más valiente de los reyes que vino a ayudar a Troya, el que
subió al cielo en brazos del Sueño y de la Muerte, a que
lo besase en la frente su padre Júpiter, cuando lo mató
Patroclo de un lanzazo. Los dos ejércitos se acercan a pelear:
los griegos, callados, escudo contra escudo; los troyanos dando voces,
como ovejas que vienen balando por sus cabritos. Paris desafía
a Menelao, y luego se vuelve atrás; pero la misma hermosísima
Helena le llama cobarde, y Paris, el príncipe bello que enamora
a las mujeres, consiente en pelear, carro a carro, contra Menelao con
lanza, espada y escudo: vienen los heraldos y echan suertes con dos
piedras en un casco, para ver quién disparará primero
su lanza. Paris tira el primero, pero Menelao se lo lleva arrastrando,
cuando Venus le desata el casco de la barba, y desaparece con Paris
en las nubes. Luego es la tregua; hasta que Minerva, vestida como el
hijo del troyano Antenor, le aconseja con alevosía a Pandaro
que dispare la flecha contra Menelao, la flecha del arco enorme de dos
cuernos y la juntura de oro, para que los troyanos queden ante el mundo
por traidores, y sea más fácil la victoria de los griegos,
los protegidos de Minerva. Dispara Pandaro la flecha. Agamenón
va de tienda en tienda levantando a los reyes: entonces es la gran pelea
en que Diomedes hiere al mismo dios Marte, que sube al cielo con gritos
terribles en una nube de trueno, como cuando sopla el viento del Sur;
entonces es la hermosa entrevista de Héctor y Andrómaca,
cuando el niño no quiere abrazar a Héctor porque le tiene
miedo al casco de plumas, y luego juega con el casco, mientras Héctor
le dice a Andrómaca que cuide de las cosas de la casa, cuando
él vuelva a pelear. Al otro día Héctor y Ajax pelean
como jabalíes salvajes hasta que el cielo se oscurece: pelean
con piedras cuando ya no tienen lanza ni espada: los heraldos los vienen
a separar, y Héctor le regala su espada de puño fino a
Ajax, y Ajax le regala a Héctor un cinturón de púrpura. Esa noche hay banquete entre los griegos, con vinos de miel y bueyes
asados; y Diomedes y Ulises entran solos en el campo enemigo a espiar
lo que prepara Troya, y vuelven, manchados de sangre, con los caballos
y el carro del rey tracio. Al amanecer, la batalla es en el murallón
que han levantado los griegos en la playa frente a sus buques. Los troyanos
han vencido a los griegos en el llano. Ha habido cien batallas sobre
los cuerpos de los héroes muertos. Ulises defiende el cuerpo
de Diomedes con su escudo, y los troyanos le caen encima como los perros
al jabalí. Desde los muros disparan sus lanzas los reyes griegos
contra Héctor victorioso, que ataca por todas partes. Caen los
bravos, los de Troya y los de Grecia, como los pinos a los hachazos
del leñador. Héctor va de una puerta a otra, como león
que tiene hambre. Levanta una piedra de punta que dos hombres. no podían
levantar, echa abajo la puerta mayor, y corre por sobre los muertos
a asaltar los barcos. Cada troyano lleva una antorcha para incendiar
las naves griegas: Ajax, cansado de matar, ya no puede resistir el ataque
en la proa de su barco, y dispara de atrás, de la borda: ya el
cielo se enrojece con el resplandor de las llamas. Y Aquiles no ayuda
todavía a los griegos: no atiende a lo que le dicen los embajadores
de Agamenón: no embraza el escudo de oro, no se cuelga del hombro
la espada, no salta con los pies ligeros en el carro, no empuña
la lanza que ningún hombre podía levantar, la lanza Pelea.
Pero le ruega su amigo Patroclo, y consiente en vestirlo con su armadura
y dejarlo ir a pelear. A la vista de las armas de Aquiles, a la vista
de los mirmidones, que entran en batalla apretados como las piedras
de un muro, se echan atrás los troyanos miedosos. Patroclo se
mete entre ellos y les mata nueve héroes de cada vuelta del carro.
El gran Sarpedón le sale al camino, y con la lanza le atraviesa
Patroclo las sienes. Pero olvidó Patroclo el encargo de Aquiles,
de que no se llegase muy cerca de los muros. Apolo invencible lo espera
al pie de los muros, se le sube al carro, lo aturde de un golpe en la
cabeza, echa al suelo el casco de Aquiles, que no había tocado
el suelo jamás, le rompe la lanza a Patroclo, y le abre el coselete,
para que lo hiera Héctor. Cayó Patroclo, y los caballos
divinos lloraron. Cuando Aquiles vio muerto a su amigo, se echó
por la tierra, se llenó de arena la cabeza y el rostro, se mesaba
a grandes gritos la melena amarilla. Y cuando le trajeron a Patroclo
en un ataúd, lloró Aquiles. Subió al cielo su madre
para que Vulcano le hiciera un escudo nuevo, con el dibujo de la tierra
y el cielo, y el mar y el sol, y la luna y todos los astros, y una ciudad
en paz y otra en guerra, y un viñedo cuando están recogiendo
la uva madura, y un niño cantando en un arpa, y una boyada que
va a arar, y danzas y músicas de pastores, y alrededor, como
un río, el mar: y le hizo un coselete que lucía como el
fuego, y un casco con la visera de oro. Cuando salió al muro
a dar las tres voces, los troyanos se echaron en tres oleadas contra
la ciudad, los caballos rompían con las ancas el carro espantados,
y morían hombres y brutos en la confusión, no más
que de ver sobre el muro a Aquiles, con una llama sobre la cabeza que
resplandecía como el sol de otoño. Ya Agamenón
se ha arrepentido, ya el consejo de reyes le ha mandado regalos preciosos
a Aquiles, ya le han devuelto a Briseis, que llora al ver muerto a Patroclo,
porque fue amable y bueno. Al otro día, al salir el sol, la gente de Troya, como langostas
que escapan del incendio, entra aterrada en el río, huyendo de
Aquiles, que mata lo mismo que siega la hoz, y de una vuelta del carro
se lleva a doce cautivos. Tropieza con Héctor; pero no se pueden
pelear porque los dioses les echan de lado las lanzas. En el río
era Aquiles como un gran delfín, y los troyanos se despedazaban
al huirle, como los peces. De los muros le ruega a Héctor su
padre viejo que no pelee con Aquiles: se lo ruega su madre. Aquiles
llega: Héctor huye: tres veces le dan vuelta a Troya en los carros.
Todo Troya está en los muros, el padre mesándose con las
dos manos la barba; la madre con los brazos tendidos, llorando y suplicando.
Se para Héctor, y le habla a Aquiles antes de pelear, para que
no se lleve su cuerpo muerto si lo vence. Aquiles quiere el cuerpo de
Héctor para quemarlo en los funerales de su amigo Patroclo. Pelean.
Minerva está con Aquiles: le dirige los golpes: le trae la lanza,
sin que nadie la vea: Héctor, sin lanza ya, arremete contra Aquiles
como águila que baja del cielo, con las garras tendidas, sobre
un cadáver: Aquiles le va encima, con la cabeza baja, y la lanza
Pelea brillándole en la mano como la estrella de la tarde. Por
el cuello le mete la lanza a Héctor, que cae muerto, pidiendo
a Aquiles que dé su cadáver a Troya. Desde los muros han
visto la pelea el padre y la madre. Los griegos vienen sobre el muerto,
y lo lancean, y lo vuelven con los pies de un lado a otro, y se burlan.
Aquiles manda que le agujereen los tobillos, y metan por los agujeros
dos tiras de cuero: y se lo lleva en el carro, arrastrando. Y entonces levantaron con leños una gran pira para quemar el
cuerpo de Patroclo. A Patroclo lo llevaron a la pira en procesión
y cada guerrero se cortó un guedejo de sus cabellos y lo puso
sobre el cadáver; y mataron en sacrificio cuatro caballos de
guerra y dos perros; y Aquiles mató con su mano a los doce prisioneros
y los echó a la pira: y el cadáver de Héctor lo
dejaron a un lado, como un perro muerto: y quemaron a Patroclo, enfriaron
con vino las cenizas y las pusieron en una urna de oro. Sobre la urna
echaron tierra, hasta que fue como un monte. Y Aquiles amarraba cada
mañana por los pies a su carro a Héctor y le daba vuelta
al monte tres veces. Pero a Héctor no se le lastimaba el cuerpo
ni se le acababa la hermosura, porque desde el Olimpo cuidaban de él
Venus y Apolo. Y entonces fue la fiesta de los funerales, que duró doce días:
primero una carrera con los carros de pelear, que ganó Diomedes;
luego una pelea a puñetazos entre dos, hasta que quedó
uno como muerto; después una lucha a cuerpo desnudo, de Ulises
con Ajax; y la corrida de a pie, que ganó Ulises; y un combate
con escudo y lanza; y otro de flechas, para ver quién era el
mejor flechero; y otro de lanceadores, para ver quién tiraba
más lejos la lanza. Y una noche, de repente, Aquiles oyó ruido en su tienda; y vio
que era Príamo, el padre de Héctor, que había venido
sin que lo vieran, con el dios Mercurio; Príamo, el de la cabeza
blanca y la barba blanca; Príamo, que se le arrodilló
a los pies, y le besó las manos muchas veces, y le pedía
llorando el cadáver de Héctor. Y Aquiles se levantó,
y con sus brazos alzó del suelo a Príamo, y mandó
que bañaran de ungüentos olorosos el cadáver de Héctor,
y que lo vistiesen con una de las túnicas del gran tesoro que
le traía de regalo Príamo; y por la noche comió
carne y bebió vino con Príamo, que se fue a acostar por
primera vez, porque tenía los ojos pesados. Pero Mercurio le
dijo que no debía dormir entre los enemigos, y se lo llevó
otra vez a Troya sin que los vieran los griegos. Y hubo paz doce días, para que los troyanos le hicieran el funeral
a Héctor. Iba el pueblo detrás, cuando llegó Príamo
con él; y Príamo los injuriaba por cobardes, que habían
dejado matar a su hijo; y las mujeres lloraban, y los poetas iban cantando,
hasta que entraron en la casa, y lo pusieron en su cama de dormir. Y
vino Andrómaca su mujer, y le habló al cadáver.
Luego vino su madre Hécuba, y lo llamó hermoso y bueno.
Después Helena le habló, y lo llamó cortés
y amable. Y todo el pueblo lloraba cuando Príamo se acercó
a su hijo, con las manos al cielo, temblándole la barba, y mandó
que trajeran leños para la pira. Y nueve días estuvieron
trayendo leños, hasta que la pira era más alta que los
muros de Troya. Y la quemaron, y apagaron el fuego con vino, y guardaron
las cenizas de Héctor en una caja de oro, y cubrieron la caja
con un manto de púrpura, y lo pusieron todo en un ataúd,
y encima le echaron mucha tierra, hasta que pareció un monte.
Y luego hubo gran fiesta en el palacio del rey Príamo. Así
acaba la Iliada y el cuento de la cólera de Aquiles. |