Décimo tramo

Cumplida mi misión en Valencia, me dirigí a París, donde ya me esperaba Emma, de regreso de su viaje a Dinamarca. Jóvenes todavía, y por añadidura insensatos, decidimos gastar hasta el último centavo en despedirnos de Europa. Lo de despedirse era exacto, pues la contienda española anunciaba que no tardaría en abatirse sobre Europa, y sobre el orbe todo, una segunda Guerra Mundial. En Holanda y Bélgica, pero sobre todo en Italia, era de verdad impresionante ver el sinnúmero de gentes que salían de sus países por la primera vez ante la corazonada de que esa podía ser la última que pudieran hacerlo. Nada tan emocionante, sin embargo, como ver por las malísimas carreteras italianas hombres y mujeres de edad avanzada, con el cabello enteramente blanco y de cutis arrugado, más los cuerpos inseguros, correr a velocidades increíbles en una motocicleta por esas carreteras. No nos contagiamos hasta ese extremo, de modo que viajamos en ferrocarril sin más precipitación que la impuesta por el dinero que día en día menguaba. Pero sí nos contagiamos, y en un grado mucho mayor, del ansia de verlo todo y grabarlo en nuestra mente, pues si a los próximos les parecía inseguro poder viajar en el futuro inmediato, a nosotros, tan lejano como parecía y estaba México, y sin empleo, la inseguridad era seguridad plena de tener que permanecer en casa. Había, además, otra consideración limitativa a esta última andanza europea: deseábamos estar en México a tiempo de recibir y acomodar a los invitados españoles. Lo logramos, pues vimos llegar a José Moreno Villa y Adolfo Salazar procedentes de Washington, y a José Gaos de París, y cuando llegó la familia Díez-Canedo, se organizó toda una comitiva que los aguardó en el puerto de Veracruz: Manuela Reyes, Consuelo Nieto y Emma.

Se decidió pronto crear la Casa de España en México, la institución que los acogería y encauzaría sus nuevas actividades. Al frente de esa institución quedamos Alfonso Reyes y yo, como presidente y secretario, dos "rehabilitados" recientes del presidente Cárdenas. Jaime Torres Bodet, jefe del departamento diplomático en la Secretaría de Relaciones, organizó una vasta intriga que le costó a Alfonso su puesto de embajador en Brasil. Olfateando la mala situación económica del gobierno, Jaime propuso cesar a todos los jefes de nuestras misiones y sustituirlos con encargados de negocios, que ganaban sueldos menores y a quienes no se les daba gastos de representación y mantenimiento de la misión. Por supuesto que él quería hacerse cargo de la legación en París. El presidente aceptó la idea sin mayor reflexión, y ordenó ejecutarla en seguida, y esto a pesar de que se venían encima los problemas diplomáticos que trajo la expropiación petrolera y de que el ahorro apenas alcanzaría unos escasos doscientos mil dólares.

Se sabe, en efecto, que las compañías expropiadas acudieron a los tribunales de Francia, Italia y Alemania. para impedir que México vendiera su petróleo a compradores de esos países. Entonces se pensó que era indispensable romper a toda costa ese bloqueo, y se puso la esperanza en que Brasil, país amigo y necesitado de comprarlo, se prestara a ello. Para esta negociación no servía un tercer secretario encargado de negocios, de modo que Cárdenas le pidió a Alfonso Reyes que la hiciera volviendo a Río. Pero como Alfonso nada sabía de petróleo, se le dio la jefatura de la misión a un ingeniero civil, que nada sabía tampoco de petróleo, pero que se había ganado la confianza del presidente con una locuacidad abundante, si bien torpe y hueca. Aun así de rebajado formalmente, Alfonso, valiéndose de las amistades que había creado en los círculos oficiales, logró que Brasil hiciera una compra de petróleo mexicano, un tanto simbólica, pero que tenía un gran valor político internacional, pues rompía el bloqueo, y un valor interno, ya que hizo nacer la esperanza de que el país comenzaba a salir de aquel atolladero. Por eso mi General se creyó obligado a pagar el servicio prestado con el nombramiento de presidente de la Casa de España en México. Esta pequeña historia ilustra la falta de sindéresis con que proceden nuestros gobernantes y, al mismo tiempo, cómo, a pesar de ella, y de todo, las cosas pueden acabar por salir bien. En efecto, no podía pensarse en otra persona más apropiada que Alfonso: conocía y quería a España; era amigo personal y viejo de varios de los invitados, y se le consideraba como el escritor mexicano más ilustre. Y Alfonso, por su parte, aunque vivía feliz en Río, consideraba desde hacía tiempo que no podía ya sustraerse a la prueba de reintegrarse al país y trabajar en él. Y aun cuando me pesa decirlo, la modestísima rehabilitación que me ofreció el presidente Cárdenas resultó bien, pues Alfonso, como administrador de la Casa, o de cualquiera otra institución, tenía muy serias limitaciones: carecía de todo sentido de organización nunca se interesó en enseñar, él, personal y directamente, y menos a través de cualquier institución. Su interés único era su trabajo personal de escritor. Por todo esto Alfonso pronto me propuso la fórmula ideal del gobierno dual de la Casa: él se encargaría de decir sí, y yo de decir que no.

Muchos problemas se nos echaron encima, por supuesto. El más inmediato era el acomodo material de los nuevos huéspedes; para ello acudimos a nuestras señoras: Manuela Reyes, Emma, Consuelo Nieto, etcétera. El de Alfonso y el mío nacía de esta gran duda que nos angustiaba: ¿el intelectual mexicano aceptaría la presencia de los españoles? ¿No estallaría nuestra conocida xenofobia? Pensábamos de un modo especial en Antonio Caso, compañero y amigo de Alfonso, y maestro mío: muchos de sus viejos y más distinguidos discípulos habían dejado de acompañarlo para atender sus propios intereses; Vicente Lombardo Toledano primero, y después Samuel Ramos, lo atacaron ruda y públicamente; no tenía desde hacía tiempo ningún puesto administrativo en la Universidad, estando reducido a sus dos viejos cursos en la Escuela de Altos Estudios. ¿Qué acogida, o qué embestida, le daría a José Gaos? Mucho más joven que él, con la aureola del discípulo más cercano de Ortega y Gasset; formado en la filosofía alemana, cuyos textos originales podía leer directamente y, por si algo faltara, Gaos no era precisamente un hombre de trato suave o diplomático, sino más bien de pensamiento y de palabra directos. Y estaba Gonzalo Lafora, médico, pero siquiatra, es decir, de una especialidad poco menos que desconocida en México. También nos preocupaba Juan de la Encina, tanto por su temperamento secón como porque su especialidad en la pintura moderna lo llevaría sin remedio a juzgar los murales de Diego y de Orozco, considerados entonces como un patrimonio nacional intocable. También nos parecía dudosa la acogida que podría recibir Adolfo Salazar, tanto por carecer de títulos académicos, como por practicar la crítica y la historia musical, oficios que se conocían poco aquí, pero que reclamaría más de un aficionado en cuanto apareciera el punto de comparación de Salazar. Teníamos plena seguridad en el éxito personal de don Enrique Díez-Canedo, pues era hombre sin pretensiones, afable, con un buen sentido del humor; pero carecía también de título académico y su actividad principal, la crítica teatral, no había llegado a ser en México una especialidad reconocida, además de ejercerse habitualmente en los diarios, lo cual hacía necesario conectarlo con alguno de los nuestros, cosa nada sencilla. Pepe Moreno Villa era simpatiquísimo, buen narrador de historias e historietas, pero también con una ubicación intelectual poco clara, que no se ajustaba a los cánones conocidos aquí, pues su carrera profesional era la de archivólogo, que no pensaba ejercer aquí. Bal y Gay era poco conocido en España misma, y del todo desconocido en México. Se le invitó porque en el famoso Centro de Estudios Históricos de Madrid había iniciado unos estudios novedosos del folklore español, pues los hacía combinando la apreciación literaria con la musical. Supusimos que siendo el nuestro tan rico y tan poco explorado bajo ese doble ángulo, podría abrirse pronto camino en México.

No tardaron en disiparse nuestros temores, pues no hubo uno solo de nuestros invitados que no tuviera un éxito claro y pronto. José Gaos, con un sincero afecto respetuoso, se acercó sin vacilar a Antonio Caso, y éste lo acogió sin reservas. Gaos hizo su presentación en el viejo Paraninfo de la Universidad, lleno siempre, y a pesar de que no era en absoluto ni orador ni actor, fue seguido en sus explicaciones, que a veces se extendieron a una hora y media, con una breve interrupción, en que la gente las comentaba. El aula magna de la vieja Escuela de Medicina también se llenó para escuchar a Lafora, un expositor claro y de estudiada dramaticidad. Juan de la Encina comenzó a ofrecer en la Facultad de Filosofía y Letras cursos monográficos sobre los grandes maestros de la pintura. Adolfo Salazar se puso a publicar libro tras libro. Pepe Moreno Villa hizo lo mismo, y también dio cursos públicos, de los que salió bien librado a pesar de que su experiencia pedagógica era limitada. El propio Bal y Gay tuvo un gran éxito, pues en su primera conferencia sostuvo la tesis novedosa, que ilustró recitando la letra y tocando en el piano la melodía correspondiente, de que existía, como si dijéramos un suelo o denominador común en el folklore de todos los países o regiones del globo, y que sus diferencias específicas eran tan sólo de segundo grado. El público se mostró escéptico al escuchar el planteamiento teórico de esta tesis, pero de allí pasó a la sorpresa y al acuerdo al escuchar la letra y la música de las canciones que todos nosotros considerábamos mexicanísimas, repetidas en sus trazos fundamentales en canciones, no ya españolas, pues aquí el parentesco se había admitido ya, sino francesas, italianas, marroquíes o griegas.

Así, la nueva institución se encarrilaba bien, y no sólo en la capital de la República sino en la provincia, pues desde el comienzo hicimos una política firme presentar en ella a los recién llegados para beneficio de sus respectivas universidades y como justificación del dinero que el gobierno federal había puesto y ponía en la empresa. Pero no pasó mucho tiempo sin que la Casa sufriera su primer sacudimiento: la República perdió la guerra y vino con la derrota la emigración de gran número de españoles, entre los cuales se contaban pocos intelectuales pero numerosos profesionistas, que de un modo natural trataron de acogerse a la Casa. El grupo mayor era el de médicos, pero no faltó algún hombre de ciencia, como el químico Antonio Madinaveitia. Acogimos a un corto número de esos médicos, pero en el claro entendimiento de que su posición de la Casa sería estrictamente provisional, o sea mientras ellos mismos y nosotros les buscábamos un acomodo en instituciones más apropiadas a sus respectivas especialidades, o mientras abrían consultorios propios. En el caso de Madinaveitia, acudimos a la Fundación Rockefeller para poderle construir dentro de la Escuela de Ciencias Químicas un humilde laboratorio, donde él y un pequeño grupo de estudiantes avanzados hicieran experimentos encaminados al aprovechamiento industrial de ciertos productos mexicanos hasta entonces desperdiciados. El problema más serio, sin embargo, era que la Casa, concebida como un alojamiento transitorio, es decir, mientras la República se imponía a los sublevados franquistas, se veía ahora, en 1939, ante la disyuntiva de desaparecer o transformarse en una institución permanente con fines distintos y aun con un nombre nuevo.

Alfonso y yo pensamos que de ninguna manera podía llamarse universidad o una variante cualquiera de este nombre, no sólo porque suscitaríamos el recelo de la Nacional, sino porque no teníamos, ni podíamos esperar tener los recursos indispensables para una empresa de esa magnitud. No sólo eso, sino que particularmente yo pensé en que, por el contrario, la nueva institución tenía que ser pequeña; con fines estrechamente limitados, porque sólo así resultaría gobernable. De hecho, se llegó desde entonces a la idea de que la Universidad Nacional, y todas las de provincia, tenían que hacer frente al problema inevitable de la educación de masas, y que si lo resolvían, se harían acreedoras al reconocimiento del país. La nueva institución en cambio, podía y debía dedicarse a preparar la élite intelectual de México. Por eso se resolvió restringirla al campo de las humanidades, dejando abierta una puerta, sin embargo, para las ciencias sociales. Y debía también llevar un nombre que indicara claramente que ahora se trataba de una institución puramente mexicana, y que serviría a nuestros intereses nacionales. Ese fue el origen de lo que se llamó El Colegio de México, nombre que ofreció, sin embargo, un pequeño tropiezo inmediato, y otro mayor algún tiempo después. El primero fue que existían ya dos o tres escuelas primarias privadas que se llamaban "Colegio México". Y el segundo, que cuando a iniciativa de Antonio Caso se pensó en crear una institución cuyo modelo era el College de France, se quiso llamarla El Colegio de México. Advertido de este peligro, me disparé a conversar con Octavio Véjar Vázquez, entonces secretario de Educación y compañero mío en la Escuela de Derecho. A más de explicarle los enredos que se armarían con esta duplicación de nombres, le informé que el nuestro estaba registrado debidamente, y que estábamos dispuestos a recurrir a los tribunales para hacerlo respetar.

La verdad es que Véjar Vázquez planeaba echarle mano a nuestro Colegio, quizás porque, como se explicará después, la Secretaría de Educación Pública no participaba en su gobierno, a pesar de salir de su presupuesto buena parte del subsidio oficial. En realidad, quien le había calentado la cabeza a Véjar, armando toda la intriga, fue Joaquín Xirau. Había llegado un poco después que los otros, pero fue incorporado inmediatamente al Colegio, donde compartió con José Gaos los cursos y seminarios de filosofía. No sólo eso, sino que pronto, como Gaos, se ligó al Fondo de Cultura Económica, para el cual preparó la traducción de obras excepcionales, como la Paideia de Jaeger. Pero Xirau tenía un lado flaco tremendo: su ingobernable vanidad. Era, sin duda, un hombre bien parecido, pero se creía un don Juan irresistible; sin duda también era hombre bien preparado, pero reclamaba el primer lugar, de modo que le molestaba que un hombre más joven, y de la Universidad de Madrid, compartiera los lauros académicos con todo un profesor titular de la Universidad de Barcelona. Y no digamos con Antonio Caso o Samuel Ramos, o con Eugenio Ímaz, que no había logrado hacer su doctorado.

Nosotros le hicimos llegar al presidente Ávila Camacho los rumores de este complot, con el resultado de que rara vez he visto resolver un conflicto con una elegancia tan consumada. Don Manuel nos mandó pedir una lista de los profesores y autoridades del Colegio, y nos indicó que nos esperaba a comer en el Casino Militar un día determinado. Y en ese día le pidió a Véjar que pasara por él a Palacio porque quería que lo acompañara, pero sin decirle a dónde ni para qué. Se dispuso la mesa en forma de una T, cuyo lado principal fue ocupado por el presidente y los profesores del Colegio, excepto Joaquín Xirau. Y en los otros dos costados quedaron Xirau, junto a Véjar y los miembros de la Junta de Gobierno del Colegio: Gustavo Baz, Eduardo Villaseñor, Enrique Arreguín, Alfonso y yo. Por supuesto que todo el mundo entendió lo que había querido indicar don Manuel con aquella comida, en la que no se dijo discurso alguno. Cesó la intriga, y El Colegio conservó su nombre y volvió a su vida normal.

No era fácil idear un sistema de gobierno para El Colegio, pues, por una parte, era menester darle cabida a las instituciones que aportaron los fondos para su sostenimiento, y por otra, tendría que quedar su dirección real en manos de gente académica. Se acabó por idear un órgano superior, la llamada Asamblea de Socios Fundadores, que fijaba el presupuesto de egresos y el de ingresos, además de nombrar una Junta de Gobierno para un periodo de tres años, y a cuyo cargo estaba considerar el plan general de actividades del Colegio. En fin, la tarea ejecutiva quedaba a cargo de un director y de un secretario, que en nuestro caso éramos asimismo miembros de la Junta de Gobierno. El presidente Cárdenas había dictado un acuerdo en julio de 1938 creando la Casa de España en México, en el cual se hablaba de que la gobernaría un patronato compuesto por el rector de la Universidad Nacional, un representante del Consejo Nacional de la Educación Superior y otro de la Secretaría de Hacienda. La verdad es que no nos apegamos mayormente al acuerdo presidencial, no sólo porque el llamado Patronato pasó a ser la Junta de Gobierno, sino porque el supuesto representante del Consejo de Educación Superior lo fue en realidad del Instituto Politécnico Nacional, recientemente creado por el presidente. En fin, porque a los tres miembros previstos del Patronato, se agregaron dos más. Así, la primera Junta de Gobierno del Colegio, que, por lo demás, duró muchos años, quedó constituida por Alfonso Reyes como presidente, y en representación del Colegio mismo; por mí, como secretario y con igual representación; Gustavo Baz, en nombre de la Universidad; Eduardo Villaseñor, de Hacienda y después del Banco de México, y por el médico Enrique Arreguín, con la representación del Politécnico.

Quedaba un problema serio, a saber, la validez jurídica de los estudios que se hicieran en El Colegio, así como de los títulos que otorgara para ampararlos. Desechamos sin vacilar incorporarnos a la Universidad Nacional, pues eso suponía que tendríamos que adoptar sus planes de estudio, sus métodos de trabajo y sujetar a nuestros estudiantes a exámenes hechos por sinodales nombrados por ella. Además, nosotros nos propusimos contar con profesores y estudiantes de tiempo completo. En cuanto a los primeros, no había dificultad si podíamos ofrecer un sueldo suficiente para dedicarse exclusivamente a enseñar en El Colegio, y como en aquellos felices tiempos esto se conseguía con seiscientos pesos mensuales, la cosa no ofrecía mayor problema. En cuanto a los estudiantes, ofrecer becas que les hiciera innecesario un trabajo cualquiera. El ofrecimiento de esas becas, además, permitiría someterlas a remate, de modo de poder escoger a los mejores aspirantes. Esto sin contar que el estudiante quedaba advertido de que a la menor falla en el esfuerzo o en el talento, perdería la beca. Nos propusimos también trabajar con grupos reducidos de estudiantes, no mayores de veinte, para que los profesores llegaran a distinguirlos y tratarlos individualmente. Por añadidura, dotamos a los profesores de un cubículo, cuyas puertas quedarían abiertas a los estudiantes para que en todo momento pudieran conversar con ellos. Por último, los profesores convinieron en que desde el primer día darían a sus alumnos una bibliografía de cada curso y un calendario de lecturas, de modo que el estudiante trabajara por su cuenta en la biblioteca mucho más tiempo que el dedicado a las explicaciones orales del profesor. Una de las consecuencias de todos estos arreglos era que los cinco años requeridos por la Universidad Nacional para otorgar una maestría, quedaban reducidos a tres, un nuevo incentivo para que el estudiante ingresara en El Colegio. Todo esto hacía incompatible nuestra incorporación a la Universidad, de modo que los primeros estudiantes de historia de El Colegio obtuvieron su maestría mediante un examen oral y escrito hecho en la Escuela Nacional de Antropología. Más tarde se hizo legalmente posible celebrar un convenio con la Secretaría de Educación Pública mediante el cual El Colegio quedaba facultado para hacer sus propios planes de estudio y conceder en su propio nombre los grados de maestro y doctor.

Completaron estos arreglos otras dos decisiones que se tomaron desde el comienzo. La primera, que sólo habría dos autoridades generales del Colegio, el presidente y el secretario; pero que los estudios se organizarían en "centros", al frente de los cuales habría un director, a cuyo cargo quedaría la vigilancia diaria de su respectivo centro. Los dos primeros fueron los de historia y lingüística, y más tarde los de relaciones internacionales, de estudios orientales y el de economía y demografía. La segunda decisión fue darle una gran importancia a las publicaciones del Colegio, los libros y revistas. Los primeros serían el resultado de las investigaciones originales de los propios profesores y de los estudiantes que se fueran graduando. En cuanto a las revistas, se dispuso que cada centro tuviera una propia, dedicada a recoger los artículos y reseñas de libros de la respectiva especialidad. Se dispuso, por último, que las revistas debieran nutrirse de colaboraciones no sólo de los profesores y estudiantes del Colegio, sino de escritores de cualquier institución superior del país y del extranjero.

Todo esto, repito, se dispuso desde el comienzo y se ha aplicado en la realidad, con los retoques que el crecimiento y la experiencia han aconsejado. Así, El Colegio ha llegado a ser, tras una existencia de más de veinticinco años, una institución establecida, de renombre y que le presta al país servicios indudables. Es muy fácil decirlo; pero el día en que se haga una historia detallada del Colegio, se verá que ese feliz resultado no se consiguió sin esfuerzo y amargura. Digamos el sostenimiento económico de la institución. Mi general Cárdenas dispuso en su acuerdo de 1938 que el gobierno le daría a la Casa de España un subsidio anual que nunca sería inferior a trescientos mil pesos. Claro que agradecimos la buena voluntad y la firmeza de semejante generosidad; pero no se nos podía ocultar la inconstitucionalidad de semejante acuerdo, pues el Congreso es el único facultado para disponer la forma de aplicar los egresos de la Federación. No sólo eso, sino que el propio ejecutivo podía disminuir o suprimir esa partida, hecho nada improbable, sobre todo porque a mi General le faltaban sólo dos años de gobierno. Por eso, también desde los comienzos, pensamos en que la llamada "iniciativa privada" nos ayudara. Mis esperanzas en los buenos resultados se alimentaban en la experiencia del Fondo de Cultura Económica, donde llegamos a organizar y practicar todo un sistema de sacarle dinero a nuestros ricachones. Consistía en una invitación del secretario de Hacienda Eduardo Suárez a un grupo de seis u ocho banqueros, industriales, mineros o comerciantes, a almorzar en el Club de Banqueros. Tras una comida encargada especialmente, y de beber vinos y licores de las mejores marcas, Suárez decía haberlos convocado para escucharme. Como de rayo, un mozo del Fondo muy bien adiestrado ponía frente a cada invitado una pila de diez o quince volúmenes editados recientemente, y yo hacía una breve historia del Fondo, de los fines que perseguía, y de la necesidad de allegarse recursos adicionales, sea para iniciar una nueva sección de publicaciones, sea para emprender reediciones de los títulos agotados, etc. Al acabar mi exposición, Eduardo Suárez, afable, pero directamente, decía: "Queda abierta la lista de contribuciones". Llegamos a perfeccionar tanto este sistema "extractivo" que logramos que Aarón Sáenz nos sirviera de "palero", pues desde la primera comida advertimos, por una parte, que se producía un silencio embarazoso, y por otra, al invitar Suárez a declarar las posibles contribuciones, los invitados ofrecían un donativo claramente inferior a lo que nosotros estimábamos que podían dar. Con Aarón Sáenz a nuestro lado, en primer lugar rompía en seguida ese silencio embarazoso, y en segundo, a nombre de sus empresas ofrecía una suma bastante alta, que ponía en aprietos a los invitados que representaban a negociaciones cuyo capital era visiblemente superior al que podía representar Sáenz.

Con El Colegio no intentamos repetir este sistema, en parte porque los posibles contribuyentes eran los mismos, y en otra porque nuestra observación nos conducía a admitir, primero, que el rico mexicano no está acostumbrado a dar dinero para nada, y que cuando lo suelta, lo pone en una empresa religiosa o caritativa, digamos una maternidad o una guardería de niños. El Colegio, en primer lugar, era una institución de educación superior, y en segundo, sin ningún vínculo o propósito religioso, o más claramente católico. Aun con ese conocimiento, en un momento de grandes apuros me resolví a emprender una gran campaña bien organizada. Con ese fin, comencé por acudir a don Evaristo Araiza para que me aconsejará cómo podía proceder y a qué hombres y empresas debía llamar. Había conocido a don Evaristo en el consejo de administración del Banco de México, y cultivé cierta amistad con él. Me simpatizaba por ser un hombre de buen juicio, que no había olvidado que era un profesionista, y que aun cuando acabó por ser el gerente de la Fundidora de Monterrey, era un administrador de una empresa ajena y no propia, lo cual hacía de él, ciertamente, un hombre de negocios, pero no descarnado. Don Evaristo, además, era hombre de lecturas, y, en consecuencia, capaz de entender lo que era y pretendía ser El Colegio. Le hice a don Evaristo una larga y patética exposición de nuestras necesidades para concluir pidiéndole consejo. Don Evaristo, hombre bien educado, me escuchó, a pesar de que podía haberme interrumpido para dar la mala noticia que dio al final. "Llega usted en el peor momento posible, de modo que fracasaría usted redondamente en su empeño." Y me dio, por supuesto, la explicación: Carlos Trouyet venía sacándoles hacía dos meses sumas cuantiosas de dinero, pues se proponía fundar una universidad cuyo gobierno confiaría a los jesuitas. Y para ejemplificar, don Evaristo me dio el dato de la contribución que Trouyet le había arrancado a la Fundidora. Me explicó el éxito de esa colecta, no sólo por el cuantioso donativo que como ejemplo habían dado las negociaciones del grupo Trouyet y porque éste pesaba mucho en el medio de los empresarios, sino porque en alguna forma Trouyet daba a entender que hacía esa gran colecta con el conocimiento y aun con autorización del presidente López Mateos.

Positivamente me indignó esta información. Desde luego, le hablé a Jaime Torres Bodet, secretario de Educación, para decirle que la noticia me parecía lo bastante grave para dársela a conocer al presidente, y que si él, Torres Bodet, no quería dársela, yo me encargaría de ello. Jaime me habló por teléfono unos días después para decirme que López Mateos le había asegurado que nada sabía del asunto, y que, en consecuencia, no podía haber autorizado o consentido en que se hiciera la colecta. La verdad de las cosas es que nunca estuve seguro de que así habían ocurrido las cosas, pues Jaime era más que capaz de inventar una historia si con ella evitaba llevarle al presidente un asunto enojoso y, por añadidura, ajeno a sus intereses personales. Sin embargo, aunque yo tenía acceso al presidente, me pareció imprudente verlo, pues, una de dos: o echaba yo de cabeza a su secretario pintándolo como mentiroso, o me exponía a que López Mateos me dijera "Ya le dije al secretario... " Otro elemento que atizaba mi descontento era el reciente catolicismo de Trouyet. Según se dijo entonces, un amigo suyo, que tenía apalabrada una cita en el famoso hospital de Rochester, lo invitó a acompañarlo y, dada la amistad que los ligaba y el hecho de que Trouyet no tenía en ese momento nada particularmente importante que hacer, aceptó, y ya en Rochester, el amigo le dijo que puesto que estaba de ocioso, podía aprovechar su tiempo en que le hicieran el famoso check up. El diagnóstico fue que Trouyet padecía de una anemia general, y que si no se sujetaba a un reposo prolongado y a un régimen alimenticio determinado, viviría escasos tres meses más. Esas casualidades, esas cosas imprevistas, fueron interpretadas por Trouyet como un milagro, es decir, como una intervención divina para prolongar su vida. Entonces se creyó obligado a pagar el milagro creando esa universidad jesuita, cuya idea original, en rigor, era antigua. En efecto, años antes el ex presidente Alemán había patrocinado una reunión en México de las Academias de la Lengua de la América Hispánica. Asistió a esa reunión el rector de una universidad jesuita de Colombia, quien expresó la necesidad de que los pueblos de habla hispana contaran con una universidad representativa de todos ellos. Sugirió esa idea de una universidad católica que, al ampararla Trouyet, se llamaría Iberoamericana.

Tuve que conformarme con escribirle a Trouyet una carta extensa (tres páginas a renglón cerrado), dura, pero no grosera. Le reprochaba que se hubiera lanzado a colectar cuarenta millones de pesos para la Universidad Iberoamericana cuando había sido incapaz de darle al Colegio los trescientos mil que se le había pedido reunir entre sus amigos. Le reprochaba, además, que se los diera a los jesuitas, más interesados en hacer prosélitos que en la educación misma. Cometí un error cuando en mi carta le vaticiné que los estudiantes y profesores de la Universidad Nacional harían algún escándalo, inclusive invadir la Ibero, creándose así un gran lío político, pues han pasado quince años sin que nadie haya dicho una palabra, dentro o fuera de la UNAM. Trouyet me escribió unas líneas diciéndome que había leído mi carta con gran atención y que deseaba que nos reuniéramos para hablar sobre ella, pero como tenía urgencia de trasladarse a Nueva York, me llamaría a su regreso. No lo hizo, pero no olvidó mi carta. Por una parte, cinco años después de este "encuentro", y preocupado yo por la escasa circulación de Historia Mexicana, acudí a Trouyet para que pagara cincuenta suscripciones anuales para ser enviadas gratuitamente a las bibliotecas de provincia. Le expliqué que estas bibliotecas eran pobrísimas, pues los pocos libros y revistas que tenían eran viejísimos y nada nuevo compraban, a pesar de lo cual emocionaba entrar a una de ellas por la noche y ver que había veinte o treinta lectores que leían lo que podían prestarles. No sólo aceptó con agrado la propuesta, sino que espontáneamente repitió el pago por un segundo año. Luego, cinco años después, al concurrir ambos a una comida en casa de Eduardo Villaseñor, le dijo a su vecina de mesa, Celia Chávez, que me profesaba gran simpatía, a pesar de ser yo enojón. Celia, que solía usar palabras cuyo sentido desconocía o conocía vagamente, le contestó a Trouyet que cometía un grave error al tenerme como enojón, pues en realidad yo era "simplemente iracundo".

No fue este el único "encuentro" que tuve con los ricos al pedirles ayuda para El Colegio. Según dije antes, Alfonso Reyes y yo juzgamos necesario que cada Centro del Colegio tuviera una revista que recogiera los trabajos de sus profesores y estudiantes; pero una revista erudita o académica cuesta dinero. Por eso, a pesar de que el de Estudios Históricos tenía ya casi diez años de funcionar, no la tenía. Cuando yo mismo me interesé en nuestra historia moderna, resolví hacer un esfuerzo extraordinario para conseguir el dinero mediante donativos y anuncios. En el mismo consejo de administración del Banco de México había conocido a don Raúl Bailleres, que tenía fama de ser de una codería más que regiomontana. Gustavo Baz me contó alguna vez que cuando era secretario de Salubridad, don Raúl se le acercaba, lo llevaba a un rincón de la sala donde se hallaban, y le decía compungido que quería emplear cierta suma de dinero en una obra altruista, pero que no sabía cuál sería la más apropiada. Gustavo, entusiasmado ante la perspectiva de poder hacer otro hospital moderno de los que empezaba a construir, le pidió unos días para presentarle datos precisos que le permitieran resolver. Así procedió; pero no tuvo respuesta alguna. Gustavo, bastante molesto, dejó el asunto por la paz; sin embargo, al encontrarse de nuevo en alguna recepción o comida, don Raúl se le acercaba, volvía a llevarlo a un rincón de la sala y le repetía el cuento. Y Nacho Chávez me refirió que cuando se propuso construir un nuevo edificio del Instituto de Cardiología y modernizar alguno de los ya existentes, acudió al presidente Alemán para que invitara a cenar a un grupo de ricos y plantearles sus problemas. Para la gratísima sorpresa de Nacho, el rico español Santiago Galas dijo que de los tres proyectos presentados, él quería tomar a su cargo el más caro, de un millón de pesos. Los demás invitados indicaron en seguida las cuotas que estaban dispuestos a dar, excepto don Raúl, que guardó un silencio sepulcral. Constreñido por el presidente y por el propio Chávez, don Raúl dijo que él, personalmente, veía con gran simpatía esa empresa, pero que, por desgracia, tenía que consultar con sus socios. Pareció razonable la explicación, de modo que Nacho dejó pasar un buen par de semanas, pero después comenzó a llamarle por teléfono sin que pudiera dar con él, hasta que, fatigado, desistió del empeño.

Lógicamente, estas historias debían haberme desanimado, pues yo era un don nadie al lado de Baz y Chávez, que tenían algún poder. Al mismo tiempo, quise someter a esta dura prueba mi habilidad de persuasión. Me lancé, pues, a ver a don Raúl y estuve con él tres largas horas. Las dos primeras fueron suyas, pues con una franqueza y un desaliento visibles, me contó la triste historia del Instituto Tecnológico de México, cuya fundación y sostenimiento hasta entonces habían corrido a su cargo. Desde luego, le costaba medio millón anual, y ya llevaba unos diez; en segundo, la escuela de economía del Instituto, la que llevaba más tiempo de trabajar, no atraía estudiantes ni profesores. Me contó que habían querido contratar a un joven economista de la Universidad de Cambridge, y que a pesar de haberle ofrecido un sueldo que en Inglaterra le llevaría alcanzar veinte o veinticinco años, rechazó la oferta. Al final de su larga y triste exposición, con inusitada modestia, me pidió consejo. Sin vacilar le dije que desde hacía ya ciento sesenta años Adam Smith había señalado la existencia de ese fenómeno que se llama división del trabajo, que en el presente caso indicaba que los hombres de negocios debían dedicarse a hacer dinero, y que a cargo de los intelectuales correría la tarea de idear y manejar las instituciones educativas. A pregunta suya, le recomendé a Eduardo García Máynez, con quien pronto se puso en contacto.

Entonces le planteé mi petición para la revista, que se llamaría Historia Mexicana. Don Raúl comenzó su defensa sosteniendo que los pedigüeños acudíamos siempre a él, y a los dos Carlos, Prieto y Trouyet, cuando la verdadera riqueza de México estaba en los puestos de la Merced donde se vendían la carne, los granos o la fruta. Le concedí toda la razón, y por eso le aseguré que acudiría a esos puesteros, pero que justamente para convencerlos necesitaba yo el argumento de que habían contribuido ya los viejos ricos, conocidos y respetados, en cuyos bancos tenían sus depósitos los "nuevos ricos". No negaba, por supuesto, la necesidad de escarbar y divulgar la historia patria, pero dudaba mucho de que el "pueblo" llegara a leer una revista erudita, y ni siquiera la clase media ilustrada, pues la verdad era que al mexicano sólo le preocupaba el problema de ganarse la vida. Razón de más para ofrecerle la compensación de una lectura que le enseñara que en otras peores se las habían visto sus antepasados, de modo que conservara el ánimo necesario para seguir luchando. En fin, tras un forcejeo de una hora, don Raúl se avino a dar cinco mil pesos, y como yo mostrara el deseo de que tan generoso gesto materializara en chequecito, sacó del cajón de su escritorio su libreta y lo extendió. Pero no paró allí mi encuentro con don Raúl. Historia Mexicana comenzó a publicarse en septiembre de 1951, y desde el cuarto número apareció un anuncio de la Cervecería Moctezuma, que me había dado don Emilio Suberbié, a quien conocí también como consejero del Banco de México. Al poco tiempo el "grupo" Bailleres se hizo de la Cervecería, al frente de la cual don Raúl puso a uno de sus hijos. Este joven, ansioso de demostrar que podía llevar la empresa al pináculo de sus ganancias, barrió con todos los gastos "inútiles", entre ellos aquel anuncio, que le costaba a la Cervecería doscientos pesos anuales. Recibí, pues, tres líneas anunciándome la cancelación inmediata del anuncio, y me indignó tanto la arrogancia de aquel junior; que acudí al padre, quien ordenó en seguida mantenerlo "hasta nueva orden".

En fin, a la vista de la experiencia del Centro de Estudios Históricos, que careció de una revista propia durante tantos años, me propuse crear simultáneamente el Centro de Estudios Internacionales y su revista, que se llamó Foro Internacional cuyo primer número, en efecto, salió en julio de 1960. Ya entonces El Colegio tenía los recursos necesarios para costear la revista, al menos inicialmente; pero eso no quitaba la necesidad de que el gasto se redujera lo más posible. No pedimos dinero para la publicación, pero sí anuncios. Me dirigí entonces a los directores de los principales bancos, pidiéndoles un anuncio trimestral que al año les representaría la insignificante suma de cuatrocientos pesos. No conseguí uno solo; pero la respuesta de Agustín Legorreta, director del Banco Nacional de México, me llamó la atención, para decirlo suavemente: corta, seca, parecía indicar haberle causado una increíble sorpresa esta petición, igualándola quizás a la de que se acudiera a su banco para conseguir una cama en algún hospital. Le contesté enviándole un ejemplar del Foreign Affairs norteamericano, señalándole con gruesas rayas rojas los anuncios del National City Bank, del Chase-Manhattan, del Chemical, y otros. En mi carta le decía que esos bancos daban ese anuncio, que evidentemente no les traería ningún cliente, para mostrar su orgullo de asociarse a una empresa intelectual que, además, presentaría al mundo la política exterior del país donde operaban y prosperaban. Pues ni así se consiguió el anuncio.

Una institución que paga buenos sueldos a sus profesores, que concede becas a sus estudiantes, que sostiene revistas académicas, que compra libros para la biblioteca, una institución que hace todo eso, necesita sumas de dinero no fantásticas, pero sí buenas. Las contribuciones de sus Socios Fundadores eran bien limitadas: desde luego, la Universidad Nacional jamás soltó un centavo; el Fondo de Cultura daba su cuota con regularidad, pero él mismo vivía de la caridad pública, de modo que resultaba poco menos que simbólica. Entonces, el grueso de sus ingresos, cercano a la totalidad, provenía del gobierno, cosa que nos parecía insatisfactoria pues por una parte, tampoco podía dar gran cosa, y por otra, persistía el temor de que en cualquier momento variaría de opinión. Por eso no vacilamos en acudir a la Fundación Rockefeller y después a la Ford. Nunca Alfonso Reyes, pero yo sí, he sido acusado dos o tres veces de haberme vendido al "Tío Sam" y vendido también al mismísimo Colegio. Casi sobra decir que nunca me han inquietado en lo más mínimo semejantes ataques porque sin variación han procedido de personas a quienes movían apetitos innobles. Desde luego, ni yo ni El Colegio hicimos un misterio de que pedíamos y recibíamos esa ayuda, y porque nunca dudé de que era desinteresada y libre de condiciones y aun de vigilancia administrativa. No sólo eso, sino que de mi propia iniciativa puse en más de una ocasión a prueba la sinceridad de las intenciones de los funcionarios de esas Fundaciones. Recuerdo todavía que en vísperas de resolver si se le daba o no al Colegio la ayuda para el Centro de Estudios Internacionales, Kenneth W. Thompson, entonces encargado en la Fundación Rockefeller del sector internacional, publicó un libro, que me apresuré a criticar en una revista de México, y a enviarle la reseña a Thompson. La ayuda siguió su curso y se dio finalmente. En rigor, costó buen trabajo conseguirla por otras razones. Thompson la veía con simpatía, pero no así Dean Rusk, que a más de ser el presidente de la Fundación; se consideraba a sí mismo un experimentado internacionalista. Camino a Ginebra, para atender a la sesión veraniega del ECOSOC, le pedí a Rusk una entrevista, que se prolongó más de la cuenta. No objetaba el propósito en sí, pero consideraba con una buena dosis de razón, que ni en México ni en ninguno otro país de América Latina, con la posible excepción de Brasil, que tenía una clara tradición diplomática, existía ya un ambiente propicio que soportara un Centro y una revista especializados en asuntos internacionales. En esto le concedí la razón a Rusk, pero le argumenté que el verdadero problema era determinar la necesidad de crearlos, pues si la había, era seguro que se lograría pronto una reacción general favorable. Le argumenté que México no podía ni quería seguir teniendo como único horizonte internacional a Estados Unidos, no sólo porque al mundo lo habían achicado los transportes y las comunicaciones modernos, sino porque juzgaba necesario conocer mejor el resto del mundo para moverse en él conscientemente. Tras una hora de discusión, en que Rusk no cedió le pedí que me trasmitiera su resolución a Ginebra. Allí la recibí: cambiaba de frente, pues, a más del Colegio, la Universidad Nacional había hecho una petición semejante. Por eso la Fundación consideraba ahora la posibilidad de dar una ayuda a las dos instituciones, con la seguridad de que sabrían entenderse para usarla. Pasé por alto algún quehacer del ECOSOC para contestarla inmediatamente: nosotros habíamos solicitado una ayuda mínima, de modo que compartirla con otra institución significaba que ninguna de las dos tendría los recursos necesarios para llevar a cabo sus propósitos. Más que nada, El Colegio de ninguna manera compartiría la responsabilidad con otra institución, cualquiera que fuera. Le pedí a Rusk una última cita en su oficina de Nueva York, por donde yo pasaría camino a México. Nada concluyente salió de ella, excepto anunciarle que con la ayuda de la Fundación o sin ella, El Colegio seguiría adelante con sus planes.

A todo esto, antes de partir a Ginebra le dejé a don Manuel Tello, secretario de Relaciones, un memorándum en que argumentaba la necesidad de crear el Centro de Estudios Internacionales, y delineaba sus objetivos, métodos de trabajo, etcétera. Le dije que pensaba que podría interesarle la lectura puesto que del Centro saldrían jóvenes especialmente preparados para el Servicio Exterior Mexicano. Es más: le anticipé que ese Centro podría servir de hogar a jóvenes latinoamericanos interesados en prepararse para servir a sus respectivos países. Cuando lo visité a mi regreso de Ginebra, recibí la gran sorpresa: don Manuel me dijo que le había gustado tanto la idea, que le leyó mi memorándum al presidente López Mateos, quien se entusiasmó al grado de decirle que en seguida se pusiera manos a la obra. "Eso sí -añadió don Manuel-, el presidente dice que el gobierno dará todo el dinero necesario para evitar que ninguna institución o persona extranjera participe en la empresa." Esta noticia me permitió ponerle un cable a Dean Rusk anunciándole que el 1º de julio de 1960 saldría el primer número de la revista ya bautizada como Foro Internacional. Rusk vio en ese telegrama lo que yo quería que viera: nuestra firme decisión de realizar la empresa. En efecto, al poco tiempo El Colegio recibió una notificación oficial de que la Fundación había concedido la ayuda solicitada. Ahora bien, cuando Tello me dio a conocer la determinación del presidente López Mateos de no pedir ni aceptar ninguna ayuda extranjera, yo no hice entonces, ni después, un comentario; pero sí una sencilla reflexión. Como no contábamos con ningún profesor mexicano que se hiciera cargo de los cursos que se habían planeado, y como se tomó la resolución de no aplazar la empresa, no quedaba sino un camino único: enviar becarios a que se especializaran durante dos años en las relaciones internacionales de un área determinada, y contratar a profesores extranjeros que dieran los cursos durante esos dos años. Para hacer frente a tan cuantiosos desembolsos, justamente, habíamos pedido la ayuda de la Fundación. A esos profesores extranjeros no podía pagárseles menos de mil dólares mensuales, y como en aquella época nuestros impuestos trabajaban menos, el director del Banco de México ganaba entonces esa misma suma. Por eso, El Colegio quedaría expuesto a la crítica demoledora de que le pagaba igual a un pinche profesor extranjero que a todo un director de la institución bancaria más importante del país. Pero si El Colegio pagaba con dinero extranjero al extranjero, las cosas quedarían a salvo.

Por supuesto que desde el primer momento me propuse dar a conocer alguna vez mi decidida desobediencia a los deseos del presidente; pero quise hacerlo directa y personalmente, y no a través de don Manuel o de alguna otra persona. Vino de maravilla el estreno del nuevo edificio del Colegio de Guanajuato 125, pues nos propusimos darle gran brillo a la ceremonia de inauguración. El invitado de honor, claro, fue el presidente, y tras de enseñarle el nuevo edificio y explicarle qué bien correspondía a las necesidades y gustos de la institución, bajamos a la biblioteca, donde se servía un regio coctel (a cargo de la famosa "Mayita"). En cuanto estuvimos allí le tomé del brazo para ir presentándole a los concurrentes. Dean Rusk era ya secretario de Estado, a pesar de lo cual le escribí invitándolo a la ceremonia, aclarándole, desde luego, que lo invitábamos, no como secretario de Estado, sino como el ex presidente de la Fundación que nos había ayudado a establecer el Centro de Estudios Internacionales. La verdad es que lo hice anticipándome al gozo de presentarlo con el presidente. Rusk ofreció venir, si bien en el último momento se excusó. Pero estaban en el coctel nada menos que dos vicepresidentes de la Fundación. Al llegar a ellos, le dije a López Mateos que quería yo presentarlo con unos amigos a quienes El Colegio se sentía obligado por la ayuda que nos habían prestado. El presidente, lejos de hacer un gesto siquiera de extrañeza, los saludó con gran cordialidad y conversó con ellos animadamente un buen rato. No me hizo, ni entonces ni después, ningún comentario, pero entendió bien las cosas y nunca más puso ningún reparo a nuestro trato con la Fundación.