Noveno tramo

Habría yo deseado que fuera completa mi dedicación al Fondo en su primera época, pero no podía pagarme un sueldo con el que pudiera vivir (en su era de pleno florecimiento llegué al máximo de mil quinientos pesos mensuales), sin contar con que amigos míos me requerían para ocuparme de otros menesteres. Recién entrado en la presidencia el general Cárdenas, don Emilio Portes Gil, secretario de Relaciones, me llamó para pedirme que fuera a Washington como consejero económico de la embajada. Entendí que la idea original era de Narciso Bassols, secretario de Hacienda, a quien le preocupaban dos cosas: un tratado comercial con los Estados Unidos que estaba pendiente, y la política platista del gobierno norteamericano, impuesta por un grupo de senadores influyentes. Deseosos éstos de favorecer a sus electores de los estados productores de plata, sobre todo Nevada y Montana, hicieron aprobar una ley que imponía al gobierno comprarla a un precio sensiblemente mayor que el mundial. Entonces, bien podía ocurrir que México se desmonetizara, pues las monedas de plata saldrían a los Estados Unidos y se paralizarían las transacciones comerciales al menudeo; con el consiguiente clamor público.

Al despedirme de don Emilio, me entregó en sobre sellado y lacrado las instrucciones que la Secretaría le daba al nuevo embajador, Francisco Castillo Nájera, a quien le había ordenado trasladarse directamente de París a Washington. Me fui a la Union Station con toda anticipación, y en cuanto el negrito del pulman puso el banquillo para que descendieran los pasajeros, me trepe atropellando a todo el mundo, pesqué a Castillo Nájera en el pasillo, lo metí en el cuarto de baño, le entregué el sobre y le dije que si quería leer su contenido, me apostaría yo en la puerta para que nadie lo interrumpiera. Así lo hizo, y entonces se dispuso a salir, pero antes de comenzar a bajar, advirtió la presencia de Luis Quintanilla al pie de la escalera, y sin poderse contener le preguntó en voz alta: "Pero... ¿usted aquí, Luis?" Después supe que Castillo Nájera había logrado de la Secretaría que le quitaran a Quintanilla de la legación en París; pero ignoraba que éste, más listo de lo que supuso su antiguo jefe, se movió para que lo mandaran a Washington, lugar donde había vivido ya, y donde viviría después largos años.

Muy académicamente me lancé a la Biblioteca del Congreso, entonces una institución todavía manejable, y después de recoger una extensa bibliografía, me puse a leer ferozmente para fundar los temores inmediatos del gobierno mexicano, pero sobre todo con la idea de apoyar que se restaurara a la plata el papel de patrón monetario, dado que el nuestro era el país productor más importante de este metal. En esas estaba cuando me anunció Castillo Nájera que debía yo acompañarlo esa tarde a una entrevista con el secretario del Tesoro, Hans Morgenthau. El embajador me anunció que había recibido un telegrama de Bassols urgiéndole a conseguir la suspensión temporal de las compras para que México pudiera ordenar la impresión de unas buenas resmas de billetes de un peso y acuñar grandes cantidades de moneda fraccionaria de cobre. Mala espina me dio ver que de un lado y de otro del sillón de Morgenthau estaban sentadas dos taquígrafas, provistas de un verdadero arsenal de bloques de papel y de lápices puntiagudos. Esto quería decir que la conversación sería estrictamente oficial, y que toda ella sería recogida por la Historia. En su mal inglés, Castillo Nájera expuso la petición, y entonces, Morgenthau, rojo de cólera, a voz en cuello y golpeando con los puños la cubierta de su escritorio, dijo que de ninguna manera accedería, porque compraba la plata en virtud de una ley aprobada por el Congreso, que de ningún modo podía desobedecer. Pero más que nada, porque él, en persona, había prevenido al gobierno mexicano, que, por lo visto, no tomó en serio semejante advertencia. El embajador quedó anonadado por el argumento y por la grosera agresividad del secretario. Viendo yo que no reaccionaba, me permití la ironía de decirle a Morgenthau que si no era un secreto, nos agradaría saber en qué forma, o, más concretamente, a quién le había dado el aviso, y me respondió todavía más colérico: "¡Cómo que a quién! ¡Al mismísimo director del Banco de México!" A sabiendas de que el argumento era muy tirado de los pelos, le repuse que quizás ignoraba que el Banco de México era una sociedad anónima, y no, por lo tanto, una institución oficial o gubernamental. Entonces, poniéndose de pie para dar por concluida la entrevista, nos dijo: "That is your problem, not mine."

Regresamos directamente a la embajada, donde Castillo Nájera se enteró de que poco tiempo antes de llegar nosotros a Washington, habían acompañado a Agustín Rodríguez a su entrevista con el secretario del Tesoro el primer secretario Pablo Campos Ortiz y el taquígrafo Eugenio Anzorena, el único empleado de la embajada que conocía bien el inglés, y que por eso le sirvió a Rodríguez de intérprete. Pero también se enteró de que Campos Ortiz no había informado a Relaciones de lo ocurrido. Castillo Nájera se comunicó con Bassols, quien procedió con su habitual prontitud: en veinticuatro horas Agustín Rodríguez fue removido de la dirección del Banco de México, y anunció que ese mismo día partiría para Washington Roberto López, director general de Crédito, para ver qué podía hacerse. Y sin duda por queja de Bassols, Relaciones suspendió del Servicio Exterior a Campos Ortiz y a Anzorena. Entonces, Castillo Nájera echó mano de los recursos diplomáticos que realmente conocía y manejaba: organizó una recepción en honor de Roberto López, a la cual asistimos de la embajada sólo Quintanilla y yo, y de fuera... los cuatro senadores platistas, de Montana y Nevada. El whisky comenzó a circular desde temprano con una liberalidad y una perseverancia visiblemente intencionadas. No sólo eso, sino que, ya en el comedor, Castillo Nájera anunció a los senadores que encontrarían en la cajuela de sus respectivos automóviles toda una caja de aquel "preciado líquido". Todavía recientes los estragos de la época de la Prohibición, cuando un sorbo de whisky legítimo sabía a gloria, y cuando una caja conmovía los corazones más duros. Por eso al despedirse, los senadores le aseguraron a Castillo Nájera que al día siguiente verían a Morgenthau para conseguir que sin declaración ni comentario público suspendiera las compras de plata y darle así a México tiempo para arreglárselas de algún modo.

Como yo regresé en seguida a mi estudio académico de la plata, no le di mayor importancia al comentario pleno de orgullo que al día siguiente de la recepción me hizo Castillo Nájera: "¡Ya vio usted... así hay que tratar a estos hijos de la...!", es decir, a gente corrompible, hay que corromperla. Apenas si pasó por mi mente la observación pasajera de que Castillo Nájera celebraba su victoria con los senadores, pero olvidando el penoso incidente de Morgenthau, en que había demostrado tener pocos recursos para sobreponerse a una situación adversa. Pero pronto ocurriría un hecho que me mostró qué vivo era el recuerdo que le había dejado el secretario del Tesoro. Al romper con Calles, Cárdenas rehizo su gabinete, y Bassols salió de Hacienda para ir de ministro a Londres. En ferrocarril hizo el viaje a Nueva York, donde debía tomar un barco que lo llevara a su nuevo puesto; pero se detuvo un día en Washington. Y esto, como era su costumbre, sin avisar. No fue, pues, menuda mi sorpresa al aparecérseme en mi oficina, y verlo cerrar cuidadosamente la puerta con el cerrojo. Y se fue al grano: Cárdenas no había podido evitar deshacerse de aquellos ministros que le había sugerido Calles, caso en el cual estaba él; pero mantenía excelentes relaciones con el presidente, tanto así, que al despedirse le consultó sobre quién podría sustituir a Portes Gil en Relaciones. "Y ¿a quién cree usted que le sugerí? ¡Pues a usted, a usted, Daniel! De modo que prepárese para regresar a México."Cárdenas había recibido la sugerencia con un interés aprobatorio indudable, como también Castillo Nájera, con quien acababa de conversar. Sobra decir que le manifesté mi agradecimiento, pero para cortar sus expresiones calurosas, agregué que siempre había estado dispuesto a "sacrificarme por la Patria". La verdad de las cosas es que, buen gitano como soy, me provocó un claro escepticismo el haberle dado la noticia a Castillo Nájera: ¿Cómo —me pregunté en seguida— puede aprobar todo un embajador que un subordinado suyo pase a ser su jefe? Esto sin añadir que Castillo Nájera tenía antecedentes o méritos revolucionarios de los que yo carecía en absoluto, entre otros, el de ser todo un general. Asimismo, que el azar lo había favorecido desviándolo del carril penoso y oscuro de médico militar para elevarlo al brillante de la diplomacia, actividad ésta que consideraba como una nueva carrera, cuyo remate glorioso era llegar a ser secretario de Relaciones. En fin, yo había sido el único testigo de su inhabilidad para defenderse de Morgenthau. Castillo Nájera se llevó a Bassols a la estación del ferrocarril; mientras, yo salí de la embajada a comprar unos emparedados para no separarme de mi oficina, a donde Castillo Nájera me visitaría para darme la "buena nueva". No se apareció, y al salir yo de la embajada, ya de noche, le pregunté discretamente al chofer por dónde andaría el embajador, y me dijo que había salido para México a ventilar algún asunto, que él suponía urgente e imprevisto. Por supuesto que ni él ni mi general Cárdenas me hicieron jamás referencia a este asunto, si bien Bassols, sin reconocer su error, me explicó delicadamente que Castillo Nájera, en efecto, se había disparado a ver al presidente, pero que no había objetado sino mi juventud, tanto así que por eso Cárdenas se resolvió a nombrar al "viejo revolucionario" Eduardo Hay.

Pero algún partido le saqué a este incidente. Terminado mi estudio sobre la plata y enviado a la Secretaría de Relaciones, continué trabajando arduamente en el tratado de comercio, hasta que las dos partes "contratantes" descubrieron que no tenían mayor interés en concluirlo. Cansado y sin un propósito importante de trabajo, usé de un amigo para pedirle al general Cárdenas que me enviaran a Portugal de encargado de negocios. Lisboa y el país todo eran agradables e interesantes, y como México no tenía ningún interés allí, me dispuse a llevar una vida tranquila inventando algún objeto de estudio que me entretuviera. Partí con toda la familia: esposa, dos hijos y suegra, a bordo del barco alemán Orinoco, nuevo, bien construido y atendido. En Nueva York me cercioré de que nos acompañaría un automóvil que previamente había comprado: un Chrysler último modelo, color verde botella, casi deslumbrador. Yo recibí instrucciones de que antes de llegar a Lisboa me apersonara con el general Manuel Pérez Treviño, porque la legación de Lisboa dependía teóricamente de nuestra embajada en Madrid. Y como Pérez Treviño estaba ya instalado en algún balneario de la costa vasca pasando el verano, desembarcamos en Vigo para viajar con ese pretexto por el norte de España, que desconocíamos. Tan embebidos estábamos con estos planes, que no le dimos importancia a la noticia que vimos en los periódicos de Vigo: ese día, 16 de julio de 1936, había sido asesinado Calvo Sotelo. Tras una cena espléndida de sardinas asadas, tumbados en la playa, nos fuimos a dormir y al día siguiente temprano comenzamos nuestra peregrinación: yo al volante, y Emma leyendo aquella espléndida Guía Michelin que aconsejaba la mejor velocidad, advertía el cruce de ferrocarriles, la peligrosidad de las curvas, el acercamiento a pueblos y ciudades, etcétera. Bien fatigados llegamos a León hacia las ocho de la noche, pero como todavía contábamos con una luz casi plena, decidimos ir directamente a la catedral. Caímos en manos de un sacristán parlanchín y pepenador de propinas, que nos enseñó detalle por detalle. A las diez dormíamos profundamente, dominados por la emoción y el cansancio físico; pero como a las seis de la mañana sonaron unos aldabonazos en la puerta de nuestra habitación, que nos despertaron sobresaltados. Tras de preguntar quién llamaba y recibir la respuesta imperativa de "¡Abra o echamos abajo la puerta!", la entreabrí y vi a cuatro fornidos mineros con fusiles y pistolas, que me pedían las llaves de mi automóvil, que yo había dejado en un garaje próximo al hotel. Debieron haber leído en mi cara el asombro que me causaba tan inesperada exigencia, pues uno de ellos se avino a darme una breve pero clara explicación: el levantamiento militar franquista había estallado, los primeros soldados moros estaban ya en el sur, y España, por lo tanto, vivía ahora abajo la única ley posible, la militar. De allí que hubieran recibido órdenes de requisar todos los medios de transporte, públicos y privados, sin que nadie pudiera escapar a esa norma. Les dije que entendía la situación; pero que deseaba hablar con el gobernador civil, no tanto para rehuir la entrega del automóvil, como para que me aconsejara qué podría yo hacer, pues era incluso inhumano que dejaran tirado en León a un extranjero, con dos niños y dos mujeres a cuestas. Accedieron, y nos dirigimos al palacio del gobernador civil. En el camino, comencé tímidamente a defender mi caso: parecía injusto que se tratara así a un diplomático, y un diplomático, además, que representaba a un país amigo. Bruscamente, con ánimo de cortar mi alegato, uno de ellos me preguntó de qué sacrosanto país hablaba yo, y les dije que de México. Casi al unísono, los cuatro exclamaron: "¡Haberlo dicho, señor! ¡Haberlo dicho antes, señor!"

Tras identificarme, le expliqué al gobernador: yo debía llegar más allá de San Sebastián; al pueblo vasco donde estaba mi embajador, o a Madrid, para presentarme al encargado de negocios de México. Me dijo que no podría yo hacer ni una ni otra cosa porque las comunicaciones estaban ya cortadas por los rebeldes. Tampoco permanecer en León, porque al día siguiente caería en manos de ellos. La única provincia del Norte que permanecería fiel a la República era la de Santander, de modo que me aconsejaba que saliera inmediatamente para allá, caminando por carreteras secundarias. El buen gobernador acabó su exhortación dándome un buen lote de cupones de gasolina para aprovisionarme antes de salir y en el camino. A la media hora estábamos de viaje por esas carreteras secundarias que, sin embargo, cruzaban numerosos poblados, y en cada uno de ellos surgía el peligro: a la salida y la entrada, grupos de campesinos armados nos detenían, nos pedían identificarnos, nos interrogaban y pretendían registrar el auto, los equipajes; cuanto llevábamos. Nuestro auto, además, llamaba la atención por estar nuevo, intacto, por ese color verde botella y sobre todo porque no llevaba placas de ninguna especie. La verdad de las cosas es que la palabra México resultó mágica, pues por esas regiones no hay habitante que no tenga o haya tenido un pariente o un amigo que viviera alguna vez en México. Pero mi temor era que mientras se hacían las averiguaciones o nos identificábamos, saliera un fogonazo de aquellas manos que visiblemente conocían tan sólo la escopeta de caza, pero no los fusiles de que habían despojado a los guardias civiles del lugar.

Hacia las seis de la tarde nos acercamos a un poblado cuyo nombre acerté a leer con toda claridad: San Vicente de la Barquera. Como de rayo me vino el recuerdo de un artículo de Chacón y Calvo en que describía un verano que había pasado allí al lado de Alfonso Reyes. Guiado por tan leve recomendación literaria, resolví que pernoctáramos en San Vicente, con el ánimo de continuar al día siguiente nuestra marcha a Santander, distante apenas unos sesenta kilómetros. Con ciertos trabajos conseguimos dos habitaciones en el único y bien modesto hotel del pueblo, pero situado al borde de la carretera y frente al mar. Mientras nos preparaban la cena, bajamos a la salita, donde una decena de personas escuchaban una transmisión de radio de Lisboa, única que podía captarse. Las noticias no podían ser peores: la rebelión franquista triunfaba en toda la línea, tanto así, que habían caído prisioneros el presidente Azaña y su gabinete. Entonces, no quedaban por someter sino bolsas aisladas y la provincia de Santander, a donde pronto se dirigirían las tropas "liberadoras". Para rematar, comenzaron los radioescuchas a contar sus historias. Unos, no pudiendo llegar a las vascongadas, retrocedieron, pero ahora no sabían qué hacer, pues tampoco les era posible llegar a su lugar de origen. Y aquel matrimonio de jóvenes que haciendo sacrificios y ahorros sin cuento, se dirigían a San Sebastián para pasar su luna de miel. No pudieron llegar; pero ¿cómo alcanzarían ahora su casa de Madrid? En la noche conferencié con Emma: mientras se despejaba un poco la situación, parecía mejor quedarse en San Vicente, pueblo de escasos tres mil habitantes, cuyos mayores, en una gran mayoría eran dueños o condueños de sus barcas de pesca. No había, pues, propiamente, obreros, y menos campesinos, los dos focos de agitación y de violencia. El hotel, malón como era, resultaba tolerable, y era baratísimo, de modo que podríamos resistir mejor aquellos gastos imprevistos.

Los tres primeros días fueron una delicia. Gustavo se hizo en seguida amigo de los hijos de los pescadores, quienes le enseñaron los secretos de aquel oficio insospechado. Y los mayores nos maravillábamos de acostarnos viendo el Cantábrico, sólo para descubrir al amanecer que había desaparecido durante la noche, pues la marea baja se lo llevaba mar adentro por lo menos medio kilómetro. Pero al cuarto día vinieron de Santander unos soldados rojos a repartir armas a los pescadores, y esa misma noche comenzaron los disparos, los asaltos y los asesinatos. El panorama cambió brusca y totalmente, pues no había autoridad alguna a la que uno pudiera acudir en caso de amago o de violencia. Nueva conferencia con Emma, de la que salió una llamada telefónica a nuestro cónsul en Santander, a quien pedí que nos aconsejara cómo podríamos llegar al puerto. Por fortuna, se trataba de uno de esos sonorenses mandones, que me dijo: "Haga sus maletas, que en una hora irán a recogerlo". Así fue, de modo que cuatro o cinco miembros de un "Batallón Rojo" montados en una camioneta precedían a nuestro auto, y otro cuidaba la retaguardia. Y comenzó la zozobra, que se repitió diez o doce veces en aquellos escasos sesenta kilómetros: al aproximarnos a un pueblo, saltaban diez o doce hombres con los fusiles tendidos, que gritaban: "¿Quién va?", y nuestra vanguardia, apeándose del auto y con los fusiles también tendidos, contestaba malhumorada: "¡Ábranla que va el embajador de México!". Y la "abrían"; pero ¿cuándo iba a producirse un malentendimiento que se resolvería a fogonazo limpio? Por fortuna no fue así, de modo que nuestros buenos "Guardias Rojos" nos depositaron en el Hotel Sardinero, fuera de la ciudad y frente a una playa, que nos pareció tentadora. Volvió la calma y aun la diversión, pues descubrimos que todos los servidores del hotel, en especial los jóvenes, se apellidaban Cossío, o Cossío y Cossío, o González Cossío, o Cossío González. Todos los pobrecillos iban a ganarse allí la vida, tarea difícil en los pueblos de Cossío o de Santillana del Mar, de donde procedían.

Tuvimos que ir a la ciudad misma, o al "Centro", como aquí se dice, para conocerla y agradecerle al cónsul su ayuda. Tomamos el auto y al llegar al centro mismo, donde estaban las oficinas del consulado, tuvimos que caminar muy despacio, pues en calles y plaza había verdaderas multitudes, como si se tratara de una feria. Me impresionó profundamente la hostilidad con que nos miraban, pues sin duda por el automóvil nos identificaban con el capitalismo. Nunca he visto en los ojos del hombre la llama de un odio tan profundo y tan encendido, que me dio a entender que la rebelión franquista podía conducir al país a una verdadera revolución. Mi impresión fue tan clara y tan honda, que el primer asunto que traté con el cónsul fue que me indicara un garaje o taller de confianza donde dejara a guardar el auto. Lo hice así, sin otra precaución que poner en el parabrisas un letrero que decía: "Este auto pertenece al ministro de México". Sobra decir que al tomar los franquistas Santander, se posesionaron con singular regocijo de aquel deslumbrante Chrysler. El cónsul —Moreno Salido— estaba muy pesimista: creía que la victoria de Franco era irremediable y pronta, además. Por eso, él pensaba dejar Santander acogiéndose al servicio de evacuación de extranjeros que habían ofrecido hacer en unidades navales de guerra Francia, Inglaterra y Alemania. Me aconsejó hacer lo mismo, y que decidiera en seguida, pues en dos o tres días llegaría el Von Tirpitz, que nos llevaría a Bayona. Me pareció más que razonable el consejo, pues ante la imposibilidad de presentarme al embajador en San Sebastián o llegar a la embajada en Madrid, no quedaba sino irse a Lisboa, que ya entendería la Secretaría de Relaciones por qué no había podido obedecer sus instrucciones. Decidido, no terminaron allí mis zozobras: Moreno Salido me comunicó que llevaría su fortuna personal (que no era poca) y los fondos del Consulado, en papel moneda norteamericano de baja denominación, con el peligro de que las autoridades españolas se los decomisaran al salir. Moreno Salido, que no dejaba de ser un hombre atrevido y pintoresco, literalmente se tapizó todo el cuerpo con los billetes, confiado en que la ropa interior y exterior los mantuviera en su lugar. No contento con eso, le pidió a Emma llevar en su bolso de mano un buen fajo de billetes, que lo abultaban visiblemente.

De nuevo la palabra México operó el milagro, de modo que al ver las autoridades españolas nuestros pasaportes de cónsul y de encargado de negocios, nos dejaron pasar sin inspección o interrogatorio alguno. No intenté disuadir a Moreno Salido de que sacara los fondos de alguna otra manera a pesar de estar persuadido de que un gobierno asediado por una rebelión militar de aquella magnitud, tenía que hacer compras extraordinarias en el extranjero, y que privado del cobro de aranceles en los muchos puertos marítimos y terrestres caídos en manos de los franquistas, tenía que oponerse a que saliera del país cualquier moneda extranjera utilizable. Mi preocupación era tanto más aguda cuanto que llevando Emma en su bolso parte del "contrabando" se hacía, por lo menos, cómplice de Moreno Salido. Pero la cosa terminó en una escena chusca en el tren que nos llevó de Bayona a París: Moreno Salido se encerró en el baño del vagón por el tiempo bien largo que le llevó encuerarse, desprenderse de los billetes que llevaba adheridos al cuerpo, los puestos en los zapatos y desde luego los del bolso de Emma, para ponerlos en un maletín que bien relleno no perdió de vista un segundo.

Nosotros mismos fuimos a dar en París a otro hotel modesto, llamado del Conservatorio por estar cerca del Conservatorio de Música y en la calle de ese nombre. De la legación en París conseguí que mandara a Relaciones un cable anunciando que había logrado salir de España y que me disponía a partir para Lisboa en seguida. Pero esto no resultó tan fácil: ya desde el Orinoco coincidimos con la nutrida delegación que México enviaba a los juegos olímpicos de Berlín. Y desde entonces pasamos buenos sustos cuando el general Tirso Hernández, sin decir agua va, se ponía a practicar al blanco en la cubierta, pues tenía la ambición de que él mismo y su equipo ganaran la medalla de oro en el tiro con pistola. Pero ahora resultaba que todos los barcos que podían llevarnos de algún puerto francés a Lisboa estaban ocupados con los atletas que regresaban a su lugar de origen. Tuvimos que permanecer en París hasta lograr en uno inglés un acomodo cualquiera. En el muelle nos esperaban el secretario Adolfo de la Lama, que regresaba a México, y un simple escribiente del ministerio de Relaciones Exteriores de Portugal, que marcaba así desde el comienzo la poca consideración que tendría con un representante de México. De la Lama se fue en seguida, pero no sin antes ofrecerme en venta su automóvil: de sport; en realidad de carrera, y que había chocado, según averigüé después; pero no tenía otro recurso a mano, de modo que me quedé con él. De la Lama era el tipo de diplomático pur sang: correctísimamente vestido, de buenas maneras, conocedor profundo de todos los secretos de la etiqueta, pero un observador nada sensible. En efecto, dejaba la impresión de que consideraba poco menos que normales las relaciones de México con Portugal, cuando desde San Vicente de la Barquera medí la hostilidad decidida con que veía el gobierno portugués a la República española. No se decidió por una ruptura inmediata de relaciones, pero optó por el modo más cruel de hacer imposible la vida del embajador republicano en Lisboa, y cuando vino al fin el rompimiento, el primer embajador franquista fue nada menos que Nicolás Franco, hermano carnal del que después se hizo llamar el Generalísimo. México, al contrario, tomó el partido de la República de inmediato y en términos nada inciertos.

Yo tenía que visitar desde luego al ministro de Relaciones Exteriores para entregarle mi credencial de encargado de negocios ad hoc; pero mi verdadero temor era la visita al primer ministro Antonio de Oliveira Salazar, el hombre fuerte del país y de una historia nada común. A los veintinueve años llega a profesor de economía en la Universidad de Coimbra; diez años después se le llama al ministerio de Finanzas, donde reajusta brutalmente el presupuesto y estabiliza el valor del escudo, que antes se citaba como la moneda europea más impredecible. En 1936 se le pide ser primer ministro, y ahí se queda treinta y dos años consecutivos como una autoridad indiscutida e indiscutible. Organizado Portugal como nación fachista y corporativa, Salazar venía viendo con suma desconfianza la liberalización política de España, que podía despertar en su país el deseo de una imitación violenta. Dados estos antecedentes, yo me propuse evadir toda referencia a asuntos políticos, y mucho menos a la Guerra Civil española, de modo que comencé por decirle que yo era también profesor de economía y que por eso me había interesado conocer su reforma monetaria, que en Europa y Estados Unidos era considerada como una de las más audaces y certeras; pero que como no conocía todos los antecedentes, le rogaba yo explicármela aun cuando fuera a grandes rasgos. Estoy seguro que le costó poco esfuerzo darse cuenta de mi propósito de evitar la discusión política; pero no lo dio a entender así, de modo que hizo llamar a uno de sus ayudantes para que trajera un ejemplar de la memoria que había publicado hacía años sobre el asunto; añadiendo que si después de leerla apetecía yo alguna aclaración, no vacilara en visitarlo para dármela. Pero estas precauciones mías resultaron inútiles, pues mi general Cárdenas había tomado tan a pecho defender a la República, que todos los representantes de México recibíamos extensos cables en que expresaba las opiniones de nuestro gobierno sobre la contienda de España, cables que comenzaban así: "Leerá usted in extenso al secretario de Relaciones de ese país el siguiente texto, dejándole, además, una copia escrita de él." Y seguían unos juicios tronantes sobre la participación de Alemania e Italia al lado de Franco, la negativa de los "aliados" a venderle armas y municiones al gobierno legítimo de la República y lo insostenible que era que en una contienda visiblemente precursora de la segunda Guerra Mundial, esos aliados pretendieran ser "neutrales". El general Cárdenas apelaba a esos gobiernos (y al de Portugal con más razón si se quiere) para acudir a la Sociedad de Naciones a efecto de declarar culpables de intromisión a Italia y Alemania y contener sus desmanes con una fuerza armada de la propia Sociedad.

Yo pasé a ser para la prensa, y supongo que para el propio gobierno portugués, o ministro vermelho, pues jamás se usaba mi nombre personal ni el del país al que yo representaba. Rechazado así por los círculos oficiales, y por los "sociales", subordinados, por supuesto, a una dictadura que favorecía sus intereses, me dediqué a cultivar a aquellos representantes diplomáticos que si no estaban a favor de la República, por lo menos no eran sus enemigos declarados. Por eso Emma y yo acudimos puntualísimos a la primera recepción, a cargo invariablemente del embajador de la Gran Bretaña, quien por tradición inauguraba la "temporada" al acercarse el invierno. Pero me llevé el gran susto al anunciarse que había llegado el nuncio apostólico, considerado como decano del cuerpo diplomático. Me puse de espaldas a la puerta donde entraba y animé la conversación con la persona más próxima; pero el embajador inglés llegó hasta mí, me dio un toque en la espalda e hizo la presentación de rigor. Desde la época cristera este contacto con los representantes del Vaticano había significado un problema, que en buena parte se resolvía porque los nuncios optaron en general por subrayar su actitud condescendiente. Me felicité de este buen resultado, pues al poco tiempo acudí al nuncio, como antes lo había hecho con los representantes de Francia e Inglaterra para que pidieran a los capitanes de los barcos de esas nacionalidades que recibieran de mis propias manos la correspondencia confidencial que yo mandaba a México, seguro como estaba de que las autoridades portuguesas la violaban. Pero poco después se presentó un caso de suma gravedad. Un día, paseando despreocupadamente por los muelles, me llamó la atención ver un centenar de bultos del mismo tamaño, pero cuya forma parecía un tanto irregular, sobre todo porque del cuerpo principal, un cubo, salía un cilindro de un diámetro reducido, digamos unos diez centímetros, pero de una longitud de unos cincuenta. Estaban los bultos cubiertos con un papel grueso y brillante, sin duda impermeable. Tras de cerciorarme de que nadie me veía, salté un pequeño pretil para llegar a donde estaban acomodados los bultos uno al lado del otro. Tenté la parte inferior de uno, y creí que tocaba unas ruedas; caminé hasta dar con otro en que se había desprendido algo el papel, lo rasgué un poco más y casi tuve la certeza de que aquello era un cañón. Deduje que se trataba de unos pequeños tanques que los alemanes estaban ensayando, no con fines de combate propiamente, sino de exploración, cosa, sin embargo, de gran utilidad. Decidí entonces acudir al nuncio y a los embajadores de Francia e Inglaterra para inducirlos a que me acompañaran al muelle y cerciorarse de si mis sospechas eran fundadas o no. Así ocurrió y quedaron perfectamente convencidos de que aquello era una prueba más de la ayuda militar que Franco recibía de Alemania. Estoy seguro de que dieron cuenta de lo ocurrido a sus respectivos gobiernos, pero salvo darme las gracias al despedirnos, no volvieron a referirse al asunto.

El gobierno republicano había mandado de embajador a Portugal al gran medievalista Claudio Sánchez Albornoz. Con ello deseaba indicar que, desechando al diplomático de carrera y al político, quería más que nada buscar un acercamiento cultural. Por añadidura, dotó a Sánchez Albornoz con un buen millón de pesetas para renovar la Casa de Cervantes, e iniciar un intercambio artístico y cultural entre los dos países. Pero en eso vino la Guerra Civil, y el gobierno portugués comenzó a hostilizarlo con un descaro y una perseverancia ahora sí que dignas de mejor causa. Comenzó por sustraerle toda la servidumbre de la embajada, toda ella de nacionalidad portuguesa: primero el jardinero, después la cocinera y sus pinches, más tarde el portero y el mayordomo, de modo que al mes el pobre de Sánchez Albornoz y sus secretarios tenían que vivir de latas, de jamón, queso y pan, que algún secretario en persona tenía que comprar en varias tiendas de abarrotes. Y le hacían jugarretas ofensivas que le demostraban al embajador que sin remedio posible estaba en las garras de las autoridades portuguesas. Una de ellas lo irritó hasta el paroxismo: mientras dormía su tradicional siesta, unos polizontes portugueses arriaron la bandera republicana y en su lugar izaron la franquista, con el resultado de que se juntaron frente a la embajada grandes grupos de transeúntes a contemplar aquel espectáculo del que no había dado noticia la prensa del día. Lo más grave, sin embargo, fue que una hermosa mañana Sánchez Albornoz se desayunó con la noticia de que no podía sacar dinero del banco porque el gobierno portugués había congelado su cuenta. Solía llamarme por teléfono para quejarse de todas aquellas triquiñuelas hasta que le hice notar que podía estar seguro de que la "policía internacional" oiría nuestras conversaciones. Por eso se presentó sin previo aviso en la legación para pintarme el cuadro desolador de que no tendría dinero siquiera para comer. Le pregunté si había comunicado la noticia a su gobierno, y le aseguré que podía ir a comer conmigo mientras se aclaraba o se oscurecía su situación. Al día siguiente recibí un cable cifrado de la Secretaría de Relaciones indicándome que acudiera al Banco del Espíritu Santo a recoger cien mil pesetas, que debía entregar en billetes a Sánchez Albornoz. Me hice el cuadro peor posible. Desde luego, nuestra legación había sido ya asaltada una buena tarde en que con toda la familia Cosío había ido al cine. El asalto, por supuesto, terminó con la violación de la caja fuerte, sin duda en busca de la clave con que cifraba mis cables confidenciales a Relaciones. No la hallaron, pues en previsión de semejante atentado, cada vez que yo salía de la legación la guardaba debajo del colchón de alguna cama, tras del espejo o dentro de un jarrón de la sala. Aun así, nadie podía garantizarme que no la hubieran visto los asaltantes. Supuse entonces que el gobierno portugués sabía de ese envío extraordinario, o que el banco mismo se lo había comunicado, pues en el Espíritu Santo tenía yo la cuenta de la legación, y el banco sabía que yo recibía cada mes un único y bien modesto envío de dinero. Imaginé entonces que para impedir la llegada de los fondos a Sánchez Albornoz, el gobierno portugués no vacilaría en simular un asalto a mi bella persona, dándome después todo género de excusas y asegurándome que toda la policía había sido movilizada para localizar a los malhechores y castigarlos ejemplarmente. Con gran extrañeza del chofer, a quien yo consideraba un espión policiaco, manejé el automóvil para llegar al banco a la hora precisa en que abría sus puertas, pues entonces los clientes serían pocos y podría yo descubrir mejor los movimientos de los asaltantes. Me enfundé en mi abrigo, y en su bolsa derecha puse mi vieja compañera Smith Wesson 38 Especial. Nada ocurrió, sin embargo: visiblemente sorprendido, pero sin hacer comentario, el empleado me entregó en billetes aquella gruesa suma, que coloqué un poco forzadamente en la otra bolsa del abrigo, y la emprendí a toda máquina hasta la embajada española, todavía temeroso de que el asalto se haría en el camino, bastante solitario por estar la embajada fuera de la ciudad. Le hice entrega del dinero a Sánchez Albornoz, quien lloró de alegría, de la que me quiso hacer partícipe ofreciéndome una copa de sidra a las nueve y media de la mañana. Pero poco le duró, pues una semana o diez días después, el gobierno portugués resolvió romper relaciones con la República, de modo que tuvo que embarcarse para Francia. No lo fue a despedir el más infeliz funcionario portugués ni tampoco sus secretarios, que se convirtieron en seguida al franquismo. Pero en todos los periódicos apareció una fotografía que pintaba la soledad del representante republicano: sólo yo lo acompañé, y por eso al pie de la fotografía apareció el siguiente pie: "Un ministro rojo despide a un ex embajador rojo".

Yo heredé el edificio de la legación de quién sabe qué antecesor. No estaba en un barrio residencial propiamente, pues en la misma calle había un taller mecánico de automóviles y un gran salón de bailes populares. La parte de recibo se componía de una serie de saloncitos, cada uno de ellos atestado de muebles dizque antiguos, y, desde luego, uno chino, otro marroquí, etc. Pero el desmantelamiento era completo en materia de vajilla, cuchillería, vinos y licores, etc. No sólo eso, sino que las camas y las almohadas estaban rellenas de pedazos de corcho, según una vieja tradición portuguesa. Era difícil el descanso y poco menos que imposible el sueño. Me tracé un plan de compras paulatinas para hacer una vida más confortable y poder dar una recepción al otoño siguiente. Para mi fortuna, estaba en nuestra legación de Londres Paco Vázquez Treserra, amigo mío. El primer mes le encargué colchones y almohadas; el segundo, un juego de cubiertos; el tercero, algunos cigarrillos, y dejé para después la vajilla, los vinos y licores. En esas andaba yo, cuando recibí una comunicación de Relaciones anticipándome que desde el mes siguiente mi sueldo sería rebajado en un veinte por ciento. Ahora sí que se me cayeron las alas del corazón: primero, yo había buscado en la legación de Lisboa un descanso al ajetreo de Washington, con el resultado de que caí en el infierno de aquella sociedad y de aquel gobierno que sin tacto ni disimulo me hacían la vida bien amarga; el trabajo era de todo el día y en ocasiones bien entrada la noche; nunca antes había puesto tan completamente mis cinco sentidos en servir al gobierno como ahora; por último, lejos de seguir el camino bien sabido de los diplomáticos mexicanos que se enconchan para ahorrar algo de sus miserables sueldos, yo lo estaba invirtiendo para poder actuar con decoro. Y no podía olvidar un hecho reciente: estando en Buenos Aires después de asistir en 1935 a una conferencia económica, fui llamado con urgencia por Relaciones, y al llegar a México se me informó que, por primera vez en la historia del país, los secretarios de Hacienda y de Relaciones se habían puesto de acuerdo en designar a una persona que estudiara los sueldos y otros emolumentos que debían pagarse a los miembros de nuestro Servicio Exterior. Dos meses me llevó hacer el estudio, y usando datos numéricos y frecuentes comparaciones, llegué a recomendar que deberían subirse de inmediato al menos en un treinta y tres por ciento. Dados todos estos antecedentes, decidí escribirle una carta privada, personal, al ministro Hay, añadiendo que siendo yo el único representante que México tenía, y podía tener, del lado franquista, y dado también el que la Guerra Civil española había creado en la legación condiciones imprevistas, debía considerarse mi caso como algo especial. Cité uno que por su patetismo me pareció convincente. De aquella tristemente célebre matanza de Badajoz, escapó una media docena de campesinos, que se hicieron los muertos y huyeron mientras los soldados franquistas cavaban la inmensa fosa en que arrojaron unos trescientos cadáveres. Los fugitivos llegaron a Lisboa hambrientos, con las ropas desgarradas y los zapatos deshechos. Hubo necesidad de permitirles que se bañaran y afeitaran en la legación para que pudieran sacarse unas fotos; darles pasaportes mexicanos y una buena dotación de dinero para salir de Lisboa e ir a buscar trabajo en algún pueblo distante. Mi carta fue a dar a manos del subsecretario Ramón Beteta y ocurrió lo que vemos todos los días: más papista que el papa, Beteta consideró que yo había cometido un crimen de lesa Patria, puesto que ignoraba la profunda labor revolucionaria de Cárdenas y el consecuente empobrecimiento del erario público. Por eso, lejos de aconsejar que Hay me escribiera privadamente, como yo lo había hecho, diciéndome que dada esa mala situación económica era imposible reconsiderar el acuerdo, resolvió cesarme, como lo hizo, en efecto.

Por supuesto que me dolió semejante paso, si bien no faltaron compensaciones. La primera vez que me encontré a Beteta en el velorio de Genaro Estrada, lo dejé con la mano tendida delante de una docena de personas, pues quise indicarle que sabía yo quién había dictado mi cese. Pues bien, con los años Beteta me cortejó para que olvidáramos el incidente. Otra satisfacción lejana fue que pasados también varios años un secretario de lo que era ya embajada de México en Portugal, curioseando entre los viejos archivos, dio con la copia de mi carta a Hay, la reprodujo y la envió a buen número de nuestras misiones, como un ejemplo de alegato moderado pero firme en contra de esas rebajas inopinadas de los sueldos de nuestro Servicio Exterior. Pero la satisfacción inmediata fue que a mi general Cárdenas se le ocurrió sustituirme con el eminente escritor y "auténtico revolucionario" Alejandro Gómez Maganda, con el resultado de que el gobierno portugués le negó el beneplácito. La noticia la recibí de la mismísima Secretaría de Relaciones, que me recomendaba dársela al interesado e impedir su desembarco en Lisboa para evitar el ridículo. Me trepé al barco atropellando a todo el mundo, y se la di, si bien se negó a continuar su viaje porque lo llevaría a no recuerdo qué remota región del globo. No me preocupó regresar a México y buscar una nueva colocación, pues allí estaba el Fondo al que deseaba consagrarle todo mi tiempo. En cambio, me hizo cavilar el brete en que me colocaba el general Cárdenas. Acababa yo de recibir una carta de Luis Montes de Oca en que me decía que el presidente me autorizaba a trasladarme a la España republicana para que en su nombre y representación gestionara con las autoridades competentes el traslado a México de un grupo de intelectuales españoles que prosiguieran en nuestro país sus cursos o investigaciones, interrumpidas por la Guerra Civil. La de Montes de Oca era una respuesta a una carta mía anterior en que le pintaba la desesperada situación de esos intelectuales y lo hermoso que sería el gesto de invitar a algunos de ellos a proseguir sus cursos o investigaciones en México mientras la República se imponía a los franquistas. Le dije que como las universidades, las bibliotecas, los archivos y laboratorios estaban cerrados, el gobierno republicano tuvo la idea generosa de crear "casas de cultura", a las que ciertamente concurrían los intelectuales, sólo para que sin poderlo evitar hablaran de la Guerra, amargándose más la existencia. Esto sin contar con que la inseguridad que creaban los arrestos arbitrarios y aun los asesinatos, les habían creado una sicosis próxima ya a la demencia. Me dirigí a Montes de Oca para hacerle llegar al presidente esta idea porque era hombre expedito, tenía buenas relaciones con Cárdenas y era capaz de entender estas cosas. Al recibir la respuesta de Montes de Oca, tuve el impulso de cablegrafiarle encargándole preguntar a Cárdenas en calidad de qué iba yo a hacer esa gestión, que obviamente no podía emprender un triste cesante. No lo hice por dos consideraciones: primera, porque desconfiaba de que el presidente advirtiera de verdad la conducta contradictoria de un gobierno que tras de cesar a un funcionario, le da una misión oficial; y segundo, que era más importante arreglar un asunto en que se jugaba el bienestar, incluso la vida, de un grupo de escritores e intelectuales distinguidos.

Aunque sin acreditarse ante el gobierno portugués, entregué formalmente la legación a Gómez Maganda; mi suegra, Gustavo y Emma chica se embarcaron para regresar directamente a México; Emma y yo, en compañía de Gabriela Mistral, la emprendimos para París. Según se sabe, el Congreso de Chile había aprobado hacía años una ley nombrando a Gabriela de por vida cónsul de Chile, y facultándola para abrir un consulado donde quisiera. Al amparo de semejante autorización, Gabriela buscaba, o un sitio de clima benigno, o aquel que tuviera un marcado interés artístico e intelectual. Por la primera razón había escogido Lisboa, a donde la encontramos ya instalada cuando llegamos nosotros. Esto de "instalada" era un decir, pues Bernardo Ponce y una fornida alemana con la que entonces andaba, más otras dos parejas, habían llegado a Lisboa de Madrid para alquilar una casa en que pasar el verano. Todos eran estudiantes, de modo que sus fondos escaseaban, pero al estallar la Guerra Civil; resultaron nulos. Entonces acudieron a la protección de Gabriela, quien los invitaba a comer casi a diario. Quedándose en su casa hasta bien entrada la noche, Gabriela los dejaba en cuanto podía, y por eso nos buscaba prácticamente todas las tardes. Ibamos a algún café a tomar té y conversar largo y tendido. Gabriela era una mujer extraordinaria de verdad: buena moza, conversadora atractiva e infatigable, tenía un raro sentido de comprensión cristiana. A cada defecto le hallaba una virtud compensadora, y en la debilidad veía siempre el comienzo de la fortaleza. Y no dejaba de tener un magnífico sentido del humor. Considerada liberal, era objeto de una vigilancia policiaca continua, cosa que le divertía al grado de invitar a su perseguidor en turno a meterse en el cine con ella para evitarle la espera, la lluvia o la nieve, y eso, por supuesto pagándole la entrada. Ése, en realidad, era el inconveniente de la amistad con Gabriela: el gobierno portugués veía en tal amistad la más plena confirmación de que estaba obligado a espiar todos nuestros movimientos. En París apenas estuvimos unos días: Gabriela y Emma se fueron a Copenhague, donde Palma Guillén era nuestro ministro, y yo me dediqué a organizar mi viaje a España, tarea nada fácil.

Al fin conseguí pasaje en un avión que partía de Tolón, a donde me trasladé por ferrocarril. El vuelo era breve y se hizo sin novedad, excepto al llegar a Valencia, pues un escuadrón de aviones italianos, al mando nada menos que del conde Ciano, estaba empeñado en hundir un petrolero soviético que llevaba a los pobres republicanos algo de combustible. A los quince minutos desistieron de la hazaña, y pudimos así aterrizar. Me dirigí en seguida al hotel Reina Victoria, viejón, pero espléndido por su cocina y su bodega de vinos. En mi primer almuerzo vi en el comedor a Margarita Nelken, que acometía con decisión una soberbia paella. No perdí al día siguiente la ceremonia anunciada en la prensa: el cambio de nombre de una calle, que dejaba de llamarse Isabel la Católica, para ser conocida como "Margarita Nelken". (Al llegar los franquistas, Margarita fue sustituida por García Sanchiz, en una clara degradación de nombres.) Busqué en seguida a don Enrique Díez-Canedo para que me aconsejara cómo podía entrevistarme pronto con José Giral, entonces ministro de Estado, o sea de Relaciones Exteriores. En seguida me dieron la cita para el día siguiente. En otro de esos buenos gestos, el gobierno republicano había enviado a don Enrique de embajador en Argentina; pero no tardó mucho sin que renunciara para regresar a España, gesto de valor que no tuvieron todos los españoles a quienes pescó la guerra en el extranjero. Yo llegué a Valencia al año justo del levantamiento de Franco, pero para entonces la República había comenzado a retroceder: dominaba buena parte del sur y del poniente, pero había dejado Madrid, para refugiarse en Valencia, ciudad ésta que era objeto de bombardeos aéreos, sobre todo nocturnos. Por eso, yo, que jamás había pasado por una experiencia semejante, le pregunté a don Enrique cómo le advertían a uno la proximidad del ataque, a dónde se refugiaba uno y, sobre todo, qué se sentía. Don Enrique me explicó todo: era imposible dejar de oír las sirenas, aun estando profundamente dormido, porque tenían un sonido increiblemente agudo, que en realidad perforaba los oídos, además de sonar por toda la ciudad. No había propiamente refugios antiaéreos, pero se suponía que todos los habitantes de un edificio bajaban al sótano, donde quedarían algo protegidos. Él, sin embargo, tras de acatar esta regla y durante algún tiempo, llegó a optar por quedarse en su dormitorio, y aun se atrevía a asomarse a la ventana para ver cuántos aviones venían. Era realmente admirable la compostura y el buen humor de don Enrique: tan pequeñito y tan frágil; con su familia fuera de España, un hijo en el frente y otro próximo a entrar en él; sin un puesto oficial ni en qué ocuparse, digamos en sus críticas teatrales de otros tiempos. Lo cierto es que fui a dar a mi hotel bien temprano, y como hacía bastante calor, opté por echarme en la cama completamente desnudo. Poco después de la media noche me despertaron, no las sirenas sino unos golpazos a la puerta de mi cuarto y unas voces destempladas de un mozo del hotel que gritaba a voz en cuello: "¡Al refugio, al refugio!". Me levanté como de rayo, pero me di cuenta de que estaba desnudo y que no podía lanzarme así al sótano del hotel. Me entró entonces la duda, que me pareció, y me sigue pareciendo, ridícula: si me daría tiempo de ponerme la pijama y la bata, pues bien me podrían pescar las bombas en las escaleras, camino al refugio, con un peligro mortal, o si me quedaba en la habitación, donde estaría mejor protegido. Opté por esto último y queriendo emular a don Enrique me asomé a la ventana, pero nada vi. Al día siguiente me enteré por la prensa de que el objetivo había sido el ministerio de Guerra, bastante distante del hotel, pero a lo que habían dado los aviones italianos era a un convoy de unos ocho tranvías, con un saldo de doscientos y tantos muertos.

Pude arreglar el asunto que me llevaba con bastante prontitud, y sin ningún tropiezo, pues nadie puso en duda que yo hablaba en nombre del presidente de la República. José Giral, hombre afable, como que descansó al hablar conmigo, pues metida la República en un callejón internacional sin salida, debió parecerle que al fin alguien se acomedía a aligerarle el peso que llevaba a cuestas. Agradeció la oferta y ofreció dar todo género de facilidades para llevarla a cabo. El ministerio de Educación estaba en manos de comunistas, pues eran viejos miembros del partido el secretario Hernández, ausente de Valencia en ese momento, y Wenceslao Roces, el subsecretario, con quien traté el asunto. Acogió bien la idea, pero surgió un tropiezo, pequeño, pero que quise aclarar en seguida. Roces me dijo que para hacer resaltar la importancia de la invitación, el gobierno español le daría a los intelectuales invitados la categoría de "embajadores culturales". Me permití aclarar que un embajador, sin importar que fuera cultural o de otra naturaleza, era nombrado por el gobierno que lo enviaba, mientras que en este caso México tenía ya hecha una lista del primer grupo invitado. Asimismo, el gobierno que manda a un embajador tiene el derecho de retirarlo a su arbitrio, situación diferente, pues el gobierno mexicano quería reservarse la determinación del tiempo durante el cual los invitados permanecerían en el país. Finalmente, el gobierno que manda a un embajador paga sus gastos de viaje y de mantenimiento, caso en el que yo creía no quería colocarse el gobierno español. Roces acabó por darme la razón, de modo que le entregué la lista de invitados, cuya copia había dejado también a Giral.