Habría yo deseado que fuera completa mi
dedicación al Fondo en su primera época, pero no podía
pagarme un sueldo con el que pudiera vivir (en su era de pleno florecimiento
llegué al máximo de mil quinientos pesos mensuales), sin
contar con que amigos míos me requerían para ocuparme
de otros menesteres. Recién entrado en la presidencia el general
Cárdenas, don Emilio Portes Gil, secretario de Relaciones, me
llamó para pedirme que fuera a Washington como consejero económico
de la embajada. Entendí que la idea original era de Narciso Bassols,
secretario de Hacienda, a quien le preocupaban dos cosas: un tratado
comercial con los Estados Unidos que estaba pendiente, y la política
platista del gobierno norteamericano, impuesta por un grupo de senadores
influyentes. Deseosos éstos de favorecer a sus electores de los
estados productores de plata, sobre todo Nevada y Montana, hicieron
aprobar una ley que imponía al gobierno comprarla a un precio
sensiblemente mayor que el mundial. Entonces, bien podía ocurrir
que México se desmonetizara, pues las monedas de plata saldrían
a los Estados Unidos y se paralizarían las transacciones comerciales
al menudeo; con el consiguiente clamor público.
Al despedirme de don Emilio, me entregó en sobre sellado y lacrado
las instrucciones que la Secretaría le daba al nuevo embajador,
Francisco Castillo Nájera, a quien le había ordenado trasladarse
directamente de París a Washington. Me fui a la Union Station
con toda anticipación, y en cuanto el negrito del pulman puso
el banquillo para que descendieran los pasajeros, me trepe atropellando
a todo el mundo, pesqué a Castillo Nájera en el pasillo,
lo metí en el cuarto de baño, le entregué el sobre
y le dije que si quería leer su contenido, me apostaría
yo en la puerta para que nadie lo interrumpiera. Así lo hizo,
y entonces se dispuso a salir, pero antes de comenzar a bajar, advirtió
la presencia de Luis Quintanilla al pie de la escalera, y sin poderse
contener le preguntó en voz alta: "Pero... ¿usted
aquí, Luis?" Después supe que Castillo Nájera
había logrado de la Secretaría que le quitaran a Quintanilla
de la legación en París; pero ignoraba que éste,
más listo de lo que supuso su antiguo jefe, se movió para
que lo mandaran a Washington, lugar donde había vivido ya, y
donde viviría después largos años.
Muy académicamente me lancé a la Biblioteca del Congreso,
entonces una institución todavía manejable, y después
de recoger una extensa bibliografía, me puse a leer ferozmente
para fundar los temores inmediatos del gobierno mexicano, pero sobre
todo con la idea de apoyar que se restaurara a la plata el papel de
patrón monetario, dado que el nuestro era el país productor
más importante de este metal. En esas estaba cuando me anunció
Castillo Nájera que debía yo acompañarlo esa tarde
a una entrevista con el secretario del Tesoro, Hans Morgenthau. El embajador
me anunció que había recibido un telegrama de Bassols
urgiéndole a conseguir la suspensión temporal de las compras
para que México pudiera ordenar la impresión de unas buenas
resmas de billetes de un peso y acuñar grandes cantidades de
moneda fraccionaria de cobre. Mala espina me dio ver que de un lado
y de otro del sillón de Morgenthau estaban sentadas dos taquígrafas,
provistas de un verdadero arsenal de bloques de papel y de lápices
puntiagudos. Esto quería decir que la conversación sería
estrictamente oficial, y que toda ella sería recogida por la
Historia. En su mal inglés, Castillo Nájera expuso la
petición, y entonces, Morgenthau, rojo de cólera, a voz
en cuello y golpeando con los puños la cubierta de su escritorio,
dijo que de ninguna manera accedería, porque compraba la plata
en virtud de una ley aprobada por el Congreso, que de ningún
modo podía desobedecer. Pero más que nada, porque él,
en persona, había prevenido al gobierno mexicano, que, por lo
visto, no tomó en serio semejante advertencia. El embajador quedó
anonadado por el argumento y por la grosera agresividad del secretario.
Viendo yo que no reaccionaba, me permití la ironía de
decirle a Morgenthau que si no era un secreto, nos agradaría
saber en qué forma, o, más concretamente, a quién
le había dado el aviso, y me respondió todavía
más colérico: "¡Cómo que a quién!
¡Al mismísimo director del Banco de México!"
A sabiendas de que el argumento era muy tirado de los pelos, le repuse
que quizás ignoraba que el Banco de México era una sociedad
anónima, y no, por lo tanto, una institución oficial o
gubernamental. Entonces, poniéndose de pie para dar por concluida
la entrevista, nos dijo: "That is your problem, not mine."
Regresamos directamente a la embajada, donde Castillo Nájera
se enteró de que poco tiempo antes de llegar nosotros a Washington,
habían acompañado a Agustín Rodríguez a
su entrevista con el secretario del Tesoro el primer secretario Pablo
Campos Ortiz y el taquígrafo Eugenio Anzorena, el único
empleado de la embajada que conocía bien el inglés, y
que por eso le sirvió a Rodríguez de intérprete.
Pero también se enteró de que Campos Ortiz no había
informado a Relaciones de lo ocurrido. Castillo Nájera se comunicó
con Bassols, quien procedió con su habitual prontitud: en veinticuatro
horas Agustín Rodríguez fue removido de la dirección
del Banco de México, y anunció que ese mismo día
partiría para Washington Roberto López, director general
de Crédito, para ver qué podía hacerse. Y sin duda
por queja de Bassols, Relaciones suspendió del Servicio Exterior
a Campos Ortiz y a Anzorena. Entonces, Castillo Nájera echó
mano de los recursos diplomáticos que realmente conocía
y manejaba: organizó una recepción en honor de Roberto
López, a la cual asistimos de la embajada sólo Quintanilla
y yo, y de fuera... los cuatro senadores platistas, de Montana y Nevada.
El whisky comenzó a circular desde temprano con una liberalidad
y una perseverancia visiblemente intencionadas. No sólo eso,
sino que, ya en el comedor, Castillo Nájera anunció a
los senadores que encontrarían en la cajuela de sus respectivos
automóviles toda una caja de aquel "preciado líquido".
Todavía recientes los estragos de la época de la Prohibición,
cuando un sorbo de whisky legítimo sabía a gloria,
y cuando una caja conmovía los corazones más duros. Por
eso al despedirse, los senadores le aseguraron a Castillo Nájera
que al día siguiente verían a Morgenthau para conseguir
que sin declaración ni comentario público suspendiera
las compras de plata y darle así a México tiempo para
arreglárselas de algún modo.
Como yo regresé en seguida a mi estudio académico de la
plata, no le di mayor importancia al comentario pleno de orgullo que
al día siguiente de la recepción me hizo Castillo Nájera:
"¡Ya vio usted... así hay que tratar a estos hijos
de la...!", es decir, a gente corrompible, hay que corromperla.
Apenas si pasó por mi mente la observación pasajera de
que Castillo Nájera celebraba su victoria con los senadores,
pero olvidando el penoso incidente de Morgenthau, en que había
demostrado tener pocos recursos para sobreponerse a una situación
adversa. Pero pronto ocurriría un hecho que me mostró
qué vivo era el recuerdo que le había dejado el secretario
del Tesoro. Al romper con Calles, Cárdenas rehizo su gabinete,
y Bassols salió de Hacienda para ir de ministro a Londres. En
ferrocarril hizo el viaje a Nueva York, donde debía tomar un
barco que lo llevara a su nuevo puesto; pero se detuvo un día
en Washington. Y esto, como era su costumbre, sin avisar. No fue, pues,
menuda mi sorpresa al aparecérseme en mi oficina, y verlo cerrar
cuidadosamente la puerta con el cerrojo. Y se fue al grano: Cárdenas
no había podido evitar deshacerse de aquellos ministros que le
había sugerido Calles, caso en el cual estaba él; pero
mantenía excelentes relaciones con el presidente, tanto así,
que al despedirse le consultó sobre quién podría
sustituir a Portes Gil en Relaciones. "Y ¿a quién
cree usted que le sugerí? ¡Pues a usted, a usted, Daniel!
De modo que prepárese para regresar a México."Cárdenas
había recibido la sugerencia con un interés aprobatorio
indudable, como también Castillo Nájera, con quien acababa
de conversar. Sobra decir que le manifesté mi agradecimiento,
pero para cortar sus expresiones calurosas, agregué que siempre
había estado dispuesto a "sacrificarme por la Patria".
La verdad de las cosas es que, buen gitano como soy, me provocó
un claro escepticismo el haberle dado la noticia a Castillo Nájera:
¿Cómo me pregunté en seguida puede
aprobar todo un embajador que un subordinado suyo pase a ser su jefe?
Esto sin añadir que Castillo Nájera tenía antecedentes
o méritos revolucionarios de los que yo carecía en absoluto,
entre otros, el de ser todo un general. Asimismo, que el azar lo había
favorecido desviándolo del carril penoso y oscuro de médico
militar para elevarlo al brillante de la diplomacia, actividad ésta
que consideraba como una nueva carrera, cuyo remate glorioso era llegar
a ser secretario de Relaciones. En fin, yo había sido el único
testigo de su inhabilidad para defenderse de Morgenthau. Castillo Nájera
se llevó a Bassols a la estación del ferrocarril; mientras,
yo salí de la embajada a comprar unos emparedados para no separarme
de mi oficina, a donde Castillo Nájera me visitaría para
darme la "buena nueva". No se apareció, y al salir
yo de la embajada, ya de noche, le pregunté discretamente al
chofer por dónde andaría el embajador, y me dijo que había
salido para México a ventilar algún asunto, que él
suponía urgente e imprevisto. Por supuesto que ni él ni
mi general Cárdenas me hicieron jamás referencia a este
asunto, si bien Bassols, sin reconocer su error, me explicó delicadamente
que Castillo Nájera, en efecto, se había disparado a ver
al presidente, pero que no había objetado sino mi juventud, tanto
así que por eso Cárdenas se resolvió a nombrar
al "viejo revolucionario" Eduardo Hay.
Pero algún partido le saqué a este incidente. Terminado
mi estudio sobre la plata y enviado a la Secretaría de Relaciones,
continué trabajando arduamente en el tratado de comercio, hasta
que las dos partes "contratantes" descubrieron que no tenían
mayor interés en concluirlo. Cansado y sin un propósito
importante de trabajo, usé de un amigo para pedirle al general
Cárdenas que me enviaran a Portugal de encargado de negocios.
Lisboa y el país todo eran agradables e interesantes, y como
México no tenía ningún interés allí,
me dispuse a llevar una vida tranquila inventando algún objeto
de estudio que me entretuviera. Partí con toda la familia: esposa,
dos hijos y suegra, a bordo del barco alemán Orinoco,
nuevo, bien construido y atendido. En Nueva York me cercioré
de que nos acompañaría un automóvil que previamente
había comprado: un Chrysler último modelo, color verde
botella, casi deslumbrador. Yo recibí instrucciones de que antes
de llegar a Lisboa me apersonara con el general Manuel Pérez
Treviño, porque la legación de Lisboa dependía
teóricamente de nuestra embajada en Madrid. Y como Pérez
Treviño estaba ya instalado en algún balneario de la costa
vasca pasando el verano, desembarcamos en Vigo para viajar con ese pretexto
por el norte de España, que desconocíamos. Tan embebidos
estábamos con estos planes, que no le dimos importancia a la
noticia que vimos en los periódicos de Vigo: ese día,
16 de julio de 1936, había sido asesinado Calvo Sotelo. Tras
una cena espléndida de sardinas asadas, tumbados en la playa,
nos fuimos a dormir y al día siguiente temprano comenzamos nuestra
peregrinación: yo al volante, y Emma leyendo aquella espléndida
Guía Michelin que aconsejaba la mejor velocidad, advertía
el cruce de ferrocarriles, la peligrosidad de las curvas, el acercamiento
a pueblos y ciudades, etcétera. Bien fatigados llegamos a León
hacia las ocho de la noche, pero como todavía contábamos
con una luz casi plena, decidimos ir directamente a la catedral. Caímos
en manos de un sacristán parlanchín y pepenador de propinas,
que nos enseñó detalle por detalle. A las diez dormíamos
profundamente, dominados por la emoción y el cansancio físico;
pero como a las seis de la mañana sonaron unos aldabonazos en
la puerta de nuestra habitación, que nos despertaron sobresaltados.
Tras de preguntar quién llamaba y recibir la respuesta imperativa
de "¡Abra o echamos abajo la puerta!", la entreabrí
y vi a cuatro fornidos mineros con fusiles y pistolas, que me pedían
las llaves de mi automóvil, que yo había dejado en un
garaje próximo al hotel. Debieron haber leído en mi cara
el asombro que me causaba tan inesperada exigencia, pues uno de ellos
se avino a darme una breve pero clara explicación: el levantamiento
militar franquista había estallado, los primeros soldados moros
estaban ya en el sur, y España, por lo tanto, vivía ahora
abajo la única ley posible, la militar. De allí que hubieran
recibido órdenes de requisar todos los medios de transporte,
públicos y privados, sin que nadie pudiera escapar a esa norma.
Les dije que entendía la situación; pero que deseaba hablar
con el gobernador civil, no tanto para rehuir la entrega del automóvil,
como para que me aconsejara qué podría yo hacer, pues
era incluso inhumano que dejaran tirado en León a un extranjero,
con dos niños y dos mujeres a cuestas. Accedieron, y nos dirigimos
al palacio del gobernador civil. En el camino, comencé tímidamente
a defender mi caso: parecía injusto que se tratara así
a un diplomático, y un diplomático, además, que
representaba a un país amigo. Bruscamente, con ánimo de
cortar mi alegato, uno de ellos me preguntó de qué sacrosanto
país hablaba yo, y les dije que de México. Casi al unísono,
los cuatro exclamaron: "¡Haberlo dicho, señor! ¡Haberlo
dicho antes, señor!"
Tras identificarme, le expliqué al gobernador: yo debía
llegar más allá de San Sebastián; al pueblo vasco
donde estaba mi embajador, o a Madrid, para presentarme al encargado
de negocios de México. Me dijo que no podría yo hacer
ni una ni otra cosa porque las comunicaciones estaban ya cortadas por
los rebeldes. Tampoco permanecer en León, porque al día
siguiente caería en manos de ellos. La única provincia
del Norte que permanecería fiel a la República era la
de Santander, de modo que me aconsejaba que saliera inmediatamente para
allá, caminando por carreteras secundarias. El buen gobernador
acabó su exhortación dándome un buen lote de cupones
de gasolina para aprovisionarme antes de salir y en el camino. A la
media hora estábamos de viaje por esas carreteras secundarias
que, sin embargo, cruzaban numerosos poblados, y en cada uno de ellos
surgía el peligro: a la salida y la entrada, grupos de campesinos
armados nos detenían, nos pedían identificarnos, nos interrogaban
y pretendían registrar el auto, los equipajes; cuanto llevábamos.
Nuestro auto, además, llamaba la atención por estar nuevo,
intacto, por ese color verde botella y sobre todo porque no llevaba
placas de ninguna especie. La verdad de las cosas es que la palabra
México resultó mágica, pues por esas regiones no
hay habitante que no tenga o haya tenido un pariente o un amigo que
viviera alguna vez en México. Pero mi temor era que mientras
se hacían las averiguaciones o nos identificábamos, saliera
un fogonazo de aquellas manos que visiblemente conocían tan sólo
la escopeta de caza, pero no los fusiles de que habían despojado
a los guardias civiles del lugar.
Hacia las seis de la tarde nos acercamos a un poblado cuyo nombre acerté
a leer con toda claridad: San Vicente de la Barquera. Como de rayo me
vino el recuerdo de un artículo de Chacón y Calvo en que
describía un verano que había pasado allí al lado
de Alfonso Reyes. Guiado por tan leve recomendación literaria,
resolví que pernoctáramos en San Vicente, con el ánimo
de continuar al día siguiente nuestra marcha a Santander, distante
apenas unos sesenta kilómetros. Con ciertos trabajos conseguimos
dos habitaciones en el único y bien modesto hotel del pueblo,
pero situado al borde de la carretera y frente al mar. Mientras nos
preparaban la cena, bajamos a la salita, donde una decena de personas
escuchaban una transmisión de radio de Lisboa, única que
podía captarse. Las noticias no podían ser peores: la
rebelión franquista triunfaba en toda la línea, tanto
así, que habían caído prisioneros el presidente
Azaña y su gabinete. Entonces, no quedaban por someter sino bolsas
aisladas y la provincia de Santander, a donde pronto se dirigirían
las tropas "liberadoras". Para rematar, comenzaron los radioescuchas
a contar sus historias. Unos, no pudiendo llegar a las vascongadas,
retrocedieron, pero ahora no sabían qué hacer, pues tampoco
les era posible llegar a su lugar de origen. Y aquel matrimonio de jóvenes
que haciendo sacrificios y ahorros sin cuento, se dirigían a
San Sebastián para pasar su luna de miel. No pudieron llegar;
pero ¿cómo alcanzarían ahora su casa de Madrid?
En la noche conferencié con Emma: mientras se despejaba un poco
la situación, parecía mejor quedarse en San Vicente, pueblo
de escasos tres mil habitantes, cuyos mayores, en una gran mayoría
eran dueños o condueños de sus barcas de pesca. No había,
pues, propiamente, obreros, y menos campesinos, los dos focos de agitación
y de violencia. El hotel, malón como era, resultaba tolerable,
y era baratísimo, de modo que podríamos resistir mejor
aquellos gastos imprevistos.
Los tres primeros días fueron una delicia. Gustavo se hizo en
seguida amigo de los hijos de los pescadores, quienes le enseñaron
los secretos de aquel oficio insospechado. Y los mayores nos maravillábamos
de acostarnos viendo el Cantábrico, sólo para descubrir
al amanecer que había desaparecido durante la noche, pues la
marea baja se lo llevaba mar adentro por lo menos medio kilómetro.
Pero al cuarto día vinieron de Santander unos soldados rojos
a repartir armas a los pescadores, y esa misma noche comenzaron los
disparos, los asaltos y los asesinatos. El panorama cambió brusca
y totalmente, pues no había autoridad alguna a la que uno pudiera
acudir en caso de amago o de violencia. Nueva conferencia con Emma,
de la que salió una llamada telefónica a nuestro cónsul
en Santander, a quien pedí que nos aconsejara cómo podríamos
llegar al puerto. Por fortuna, se trataba de uno de esos sonorenses
mandones, que me dijo: "Haga sus maletas, que en una hora irán
a recogerlo". Así fue, de modo que cuatro o cinco miembros
de un "Batallón Rojo" montados en una camioneta precedían
a nuestro auto, y otro cuidaba la retaguardia. Y comenzó la zozobra,
que se repitió diez o doce veces en aquellos escasos sesenta
kilómetros: al aproximarnos a un pueblo, saltaban diez o doce
hombres con los fusiles tendidos, que gritaban: "¿Quién
va?", y nuestra vanguardia, apeándose del auto y con los
fusiles también tendidos, contestaba malhumorada: "¡Ábranla
que va el embajador de México!". Y la "abrían";
pero ¿cuándo iba a producirse un malentendimiento que
se resolvería a fogonazo limpio? Por fortuna no fue así,
de modo que nuestros buenos "Guardias Rojos" nos depositaron
en el Hotel Sardinero, fuera de la ciudad y frente a una playa, que
nos pareció tentadora. Volvió la calma y aun la diversión,
pues descubrimos que todos los servidores del hotel, en especial los
jóvenes, se apellidaban Cossío, o Cossío y Cossío,
o González Cossío, o Cossío González. Todos
los pobrecillos iban a ganarse allí la vida, tarea difícil
en los pueblos de Cossío o de Santillana del Mar, de donde procedían.
Tuvimos que ir a la ciudad misma, o al "Centro", como aquí
se dice, para conocerla y agradecerle al cónsul su ayuda. Tomamos
el auto y al llegar al centro mismo, donde estaban las oficinas del
consulado, tuvimos que caminar muy despacio, pues en calles y plaza
había verdaderas multitudes, como si se tratara de una feria.
Me impresionó profundamente la hostilidad con que nos miraban,
pues sin duda por el automóvil nos identificaban con el capitalismo.
Nunca he visto en los ojos del hombre la llama de un odio tan profundo
y tan encendido, que me dio a entender que la rebelión franquista
podía conducir al país a una verdadera revolución.
Mi impresión fue tan clara y tan honda, que el primer asunto
que traté con el cónsul fue que me indicara un garaje
o taller de confianza donde dejara a guardar el auto. Lo hice así,
sin otra precaución que poner en el parabrisas un letrero que
decía: "Este auto pertenece al ministro de México".
Sobra decir que al tomar los franquistas Santander, se posesionaron
con singular regocijo de aquel deslumbrante Chrysler. El cónsul
Moreno Salido estaba muy pesimista: creía que la
victoria de Franco era irremediable y pronta, además. Por eso,
él pensaba dejar Santander acogiéndose al servicio de
evacuación de extranjeros que habían ofrecido hacer
en unidades navales de guerra Francia, Inglaterra y Alemania. Me aconsejó
hacer lo mismo, y que decidiera en seguida, pues en dos o tres días
llegaría el Von Tirpitz, que nos llevaría a Bayona.
Me pareció más que razonable el consejo, pues ante la
imposibilidad de presentarme al embajador en San Sebastián
o llegar a la embajada en Madrid, no quedaba sino irse a Lisboa, que
ya entendería la Secretaría de Relaciones por qué
no había podido obedecer sus instrucciones. Decidido, no terminaron
allí mis zozobras: Moreno Salido me comunicó que llevaría
su fortuna personal (que no era poca) y los fondos del Consulado,
en papel moneda norteamericano de baja denominación, con el
peligro de que las autoridades españolas se los decomisaran
al salir. Moreno Salido, que no dejaba de ser un hombre atrevido y
pintoresco, literalmente se tapizó todo el cuerpo con los billetes,
confiado en que la ropa interior y exterior los mantuviera en su lugar.
No contento con eso, le pidió a Emma llevar en su bolso de
mano un buen fajo de billetes, que lo abultaban visiblemente.
De nuevo la palabra México operó el milagro, de modo
que al ver las autoridades españolas nuestros pasaportes de
cónsul y de encargado de negocios, nos dejaron pasar sin inspección
o interrogatorio alguno. No intenté disuadir a Moreno Salido
de que sacara los fondos de alguna otra manera a pesar de estar persuadido
de que un gobierno asediado por una rebelión militar de aquella
magnitud, tenía que hacer compras extraordinarias en el extranjero,
y que privado del cobro de aranceles en los muchos puertos marítimos
y terrestres caídos en manos de los franquistas, tenía
que oponerse a que saliera del país cualquier moneda extranjera
utilizable. Mi preocupación era tanto más aguda cuanto
que llevando Emma en su bolso parte del "contrabando" se
hacía, por lo menos, cómplice de Moreno Salido. Pero
la cosa terminó en una escena chusca en el tren que nos llevó
de Bayona a París: Moreno Salido se encerró en el baño
del vagón por el tiempo bien largo que le llevó encuerarse,
desprenderse de los billetes que llevaba adheridos al cuerpo, los
puestos en los zapatos y desde luego los del bolso de Emma, para ponerlos
en un maletín que bien relleno no perdió de vista un
segundo.
Nosotros mismos fuimos a dar en París a otro hotel modesto,
llamado del Conservatorio por estar cerca del Conservatorio de Música
y en la calle de ese nombre. De la legación en París
conseguí que mandara a Relaciones un cable anunciando que había
logrado salir de España y que me disponía a partir para
Lisboa en seguida. Pero esto no resultó tan fácil: ya
desde el Orinoco coincidimos con la nutrida delegación
que México enviaba a los juegos olímpicos de Berlín.
Y desde entonces pasamos buenos sustos cuando el general Tirso Hernández,
sin decir agua va, se ponía a practicar al blanco en la cubierta,
pues tenía la ambición de que él mismo y su equipo
ganaran la medalla de oro en el tiro con pistola. Pero ahora resultaba
que todos los barcos que podían llevarnos de algún puerto
francés a Lisboa estaban ocupados con los atletas que regresaban
a su lugar de origen. Tuvimos que permanecer en París hasta
lograr en uno inglés un acomodo cualquiera. En el muelle nos
esperaban el secretario Adolfo de la Lama, que regresaba a México,
y un simple escribiente del ministerio de Relaciones Exteriores de
Portugal, que marcaba así desde el comienzo la poca consideración
que tendría con un representante de México. De la Lama
se fue en seguida, pero no sin antes ofrecerme en venta su automóvil:
de sport; en realidad de carrera, y que había chocado,
según averigüé después; pero no tenía
otro recurso a mano, de modo que me quedé con él. De
la Lama era el tipo de diplomático pur sang: correctísimamente
vestido, de buenas maneras, conocedor profundo de todos los secretos
de la etiqueta, pero un observador nada sensible. En efecto, dejaba
la impresión de que consideraba poco menos que normales las
relaciones de México con Portugal, cuando desde San Vicente
de la Barquera medí la hostilidad decidida con que veía
el gobierno portugués a la República española.
No se decidió por una ruptura inmediata de relaciones, pero
optó por el modo más cruel de hacer imposible la vida
del embajador republicano en Lisboa, y cuando vino al fin el rompimiento,
el primer embajador franquista fue nada menos que Nicolás Franco,
hermano carnal del que después se hizo llamar el Generalísimo.
México, al contrario, tomó el partido de la República
de inmediato y en términos nada inciertos.
Yo tenía que visitar desde luego al ministro de Relaciones
Exteriores para entregarle mi credencial de encargado de negocios
ad hoc; pero mi verdadero temor era la visita al primer ministro
Antonio de Oliveira Salazar, el hombre fuerte del país y de
una historia nada común. A los veintinueve años llega
a profesor de economía en la Universidad de Coimbra; diez años
después se le llama al ministerio de Finanzas, donde reajusta
brutalmente el presupuesto y estabiliza el valor del escudo, que antes
se citaba como la moneda europea más impredecible. En 1936
se le pide ser primer ministro, y ahí se queda treinta y dos
años consecutivos como una autoridad indiscutida e indiscutible.
Organizado Portugal como nación fachista y corporativa, Salazar
venía viendo con suma desconfianza la liberalización
política de España, que podía despertar en su
país el deseo de una imitación violenta. Dados estos
antecedentes, yo me propuse evadir toda referencia a asuntos políticos,
y mucho menos a la Guerra Civil española, de modo que comencé
por decirle que yo era también profesor de economía
y que por eso me había interesado conocer su reforma monetaria,
que en Europa y Estados Unidos era considerada como una de las más
audaces y certeras; pero que como no conocía todos los antecedentes,
le rogaba yo explicármela aun cuando fuera a grandes rasgos.
Estoy seguro que le costó poco esfuerzo darse cuenta de mi
propósito de evitar la discusión política; pero
no lo dio a entender así, de modo que hizo llamar a uno de
sus ayudantes para que trajera un ejemplar de la memoria que había
publicado hacía años sobre el asunto; añadiendo
que si después de leerla apetecía yo alguna aclaración,
no vacilara en visitarlo para dármela. Pero estas precauciones
mías resultaron inútiles, pues mi general Cárdenas
había tomado tan a pecho defender a la República, que
todos los representantes de México recibíamos extensos
cables en que expresaba las opiniones de nuestro gobierno sobre la
contienda de España, cables que comenzaban así: "Leerá
usted in extenso al secretario de Relaciones de ese país
el siguiente texto, dejándole, además, una copia escrita
de él." Y seguían unos juicios tronantes sobre
la participación de Alemania e Italia al lado de Franco, la
negativa de los "aliados" a venderle armas y municiones
al gobierno legítimo de la República y lo insostenible
que era que en una contienda visiblemente precursora de la segunda
Guerra Mundial, esos aliados pretendieran ser "neutrales".
El general Cárdenas apelaba a esos gobiernos (y al de Portugal
con más razón si se quiere) para acudir a la Sociedad
de Naciones a efecto de declarar culpables de intromisión a
Italia y Alemania y contener sus desmanes con una fuerza armada de
la propia Sociedad.
Yo pasé a ser para la prensa, y supongo que para el propio
gobierno portugués, o ministro vermelho, pues jamás
se usaba mi nombre personal ni el del país al que yo representaba.
Rechazado así por los círculos oficiales, y por los
"sociales", subordinados, por supuesto, a una dictadura
que favorecía sus intereses, me dediqué a cultivar a
aquellos representantes diplomáticos que si no estaban a favor
de la República, por lo menos no eran sus enemigos declarados.
Por eso Emma y yo acudimos puntualísimos a la primera recepción,
a cargo invariablemente del embajador de la Gran Bretaña, quien
por tradición inauguraba la "temporada" al acercarse
el invierno. Pero me llevé el gran susto al anunciarse que
había llegado el nuncio apostólico, considerado como
decano del cuerpo diplomático. Me puse de espaldas a la puerta
donde entraba y animé la conversación con la persona
más próxima; pero el embajador inglés llegó
hasta mí, me dio un toque en la espalda e hizo la presentación
de rigor. Desde la época cristera este contacto con los representantes
del Vaticano había significado un problema, que en buena parte
se resolvía porque los nuncios optaron en general por subrayar
su actitud condescendiente. Me felicité de este buen resultado,
pues al poco tiempo acudí al nuncio, como antes lo había
hecho con los representantes de Francia e Inglaterra para que pidieran
a los capitanes de los barcos de esas nacionalidades que recibieran
de mis propias manos la correspondencia confidencial que yo mandaba
a México, seguro como estaba de que las autoridades portuguesas
la violaban. Pero poco después se presentó un caso de
suma gravedad. Un día, paseando despreocupadamente por los
muelles, me llamó la atención ver un centenar de bultos
del mismo tamaño, pero cuya forma parecía un tanto irregular,
sobre todo porque del cuerpo principal, un cubo, salía un cilindro
de un diámetro reducido, digamos unos diez centímetros,
pero de una longitud de unos cincuenta. Estaban los bultos cubiertos
con un papel grueso y brillante, sin duda impermeable. Tras de cerciorarme
de que nadie me veía, salté un pequeño pretil
para llegar a donde estaban acomodados los bultos uno al lado del
otro. Tenté la parte inferior de uno, y creí que tocaba
unas ruedas; caminé hasta dar con otro en que se había
desprendido algo el papel, lo rasgué un poco más y casi
tuve la certeza de que aquello era un cañón. Deduje
que se trataba de unos pequeños tanques que los alemanes estaban
ensayando, no con fines de combate propiamente, sino de exploración,
cosa, sin embargo, de gran utilidad. Decidí entonces acudir
al nuncio y a los embajadores de Francia e Inglaterra para inducirlos
a que me acompañaran al muelle y cerciorarse de si mis sospechas
eran fundadas o no. Así ocurrió y quedaron perfectamente
convencidos de que aquello era una prueba más de la ayuda militar
que Franco recibía de Alemania. Estoy seguro de que dieron
cuenta de lo ocurrido a sus respectivos gobiernos, pero salvo darme
las gracias al despedirnos, no volvieron a referirse al asunto.
El gobierno republicano había mandado de embajador a Portugal
al gran medievalista Claudio Sánchez Albornoz. Con ello deseaba
indicar que, desechando al diplomático de carrera y al político,
quería más que nada buscar un acercamiento cultural.
Por añadidura, dotó a Sánchez Albornoz con un
buen millón de pesetas para renovar la Casa de Cervantes, e
iniciar un intercambio artístico y cultural entre los dos países.
Pero en eso vino la Guerra Civil, y el gobierno portugués comenzó
a hostilizarlo con un descaro y una perseverancia ahora sí
que dignas de mejor causa. Comenzó por sustraerle toda la servidumbre
de la embajada, toda ella de nacionalidad portuguesa: primero el jardinero,
después la cocinera y sus pinches, más tarde el portero
y el mayordomo, de modo que al mes el pobre de Sánchez Albornoz
y sus secretarios tenían que vivir de latas, de jamón,
queso y pan, que algún secretario en persona tenía que
comprar en varias tiendas de abarrotes. Y le hacían jugarretas
ofensivas que le demostraban al embajador que sin remedio posible
estaba en las garras de las autoridades portuguesas. Una de ellas
lo irritó hasta el paroxismo: mientras dormía su tradicional
siesta, unos polizontes portugueses arriaron la bandera republicana
y en su lugar izaron la franquista, con el resultado de que se juntaron
frente a la embajada grandes grupos de transeúntes a contemplar
aquel espectáculo del que no había dado noticia la prensa
del día. Lo más grave, sin embargo, fue que una hermosa
mañana Sánchez Albornoz se desayunó con la noticia
de que no podía sacar dinero del banco porque el gobierno portugués
había congelado su cuenta. Solía llamarme por teléfono
para quejarse de todas aquellas triquiñuelas hasta que le hice
notar que podía estar seguro de que la "policía
internacional" oiría nuestras conversaciones. Por eso
se presentó sin previo aviso en la legación para pintarme
el cuadro desolador de que no tendría dinero siquiera para
comer. Le pregunté si había comunicado la noticia a
su gobierno, y le aseguré que podía ir a comer conmigo
mientras se aclaraba o se oscurecía su situación. Al
día siguiente recibí un cable cifrado de la Secretaría
de Relaciones indicándome que acudiera al Banco del Espíritu
Santo a recoger cien mil pesetas, que debía entregar en billetes
a Sánchez Albornoz. Me hice el cuadro peor posible. Desde luego,
nuestra legación había sido ya asaltada una buena tarde
en que con toda la familia Cosío había ido al cine.
El asalto, por supuesto, terminó con la violación de
la caja fuerte, sin duda en busca de la clave con que cifraba mis
cables confidenciales a Relaciones. No la hallaron, pues en previsión
de semejante atentado, cada vez que yo salía de la legación
la guardaba debajo del colchón de alguna cama, tras del espejo
o dentro de un jarrón de la sala. Aun así, nadie podía
garantizarme que no la hubieran visto los asaltantes. Supuse entonces
que el gobierno portugués sabía de ese envío
extraordinario, o que el banco mismo se lo había comunicado,
pues en el Espíritu Santo tenía yo la cuenta de la legación,
y el banco sabía que yo recibía cada mes un único
y bien modesto envío de dinero. Imaginé entonces que
para impedir la llegada de los fondos a Sánchez Albornoz, el
gobierno portugués no vacilaría en simular un asalto
a mi bella persona, dándome después todo género
de excusas y asegurándome que toda la policía había
sido movilizada para localizar a los malhechores y castigarlos ejemplarmente.
Con gran extrañeza del chofer, a quien yo consideraba un espión
policiaco, manejé el automóvil para llegar al banco
a la hora precisa en que abría sus puertas, pues entonces los
clientes serían pocos y podría yo descubrir mejor los
movimientos de los asaltantes. Me enfundé en mi abrigo, y en
su bolsa derecha puse mi vieja compañera Smith Wesson 38 Especial.
Nada ocurrió, sin embargo: visiblemente sorprendido, pero sin
hacer comentario, el empleado me entregó en billetes aquella
gruesa suma, que coloqué un poco forzadamente en la otra bolsa
del abrigo, y la emprendí a toda máquina hasta la embajada
española, todavía temeroso de que el asalto se haría
en el camino, bastante solitario por estar la embajada fuera de la
ciudad. Le hice entrega del dinero a Sánchez Albornoz, quien
lloró de alegría, de la que me quiso hacer partícipe
ofreciéndome una copa de sidra a las nueve y media de la mañana.
Pero poco le duró, pues una semana o diez días después,
el gobierno portugués resolvió romper relaciones con
la República, de modo que tuvo que embarcarse para Francia.
No lo fue a despedir el más infeliz funcionario portugués
ni tampoco sus secretarios, que se convirtieron en seguida al franquismo.
Pero en todos los periódicos apareció una fotografía
que pintaba la soledad del representante republicano: sólo
yo lo acompañé, y por eso al pie de la fotografía
apareció el siguiente pie: "Un ministro rojo despide a
un ex embajador rojo".
Yo heredé el edificio de la legación de quién
sabe qué antecesor. No estaba en un barrio residencial propiamente,
pues en la misma calle había un taller mecánico de automóviles
y un gran salón de bailes populares. La parte de recibo se
componía de una serie de saloncitos, cada uno de ellos atestado
de muebles dizque antiguos, y, desde luego, uno chino, otro marroquí,
etc. Pero el desmantelamiento era completo en materia de vajilla,
cuchillería, vinos y licores, etc. No sólo eso, sino
que las camas y las almohadas estaban rellenas de pedazos de corcho,
según una vieja tradición portuguesa. Era difícil
el descanso y poco menos que imposible el sueño. Me tracé
un plan de compras paulatinas para hacer una vida más confortable
y poder dar una recepción al otoño siguiente. Para mi
fortuna, estaba en nuestra legación de Londres Paco Vázquez
Treserra, amigo mío. El primer mes le encargué colchones
y almohadas; el segundo, un juego de cubiertos; el tercero, algunos
cigarrillos, y dejé para después la vajilla, los vinos
y licores. En esas andaba yo, cuando recibí una comunicación
de Relaciones anticipándome que desde el mes siguiente mi sueldo
sería rebajado en un veinte por ciento. Ahora sí que
se me cayeron las alas del corazón: primero, yo había
buscado en la legación de Lisboa un descanso al ajetreo de
Washington, con el resultado de que caí en el infierno de aquella
sociedad y de aquel gobierno que sin tacto ni disimulo me hacían
la vida bien amarga; el trabajo era de todo el día y en ocasiones
bien entrada la noche; nunca antes había puesto tan completamente
mis cinco sentidos en servir al gobierno como ahora; por último,
lejos de seguir el camino bien sabido de los diplomáticos mexicanos
que se enconchan para ahorrar algo de sus miserables sueldos, yo lo
estaba invirtiendo para poder actuar con decoro. Y no podía
olvidar un hecho reciente: estando en Buenos Aires después
de asistir en 1935 a una conferencia económica, fui llamado
con urgencia por Relaciones, y al llegar a México se me informó
que, por primera vez en la historia del país, los secretarios
de Hacienda y de Relaciones se habían puesto de acuerdo en
designar a una persona que estudiara los sueldos y otros emolumentos
que debían pagarse a los miembros de nuestro Servicio Exterior.
Dos meses me llevó hacer el estudio, y usando datos numéricos
y frecuentes comparaciones, llegué a recomendar que deberían
subirse de inmediato al menos en un treinta y tres por ciento. Dados
todos estos antecedentes, decidí escribirle una carta privada,
personal, al ministro Hay, añadiendo que siendo yo el único
representante que México tenía, y podía tener,
del lado franquista, y dado también el que la Guerra Civil
española había creado en la legación condiciones
imprevistas, debía considerarse mi caso como algo especial.
Cité uno que por su patetismo me pareció convincente.
De aquella tristemente célebre matanza de Badajoz, escapó
una media docena de campesinos, que se hicieron los muertos y huyeron
mientras los soldados franquistas cavaban la inmensa fosa en que arrojaron
unos trescientos cadáveres. Los fugitivos llegaron a Lisboa
hambrientos, con las ropas desgarradas y los zapatos deshechos. Hubo
necesidad de permitirles que se bañaran y afeitaran en la legación
para que pudieran sacarse unas fotos; darles pasaportes mexicanos
y una buena dotación de dinero para salir de Lisboa e ir a
buscar trabajo en algún pueblo distante. Mi carta fue a dar
a manos del subsecretario Ramón Beteta y ocurrió lo
que vemos todos los días: más papista que el papa, Beteta
consideró que yo había cometido un crimen de lesa Patria,
puesto que ignoraba la profunda labor revolucionaria de Cárdenas
y el consecuente empobrecimiento del erario público. Por eso,
lejos de aconsejar que Hay me escribiera privadamente, como yo lo
había hecho, diciéndome que dada esa mala situación
económica era imposible reconsiderar el acuerdo, resolvió
cesarme, como lo hizo, en efecto.
Por supuesto que me dolió semejante paso, si bien no faltaron
compensaciones. La primera vez que me encontré a Beteta en
el velorio de Genaro Estrada, lo dejé con la mano tendida delante
de una docena de personas, pues quise indicarle que sabía yo
quién había dictado mi cese. Pues bien, con los años
Beteta me cortejó para que olvidáramos el incidente.
Otra satisfacción lejana fue que pasados también varios
años un secretario de lo que era ya embajada de México
en Portugal, curioseando entre los viejos archivos, dio con la copia
de mi carta a Hay, la reprodujo y la envió a buen número
de nuestras misiones, como un ejemplo de alegato moderado pero firme
en contra de esas rebajas inopinadas de los sueldos de nuestro Servicio
Exterior. Pero la satisfacción inmediata fue que a mi general
Cárdenas se le ocurrió sustituirme con el eminente escritor
y "auténtico revolucionario" Alejandro Gómez
Maganda, con el resultado de que el gobierno portugués le negó
el beneplácito. La noticia la recibí de la mismísima
Secretaría de Relaciones, que me recomendaba dársela
al interesado e impedir su desembarco en Lisboa para evitar el ridículo.
Me trepé al barco atropellando a todo el mundo, y se la di,
si bien se negó a continuar su viaje porque lo llevaría
a no recuerdo qué remota región del globo. No me preocupó
regresar a México y buscar una nueva colocación, pues
allí estaba el Fondo al que deseaba consagrarle todo mi tiempo.
En cambio, me hizo cavilar el brete en que me colocaba el general
Cárdenas. Acababa yo de recibir una carta de Luis Montes de
Oca en que me decía que el presidente me autorizaba a trasladarme
a la España republicana para que en su nombre y representación
gestionara con las autoridades competentes el traslado a México
de un grupo de intelectuales españoles que prosiguieran en
nuestro país sus cursos o investigaciones, interrumpidas por
la Guerra Civil. La de Montes de Oca era una respuesta a una carta
mía anterior en que le pintaba la desesperada situación
de esos intelectuales y lo hermoso que sería el gesto de invitar
a algunos de ellos a proseguir sus cursos o investigaciones en México
mientras la República se imponía a los franquistas.
Le dije que como las universidades, las bibliotecas, los archivos
y laboratorios estaban cerrados, el gobierno republicano tuvo la idea
generosa de crear "casas de cultura", a las que ciertamente
concurrían los intelectuales, sólo para que sin poderlo
evitar hablaran de la Guerra, amargándose más la existencia.
Esto sin contar con que la inseguridad que creaban los arrestos arbitrarios
y aun los asesinatos, les habían creado una sicosis próxima
ya a la demencia. Me dirigí a Montes de Oca para hacerle llegar
al presidente esta idea porque era hombre expedito, tenía buenas
relaciones con Cárdenas y era capaz de entender estas cosas.
Al recibir la respuesta de Montes de Oca, tuve el impulso de cablegrafiarle
encargándole preguntar a Cárdenas en calidad de qué
iba yo a hacer esa gestión, que obviamente no podía
emprender un triste cesante. No lo hice por dos consideraciones: primera,
porque desconfiaba de que el presidente advirtiera de verdad la conducta
contradictoria de un gobierno que tras de cesar a un funcionario,
le da una misión oficial; y segundo, que era más importante
arreglar un asunto en que se jugaba el bienestar, incluso la vida,
de un grupo de escritores e intelectuales distinguidos.
Aunque sin acreditarse ante el gobierno portugués, entregué
formalmente la legación a Gómez Maganda; mi suegra,
Gustavo y Emma chica se embarcaron para regresar directamente a México;
Emma y yo, en compañía de Gabriela Mistral, la emprendimos
para París. Según se sabe, el Congreso de Chile había
aprobado hacía años una ley nombrando a Gabriela de
por vida cónsul de Chile, y facultándola para abrir
un consulado donde quisiera. Al amparo de semejante autorización,
Gabriela buscaba, o un sitio de clima benigno, o aquel que tuviera
un marcado interés artístico e intelectual. Por la primera
razón había escogido Lisboa, a donde la encontramos
ya instalada cuando llegamos nosotros. Esto de "instalada"
era un decir, pues Bernardo Ponce y una fornida alemana con la que
entonces andaba, más otras dos parejas, habían llegado
a Lisboa de Madrid para alquilar una casa en que pasar el verano.
Todos eran estudiantes, de modo que sus fondos escaseaban, pero al
estallar la Guerra Civil; resultaron nulos. Entonces acudieron a la
protección de Gabriela, quien los invitaba a comer casi a diario.
Quedándose en su casa hasta bien entrada la noche, Gabriela
los dejaba en cuanto podía, y por eso nos buscaba prácticamente
todas las tardes. Ibamos a algún café a tomar té
y conversar largo y tendido. Gabriela era una mujer extraordinaria
de verdad: buena moza, conversadora atractiva e infatigable, tenía
un raro sentido de comprensión cristiana. A cada defecto le
hallaba una virtud compensadora, y en la debilidad veía siempre
el comienzo de la fortaleza. Y no dejaba de tener un magnífico
sentido del humor. Considerada liberal, era objeto de una vigilancia
policiaca continua, cosa que le divertía al grado de invitar
a su perseguidor en turno a meterse en el cine con ella para evitarle
la espera, la lluvia o la nieve, y eso, por supuesto pagándole
la entrada. Ése, en realidad, era el inconveniente de la amistad
con Gabriela: el gobierno portugués veía en tal amistad
la más plena confirmación de que estaba obligado a espiar
todos nuestros movimientos. En París apenas estuvimos unos
días: Gabriela y Emma se fueron a Copenhague, donde Palma Guillén
era nuestro ministro, y yo me dediqué a organizar mi viaje
a España, tarea nada fácil.
Al fin conseguí pasaje en un avión que partía
de Tolón, a donde me trasladé por ferrocarril. El vuelo
era breve y se hizo sin novedad, excepto al llegar a Valencia, pues
un escuadrón de aviones italianos, al mando nada menos que
del conde Ciano, estaba empeñado en hundir un petrolero soviético
que llevaba a los pobres republicanos algo de combustible. A los quince
minutos desistieron de la hazaña, y pudimos así aterrizar.
Me dirigí en seguida al hotel Reina Victoria, viejón,
pero espléndido por su cocina y su bodega de vinos. En mi primer
almuerzo vi en el comedor a Margarita Nelken, que acometía
con decisión una soberbia paella. No perdí al día
siguiente la ceremonia anunciada en la prensa: el cambio de nombre
de una calle, que dejaba de llamarse Isabel la Católica, para
ser conocida como "Margarita Nelken". (Al llegar los franquistas,
Margarita fue sustituida por García Sanchiz, en una clara degradación
de nombres.) Busqué en seguida a don Enrique Díez-Canedo
para que me aconsejara cómo podía entrevistarme pronto
con José Giral, entonces ministro de Estado, o sea de Relaciones
Exteriores. En seguida me dieron la cita para el día siguiente.
En otro de esos buenos gestos, el gobierno republicano había
enviado a don Enrique de embajador en Argentina; pero no tardó
mucho sin que renunciara para regresar a España, gesto de valor
que no tuvieron todos los españoles a quienes pescó
la guerra en el extranjero. Yo llegué a Valencia al año
justo del levantamiento de Franco, pero para entonces la República
había comenzado a retroceder: dominaba buena parte del sur
y del poniente, pero había dejado Madrid, para refugiarse en
Valencia, ciudad ésta que era objeto de bombardeos aéreos,
sobre todo nocturnos. Por eso, yo, que jamás había pasado
por una experiencia semejante, le pregunté a don Enrique cómo
le advertían a uno la proximidad del ataque, a dónde
se refugiaba uno y, sobre todo, qué se sentía. Don Enrique
me explicó todo: era imposible dejar de oír las sirenas,
aun estando profundamente dormido, porque tenían un sonido
increiblemente agudo, que en realidad perforaba los oídos,
además de sonar por toda la ciudad. No había propiamente
refugios antiaéreos, pero se suponía que todos los habitantes
de un edificio bajaban al sótano, donde quedarían algo
protegidos. Él, sin embargo, tras de acatar esta regla y durante
algún tiempo, llegó a optar por quedarse en su dormitorio,
y aun se atrevía a asomarse a la ventana para ver cuántos
aviones venían. Era realmente admirable la compostura y el
buen humor de don Enrique: tan pequeñito y tan frágil;
con su familia fuera de España, un hijo en el frente y otro
próximo a entrar en él; sin un puesto oficial ni en
qué ocuparse, digamos en sus críticas teatrales de otros
tiempos. Lo cierto es que fui a dar a mi hotel bien temprano, y como
hacía bastante calor, opté por echarme en la cama completamente
desnudo. Poco después de la media noche me despertaron, no
las sirenas sino unos golpazos a la puerta de mi cuarto y unas voces
destempladas de un mozo del hotel que gritaba a voz en cuello: "¡Al
refugio, al refugio!". Me levanté como de rayo, pero me
di cuenta de que estaba desnudo y que no podía lanzarme así
al sótano del hotel. Me entró entonces la duda, que
me pareció, y me sigue pareciendo, ridícula: si me daría
tiempo de ponerme la pijama y la bata, pues bien me podrían
pescar las bombas en las escaleras, camino al refugio, con un peligro
mortal, o si me quedaba en la habitación, donde estaría
mejor protegido. Opté por esto último y queriendo emular
a don Enrique me asomé a la ventana, pero nada vi. Al día
siguiente me enteré por la prensa de que el objetivo había
sido el ministerio de Guerra, bastante distante del hotel, pero a
lo que habían dado los aviones italianos era a un convoy de
unos ocho tranvías, con un saldo de doscientos y tantos muertos.
Pude arreglar el asunto que me llevaba con bastante prontitud, y sin
ningún tropiezo, pues nadie puso en duda que yo hablaba en
nombre del presidente de la República. José Giral, hombre
afable, como que descansó al hablar conmigo, pues metida la
República en un callejón internacional sin salida, debió
parecerle que al fin alguien se acomedía a aligerarle el peso
que llevaba a cuestas. Agradeció la oferta y ofreció
dar todo género de facilidades para llevarla a cabo. El ministerio
de Educación estaba en manos de comunistas, pues eran viejos
miembros del partido el secretario Hernández, ausente de Valencia
en ese momento, y Wenceslao Roces, el subsecretario, con quien traté
el asunto. Acogió bien la idea, pero surgió un tropiezo,
pequeño, pero que quise aclarar en seguida. Roces me dijo que
para hacer resaltar la importancia de la invitación, el gobierno
español le daría a los intelectuales invitados la categoría
de "embajadores culturales". Me permití aclarar que
un embajador, sin importar que fuera cultural o de otra naturaleza,
era nombrado por el gobierno que lo enviaba, mientras que en este
caso México tenía ya hecha una lista del primer grupo
invitado. Asimismo, el gobierno que manda a un embajador tiene el
derecho de retirarlo a su arbitrio, situación diferente, pues
el gobierno mexicano quería reservarse la determinación
del tiempo durante el cual los invitados permanecerían en el
país. Finalmente, el gobierno que manda a un embajador paga
sus gastos de viaje y de mantenimiento, caso en el que yo creía
no quería colocarse el gobierno español. Roces acabó
por darme la razón, de modo que le entregué la lista
de invitados, cuya copia había dejado también a Giral.
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