Los mexicas

En 1427 los mexicas eligen un nuevo rey, Izc�atl, que era hijo de Acamapichtli, el primer rey mexicano, y de una esclava. �ste es el �nico caso en el que subi� al trono un hombre que no tuviera por madre una mujer de sangre tolteca; la elecci�n se debi� seguramente a las cualidades del candidato, cuyo genio militar y cuya habilidad pol�tica deb�an, en los trece a�os de su reinado, transformar el destino de su pueblo.

Con motivo de la querella entre los hijos de Tezoz�moc, los diferentes "gobiernos en exilio", causados por las conquistas de aqu�l, comprendieron que era el momento de volver a sus diferentes pa�ses y de liberarse del yugo de Azcapotzalco. Entonces se forma una alianza entre los mexicanos y varios otros grupos. De �stos, con mucho el m�s importante es el que representaba a la antigua dinast�a chichimeca que hab�a reinado sobre Tezcoco hasta la derrota de Ixtlilx�chitl, que ya hemos relatado. Los aliados obtienen la neutralidad de algunas de las ciudades tepanecas y, despu�s de una guerra en extremo dif�cil, Azcapotzalco mismo fue tomado en 1428. Esto no marca el fin de la contienda, ya que Maxtla se refugi� en Coyoacan y en sitios m�s lejanos, hasta que por fin es derrotado definitivamente en 1433. Entonces, Nezahualc�yotl puede regresar a Tezcoco e inicia el largo reinado que no hab�a de terminar sino con su muerte en 1472.

Los despojos de los tepanecas vencidos y su vasto imperio se reparten entre los tres vencedores principales: M�xico, Tezcoco y Tacuba como cabeza de las ciudades tepanecas que apoyaron a la alianza.

En 1434 se forma la triple alianza compuesta por esas tres ciudades que deciden unirse para siempre, conquistar en com�n y repartirse el bot�n de acuerdo con un porcentaje especificado. Durante el reinado de Nezahualc�yotl y debido a su prestigio personal, la alianza funciona mal que bien; pero a su muerte los se�ores mexicanos se convierten cada vez m�s ya no en miembros de una alianza sino en jefes de ella. En realidad, a la hora de la conquista espa�ola, dos de los antiguos aliados estaban a punto de convertirse en sujetos del tercero.

Con el motivo de este nuevo estado de cosas en el valle de M�xico, las tres potencias aliadas se distribuyen los t�tulos y los grados: Itzc�atl de Tenochtitlan se adjudica el t�tulo m�s ilustre de todos: culhuatecuhtli, o sea, el se�or de los culhuas. A primera vista puede extra�ar este nombre; pero recordemos que Culhuacan, o sea la capital de los culhuas, era el sitio donde se hab�a conservado viva la dinast�a tolteca. Por lo tanto, al adoptar este t�tulo, Itzc�atl se hace llamar se�or de los toltecas y cierra en su favor la larga "guerra de la sucesi�n tolteca". Esto indica inmediatamente que M�xico se considera, desde este momento, la leg�tima representante de la vieja cultura y la heredera, en todos los sentidos, de la gloria tolteca. Es por ello que los caciques del r�o Grijalva, al hablar de M�xico por primera vez ante Cort�s, lo llaman Culhua, cosa que muy naturalmente no pudieron entender los espa�oles y, como dice Bernal D�az, "como no sab�amos qu� cosa era M�xico ni Colhua mal pronunciado, dej�bamoslo pasar por alto".

Una vez pasada la guerra tepaneca y consolidado el poder de M�xico, Itzc�atl se lanza en nuevas campa�as para establecer su poder sobre ciudades que Tenochtitlan hab�a conquistado antes, pero por cuenta de Azcapotzalco. As� empieza la expansi�n fuera de los valles centrales que tan lejos hab�a de llevarlos.

En 1440, a la muerte de Itzc�atl, sube al trono otro gran gobernante, Moctezuma I, su sobrino, que hab�a de reinar hasta 1469. Con este nuevo rey se consolida interiormente la posici�n de Tenochtitlan y es, desde este momento, cuando se constituye realmente el imperio mexicano.

Inmediatamente empieza la guerra de conquistas que, en diferentes regiones, hab�a de continuarse durante todo su reinado, llev�ndolo a Oaxaca y a la costa del Golfo de M�xico. La conquista de los totonacos, habitantes de esta �ltima regi�n, se debe en parte a uno de esos episodios caracter�sticos de la historia de Tenochtitlan en donde se mezclan la codicia, el patriotismo, la religi�n y una falta total del sentido de la gratitud. En efecto, entre 1450 y 1454, una gran sequ�a inusitadamente prolongada lleva a los mexicanos a una terrible hambre. Seg�n cuenta una de las fuentes, hasta las bestias salieron de los montes para atacar a los hombres y en los caminos los muertos eran devorados por los buitres. Para salvarse de esta cat�strofe, los mexicanos recurren a dos procedimientos: por un lado, obtienen ma�z prestado de los totonacas y, por el otro, inician una era de sacrificios humanos en proporciones hasta entonces desconocidas para implorar el favor de los dioses. Pasada la crisis —me temo que m�s bien debido al ma�z totonaco que a la sangre derramada—, Moctezuma I comprende que las ricas tierras de la costa son su mejor garant�a contra un nuevo periodo de hambre y entonces, con su ingratitud proverbial, se desparraman las tropas mexicanas sobre la regi�n costera; tras de ataques tan feroces como inesperados, conquistan toda el �rea, obteniendo as�, en forma permanente, el granero m�s importante del M�xico antiguo y en donde todav�a hoy se encierra gran parte de su futuro.

Los triunfos continuos y tan extensos de Moctezuma I, y el terror que logr� imponer entre todos, nos indican que practicaba una estrategia cuya violencia era hasta entonces desconocida. Como un verdadero alud caen las tropas mexicanas sobre los pueblos, vencen la resistencia desorganizada por lo inesperado del ataque, capturan al jefe si ello es posible, suben al templo y lo incendian. �sta es la se�al de la victoria y ya no queda sino repartirse el bot�n, las mujeres y los prisioneros, establecer un gobierno sumiso a Tenochtitlan, fijar el tributo y marcharse hacia una nueva conquista.

Entre las batallas y los gritos de guerra hay un peque�o episodio que nos recuerda la victoria de Alejandro sobre los persas. All� por 1461 las tropas mexicanas conquistan un importante se�or�o —Coixtlahaca— en las mota�as de Oaxaca y, tras de una gran batalla, vencen y matan a su se�or. Se traen a M�xico a la viuda del vencido, de quien inmediatamente se enamora Moctezuma. Era una mujer joven y de gran belleza; como la mujer de Dar�o, prefiere dignamente seguir siendo prisionera que casarse con el vencedor de su marido.

La �poca de Moctezuma I tiene felizmente aspectos menos tr�gicos, ya que al mismo tiempo que gran conquistador es un gran constructor. Trae a un grupo de arquitectos de Chalco que ten�an gran fama. Con ellos inicia la transformaci�n de su capital, que de una pobre ciudad de lodo va a convertirse en una metr�poli de piedra. No s�lo se interesa en arquitectura, sino que durante su reinado se inicia un gran estilo de escultura que ha dejado algunos de los monumentos m�s interesantes del arte azteca.

Entre otras cosas, mand� grabar su retrato en la roca de Chapult�pec, ejemplo que hab�an de seguir sus sucesores formando as� una interesant�sima galer�a de reyes mexicanos que desgraciadamente el tiempo no ha respetado y de la que s�lo quedan algunos restos informes.

Moctezuma, como todo buen azteca, es tambi�n un amante de las plantas y de las flores. En un rico valle de la regi�n de Morelos manda constriur un verdadero jard�n bot�nico en el que colecciona las plantas de todos los diversos climas y las flores m�s raras y bellas que pudo procurarse. Sus sucesores tambi�n se hab�an de interesar en la bot�nica y el magn�fico jard�n no desaparece sino hasta fines del siglo XVI; todav�a en la regi�n muestran una huerta a la que llaman "el jard�n de Moctezuma".

Con la instauraci�n del imperio, la construcci�n de la ciudad y el establecimiento del patr�n religioso, resulta muy claro que Moctezuma I es el verdadero forjador del imperio azteca. No inventa pr�cticamente nada; pero recoge en favor de su pueblo, por fin llegado al poder, la herencia milenaria de todos los que lo hab�an precedido.

Huitzilopochtli, asociado al origen mismo de este pueblo, no era en realidad sino un peque�o dios tribal, un aspecto del dios Tezcatlipoca, hasta que el triunfo de su pueblo lo eleva a la categor�a de un dios creador. Entonces se convierte en el sol mismo, que es el dador de la luz, del calor, de los d�as y de todas las cosas necesarias para la vida; pero el sol, como todo ser creado por la pareja divina, necesita alimentarse, ya que debe luchar diariamente contra sus enemigos: los tigres de la noche, representados por la luna y las estrellas. Recordemos que esto es exactamente lo que tuvo que hacer el peque�o Huitzilopochtli al nacer plenamente armado; pero el sol, desgraciadamente para los vecinos del pueblo azteca, s�lo se alimenta con el m�s preciado de todos los manjares: con el n�ctar de los dioses, o sea, la sangre humana. Entoces, para tenerlo permanentemente en vida y darle fuerzas en su lucha diurna es indispensable sacrificar a los hombres. Los aztecas se sienten obligados por su historia misma a ser guardianes, as� como sus sustentadores; en otras palabras, a ellos les toca proveer al sol de sangre humana. �ste es, por lo tanto, el excelente motivo de indiscutible altura moral con que ellos mismos pretenden absolverse de todas las guerras y de todas las muertes; pero para sus vecinos, �qu� tragedia vivir junto al pueblo elegido!

En algunas regiones ind�genas de M�xico queda un recuerdo lejano de esta idea, seg�n la cual el hombre tiene como misi�n defender al sol. Recuerdo que hace unos a�os, estando en un pueblo cerca de Acapulco, hubo un eclipse parcial de sol. Inmediatemente sali� la poblaci�n, hombres, mujeres y ni�os, armados de cuanto objeto es capaz de producir sonido: instrumentos musicales, cajas vac�as, tablas, l�minas viejas, etc. El objeto era hacer tanto ruido que los tigres que estaban devorando al sol se asustaran con el esc�ndalo y se fueran. Felicit�monos que ahora el ruido solo es capaz de llenar el cometido que antes ten�an los corazones humanos.

Aun con todos estos datos, nos resulta muy dif�cil entender lo que podr�amos llamar la gloria o el deseo del sacrificio. Por ejemplo: hasta qu� punto el que iba a ser sacrificado estaba conforme con su destino. Por un lado sab�a que iba a morir; pero por otro se iba a asimilar al dios, a convertirse pr�cticamente en esencia divina. Tenemos una serie de datos contradictorios sobre este asunto. Guerreros ilustres que han sido hechos prisioneros y a los que se ofrece la vida por considerarlos muy valiosos no aceptan y son sacrificados por su propio deseo. Tambi�n en algunos grupos, como las tarascos, los prisioneros que lograban escapar hab�an defraudado a los dioses, que ya contaban con esa sangre. Pero tambi�n se nos habla de c�rceles en las que se guardaba a los prisioneros hasta el d�a del sacrificio y aun de que eran amarrados para que no escaparan. Aunque la opini�n p�blica los criticara y sus propias gentes no desearan verlos volver, es evidente que muchos prisioneros ten�an la reacci�n normal de salvar su piel aun corriendo el riesgo de que el dios pasara un poco de hambre.

Evidentemente es absurdo suponer, como lo han dicho muchos historiadores, que el m�vil de la guerra era simplemente un m�vil religioso. La guerra, como en todas partes, pretend�a obtener ventajas materiales, conquistas, bot�n, tributos y una continua extensi�n de linderos. Los mexicanos no son los iniciadores ni los responsables del "estado de guerra casi permanente" en el que vivieron. Hemos visto c�mo la guerra se hab�a convertido, desde los tiempos ya bien antiguos de Mixc�atl y creo que desde tiempos olmecas, en un rasgo cultural siempre presente. La guerra es un factor social, un estado de cosas. La vemos menos clara en ciertos momentos, como durante la �poca teotihuacana, pero esa serie de imperios ef�meros y de se�ores feudales eternamente insurrectos demuestra una situaci�n pol�tico-social en la que la guerra es "necesaria"; situaci�n que los aztecas han heredado, como desgraciadamente ha sucedido en otras �pocas y otros lugares a trav�s de la historia humana.

Lo que los mexicanos parecen llevar m�s lejos que otros es el sentido religioso de la guerra, especialmente en una de las m�s curiosas instituciones de que se tenga noticia entre pueblo alguno: la guerra florida. No sabemos cu�ndo se inicia realmente esta costumbre, pero por 1375 ya exist�a entre los tepanecas, de quienes probablemente la heredaron los mexicas. Consiste en que dos Estados se ponen de acuerdo para celebrar, en un sitio determinado y en una fecha fija, una gran batalla cuyo �nico objeto es tomar prisioneros vivos. Cualquiera de las dos partes que gane no obtendr� de la otra territorios, ni saquear� a su pueblo, sino simplemente se llevar� a los prisioneros hechos para sacrificarlos. No eran por tanto interesantes sino vivos, ya que los muertos en la batalla no representaban utilidad alguna. De acuerdo con el n�mero de prisioneros que hubiera hecho un soldado, sub�a de grado en el ej�rcito y obten�a autorizaci�n para ostentar ciertas insignias. Esta idea deb�a, en las guerras de la conquista, salvar la vida de muchos espa�oles, ya que los ind�genas deseaban tenerlos vivos, lo que frecuentemente permit�a a los prisioneros escapar. El mismo Cort�s, ca�do y rodeado de enemigos, logr� salvarse porque, en vez de matarlo, trataron de llevarlo vivo.

Bajo Moctezuma I, probablemente con motivo de la necesidad cada vez mayor de v�ctimas, se instituye dicha costumbre entre Tenochtitlan y algunas de las ciudades del valle de Puebla. En esta forma no hab�a que ir demasiado lejos para encontrar prisioneros; pero lo evidente ten�a que suceder, o sea, que, poco a poco, los mexicanos no se conformaron con la simple guerra florida, sino que empezaron a conquistar en serie grandes secciones de la regi�n de Puebla, hasta que al fin la rep�blica de Tlaxcala qued� trágicamente rodeada.

Mientras tanto, Nezahualc�yotl sigue reinado sobre Tezcoco. Tuvo la fortuna de vivir muchos a�os, durante los cuales se convierte en el monarca m�s c�lebre de su siglo. Aparte de sus m�ltiples victorias militares y del ensanchamiento continuo de su reino, logra hacer de su capital el cerebro de su �poca. Es un gran constructor. Desgraciadamente, las vicisitudes por las que pasa Tezcoco despu�s de su muerte han hecho desaparecer totalmente los inmensos palacios que mand� construir y los templos de sus dioses. S�lo queda como recuerdo material de esta �poca una piscina o m�s bien un estanque, parte de un sistema de riego situado muy adecuadamente, desde donde, entre �rboles y flores, se domina el paisaje del valle de los lagos. Pero la gloria principal de Nezahualc�yotl no radica en sus edificios sino en su influencia sobre las letras, las leyes y la religi�n. Poeta �l mismo, re�ne en su corte a un grupo selecto de aficionados a la poes�a y al teatro y gran parte de la literatura ind�gena que nos queda proviene de la escuela de Tezcoco o est� fuertemente influida por ella.

Su prestigio como legislador es tan poderoso que otras ciudades copiaron sus leyes; ahora nos parecen terribles, ya que la pena capital se aplicaba a casi todos los delitos, algunos de los cuales son de menor importancia a nuestro parecer. A trav�s de esas ordenanzas se asoma un poco de la mentalidad ind�gena y de su concepto del bien y del mal. Muchas de las leyes est�n basadas en necesidades pr�cticas, pero otras emanan de puntos de vista morales. Indican una rigidez extraordinaria, un verdadero puritanismo donde, por ejemplo, todo pecado sexual as� como la embriaguez, se castigan con la muerte. A veces se trata de respetar tab�es o ideas m�gicas, como en el horrible caso del hermafrodita de Tlaxcala.

Nezahualc�yotl mismo aplica tan rigurosamente sus leyes que en un caso condena a muerte a su propio hijo por adulterio. Todo ello no quiere decir que las costumbres del pueblo fueran tan r�gidas, y bajo el reinado de su hijo pierden algo de su dureza.

Nezahualc�yotl, influido tal vez por las viejas historias de Quetzalc�atl que corr�an en todas las bocas, construye una religi�n mucho m�s elevada y mucho m�s pura. Cree en un dios supremo, simple esp�ritu sin cuerpo, del que no pueden hacerse estatuas y que no desea sacrificios humanos. Esta religi�n filos�fica y abstracta, en la que no hay templos ni ceremonias, no es seguida por la masa que no se divierte con ella y se conserva s�lo entre una peque�a �lite de sacerdotes.

Con la muerte de Nezahualc�yotl empieza la decadencia de Tezcoco. Lo sucede en el trono su hijo Nezahualpilli, el "pr�ncipe hambriento", quien es una figura curios�sima enteramente decadente y profundamente civilizada.

En 1469 sube al trono Axay�catl, tambi�n descendiente de Acamapichtli, y como todos lo dem�s reyes mexicanos, se lanza en una serie de nuevas conquistas, que extienden cada vez m�s la superficie del imperio.

Un episodio importante del gobierno de este Se�or lo constituye la conquista de la ciudad rival Tlatelolco. Aqu�, desde tiempo antiguo se hab�a formado una ciudad-estado que durante m�s de un siglo se consider� aliada de Tenochtitlan. Aunque cada vez m�s dominada por �sta, conservaba, cuando menos, una apariencia de autonom�a. Por motivos de tipo pol�tico y aun por razones personales, Axay�catl decide terminar la independencia de Tlatelolco. El rey de este lugar se hab�a casado, indudablemente por conveniencias diplom�ticas, con una hermana del se�or de M�xico, "la peque�a piedra preciosa" a quien "le hed�an grandemente los dientes, por lo cual jam�s se holgaba con ella el rey de Tlatelolco". "Su marido no la estimaba en nada por ser endeble, de feo rostro, delgaducha y sin carnes y la despojaba de cuanta manta de algod�n le enviaba Axay�catl, d�ndoselas a todas sus mancebas. Sufr�a mucho la princesa, se la obligaba a dormir en un rinc�n junto a la pared, en el sitio del metate, y tan s�lo ten�a para s� una manta burda y andrajosa... su marido la alojaba en casa aparte de sus mancebas, en ning�n sitio se le daba val�a alguna y precisamente nunca quer�a el rey dormir con la princesa, 'peque�a piedra preciosa', y dorm�a solamente con sus mancebas [que eran] hembras muy garridas."

No tard� en llegar a o�dos de Axay�catl la triste historia de su hermana y, tomando como pretexto el insulto personal, decidi� llevar a cabo lo que la ambici�n le dictaba: la conquista de Tlatelolco. La lucha fue difícil, ya que hasta las mujeres defendieron valerosamente su ciudad. Pero por fin debi� sucumbir ante el �mpetu azteca, cuyos soldados subieron al gran templo y desde esa altura arrojaron el rey de Tlatelolco, con lo que termin� la guerra en 1473.

Tlatelolco ten�a relaciones estrechas con la gente del valle de Toluca; tal vez por esto, a su ca�da, Axay�catl se dedica a la conquista de todas las ciudades de esa regi�n. En varias de ellas quedan ruinas interesantes; pero con mucho, las m�s notables son las del templo monol�tico de Malinalco. Con un plan de trabajo que debe haber sido preparado muy cuidadosamente de antemano, se fue recortando la piedra blanda hasta formar una gran c�mara circular, con sus escaleras de acceso y esculturas. La puerta representa la cara de un enorme serpiente con la boca abierta, a cuyos lados se tallaron dos esculturas. De un lado, una serpiente con escamas en forma de puntas de flecha, que sirve de pedestal a una figura humana de la que desgraciadamente s�lo quedan los pies y que muy posiblemente representara a un caballero-�guila. Al otro lado, un caballero-jaguar, tambi�n incompleto, est� de pie sobre un tambor forrado de piel de jaguar. Pasada la puerta se encuentra uno en un cuarto circular rodeado de una banca. En �sta se represent� la piel de un jaguar con la cabeza, la cola y las garras de este animal; a sus lados y tambi�n sobre la banca, dos pieles de �guila de admirable factura, y otra, en el centro, completan la decoraci�n. El techo c�nico debe de haber sido de paja. Todos los elementos de este edificio indican que se trata de un lugar donde se efectuaban ceremonias de las dos �rdenes militares llamadas caballeros-jaguares y caballeros-�guilas. Por lo que sabemos de estas �rdenes, s�lo pod�an pertenecer a ellas los guerreros m�s ilustres a quienes se confer�a, como un honor muy especial, uno u otro de estos dos t�tulos. Curiosamente, como las �rdenes de caballeras medievales, combinaban el esp�ritu militar con obligaciones religiosas que, en el caso de los mexicas, consist�an principalmente en rendir culto al sol. De aqu� podemos deducir que el templo de Malinalco estaba dedicado principalmente a este astro.

Independientemente del despliegue de habilidad que indica, ya que el menor error era irreparable, est�ticamente las esculturas de animales pueden colocarse entre los ejemplares m�s bellos del arte azteca. Tienen ese estilo realista muy esquematizado, donde unos cuantos rasgos indican, mejor que la m�s precisa de las copias, las caracter�sticas del objeto esculpido.

En una de las c�maras laterales se conserva un fragmento de fresco que representa una fila de guerreros caminando. Adem�s de su inter�s iconogr�fico, es una de las rar�simas pinturas murales de esta �poca en existencia; del valle de M�xico no se conserva casi ninguna.

Como resultado de las conquistas en el valle de Toluca, los mexicanos se convirtieron en colindantes del gran reino tarasco. Hacia 1480 se inici� la inevitable guerra entre los dos poderes militares m�s importantes del momento; por primera vez la t�cnica de los mexicanos no dio el resultado acostumbrado y sus ej�rcitos fueron derrotados. A partir de entonces se estableci� entre los dos reinos rivales una curiosa situaci�n de "guerra fr�a" y los dividi� una "cortina de piedra", ya que ambos bandos construyeron a lo largo de la frontera una serie de puntos fortificados con car�cter m�s bien defensivo que ofensivo. Los mexicanos trataron de rodear al enemigo conquistando toda la regi�n de Guerrero para poder atacar a los tarascos tambi�n por el sur; pero esta estrategia tampoco les sirvi�, pues jam�s lograron atravesar el r�o Balsas.

Esta situaci�n de jaque continuo dur� hasta que la conquista espa�ola vino a alterar el equilibrio de las fuerzas. Tal vez se debiera al hecho de que al �mpetu de los soldados aztecas, los tarascos opon�an armas superiores, ya que frecuentemente eran de cobre.

La exploraci�n de algunas de estas fortalezas, en realidad apenas iniciada, ha permitido sin embargo conocer bastante del arte militar de la �poca. Est�n construidas en cerros de dif�cil acceso y rodeadas de uno o varios c�rculos de murallas y a veces de fosos. Eran defendidas por peque�as guarniciones de soldados, pero no formaban verdaderas poblaciones permanentes; conservaban, pues un car�cter estrictamente militar.

El gobierno de Axay�catl, aparte de las guerras mencionadas, se caracteriza por una serie de otras con las cuales el terror que infund�an los soldados aztecas creci� de d�a en d�a. Ya en ese momento, est� bien implantado el odio que inspira el imperialismo azteca; odio cuyas consecuencias han de ser de primera importancia a la llegada de Cort�s.

Por otro lado, Axay�catl sigue la tradici�n de Moctezuma I; se hace construir un gran palacio, y contin�a las obras magnas del templo mayor. De su �poca parece ser la gran escultura generalmente conocida con el nombre de calendario azteca, y que es en realidad una piedra votiva en honor del sol. Este monumento, de una rara perfecci�n y de importante simbolismo, conservado hoy en d�a en el Museo Nacional de Antropolog�a de M�xico, inicia la �poca de la escultura monumental azteca, la cual continuar� durante los reinados siguientes.

El sucesor de Ax�yacatl, T�zoc, reina s�lo de 1481 a 1486 y seg�n parece muri� envenenado. Aun en tan corto plazo logr� bastantes nuevas conquistas, inmortalizadas en un momento magnif�co: la piedra de T�zoc. Es un gran cilindro de basalto alrededor del cual est�n representadas las victorias del emperador. �sta lleva las insignias y los atav�os de Huitzilopochtli ya que, como gran sacerdote del dios, se vest�a como �l. Despu�s de su muerte lo sucede a su hermano, Ahu�zotl, tan terrible y brutal conquistador que su nombre ha llegado hasta nuestro d�as como s�mbolo de algo temido o que de continuo nos persigue o molesta.

Al a�o de reinar, en 1487, se termina la construcci�n del gran templo. Ahu�zotl decide inaugurar la obra con solemnidades hasta entonces nunca so�adas. Para ello emprende una verdadera cacer�a de prisioneros y se dice que logr� sacrificar 80 000 hombres, con lo que indudablemente el sol debi� adquirir nuevas fuerzas. Parece altamente exagerado el n�mero de v�ctimas que se se�ala; pero cualquiera que haya sido la cantidad de sacrificados, dej� un recuerdo imborrable en las memorias ind�genas.

El terror de los ej�rcitos o el recuerdo de los sacrificios convenci� a todos lo pueblos a�n no sometidos del poder de los mexicanos. �stos emprendieron otra campa�a hacia el sur, con la que no s�lo completaron sus conquistas en Oaxaca y en el istmo, sino que tambi�n llegaron hasta la frontera actual de Guatemala, cayendo en sus manos toda la regi�n del Soconusco.

La muerte de este gran conquistador no estuvo a la altura de sus haza�as. En 1502 se rompi� un dique, lo que produjo una inundaci�n en M�xico; y al querer escapar, Ahu�zotl se golpe� en un dintel y, como Carlos VIII de Francia cuatro a�os antes, muri� a consecuencia de ello.

Con su muerte termina la serie de grandes jefes militares que hab�an reinado en Tenochtitlan desde Moctezuma I y cuyas conquistas hab�an hecho de la peque�a ciudad construida sobre una isla del lago, la capital de un vasto imperio.

La organizaci�n de los ej�rcitos, cada d�a m�s importantes; la direcci�n del imperio con todos sus problemas pol�ticos y econ�micos; y aun la constituci�n de una vida urbana, desaparecida desde hac�a varios siglos, hubo de transformar profundamente la estructura del pueblo azteca. Ya la peque�a horda, n�mada y despreciada, se ha convertido en el grupo dirigente y dominador de pueblos tan diversos como numerosos. El viejo sistema tribal no pod�a continuar; la sociedad se divide en clases, y hay nobles, plebeyos y esclavos. Asimismo hay mercaderes, sacerdotes, obreros especializados en numerosas t�cnicas manuales y toda una burocracia. Este cambio radical se nota tambi�n en la persona misma del jefe, que se convierte cada vez m�s en aut�crata y que bajo Moctezuma II, se va a transformar en una especie de dios. Como a los c�sares romanos, el poder se les hab�a subido a la cabeza y la antigua organizaci�n era cada d�a m�s un despotismo de tipo oriental.

En 1502, cuando Moctezuma II, fue elegido emperador, ten�a la reputaci�n de un capit�n valeroso que h�bilmente hab�a sabido dirigir los ej�rcitos; pero sobre todo, la de un sacerdote profundamente conocedor de la religi�n; una especie de m�stico sencillo y humilde. R�pidamente cambi� toda esta situaci�n para convertirse en un d�spota rodeado de todo un ceremonial cortesano muy complicado. Nadie pod�a verlo, sino deb�a presentarse ante �l con los ojos bajos; no se lo pod�a tocar. Los pocos que ten�an derecho a visitarlo deb�an entrar descalzos haciendo una serie de genuflexiones, llam�ndolo Se�or, Mi Se�or, Mi gran Se�or.

Los primeros 17 a�os de su reinado pasan en continuas guerras y en la sofocaci�n de rebeliones de algunos pueblos que, desesperados por la opresi�n, se levantan en armas esperando vanamente evitar el tributo que se les hab�a impuesto. Pero Moctezuma II tiene poca participaci�n personal y m�s bien vive en la ciudad, dedicado a los placeres y a los deberes religiosos.

Era un hombre inteligente y refinado aunque profundamente superticioso, y toda su vida estuvo basada en sus creencias. En 1519 estalla, como un grito espantoso, la terrible noticia: Quetzalc�atll ha regresado. Desde el primer momento Moctezuma sabe que su reino se ha acabado, que las profec�as sa han cumplido, que la lucha contra un dios es imposible. Entonces sigue el �nico camino abierto, la �nica forma de oponerse a un dios: obtener la ayuda de los otros dioses y tratar de convencer a Quetzalc�atll de que se regrese.

Por un lado, env�a a Cort�s las insignias del dios: el penacho de plumas, la m�scara de oro y los numerosos regalos con que espera convencerlo. �stos lo convencen; pero precisamente de lo opuesto a lo que deseaba Moctezuma, o sea, de seguir su marcha, engolosinado por el oro.

Por otro lado, re�ne Moctezuma a los sacerdotes y a los brujos que, tras largas discusiones, deciden llevar contra Cort�s toda una campa�a m�gica que lo inmovilizar�. Como era de esperarse, una tras otra fracasan las tretas. Los embrujos son infructuosos y, sin hacer caso de la desesperaci�n de Moctezuma, Cort�s se presenta un d�a ante las puertas de M�xico.

Moctezuma, por �ltima vez representa su papel de rey y sale a recibir al conquistador: "Ya que lleg�bamos cerca de M�xico a donde estaban otras torrecillas, se ape� el gran Moctezuma de las andas y tra�anle de brazo aquellos grandes caciques, y debajo de un palio muy riqu�simo a maravilla, y el color de plumas verdes con grandes labores de oro, con mucha argenter�a y perlas y piedras chalchius, que colgaban de unas como bordaduras, que hubo mucho que mirar en ello. Y el gran Moctezuma ven�a muy ricamente ataviado seg�n su usanza y tra�a calzados unos como cotaras, que as� se dice lo que calzan; las suelas de oro y muy preciada pedrer�a por encima en ellas, y los cuatro se�ores que le tra�an del brazo ven�an con rica manera de vestidos a su usanza, que parece ser se los ten�an aparejados en el camino para entrar con su Se�or, que no tra�an los vestidos con los que nos fueron a recibir, y ven�an, sin que ellos cuatro se�ores que ven�an delante del gran Montezuma, barriendo el suelo por donde hab�a de pisar, y le pon�an mantas porque no pisase la tierra. Todos estos se�ores ni por pensamiento le miraban en la cara, sino los ojos bajos y con mucho acatao, excepto aquellos cuatro deudos y sobrinos suyos que lo llevaban del brazo, Y como Cort�s vio y entendi� y le dijeron que ven�a el gran Montezuma, se ape� del caballo y desde que lleg� cerca de Montezuma, a una se hicieron grandes acatos. El Montezuma le dio el bienvenido y nuestro Cort�s le respondi� con do�a Marina que �l fuese el muy bien estado; y par�ceme que Cort�s, con la lengua do�a Marina, que iba junto a Cort�s, le daba la mano derecha y Montezuma no la quiso y se la dio a Cort�s. Y entonces sac� Cort�s un collar que tra�a muy a mano de unas piedras de vidrio, que ya he dicho que se dicen margaritas, que tienen dentro de s� muchas labores y diversidad de colores y ven�a ensartado en unos cordones de oro con almizcle porque diesen buen olor, y se le ech� al cuello al gran Montezuma y cuando se le puso le iba a abrazar y aquellos grandes se�ores que iban con Montezuma le tuvieron el brazo a Cort�s que no le abrazase, porque lo ten�an por menosprecio".

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