Prisi�n y muerte de Maximiliano

Era la cat�strofe. Como se ha dicho, la situaci�n militar del imperio era muy desfavorable. Realmente el imperio s�lo dominaba ya en las ciudades de M�xico, Puebla, Veracruz y Quer�taro. Todo el resto del pa�s estaba en manos del enemigo o, por lo menos se encontraba indefenso a su merced. Miram�n, despu�s de su derrota, uni� el resto de sus tropas con las del general Castillo, que se hab�a destacado del grueso de sus fuerzas, y lleg� a Quer�taro. El general imperial Mej�a acababa de tener algunos encuentros victoriosos con el juarista Carbajal y se hab�a retirado tambi�n a aquella ciudad. Adem�s llegaron all� el general M�ndez, con su brigada, y Olvera, un partidario del imperio, con sus guerrilleros, de suerte que de este modo se hab�an reunido unos 9 000 hombres de tropas imperiales, aunque, naturalmente, de valor combativo muy desigual. El general Porfirio D�az avanz� hacia Puebla, que estaba defendida por una guarnici�n de 2 500 hombres; s�lo algunos miles defend�an la ciudad de M�xico. Los generales juaristas Escobedo, con 12 000 soldados, Corona, con 8 000 y Riva Palacio, con 7 000, sin preocuparse demasiado de la corte de M�xico, avanzaron, al principio separados, contra las principales fuerzas imperiales que se encontraban reunidas en Quer�taro. Recib�an excelentes informes del propio campo imperial y, gui�ndose por ellos, dirigieron primero las operaciones militares de sus ej�rcitos all� donde se encontraban las mayores fuerzas imperiales, pensando que, despu�s de haberlas vencido, la capital y el poder en todo el pa�s caer�an por s� mismos en sus manos. Este �xito final deb�a esperarse tambi�n teniendo en cuenta la cantidad de fuerzas, pues, en conjunto, los imperiales dispon�an de, aproximadamente, 12 000 soldados, en tanto que los juaristas, contaban, por lo menos, de 50 000 a 60 000 hombres, n�mero que aumentaba de continuo. Claro que el valor combativo de las tropas jusistas era tambi�n muy vario y por eso se pod�an esperar de ambos lados sorprendentes resultados que pod�an hacer variar f�cil y r�pidamente el cuadro que ofrec�an las cifras. Los conservadores confiaban esto y en la fama militar de sus jefes para el caso que tuviesen que decidir las armas.

El general M�rquez fue puesto al lado del emperador, como hombre de confianza de los conservadores, con la misi�n de llevarlo de M�xico a Quer�taro. La partida fue fijada para el 12 de febrero, pero tuvo que ser aplazada para el d�a siguiente porque el ministerio conservador, a pesar de todas sus jactanciosas promesas, no hab�a conseguido reunir ning�n dinero y cuando partieron s�lo pudieron, con todos los esfuerzos, poner a disposici�n, del emperador de 50 a 60 000 pesos.

As� como la emperatriz hab�a emprendido su viaje a Europa al 13 de un mes, tambi�n Maximiliano se puso en camino hacia Quer�taro el d�a 13. �Qu� coincidencia incluso para aquellas personas no supersticiosas! Al amanecer y en secreto, parti� inesperadamente la columna compuesta de una fuerza de unos 15 000 hombres y 18 ca�ones, a la cual se unieron el emperador y el general M�rquez. Estaba formada de las m�s variadas tropas. En sus l�neas iban pocos europeos, la mayor�a franceses. Todos las dem�s tropas europas permanecieron en M�xico.

Un coronel, el pr�ncipe Felix Salm-Salm, al cual el emperador hab�a prohibido tambi�n que lo acompa�ase, supo, sin embargo, con un h�bil pretexto, ser destinado cerca del general Vidaurri que iba en la columna y un d�a despu�s de la partida apareci� entre la fuerza con gran admiraci�n del emperador.

Salm hab�a abandonado en su juventud el ej�rcito alem�n por cuestiones de deudas, se march� a Am�rica y, buscando aventuras de todas clases, ingres� en el ej�rcito de la Uni�n, participando en la Guerra de Secesi�n con singular valent�a. En sus correr�as, este hombre, que anhelaba la acci�n y la aventura y que siempre estaba dispuesto al duelo y a la lucha, conoci� a una joven y hermosa artista ecuestre de origen franc�s cuyo car�cter se parec�a al de Salm. Se casaron y la antigua artista se convirti� en una respetada y sensata princesa y en una buena esposa. El emperador Maximilano hab�a seguido los consejos de los pol�ticos de no llevar con �l a ning�n europeo, pero, interiormente, echaba de menos el trato con ellos y por eso se alegr� de que Salm hubiese encontrado la manera de ir con �l.

La marcha hacia Quer�taro no se realiz� sin peque�as escaramuzas. Los juaristas destacaron secciones de exploraci�n. Cada vez que se produc�a un combate con ellas, el emperador, sin reparar en el peligro, se apresuraba a acudir al punto amenazado. Sab�a que no hay nada que anime m�s a los soldados que ver compartir sus peligros a su jefe supremo. Maximiliano se expon�a en todas partes donde pod�a; su sentido del honor y su innata caballerosidad hac�an que en toda ocasi�n fuese a la primera l�nea. Estas cualidades deb�an determinar hasta el fin la actitud de Maximiliano. Una orden del ej�rcito anunci� que el emperador hab�a tomado el mando supremo y el nombramiento del general M�rquez como jefe del estado mayor.

El 19 de febrero lleg� el emperador con su columna a Quer�taro. La ciudad, comprendiendo las tropas, ten�a aproximadamente 4 000 habitantes y está emplazada en un valle regado por un riachuelo y rodeado por una cadena de colinas. La ciudad es muy llana y extensa. S�lo la parte este, en donde se halla un convento llamado "de la Cruz", una especie de ciudadela con casas de maciza construcci�n, se encuentra en el cerro de la Cruz y domina el resto de la ciudad. Numerosas iglesias la animan. Al este del pueblo, aislado por completo, se levanta el cerro de Las Campanas. Desde �l se ofrece una espl�ndida vista sobre Quer�taro y sus encantadores alrededores y desde all� se pod�a ver muy bien qu� trampa ten�a que ser la ciudad para un ej�rcito que, por el reducido n�mero de sus tropas, no estaba en condiciones de guarnecer las colinas, sin fortificar, que en amplio c�rculo rodean la ciudad. Pero no hab�an sido razones militares las que hab�an hecho elegir la ciudad. El partido conservador consider� siempre a Quer�taro, que tambi�n era una importante ciudad comercial, como su baluarte.

Un grandioso recibimiento se prepar� al emperador. Sabiendo muy bien lo sensible que era Maximiliano para tales manifestaciones, los conservadores recurrieron a todos los medios para hacer la entrada en Quer�taro lo m�s brillante posible. Masas humanas, cordones de tropas, discursos de salutaci�n, servicios religiosos, nada faltaba. Los generales Mej�a y Miram�n que, a pesar de algunas derrotas, gozaban de gran fama militar, dieron la bienvenida al emperador. Todo esto no dej� de producir impresi�n sobre Maximiliano. Conmovido, escribi� al presidente del Consejo Lares, a M�xico, que el entusiasmo con que miles de personas hab�an cantado el himno, el desfile de las tropas y sus delirantes manifestaciones de alegr�a le emocionaron hondamente. La alegr�a, dec�a, hab�a sido sincera y no comedia. Pero en seguida, al final de la carta, aparec�a la amarga realidad. Se necesitaba dinero para pagar la soldada a estas valientes tropas y Lares deb�a conseguirlo a toda costa.

Adem�s de las preocupaciones econ�micas agobiaba tambi�n al emperador la discordia entre sus generales. All� estaban el leal y valiente Miram�n, que en un tiempo, fue presidente de la Rep�blica, un hombre todav�a joven, de 36 a�os de edad, con gran fama militar, pero en realidad, de escaso talento como general; despu�s Mej�a que durante 25 a�os hab�a servido fielmente a la causa de los conservadores, muy amado por sus paisanos, los indios de la Sierra Gorda, era sencillo y valiente, pero cruel como todos los indios y, al mismo tiempo, de gran talento militar. M�rquez era el tipo de jefe de partido mexicano, sin escr�pulos, astuto, calculador, falso intrigante y de tal modo comprometido que no pod�a esperar ninguna piedad de sus adversarios. Por �ltimo, el valiente y en�rgico M�ndez, que lleg� a Quer�taro con sus tropas el 23 de febrero y que tampoco estaba exento de crueldad, pero que, por lo dem�s, era un soldado leal y sencillo y un conservador convencido.

�stas eran con Maximiliano las cinco "M" m�gicas de la tragedia de Quer�taro que estaban a la cabeza de un ej�rcito de 8 000 hasta 9 000 hombres . Era dif�cil subordinarlos entre s�. En particular entre M�rquez y Miram�n hab�a una enconada enemistad. Maximiliano trat� de orillar las dificultades reserv�ndose para �l, como hemos dicho, el mando supremo, poniendo a M�rquez a la cabeza del estado mayor, dando el mando de la infanter�a a Miram�n, el de la caballer�a a Mej�a y a M�ndez el de la reserva. De esta manera esperaba Maximiliano evitar las desavenencias, pero en esta forma puso a su lado al menos leal.

Entre los jefes subalternos que hab�an venido con Maximiliano se destacaba el coronel L�pez, que parec�a un oficial europeo, de bella figura, agradables facciones y finos modales, siempre magn�ficamente montado y muy acicalado. Desde la llegada del emperador en el a�o de 1864 pertenec�a a su s�quito, durante el primer viaje de los emperadores hab�a cabalgado al lado de la ventanilla de la diligencia y con su irreprochable conducta se gan� la simpat�a de Maximiliano. No era querido entre sus compa�eros; sin embargo, Bazaine lo apreciaba y, al parecer porque L�pez era pariente de su esposa, le otorg� la cruz de oficial de la legi�n de honor.

En un consejo de guerra que se celebr� el 24 de febrero se trat� de la situaci�n militar y financiera. Los consejos de guerra se convocan la mayor�a de las veces cuando falta el jefe capaz de dirigir un ej�rcito y carece de la energ�a necesaria para adoptar una decisi�n. Ya dec�a Federico el Grande que cuando muchos se re�nen y "deliberan" siempre se impone la mayor�a, esto es, los tontos y los d�biles. Miram�n aconsej� un ataque en�rgico y r�pido, como en realidad conven�a dada la situaci�n; M�rquez, por el contrario, defendi�, con �xito, la opini�n de que era demasiado arriesgado salir de Quer�taro con aquellas tropas tan poco entrenadas y aconsej� dejar que se concentrase el ej�rcito enemigo sin molestarlo, para, despu�s, con el ej�rcito imperial bien organizado caer sobre �l y aniquilarlo "de un solo golpe". Pero no eran s�lo las divergencias de opini�n entre los generales y la agobiadora penuria de dinero lo que produc�a un efecto paralizador, sino tambi�n la secreta intenci�n del emperador de, apoyado en su ej�rcito reunido en Quer�taro, lograr, mediante negociaciones directas con Ju�rez, una inteligencia y una reconciliaci�n de los partidos. Con esta intenci�n y, por supuesto, sin resultado, ya hab�a sido enviado Bournouf a entrevistarse con Porfirio D�az. A pesar de todo, el emperador ten�a todav�a esperanzas en el restablecimiento de la paz bajo un gobierno formado de acuerdo entre �l y Ju�rez.

En el consejo de guerra se decidi� traer de la capital, como refuerzos, a los regimientos europeos, pero, de un modo muy significativo, no les lleg� la orden porque no era agradable a los conservadores de la corte.

Maximiliano encarg� ahora a un agente, de nombre Antonio Garc�a, ponerse en contacto con Ju�rez, pero el presidente evit� toda negociaci�n, decidido a resolver la situaci�n con la punta de bayonetas. Trat� de entretener a Maximiliano porque los ej�rcitos republicanos marchaban separadamente hacia Quer�taro y, por el momento, el ej�rcito que ten�a reunido el emperador era superior a cada una de las columnas republicanas. Maximilano se hallaba todav�a obsesionado por la idea del congreso que ya hac�a tiempo se hab�a probado que era una utop�a. La situaci�n financiera se hac�a m�s amenazadora de d�a en d�a; como no se recib�a dinero de la capital no se sab�a c�mo se iba a pagar la soldada del ej�rcito y cubrir los gastos corrientes de todas clases cuyo importe se acumulaba. 30 000 pesos era todo lo recibido de M�xico y esto apenas si lleg� para cinco d�as. Las cartas de Maximiliano a M�xico pidiendo dinero eran cada d�a m�s apremiantes. El ministro S�nchez Navarro recibi� el encargo de dar prisa a la comisi�n a la que estaba confiada la venta de los caballos, coches imperiales, etc., para que, por lo menos, se pudiesen pagar los sueldos a la servidumbre. Pero en Quer�taro s�lo qued� el recurso de empr�stito forzoso entre los habitantes. S�lo estos pod�an proporcionar el dinero indispensable para continuar la resistencia.

Entre tanto, los cuerpos de Escobedo y de Corona, que a�n avanzaban separados, se acercaban a la ciudad. Escobedo fue nombrado general en jefe del ej�rcito republicano. Este general ten�a un exacto conocimiento del pa�s por haber sido "arriero", esto es, peque�o empresario y conductor de los carros de transporte, tirados por las largas filas de mulas, dific�les de guiar y a veces peligrosos, que son usuales en M�xico. Pero Escobedo en situaciones dif�ciles era tenido m�s bien por indeciso y d�bil, aunque de ning�n modo, por cruel. Pertenec�a, como todos los generales mexicanos que estaban a la cabeza de grandes masas de tropas, al n�mero de aquellos que siempre abrigaban la esperanza de llegar a la presidencia. De 40 a�os de edad, con gran barba negra, ten�a un aspecto severo y adusto, as� como el general Corona, cuya energ�a era elogiada en todo el ej�rcito republicano. Escobedo, como todos los dem�s jefes recibi� la rigurosa orden de proceder sin consideraciones, incluso con crueldad, contra los partidarios que todav�a ten�a el emperador, para quitar a todo el mundo el deseo de ponerse a su lado.

Maximiliano hubiese tenido la posibilidad de lanzarse por sorpresa sobre uno de los dos cuerpos; pero al mismo tiempo que se impon�an todas las privaciones de una campa�a, que instalaba su cuartel general en el Cerro de las Campanas y all� dorm�a al aire libre tapado con una manta y durante el d�a insepeccionaba incansablemente sus tropas, vacilaba en adoptar la decisi�n de emprender una acci�n liberadora y dejaba pasar el precioso tiempo, siempre con la esperanza de llegar a un convenio con los liberales.Todav�a no se hab�a extinguido en su alma la idea de la reconcilaci�n, de agrupar a todos los partidos, con la cual hab�a pisado por primera vez suelo de M�xico. La innata bondad de su car�cter le imped�a comprender, a pesar de todas las amargas experiencias hechas, que el odio de los partidos, en todas partes, pero sobre todo en M�xico, no conoce ninguna raz�n.

As� Escobedo y Corona tuvieron tiempo de unirse con toda tranquilidad ante Quer�taro y de rodear la cuidad con unos 25 000 hombres. Entre los generales liberales se destacaban, adem�s, R�gules, Trevi�o, Riva Palacio y Aureliano Rivera, este �ltimo un antiguo cochero de casa se�orial. Las tropas ten�an un valor combativo muy desigual; en parte estaban mal equipados —algunas unidades de infanter�a llevaban como �nica vestimenta una camisa y unos amplios pantalones de lana y sandalias—, carec�an de abundantes municiones, de suerte que, a menudo no pod�an aprovechar bien la capacidad de fuego de sus buenos fusiles norteamericanos. Su n�mero era s�lo suficiente para guarnecer con una l�nea muy d�bil las alturas que rodeaban al pueblo sin poder, sin embargo, mantener suficientes reservas detr�s de ellas. As� las fuerzas sitiadas ten�an la posibilidad de realizar con �xito salidas de la ciudad.

Desde el 6 de marzo la ciudad estaba rodeada, si bien las tropas sitiadoras s�lo formaban una d�bil cortina que era muy f�cil de romper en todas partes. Pero para quitar las ganas a los defensores de la ciudad de ponerse en comunicaci�n con el exterior mediante enlaces, los juaristas, si alguno de estos hombres ca�a en sus manos, lo colgaban sin piedad en el �rbol m�s pr�ximo. En los lugares por los que hab�a que pasar para ir a M�xico, se encontraban, con el cr�neo destrozado y colgados con un lazo por los pies, desgraciados soldados imperiales que hab�an ca�do en poder de los guerrilleros. Este espect�culo deb�a intimidar a la poblaci�n y produjo el efecto que se buscaba.

En los primeros d�as del cerco el emperador esperaba imediatamente un ataque de los sitiadores y mantuvo preparadas sus tropas, pero no ocurri� nada. Como a la larga el campamento al aire libre en el Cerro de las Campanas se hizo inc�modo y la fuerza principal de los sitiadores se encontraba en el norte y en el oeste de la ciudad, el emperador traslad� su cuartel general al convento de la Cruz.

Al d�a siguiente Escobedo lanz� su primer ataque. Realizando una diversi�n contra el Cerro de las Campanas, dirigi� su ataque principal contra el puente situado al norte de la ciudad y contra el mismo convento. Pero el enemigo fue rechazado con grandes p�rdidas. El pr�ncipe Salm se distingui� en este combate por su valent�a y se apoder� �l solo de un ca�on. El emperador Maximiliano permaneci� tranquilo conservando la sangre fr�a. A las tres de la tarde, Escobedo suspendi� esta tentativa que le cost� grandes p�rdidas y que s�lo le proporcion� la posesi�n de la colina de San Gregorio, que estaba situada m�s cerca de la ciudad. El emperador mont� a cabello y se traslad� a las primeras l�neas embriag�ndose con las entusiastas aclamaciones de tropas de "Viva el emperador", sin reparar en que cada vez que resonaba este grito el enemigo cubr�a de balas el lugar de donde proced�a.

En el campo juarista, el fracasado ataque produjo una depresi�n moral que, si hubiese sido aprovechada por la guarnici�n imperial lanzando un contraataque, hubiese tenido graves consecuencias para el ej�rcito de Escobedo. En lugar de esto se recurri�, de nuevo, a un consejo de guerra, en el cual la proposici�n de Salm de pasar al ataque fue rechazada. As� se dio nuevo tiempo a las tropas de Escobedo para rehacerse. A pesar de todo, la victoria lograda fortaleci� la confianza de Maximiliano y en las cartas que escribi� a M�xico expresaba su viva alegr�a. Al mismo tiempo renovaba el ruego al ministro de la casa imperial de que le enviase el dinero de la lista civil que hac�a tiempo que deb�a haber sido pagado, pues todav�a no hab�a recibido el anunciado pago de marzo de 10 000 pesos y no sab�a c�mo cubrir las necesidades m�s elementales de su casa.

En el consejo de guerra se decidi� reconquistar, por lo menos, la colina de San Gregorio, pero hubo que suspender de nuevo el ataque porque la ma�ana del 17 de marzo, para la cual estaba fijado, las tropas se situaron demasiado tarde en las posiciones de partida. Lo mismo sucedi� tres d�as m�s tarde cuando estaba planeado un ataque por sorpresa contra un transporte enemigo de v�veres. Entre tanto, empezaron a faltar las provisiones y el forraje, y los dep�sitos de municiones disminu�an con tanta rapidez que hubo que pensar en adoptar en�rgicas medidas para poner fin a esta situaci�n, a la larga insostenible.

El 20 de marzo fue convocado de nuevo un consejo de guerra. Las decisiones fueron dificultadas por el hecho de que precisamente Quer�taro, que hab�a sido elegido como punto central, se encontraba alejado de gran l�nea de comunicaci�n que sale de M�xico y, pasando por Puebla, llega hasta el puerto de Veracruz. Puebla estaba muy amenazada por Porfirio D�az. Si la ciudad ca�a, uno de los puntos m�s importantes de esta l�nea se encontrar�a en manos del enemigo y con ello desaparec�a la �ltima posiblidad de mantenerse en comunicaci�n con el mundo exterior y, adem�s, se perd�an los ingresos de la aduana de Veracruz, fuente de recursos que despu�s de la retirada de los franceses, promet�a de nuevo ser muy productiva.

Entre tanto, el general M�rquez intrigaba cerca del emperador; su puesto de jefe del estado mayor no le gustaba. Se encontraba a disgusto en la sitiada ciudad donde, en medio de tantos prestigiosos generales y personalidades, no pod�a obrar tan libre e independientemente como volviendo a M�xico. As�, pues, persuadi� al emperador de que sus ministros conservadores en la capital eran unas "viejas comadres", de que faltaba all� un general en�rgico y cicunspecto que impidiese el orden y que trajese ayuda financiera y militar al ej�rcito que luchaba en Quer�taro, el cual hasta ahora hab�a estado abandonado por completo. M�rquez convenci� tambi�n a los generales Mej�a y Miram�n prometi�ndoles refuerzos que �l mismo traer�a de M�xico. Adem�s, hizo ver al emperador que s�lo el establecimiento de una dictadura y el nombramiento de un leal general, con lo que se refer�a a s� mismo, como presidente del Consejo pod�a todav�a a �ltima hora dar un giro favorable a las cosas.

Cuando M�rquez hubo convencido de lo ventajoso de su plan a todos los participantes en el consejo de guerra, se reuni� �ste, no asistiendo Maximiliano "para no impedir la libertad de las decisiones". El emperador, teniendo conciencia de no poder �l mismo tomar ninguna resoluci�n, puso su suerte en manos de los otros, pero ten�a el deseo de que el consejo no abandonase Quer�taro y de que encontrase alg�n medio que ofreciese a�n alguna probabilidad de lograr el triunfo final. De los generales mexicanos presentes en el consejo, M�ndez se abstuvo de opinar, Castillo y Vidaurri aconsejaron la continuaci�n de la defensa, lo mismo que Mej�a, que propuso, adem�s, el plan de atacar m�s tarde tan pronto como llegasen los refuerzos. M�rquez y Miram�n se adhirieron a este plan y aconsejaron realizar, por el momento, peque�os ataques para el mejoramiento general del ej�rcito sitiado.

De acuerdo con esto se propuso al emperador enviar al general M�rquez a M�xico con 1 000 soldados de caballer�a. M�rquez deb�a primero establecer el orden en la capital y despu�s, con toda la guarnici�n de M�xico y todos los refuerzos disponibles, atacar por la espalda al enemigo que se encontraba sitiando Quer�taro. Estas proposiciones coincid�an por entero con el modo de ver del emperador. Lleno de alegr�a, nombr� a M�rquez lieutenant de l'empire, le dio los m�s amplios poderes, a su propuesta destituy� a la mayor�a de los ministros y le confi� la formaci�n de un nuevo gabinete. En una palabra, entreg� por entero la direcci�n de los asuntos a manos de aquel general que, anteriormente, cuando lleg� a M�xico, hab�a enviado, para alejarlo del pa�s por miedo a su ambici�n y a su esp�rtu de intriga, a los Santos Lugares y a Constantinopla. �En tan poco tiempo supo M�rquez ganar de nuevo tan por entero la confianza del emperador! Esta confianza de Maximiliano que, de todos modos, pod�a ser seguida con la misma rapidez por la m�s profunda desconfianza, era una de sus debilidades y le produjo graves da�os durante toda su vida. Maximiliano razon� su proceder diciendo que, por el momento, la cuesti�n militar era la de mayor importancia, por lo que ten�a que conceder los m�s amplios poderes al "excelente y activo" M�rquez.

Esta vez M�rquez hab�a pensado en todas las posibilidades. Sab�a que Maximiliano en los �ltimos tiempos buscaba adrede los lugares expuestos al fuego enemigo y en los combates estaba a menudo en primera l�nea. Pod�a, pues, suceder que, de repente, cayese muerto o fuese hecho prisionero. M�rquez trat� de asegurarse para este caso y en efecto, de convencer al emperador de que firmase un documento que, en cierto modo, representaba un testamento pol�tico. M�rquez, Teodosio Lares y Lacunza eran nombrados regentes con el encargo de convocar el congreso constituyente. De esta manera trataban el general y sus compa�eros de asegurarse ellos y no parec�a serles del todo desagradable la idea de que la persona del emperador quedase eliminada del gobierno de M�xico. Maximiliano era s�lo una carta en el juego de estos aventurados pol�ticos.

El emperador aprovech� la ocasi�n para dar a M�rquez cartas para la capital. Una de ellas, dirigida a S�nchez Navarro, conten�a disposiciones sobre la propiedad particular, sus objetos de plata y otros de valor que todav�a no hab�an sido vendidos y que estaban confiados a Fischer y a Schaffer, para el caso de que el nuevo regente no considerase segura la ciudad de M�xico. El emperador ped�a de nuevo, con apremio, dinero. Como el gobernador del palacio de Miramar le hab�a escrito habl�ndole de dificultades econ�micas, Maximiliano le ped�a una exacta rendici�n de cuentas y lo exhortaba a hacer ahorros en todas partes. Por �ltimo, suspend�a la pensi�n de Schertzenlechner, pues se hab�a enterado de que se dedicaba en Europa a propalar noticias calumniosas.

Maximiliano dirigi� algunas l�neas aclaratorias al padre Fischer sobre la misi�n del general M�rquez, que iba a M�xico a imponer el orden entre las viejas comadres del ministerio, a levantar la moral y, al mismo tiempo, a apoyar y proteger a los verdaderos amigos del emperador. "Como, dec�a en la carta, en el curso de las combinaciones militares puede suceder que M�xico careciese en absoluto, por alg�n tiempo, de la protecci�n del ej�rcito, si tal caso llegase, M�rquez llevar� consigo junto a las tropas a usted, Schaffer y Günner." A continuaci�n Maximiliano ordenaba a Fischer que, en este caso, entregase los objetos de su propiedad privada a la embajada inglesa o bien a la austriaca, pero que se llevase los libros, las listas de conderaciones y... el vino de Borgo�a. "Que Dios lo acompa�e —terminaba la carta— aqu�, a pesar de todas las dificultades, estamos contentos y con buen �nimo y s�lo nos molesta mucho el proceder de las d�biles y viejas pelucas de M�xico que de puro miedo y vileza cometen abierta traici�n. Espero que nos veamos pronto y alegremente."

En Quer�taro el emperador descubri� muchas ma�as del padre y se enter� tambi�n de que el rumor seg�n el cual el eclesi�stico era padre de varios ni�os correspond�a a la realidad, pero en esta situaci�n todo le era igual y ya no juzg� el hecho con demasida severidad. De la mejor gana hubiese tenido con �l a Fischer y se hubiese alegrado de ver a su lado un europeo m�s que se interesase por su situaci�n, pues, por lo dem�s, ya estaba acostumbrado a estar rodeado de personajes dudosos.

En la noche del 22 al 23 de marzo, al mismo tiempo que la guarnici�n de Quer�taro hac�a una salida en sentido contrario, M�rquez abandon� la sitiada ciudad con 1200 de los mejores jinetes. El general con sus fuerzas logr�, de un modo muy significativo, despu�s de un insignificante tiroteo, romper, sin sufrir bajas, el cerco de los sitiadores, y el 27 de marzo lleg� a M�xico.

Mientras que de este modo los defensores eran debilitados, el ej�rcito sitiador se fortalec�a con la llegada de refuerzos, alcanzando el n�mero de 40 000 hombres, frente a los cuales, deducidas las bajas, s�lo quedaban ya 7 000 imperiales. La proporci�n, seg�n esto, era de 1 a 5 en favor de los republicanos, y el resultado, si no llegaban refuerzos, indudable.

Pero Maximiliano ten�a ahora de nuevo una esperanza a la cual se pod�a aferrar: la vuelta del general M�rquez con grandes refuerzos. Esta esperanza aliment� sus ilusiones en el tiempo que sigui� a la partida del general. Este pensamiento sostuvo al emperador, cuyo estado de salud hab�a mejorado a principio del sitio, pero que, ahora, bajo el efecto de las excitaciones, de las preocuciones, de los esfuerzos y de la alimentaci�n que cada d�a era m�s deficiente, empeor� sensiblemente. La fiebre y la disenter�a atacaron a Maximiliano y debilitaron su organismo, que ya de s� era poco resistente.

Entre tanto, en Europa abrigaban temores por la persona del emperador. El ministro autriaco de Relaciones Exteriores, el bar�n von Beust, encarg� a Metternich, el 5 de marzo, que preguntase en Par�s si Maximiliano se encontraba en seguridad. Le dec�a que hab�a que proteger a Maximiliano de eventuales represalias de sus adversarios e insist�a en recibir seguridades formales de Napole�n a este respecto. El embajador fue en seguida a visitar a Napole�n, el cual lo recibi� al punto y dijo que era natural que diese todo g�nero de garant�as si el emperador part�a con las tropas francesas. Pero despu�s de que �stas abandonasen M�xico no pod�a, por desgracia, hacer nada por �l. Como era un hecho conocido que Maximiliano despu�s de la partida de las tropas francesas se alej� 40 kilometros de la capital y se puso a la cabeza de las guerrillas, tendr�a que sufrir las consecuencias de su proceder, que, sin duda, no carec�a de grandeza, pero que entra�aba peligros de los cuales Francia dif�cilmente pod�a preservarlo. Metternich fue todav�a una segunda vez a las Tuller�as para rogar a Napole�n que estuviese al tanto de los sucesos para proteger a aquel hombre a quien hab�a colocado en medio de miles de peligros.

Pero fue in�til. Ahora que las tropas francesas hab�an abandonado M�xico, Napole�n se encontraba impotente ante los acontecimientos que all� se desarrollaban.

Tambi�n el embajador austriaco en Washington, el bar�n Wydenbruck, empez� a inquietarse. Hab�a recibido una carta alarmante de Cincinnati del capitán de estado mayor austrico Federico Hotze, el cual al partir el cuerpo de voluntarios se qued� en M�xico, se hab�a negado a ser jefe del estado mayor de general M�rquez y ahora quer�a volver de nuevo al ej�rcito austriaco. El capit�n, en el af�n de ayudar a Maximiliano en la medida de sus fuerzas, dec�a que se trataba de asegurar su vida, quiz�s de ahorrar al mundo un drama sangriento y a la familia imperial de Viena un gran dolor. Ped�a a Wydenbruck que rogase a Seward que interviniese, y �l, Hotze, se ofrec�a a entregar personalmente una carta a Ju�rez. Hotze fue durante un a�o comandante del estado de Oaxaca, pa�s natal del presidente y all� estableci� amistosas relaciones con cercanos parientes de Ju�rez. As�, pues, esperaba poder llevar a cabo con �xito esta misi�n.

Wydenbruck fue a visitar a Seward y consigui� que �ste escribiese el 7 de abril al embajador de la Uni�n acreditado cerca de Ju�rez y que resid�a en Nueva Orl�ans, L. D. Campbell, dici�ndole que, teniendo en cuenta el precedente del fusilamiento en masa de franceses hechos prisioneros en Zacatecas, exhortase a Ju�rez a que, en el caso de que conquistase Quer�taro y cogiese prisionero al emperador, procediese con �l como se conducen las naciones civilizadas con los prisioneros de guerra. Adem�s el 14 de abril el bar�n Wydenbruck recibi� la orden de von Beust de solicitar la intervenci�n del gobierno norteamericano cerca de Ju�rez para que la persona del emperador Maximiliano fuese respetada.

La conducta de Maximiliano, que sin duda demostraba valent�a personal, despert� simpat�a en la Uni�n; por eso la gesti�n de Seward fue saludada con aprobaci�n general. Pero Ju�rez cuidaba tambi�n, frente a la Uni�n, del mantenimiento de su independencia. Contest� evasivamente, si bien con cortes�a, a la nota de embajador Campell que, por otra parte, lleg� a su poder con gran retraso. Entre tanto, los juaristas realizaron el 24 de marzo un fuerte ataque contra Quer�taro que la guarnici�n rechaz� con verdadero hero�smo. Pero las fuerzas sitiadas gastaron muchas municiones en el combate y sufrieron grandes p�rdidas, de suerte que la victoria debilit� mucho a los defensores.

El general M�ndez, que no se llevaba nada bien con Miram�n, inst� al pr�ncipe Salm a que persuadiese al emperador de que deb�a abandonar Quer�taro, ya que aqu� s�lo se pod�a perder la vida y el honor. Pero Salm, que se hab�a convertido en compa�ero inseparable del emperador, era m�s optimista y constantemente le infundi� �nimo. Adem�s de su amistad con Salm, el emperador frecuentaba ahora mucho el trato con L�pez y a menudo iba acompa�ado s�lo por �l a las numersosas visitas que hac�a a las l�neas. Los soldados, que no estaban acostumbrados a ver a sus jefes supremos en sus l�neas, sent�an verdadera emoci�n por la conducta del emperador y por el inter�s que demostraba por ellos pregunt�ndoles si recib�an su soldada y su rancho. Su afecto personal hacia el monarca crec�a de d�a en d�a y dondequiera que Maximiliano aparec�a resonaba el grito de "Viva el emperador", de tal modo que, por �ltimo, los grandes tuvieron que prohibir los vivas porque atra�an la atenci�n del enemigo hacia el punto donde se encontraba el emperador.

Cuando el 30 de marzo Maximiliano reuni� cierto n�mero de generales, oficales y soldados para repartir medallas en premio al valor, de pronto el general Miram�n, que era el m�s caracterizado, se destac� de la fila y acerc�ndose al emperador le prendi� en el pecho, en nombre del ej�rcito, la misma insignia que �l otorgaba ahora a sus soldados, pu�s �l la merec�a m�s que ning�n otro.

La escena conmovi� mucho al emperador. Las manifestaciones de calurosa simpat�a personal, el reconocimiento de su valor, de su nobleza y de su pundonor pod�an emocionarlo hasta las l�grimas. As� sucedi� tambi�n esta vez. Un vivo sentimiento de felicidad lo invadi� y le hizo olvidar, por un momento, las miles de penas y preocupaciones y hasta lo serio de la situaci�n.

El 1� de abril los sitiados realizaron la salida que Miram�n hab�a propuesto para reconquistar la colina de San Gregorio. Pero no tuvo �xito, tuvieron que lamentar graves p�rdidas y, adem�s, el proceder cruel del enemigo, que remat� a los heridos que cayeron en su poder y ech� sus cad�veres al r�o para que siguiendo la corriente atravesaran la ciudad, produjo un efecto desmoralizador entre la guarnici�n imperial.

Ahora se acercaba el d�a en el cual M�rquez hab�a prometido llegar a Quer�taro con refuerzos. Pero no lleg� y tampoco se recibieron noticias suyas; de pronto se extendi� en la ciudad el rumor de que hab�a sido derrotado y de que �sta era de su larga tardanza. Al mismo tiempo los v�veres y las municiones se hac�an cada vez m�s escasos. Maximiliano empez� a dudar de la fidelidad del general.

A pesar de todas estas inquietudes, el 10 de abril, aniversario del recibimiento de la comisi�n mexicana en Miramar y de la aceptaci�n de la corona, se celebr� solemnemente en Quer�taro. Tres a�os hab�an transcurrido desde aquel d�a, y ninguno de aquellos que entonces protestaron su adhesi�n al emperador estaban ahora a su lado. Las tropas del pa�s que, seg�n le dijeron, le hab�an suplicado con insistencia, por medio de aquellos representantes, que viniese a M�xico y que se hiciese cargo de su gobierno, le ten�an cercado a �l y a los �ltimos adherentes de un partido sin fuerza, en una peque�a ciudad. El mariscal de Napole�n y los franceses, en los cuales tanto confiaba Maximiliano, hab�an desaparecido de la escena, los emperadores franceses le hab�an retirado su apoyo. �ste era el resultado de tres a�os de constantes y bien intencionados esfuerzos de los que ya hab�a ca�do v�ctima la emperatriz Carlota. Los bellos discursos que fueron cambiados en la fiesta no pod�an velar los sombr�os colores del cuadro. La necesidad del momento hizo que muy pronto se olvidaran las fiestas.

La enemistad entre Miram�n y M�ndez se manifestaba cada vez m�s. M�ndez afirmaba que Miram�n traicionaba al emperador, que sus consejos conducir�an a la cat�strofe. Trat� de convencer a Salm, cuya creciente intimidad era observada por todo el mundo. Pero como cuenta Fürstenwürther, Salm no se preocupaba en lo m�s m�nimo del porvenir y por esto no era el indicado para exponer al emperador lo serio de la situaci�n. El "nov�simo consejero" del emperador, como se le llamaba desconfiadamente en el ej�rcito imperial, aunque en el fondo un aventurero, era, sin embargo, un hombre valiente y leal. Su valor y su adhesi�n resistieron todas las pruebas. Maximiliano, que pose�a una fina comprensi�n para el verdadero afecto y simpat�a personales, en las �ltimas semanas de su vida se uni� al pr�ncipe con sincera amistad. Salm comunic� al emperador todo lo que M�ndez le hab�a dicho; su consejo era que el emperador deb�a encargarle prender a Miram�n y depu�s, con Mej�a y �l (M�ndez), romper el cerco marchando hacia las monta�as de Sierra Gorda, donde tendr�a de nuevo manos libres. Si no se hac�a esto, se pod�a contar, dec�a M�ndez, con que todos ser�an fusilados. Maximiliano no tom� en serio la proposici�n, cre�a que M�ndez ve�a demasiado negro, todav�a no estaba todo perdido. El plan le parec�a que ten�a una apariencia demasiado grande de fuga.

El emperador se hab�a decidido, por el contrario, a enviar a M�xico, primero a Mej�a, y, cuando �ste enferm� a su hombre de confianza Salm, para ver qu� es lo que pasaba. Salm deb�a exponer a M�rquez el estado de necesidad en que se encontraba la guarnici�n de Quer�taro que, desde hac�a seis d�as, com�a carne de caballo, exigir de �l una respuesta dentro de las 24 horas y volver con toda la caballer�a. Maximiliano le dio incluso poderes para, en caso necesario detener a M�rquez y hacer saber al conde Khevenhüller, as� como a los dem�s jefes de las tropas europeas, que s�lo deb�an obedecer sus �rdenes. Maximiliano no perd�a a�n la esperanza de llegar a una soluci�n mediante negociaciones con Ju�rez u otros liberales. De nuevo insist�a en aquellas instrucciones que le dio a Salm en que no se retirar�a voluntariamente si no pod�a trasmitir su mandato a un congreso legalmente constituido. Maximiliano persist�a a�n ahora en su anterior idea, aunque �sta ya hab�a sido refutada por la fuerza de los acontecimientos. As� hab�a sucedido en un tiempo, antes de la aceptaci�n de la corona, con la condici�n del apoyo de Inglaterra, as� tambi�n con el concordato con la confianza en Napole�n y, ahora, con el congreso nacional. "Si la gente es terca y es d�ficil a hacer algo, yo soy todav�a m�s terco y es m�s dif�cil disuadirme de mis prop�sitos." S�, en verdad, estas palabras del diario de Maximiliano durante su viaje a Espa�a no eran palabras vanas, en la realidad obraba de acuerdo con ellas y esto caus� su perdici�n.

El 17 de abril Salm deb�a abrise paso por entre las l�neas enemigas, parece que fue traicionado y su prop�sito fue comunicado al enemigo. Por dondequiera que el pr�ncipe intent� salir tropez� con fuertes contiguientes de infanter�a. Esto dijo �l, otros afirmaban que Miram�n le indic� apostar los puntos m�s guarnecidos por el enemigo, porque quer�a que M�rquez volviese. Sea ello lo que fuere, Salm abandon� el plan de salir de Quer�taro.

El emperador estaba visiblemente decepcionado, pero a�n ten�a esperanzas en que M�rquez llegase o en que Salm lograse m�s tarde atravesar las l�neas enemigas. Cada vez sent�a m�s afecto hacia �l, lo destin� al cuartel general y lo nombr� su ayudante de campo.

Entre tanto, las privaciones aumentaban. Hasta el emperador recib�a diriamente s�lo un peque�o trozo de pan de unas monjas que lo fabricaban en un cercano convento empleando la harina de las hostias. Pronto aparecieron entre las tropas graves s�ntomas de descomposici�n. Un n�mero de oficiales, capitaneados por un general, lleg� incluso a dirigir una petici�n al general Mej�a solicitando que se emprendiesen negociaciones con el enemigo para capitular. Aunque en seguida fueron detenidos los cabecillas, se tem�a que el movimento se extendiese con el creciente empeoramiento de la situaci�n. A la larga tampoco pod�an remediar mucho los peque�os y numerosos recursos empleados por el emperador como la concesi�n de medallas, el otorgamiento de nombres a cada una de las unidades del ej�rcito y otras medidas por el estilo. Sin embargo, la gran mayor�a de la guarnici�n segu�a valiente y leal al lado del empeardor y si llegaba de M�xico la esperada ayuda todav�a, seg�n la opini�n de Maximiliano, se pod�a salvar todo. Pero mal andaban las cosas con el esperado apoyo de M�rquez.

Cuando el emperador envi� al general M�rquez a M�xico, dio la mayor importancia a la pronta vuelta del mismo a Quer�taro, pero tambi�n se habl� de Puebla y los amplios poderes del general no exclu�an que se considerarse autorizado para, primero, dar un r�pido golpe contra las fuerzas de Porfirio D�az, que atacaba a Puebla, y, despu�s, cumplir el resto de su misi�n. Si esto sal�a bien, pod�a emplear para liberar a Quer�taro no s�lo una parte de la guarnici�n de M�xico, sino tambi�n una considerable parte de la de Puebla.

Y, en efecto, el 30 de marzo parti� M�rquez, si bien haciendo marchas muy lentas, con la fuerza principal de M�xico en direcci�n a Puebla. Cuando el general Porfirio D�az se enter� de la llegada del general M�rquez, se decidi� a intentar el 2 de abril un ataque general contra Puebla para ocupar la ciudad antes de la llegada de las tropas que iban a levantar el sitio. El ataque tuvo �xito y el general Noriega, que no sospechaba la pr�xima llegada de las tropas de auxilio, rindi� las armas el 4 de abril a Porfirio D�az. Al enterarse de esto M�rquez orden� la vuelta a M�xico. La mala noticia se extendi� como un reguero de p�lvora entre sus tropas. S�lo los europeos, para los cuales no era posible pasarse al lado del partido liberal, perseveraron valientemente en la defensa de la causa imperial. Porfiro D�az se dirigi� en seguida con todas sus fuerzas contra M�rquez. Cuando de 10 de abril su vanguardia alcanz� a la columna imperial que se retiraba y cuyos ca�ones a consecuencia de las dificultades del terreno no pod�an seguir adelante, se produjo tal p�nico entre las l�neas imperiales que la columna se dispers� casi por completo. Los artilleros cortaron las cuerdas de los tiros, saltaron sobre los caballos y se pusieron en fuga. El propio M�rquez abandon� sus tropas y volvi� a M�xico acompa�ado de algunos jinetes. Gracias, �nicamente, a la valent�a del coronel von Kodolitsch y de sus h�sares que hicieron cara al enemigo que acosaba a las fuerzas imperiales en su huida, los restos de la columna pudieron llegar a M�xico, donde la derrota produjo la m�s profunda impresi�n. Aunque en la ciudad no se daban noticias claras sobre la situaci�n y tambi�n se propagaban informes oficiales favorables sobre la situaci�n de Quer�taro, en todos los c�rculos se daba ya por perdida la causa imperial.

Maximiliano se enter� de la derrota del general M�rquez primero por rumores, el 22 de abril, pero mantuvo en secreto la noticia ante la poblaci�n y el ej�rcito. El mismo d�a apereci� un parlamentario de los liberales; exig�a la capitulaci�n y declaraba que al emperador le ser�a concedida libertad para partir. Miram�n rechaz� estas proposiciones y quiso entablar una discusi�n pol�tica dirigida contra Ju�rez, pero el parlamentario se neg� a escucharle. Maximiliano no quer�a tomar en consideraci�n negociaciones en las cuales s�lo se daban garant�as para su persona, pero no para la seguridad de sus partidiarios. As� fracasaron las negociaciones y la lucha continu�.

Todav�a deb�a acreditarse una vez m�s el valor de los imperiales y su �mpetu de ataque aumentado por el entusiasmo que sent�a por la persona del emperador Maximiliano. Miram�n cedi�, por fin, a las numerosas instancias que le hac�an de romper el cerco de los sitiadores con un gran ataque y salir de la trampa en que se encontraban. El ataque fue fijado para el 27 de abril por la ma�ana y deb�a dirigirse primero contra las colinas del cementerio que dominaban el suroeste de la ciudad. El primer ataque tuvo m�s �xito del esperado. Las l�neas enemigas fueron rotas y arrolladas; se tomaron 21 ca�ones, muchas banderas y se hicieron numerosos prisioneros. El enemigo huy� de todo el lugar del ataque. Con trabajo tuvo Escobedo que buscar refuerzos en todas partes y lanzar a la lucha sus mejores tropas, entre ellas el regimiento "Supremos poderes", una especie de guardia. Pero para esto tuvieron que pasar varias horas que Miram�n, si hubiese tenido serias intenciones de abandonar Quer�taro, hubiese debido aprovechar. Pero despu�s del triunfo obtenido el general estaba convencido de que tambi�n se pod�a obtener al victoria qued�ndose en Quer�taro.

El emperador, que, lleno de alegr�a por la victoria, acudi� presuroso junto a las tropas, se dej� convecer por Miram�n. El triunfo obtenido fortaleci� su confianza en el joven general, pero �ste no lo aprovech� bien y dio tiempo a Escobedo para reparar la p�rdida de las alturas. Fue una victoria est�ril, a pesar de que, seg�n las declaraciones de los jefes del ej�rcito liberal, su situaci�n aquel d�a fue, durante cierto tiempo, muy cr�tica.

Cuando el 1� y 2 de mayo los ataques tuvieron poco �xito s�lo fatigaron excesivamente a la agotada guarnici�n, el emperador empez� tambi�n a perder la confianza en la afirmaci�n de Miram�n, que dec�a que las l�neas enemigas pod�an ser rotas y se pod�a salir de Quer�taro cuando se quisiese. S�lo entonces empez� a prevalecer el criterio del general M�ndez que consideraba in�tiles los peque�os combates y aconsejaba concentrar todas las fuerzas y realizar un gran ataque para romper las l�neas y salir de Quer�taro. El emperador rechaz� las s�plicas que le hicieron repetidas veces para que se abriese camino con una escolta, diciendo siempre que su honor militar le imped�a alejarse del lado de sus leales.Tambi�n Slam se adhiri� a los ruegos que le hac�an a Maximiliano para que se pusiese en seguridad, y cuando, al fin, el emperador empez� a pensar en serio en este plan, pidi� que sus generales redactasen un documento que lo justificase ante el juicio de la historia, al que daba m�s valor que a su vida.

Entre tanto, hab�a comprendido bien la seriedad de la situaci�n. Los v�veres y las municiones desaparec�an, hac�a ya tiempo que no se pod�an esperar refuerzos, su estado de salud empeoraba de d�a en d�a, su voz se hac�a cada vez m�s melanc�lica e inquieta. El emperador estaba cansado de la larga lucha, sus nervios ya no soportaban m�s las constantes excitaciones, ansiaba el fin, la tranquilidad y la paz. Pero no ve�a ninguna salida y s�lo anhelaba una bala piadosa. Ya en el ataque del 27 abril, al que sigui� un contraataque del enemigo, Maximiliano se expuso repetidas veces de manera audaz y alocada, y s�lo, por fin, los insistentes ruegos de su s�quito consiguieron sacarlo de la zona m�s peligrosa. Pero, ahora, en los primeros d�as de mayo se ve�a claramente: el emperador buscaba la muerte. Durante horas enteras permanc�a en sitios donde poco antes hab�an ca�do soldados; acongojado, recorr�a incansablemente las l�neas sin escuchar las s�plicas de Salm que le ped�a que no se expusiese. El emperador cre�a que si �l ca�a no esperar�a a la ciudad y a sus habitantes una suerte tan triste como si �l la abandonaba. Su felicidad matrimonial estaba destrozada, en la patria s�lo le esperaban cosas desagradables, estaba cansado de la lucha y no ten�a ninguna ambici�n, ninguna esperanza.

La situaci�n de la ciudad se hacia cada vez peor. El acueducto fue cortado por el enemigo, la poblaci�n sufr�a amarga necesidad y la falta de soldada y de aprovisionamiento hac�a que la guarnici�n, reducida a 5 000 hombres, vacilase en su fidelidad; hubo incluso oficiales y soldados franceses que serv�an en el ej�rcito imperial que ofrecieron al general Escobedo pasarse a sus fuezas y prestar en ellas sus servicios. Pero s�lo encontraron una despreciativa repulsa. En aquellos d�as, el coronel L�pez se acercaba cada vez m�s el emperador y despertaba de nuevo en �l la creencia de que todav�a pod�a llegarse a una inteligencia con Ju�rez y con los liberales. L�pez comprendi� que las cosas no pod�an continuar como iban, que todos, y con todos �l mismo, estar�an perdidos si, a �ltima hora, no se encontraba una soluci�n pac�fica. Pero el coronel mantuvo el m�s estricto secreto sobre sus planes. Nadie del s�quito del emperador sab�a nada e incluso frente al emperador el coronel hac�a s�lo insinuaciones misteriosas sobre la posibilidad de entenderse con el enemigo y obtener un perd�n general para todos. Es probable, aunque no est� demostrado, que tambi�n los liberales, por medio de un intermediario, hubiesen hecho a L�pez indicaciones en este sentido.

Por �ltimo, comprendieron todos los generales y el propio emperador que ya no hab�a tiempo que perder si se quer�a intentar la salida. A propuesta de Miram�n se eligi� el 10 de mayo para realizarla. Pero en el �ltimo momento nuevas dudas surgieron en el �nimo del emperador; Maximiliano vacilaba quiz�s, movido por las vanas ilusiones que en �l despertaba L�pez. De nuevo convoc� para el 14 de mayo un consejo de guerra que deb�a decidir las disposiciones definitivas. Ya la noche antes el coronel L�pez hab�a estado en el campo enemigo y hab�a comenzado sus negociaciones.

El consejo de guerra decidi� que la salida se realizase a las 12 de la noche del 14 al 15. Para evitar traiciones, el lugar del ataque deb�a fijarse a las 10 de la noche. Aunque Mej�a rog� que se hiciese un nuevo aplazamiento de 24 horas, se hicieron todos los preparativos para la salida. Hacia las 11 de la noche, L�pez apareci� en las habitaciones del emperador y permaneci� solo con �l en conversaci�n confidencial. En esta ocasi�n, Maximiliano otorg� al coronel la medalla de valor y le rog� que, en el caso de que en las horas decisivas que se aproximaban no pudiese evitar caer en manos del enemigo, de un balazo lo librase de la vida. Al parecer, L�pez en esta conversaci�n despert� en Maximiliano la esperanza de que, mediante negociaciones, lograr�a llegar a un convenio honroso para el emperador y su ej�rcito e indulgente para la ciudad y la poblaci�n. Quiz�s cre�a entonces todav�a el propio L�pez en tales vanas promesas que le hicieron del lado liberal.

As�, pues, el emperador dio de nuevo contraorden y dispuso que la salida se realizase en la noche del 15 al 16. Poco despu�s de la conversaci�n con Maximiliano el coronel L�pez se traslad� al cuartel general de Escobedo. Fue recibido como el d�a anterior y llevado ante el comandante de jefe. �ste hab�a comprobado en su primera conversaci�n con L�pez la desesperada situaci�n de los sitiados que ya le era conocida por numerosas declaraciones de evadidos, y teniendo en cuenta esta situaci�n adopt� una actitud intransigente. Parece que ya se habl� s�lo de capitulaci�n incondicional y que, por �ltimo, se amenaz� tambi�n personalmente a L�pez si no se pasaba al lado de los liberales y les entregaba el convento de La Cruz, cuya guarnici�n mandaba como jefe de la brigada de la reserva imperial. Pero en caso de que L�pez accediese a las demandas que se le hac�an, se le garantizaba su seguridad y libertad personales y, probablemente, le fueran ofrecidas otras ventajas.

L�pez no pudo resistir estas amenazas y promesas. Traicion� a su emperador y acept� la propuesta de Escobedo. Pero L�pez sent�a cierta piedad y simpat�a personal por Maximiliano que, durante toda la duraci�n de su gobierno, lo hab�a colmado de bondades, aunque el coronel ya una vez, bajo el gobierno de Santa Anna, fue expulsado del ej�rcito mexicano por deshonrosa conducta. As�, parece que L�pez rog� a Escobedo que se dejase escapar al emperador. El general pens� entonces que la captura del emperador ser�a un gran compromiso para Ju�rez y que �ste quiz�s le agradecer�a si, sin dar su consentimiento expreso, dejaba huir a Maximiliano. Por eso, sin hacer ninguna promesa formal, Escobedo parece que dio a entender a L�pez que �l deb�a cuidarse de que el emperador no cayese en manos de los republicanos, que no se le pondr�a ning�n obst�culo en el camino, siempre que L�pez, como hab�a prometido, entregase todos los dem�s a manos de los liberales.

L�pez se declar� conforme y se traslad� al punto al convento de La Cruz para hacer sus preparativos. Confi� el plan a uno de sus subordinados, a un tal Jablonski, y cuid� de que los centinelas que pod�an molestar fuesen alejados y de que los ca�ones fuesen quitados de los accesos a la ciudad.

Entre tanto, Escobedo dio la orden de prepararse con todo secreto para, a la tres de la ma�ana, ocupar el convento de La Cruz y la ciudad. A esta hora el coronel L�pez volvi� al campo liberal y, con el general liberal M�ndez, su coronel Gallardo y algunos ayudantes, se puso a la cabeza de la columna destinada a la ocupaci�n de Quer�taro.

Cuando la columna lleg� a la l�nea imperial el traidor se dio a conocer a los centinelas que a�n quedaban; �stos bajaron las armas y fueron hechos prisioneros. De igual manera fue sorprendido el resto de los centinelas, de tal modo que los juaristas llegaron al cuartel general imperial sin haber disparado un solo tiro.

El emperador, que despu�s de la partida del coronel L�pez permaneci� levantado hasta la una de la ma�ana, se acost� pero no pudo dormir a causa de la excitaci�n. A las dos y media de la ma�ana le atac� un c�lico tan fuerte que hizo despertar al m�dico de c�mara, doctor Basch, el cual permaneci� una hora entera a su lado. S�lo entonces pudo el emperador dormir un corto sue�o.

A las cuatro y media de la ma�ana, el coronel L�pez, poco depu�s de haber guiado las mejores tropas del enemigo, los "Supremos poderes", hasta el cuartel general imperial, entr� en la habitaci�n del pr�ncipe Salm y grito con cara descompuesta: "�De prisa, salve usted la vida del emperador, el enemigo est� ya en La Cruz!" Despu�s, sin dar m�s explicaciones, cerr� violentamente la puerta y se march� presuroso. Parecido aviso recibi� el secretario particular de Maximiliano, don Jos� Blasio, del c�mplice de L�pez, teniente coronel Jablonski. Blasio se traslad� en seguida a las habitaciones de Maximiliano, al que despert� y le inform� r�pidamente de la situaci�n. Lleno de confusi�n y p�lido como un muerto a consecuencia de la mala noche, pero relativamente tranquilo, el emperador se levant� y se visti�. Mientras Blasio part�a a toda prisa para dar por todas partes la voz de alarma, lleg� el doctor Basch. El emperador ya estaba vestido y hab�a cogido su sable para defenderse. Cuando Maximiliano bajaba la escalera lleg� el pr�cipe Salm, en su excitaci�n agarr� al monarca por el brazo izquierdo y exclam�: "�Majestad, no hay un minuto que perder, el enemigo est� ah�!".

El emperador, acompa�ado por cuatro hombres, sali� del portal de la casa, cuando, de pronto, los soldados juaristas le cerraron el camino. Entonces aparecieron el coronel L�pez y el Jefe liberal coronel Gallardo, reprendieron a los saldados y les dijieron: "�stos pueden pasar, son simples ciudadanos".

Con esto, Gallardo cumpl�a, evidentemente, la promesa hecha a L�pez de posibilitar la fuga de Maximiliano. Pero el emperador no se preocupaba por su propia seguridad, sino por la suerte de sus dos leales compa�eros de armas Miram�n y Mej�a, que mand� buscar para decirles que se trasaldaba al Cerro de las Campanas y que deb�an seguirle con el mayor n�mero posible de tropas. Maximiliano rechaz�, adem�s, el ofrecimiento que le hac�an de mostrarle un lugar seguro donde ocultarse. En la hora del peligro no quer�a esconderse.

Cuando m�s adversa se hac�a su suerte, m�s se crec�a la figura del emperador. Su pundonor, su orgullo le dictaban todas sus acciones. Admirados, pero tambi�n llenos de inquietantes presentimientos, sus leales le siguieron al Cerro de las Camapanas.

Entre tanto, en la ciudad reinaba una enorme confusi�n. Por todas partes hab�an penetrado los liberales y las tropas imperiales se rend�an o se pasaban al enemigo. De repente, en el aire matinal del brillante y hermoso d�a que amanec�a resonaron todas las campanas de la ciudad. Era la se�al de victoria de los juaristas. Por todos lados se o�a cantar a coro la canci�n sat�rica alusiva a la emperatriz, "Mam� Carlota". Las l�grimas asomaron a los ojos de Maximiliano. Entre tanto, oficiales y jinetes de los imperiales se reun�an en el cerro alrededor de su soberano. Miram�n al intentar ofrecer resistencia hab�a sido herido en la cara y yac�a en casa de un amigo. Mej�a, por el contrario, acudi� el cerro. De todas partes avanzaban ya tropas enemigas contra el grupo imperial apostado en la colina. Maximiliano se dirigi� a Mej�a pregunt�ndole si hab�a todav�a una posibilidad de abrise camino. Mej�a hizo un desesperado movimiento con la mano y dijo que era imposible.

"Salm, dijo el emperdor a su fiel ayudante, ahora una bala liberadora". Pero las balas respetan a aquel que las busca y alcanzan demasido f�cilmente al que huye de ellas. El emperador no muri� en el campo de batalla como hab�a deseado y tuvo que apurar el c�liz hasta la heces.

Maximiliano se volvi� todav�a dos veces a Mej�a pregunt�ndole si ya no hab�a salida; de nuevo tuvo que decir que no el valiente indio. El emperador hizo que su secretario Blasio quemase r�pidamente dos peque�os paquetes con importantes documentos, despu�s mand� izar en el cerro la bandera blanca y envi� un emisario a Escobedo para decirle que se rend�a. Durante este tiempo la colina hab�a sido cercada por el enemigo. En la ciudad el fuego decrec�a poco a poco. Apoyado en su sable, Maximiliano esper� con tranquilidad la llegada de un jefe enemigo que se aproximaba a la cabeza de su estado mayor. Cort�smente se acerc� el general Echegaray al emperador y le dijo: "Vuestra Majestad es mi prisionero".

Maximiliano se limit� a asentir con la cabeza, observ� que �l ya no era emperador, que el acta de su adbicaci�n se encontraba en manos del consejo de Estado y despu�s rog� ser llevado ante el general Escobedo. Tranquilo y due�o de s� mismo, rodeado de un numeroso grupo de oficiales imperiales y republicanos, Maximiliano march� a caballo al encuentro de Escobedo, que, en aquel momento, se aproximaba seguido de un gran s�quito. Sus oficiales rodearon al emperador. Despu�s todos cabalgaron de nuevo al Cerro de las Campanas, donde bajaron de los caballos. Maximiliano desci�� su sable y se lo entreg� a Escobedo, que, despu�s de corta vacilaci�n y con visible azoramiento, se lo dio a su ayudante.

Escobedo invit� al emperador a entrar en una tienda de campa�a que entre tanto hab�an levantado. Durante un cierto tiempo los dos hombres estuvieron silenciosos frente a frente, pues el emperador esperaba que Escobedo hiciese uso de la palabra. Como Escobedo no romp�a el silencio, el emperador empez� a hablar con voz grave y firme. Hizo constar que ya en marzo hab�a abdicado y rog� que no se derramase m�s sangre. Pero en el caso de que esto todav�a fuese necesario ped�a que se fusilase a �l y que se satisficiesen con esto. De no ser as�, rogaba, ya que s�lo ten�a el deseo de abandonar M�xico, ser trasladado a cualquier puerto. Pero suplicaba tambi�n que se tratase bien a su gente por la lealtad y la valent�a que hab�an demostrado en los tiempos dif�ciles.

Escobedo respondi� evasivamente. Trasmitir�a los deseos del emperador a su gobierno. Deb�a esperar sus decisiones y, hasta entonces, tratar�a al emperador y a todos sus oficiales y partidarios como prisioneros de guerra. Despu�s de esto Escobedo abandon� a Maximiliano y encarg� al general Riva Palacio que llevase al emperador al convento de La Cruz, lo que este general hizo con mucho tacto dando un rodeo. Cuando Maximiliano se desmont�, le regal� su caballo en reconocimeinto por su delicado proceder.

As�, pues, Quer�taro hab�a caído despu�s de 71 d�as de valerosa defensa y el emperador y todos sus leales se encontraban prisioneros. Por todas partes en la ciudad ondeaban al viento las banderas enemigas, pero la poblaci�n, a pesar de los impuestos agobiadores y de las necesidades de todas clases que tuvo que sufrir durante el sitio, permanec�a retra�da. El emperador, con el encanto de su personalidad, de su nobleza y de su porte verdaderamente principesco, se hab�a ganado las simpat�as de todos los ciudadanos que, tambi�n en la desgracia, le permanecieron fieles. Desde la toma de la ciudad, numerosas damas aparec�an s�lo vestidas de negro. La simpat�a de la poblaci�n se manifest� tambi�n en otros detalles. Al ser ocupado el cuartel general, parte de los objetos del emperador, en particular su ropa blanca y sus trajes, fueron robados. El monarca, careciendo por completo de dinero, se vio precisado a rogar a Escobedo que atendiese a su sustento. Tan pronto como se enteraron de esto en la ciudad, las damas le enviaban a diario comidas bien preparadas y lo proveyeron con abundancia de ropa blanca y de todo lo necesario, hasta tal punto que Maximiliano dec�a bromeando que en toda su vida no hab�a pose�do tanta ropa blanca como en su prisi�n. En los primeros d�as, las mujeres del mercado de la ciudad enviaron al emperador frutas y legumbres. Un comerciante alem�n puso, desinteresantemente, dinero a su disposici�n.

Escodedo intim� a todos los oficiales imperiales a que se entregasen dentro de las 24 horas, pues, en caso contrario, al ser detenidos ser�an fusilados. El 15 de mayo, fecha que hab�a agradado a Maximiliano para realizar la salida porque era el d�a del santo de su madre, no le trajo ninguna suerte. Pero el resultado hab�a que atribuirlo, en �ltimo t�rmino, al car�cter del emperador. Su angustioso miedo de faltar a su honor sacrificando a otros para salvarse a s� mismo, la constante esperanza de que ocurriese alg�n feliz suceso que diese todav�a un giro favorable a los acontecimientos, la poca decisi�n que siempre busca en otros el consejo, la falta de la energ�a necesaria cuando, ya una vez en guerra, no existe ninguna consideraci�n, hab�an hecho que cayese prisionero. La conducta del coronel L�pez fue s�lo un episodio que hizo el fin m�s r�pido y que dio al suceso un car�cter m�s tr�gico del que ya de s� ten�a.

Llegado al convento de la Cruz, el dolor por la cat�strofe domin� un momento al emperador. Llorando abraz� al leal m�dico de c�mara, doctor Basch. Pero pronto se seren� de nuevo y manifest� que se alegraba de que, por lo menos, no se hubiese derramado mucha sangre. Pero las excitaciones sufridas afectaron su d�bil constituci�n. Su padecimiento del vientre se manifest� en forma grave. S� acost�, pero goz� de poca tranquilidad, pues continuamente llegaban oficiales juaristas que quer�an satisfacer su curiosidad. Como en atenci�n al estado de salud del emperador era necesario darle otro alojamiento, el 17 de mayo trasladaron a Maximiliano y su s�quito del convento de La Cruz al antiguo convento de las monjas Teresitas. Las habitaciones que le dieron estaban desnudas y vac�as y s�lo despu�s de su llegada llevaron a ellas los muebles m�s indispensables. All� se enter� Maximiliano de que el general M�ndez, que se ocult� del enemigo, hab�a sido descubierto y fusilado sin tr�mites. Lo hab�an querido fusilar por la espalda como traidor, pero, en �ltimo momento, se volvi� de repente para, como valiente soldado, morir con la mirada dirigida al enemigo. �Era el primer ejecutado de las filas imperiales, una inquietante noticia para todos los dem�s! Pero M�ndez hab�a hecho fusilar anteriormente, de acuerdo con aquel desgraciado decreto imperial, a los jefes liberales Artega y Salazar y era evidentemente que, por venganza, proced�an de un modo tan duro con �l. Se quiso ocultar al emperador el fin del general, pero los juaristas se lo comunicaron.

El mismo d�a —el 19 de mayo— la princesa Agnes Salm, esposa del ayudante de campo, lleg� a Quer�taro procedente de San Luis Potos�. All� hab�a coincidido con el presidente Ju�rez y a la noticia de que el emperador y su esposo estaban prisioneros, la valiente y decidida mujer acudi� presurosa a la ciudad que acababan de tomar los juaristas. Ten�a la peculiar habilidad de introducirse en todas partes y de lograr sus deseos, a lo que ayudaba mucho su nombre y su hermosura. Consigui� tambi�n entrevistarse con Escobedo que le dio permiso para visitar a Maximiliano y a su esposo.

Escobedo se encontraba en una dif�cil situaci�n frente a su augusto prisionero. Si proced�a sin consideraci�n o hasta cruelmente con el emperador, incurr�a ante todo el mundo, en una gran responsabilidad; si se mostraba clemente, pod�a perjudicar su popularidad y, en consecuencia, poner en peligro las probabilidades que ten�a de ocupar la presidencia, a la que aspiraba en secreto. Por eso prefiri�, rodeado como estaba de una oficialidad sedienta de la sangre del emperador, dejar a Ju�rez toda la responsabilidad por la suerte del pr�ncipe prisionero y limitarse a cumplir con escrupulosa exactitud las �rdenes del gobierno republicano.

En los primeros d�as Escobedo hizo una visita al emperador en su prisi�n. Pero Maximiliano deseaba hablar extensamente con el general sobre la situaci�n. Como entonces no tuvo ocasi�n para ello, hizo preguntar al general si pod�a devolverle la vista. Ante la respuesta afirmativa, el emperador, aquella misma tarde, se traslad� en un coche abierto y sin escolta de custodia, s�lo acompa�ado del pr�ncipe y de la princesa Salm, a la hacienda de "La Pur�sima", situada en la proximidad de la ciudad, donde Escobedo viv�a a la saz�n. Aquel d�a se encontraban de visita en casa del general unos parientes suyos, por lo que Escobedo hab�a mandado venir a la hacienda una banda de m�sica. Al llegar Maximiliano, el general se turb� porque, de un lado, cre�a que pod�a perder algo de su dignidad si mandaba marchar a la banda y, por otro, tem�a que Maximiliano considerse la presencia de los m�sicos como una falta de tacto. Maximiliano rog� al general que le permitiese abandonar el pa�s con todos sus oficiales y tropas europeos, a cambio de lo cual �l se compromet�a a abdicar y a prometer solemnemente no mezclarse nunca m�s en los asuntos pol�ticos de M�xico. Adem�s encomendaba a todos los antiguos partidiarios del imperio a la clemencia y al perd�n del gobierno republicano. Escobedo se mantuvo reservado frente al emperador y observ� en pocas palabras que trasmitir�a al presidente Ju�rez todas sus proposiciones para que �l decidiese; despu�s de lo cual Ju�rez rehus� escuchar los ruegos del emperador. Estaba decidido a hacer sentir la venganza del vencedor al adversario por cuya causa hab�a tenido que huir hasta la m�s remota frontera de su patria. Por �rdenes del presidente, la vigilancia, que al principio era peque�a, fue aumentada y el libre trato de que era objeto, que le permit�a, por ejemplo, recibir todas las visitas, se hizo tambi�n m�s severo. Como el oficial responsable de la vigilancia de Maximiliano declar� que el convento de las Teresitas era inapropiado para prisi�n, se traslad� a Maximiliano al convento de las Capuchinas, donde las habitaciones que les estaban destinadas todav�a no hab�an sido desocupadas. El comandante que mandaba las fuerzas alojadas en aquel convento, un ac�rrimo enemigo del emperador, le hizo pasar la noche en el antiguo pante�n del convento. La noche en tal lugar fue tanto m�s horrorosa para Maximiliano, cuanto que all� recibi� noticias procedentes de la sede del gobierno de Ju�rez, que tuvieron que amenguar sus esperanzas. Despu�s llevaron a Maximiliano a una celda del convento y Miram�n y Mej�a ocuparon otras dos adyacentes. Las celdas se manten�an abiertas y delante de cada puerta estaba un centinela. La celda del emperador media seis pies de largo por cuatro de ancho, su suelo era de ladrillo rojo. Un catre, a cuya cabecera colgaba un crucifijo, y una peque�a mesa de caoba con dos candeleros de plata eran sus principales muebles. Otra mesa y algunas sillas completaban el sobrio ajuar. El crucifijo y los candeleros de plata eran un mal agüero, pues en M�xico estos objetos se suelen poner en las celdas de los presos condenados a muerte. Adem�s, Ju�rez orden� entre tanto que se iniciase, por el fuero de guerra, un proceso sumario contra el monarca y los generales Miram�n y Mej�a. Esto cambi� por completo el estado del asunto. Los tres prisioneros fueron considerados en lo sucesivo como criminales a los cuales, dada la natualeza de los hechos de que se les acusaba, s�lo se les pod�a aplicar la ley promulgada por Ju�rez el 25 de enero de 1862. Esta ley, como es sabido, no s�lo prohib�a bajo pena de muerte a los mexicanos ayudar de cualquier modo a la intervenci�n extranjera en M�xico, sino que tambi�n amenazaba con la muerte a todos los extranjeros que cometiesen actos atentatorios contra la independencia de M�xico.

Seg�n parece, L�pez, que era el �nico oficial imperial que no hab�a sido preso e incluso recibi� un pase que le garantizaba absoluta libertad de movimientos, rog� a Maximiliano que lo recibiese. Pero el emperador se neg� a volver a ver al hombre que s�lo le deb�a bondades y a cuyo hijo tuvo en la pila bautismal y que le hab�a pagado con una traici�n. L�pez fue despreciado tanto por los imperiales como por los liberales. Se sirvieron de �l como se utiliza a la gente de su jaez y despu�s le hicieron a un lado. Entoces se traslad� a Puebla junto su mujer. Cuando entr� en su casa le gritó su joven esposa: "�Qu� ha hecho con nuestro compadre? Si no lo puedes liberar de nuevo, no te volver� a mirar". Abandon�, en efecto, el hogar, se refugi� en casa de unos parientes y, m�s tarde se separ� por completo de su marido.

En estos d�as luchaba en Maximiliano el natural instinto de conservaci�n con el deseo de salvar su honor. Todav�a esperaba que Ju�rez no llegar�a a lo irremediable. Le rog� que le concediese un plazo para traer defensores de M�xico y para poder ordenar sus asuntos particulares. En un telegrama solicitaba del "se�or presidente" una entevista personal para poder hablar con �l, en particular sobre al suerte de M�xico, y declaraba que estaba incluso dispuesto, a pesar de su enfermedad, a trasladarse junto a Ju�rez. �ste le concedi� el deseado plazo, pero le neg� la entrevista y le hizo comunicar por Escobedo que todo lo que tuviese que decir deb�a hacerlo en el curso del proceso.

Un sentimiento de triunfo ten�a que animar al indio Ju�rez ante el hecho de que el orgulloso descendiente de una de las m�s viejas y presitigiosas casas soberanas de Europa, entre cuyos ascendientes se contaba el opresor de la raza india y vencedor del viejo imperio azteca, Carlos V, le pidiese ahora humildemente una entrevista, a �l que proced�a de la raza despreciada y avasallada. Ya s�lo por esta raz�n hab�a que esperar clemencia. Adem�s, un encuentro con el emperador ten�a que ser muy embarazoso para Ju�rez, tanto m�s cuanto que estaba decidido a no tener ninguna indulgencia con su prisionero . Hab�a de quedar demostrado ante todo el mundo qu� consecuencias tendr�a siempre una intervenci�n en los asuntos de M�xico para todos aquellos que emprendiesen tal aventura.

Maximiliano eligi� entre los liberales de M�xico dos defensores y, pensado que no pod�a contar con el apoyo del embajador franc�s ni con el del austriaco, rog� al representante de Prusia, bar�n Magnus, que fuese a Quer�taro para tratar con �l sobre lo que se pod�a hacer para su salvaci�n. Pero poco d�as despu�s invit� al bar�n de Lago que se trasladase a Quer�taro. Hasta entonces el bar�n austriaco se hab�a portado en una forma por completo pasiva.

Entre tanto lleg� a Europa la noticia de que el emperador Maximiliano se encontraba prisionero y de que su vida estaba amenzada. Las cortes de Europa se apresuraron a dirigir a Washington la s�plica de que conjurase el peligro que amenazaba la vida del emperador. Accediendo a estos deseos, Seward orden� el 1� de julio al embajador norteamericano cerca de Ju�rez, que hasta entonces hab�a preferido seguir desde el seguro Nueva Orle�ns los sucesos de M�xico, que se trasladase r�pidamente junto al presidente Ju�rez y que defendiese a Maximiliano y a los dem�s prisioneros de guerra. Pero Campbell mostr� pocas ganas de pisar el suelo de M�xico. Primero se entabl� un intercambio de telegramas entre �l y su superior, el secretario de Estado, sobre qu� medios de comunicaci�n deb�a usar Campbell. Se escribi� tanto de un lado a otro, que al fin fue demasido tarde. La conducta de Campbell fue, por lo menos, equ�voca. Cuando, por �ltimo, el 11 de junio recibi� la terminante orden del presidente Johnson de partir al punto para San Luis Potos�, inform� que estaba enfermo y dio su dimisi�n.

Maximiliano no deb�a, pues, esperar ya nada del extranjero. El instinto de conservaci�n, el deseo del joven pr�ncipe, que apenas contaba 35 a�os, de poder satisfacer a�n su vitalidad y el impulso interior que le animaba realizar acciones grandes, le hizo pensar entonces en el �ltimo medio que todav�a se le ofrec�a; la fuga .

Salm hab�a recurrido varias veces a todo su poder de persuaci�n para inducir al emperador a huir. S�lo ahora logr� obtener su consentimiento, con la condici�n de que Miram�n y Mej�a participasen en la fuga. Esto era, sin duda, un deseo muy noble, pero hac�a tanto m�s dif�cil la ejecuci�n del plan, cuanto que en los preparativos hechos hasta entonces s�lo se contaba con la persona del emperador. Salm ya hab�a conseguido sobornar con dinero a los oficiales y a los guardias, ahora s�lo hab�a que ver si esta gente cumplir�a tambi�n sus promesas. Nuevas esperanzas de vida se despertaron en Maximiliano; s�lo su estado de salud le infund�a el temor de no poder soportar bien las fatigas de la fuga. Pero por lo dem�s ya se ve�a de nuevo libre y due�o otra vez de sus decisiones. Y, como en los d�as en que todav�a ten�a la esperanza de que el gobierno liberal lo dejar�a en libertad en la costa, traz� con su secretario planes para el futuro. Despu�s de terminada felizmente la fuga pensaba trasladarse, primero a Londres y despu�s a Miramar para escribir la historia de su reinado; tambi�n proyectaba viajes a N�poles, a Grecia y a Turqu�a.

Pero mientras hac�a tales castillos en el aire se acord� de que hab�a escrito a los embajadores acreditados en M�xico invit�ndoles a que viniesen a Quer�taro. Pero �qu� dir�an estos se�ores si no lo encontraban ya all� y se enteraban de que el emperador hab�a huido? El refinado sentimiento del honor del emperador no le dejaba un momento de reposo, quiz�s los embajadores le ayudar�an a lograr la libertad sin necesidad de fuga. Quiz�s ser�a tambi�n mejor no intentarla en absoluto. �Qu� indigno ser�a si el emperador de M�xico, cuando se encontrase huyendo, fuese, acaso, alcanzado y tra�do de nuevo a la prisi�n! Tambi�n ten�a escr�pulos a causa de su aspecto exterior. La barba rubia y partida que s�lo �l ten�a en M�xico y que era conocida en todas partes, ten�a que denunciarle incluso aunque, como se lo aconsejaban, se la atase en la nuca. Pero cort�rsela no quer�a, le hubiese sido desagradable aparecer de repente sin barba cuando se encontrase en libertad. Tales escr�plos y otros parecidos preocupaban al emperador. De nuevo se hizo sentir la falta de decisi�n.

Cuando el 2 junio —la fuga deb�a realizarse la noche siguiente— lleg� un telegrama anunciando que el embajador prusiano y los dos defensores, de la Torre y Riva Palacio, hab�an partido de M�xico, Maximiliano decidi� quedarse. Hizo llamar a Salm y le dijo que hab�a que aplazar la fuga, unos d�as m�s o menos no importaban. En vano se le hizo presente que estaba todo preparado, que los centinelas con los que hab�a que contar ya estaban ganados. Todo fue in�til, siguio neg�ndose. Esto fue tanto m�s deplorable cuanto que entonces el gobierno liberal hubiese visto quiz�s con agrado la fuga del emperador, pues medainte ella ser�a sacado de la situaci�n embarazosa en que se encontraba con Maximiliano prisionero frente a la presi�n del ej�rcito y de muchos partidarios liberales sedientos de venganza. De esta manera se perdi� de nuevo una ocasi�n favorable.

El 3 de junio llegaron a Quer�taro Magnus y los defensores, a los que tambi�n sigui� Lago. Les fue dado el permiso de visitar a Maximiliano. Los defensores comprendieron al punto que si se iniciaba el proceso, dado el estado del asunto, s�lo pod�a recaer la sentencia de muerte. El 8 de junio se decidieron a partir a San Luis Potos� para ver a Ju�rez y pedirle clemencia.

En Quer�taro, los partidarios del imperio, con el matrimonio Salm a la cabeza, trataron todav�a de organizar la fuga. Para ello era necesario ganar a los nuevos jefes militares a los que estaba confiada la vigilancia del emperador, los coroneles Villanueva y Palacios. Se pens� en sobornarlos. Pero no se pudo conseguir el suficiente dinero. Los coroneles se prestaron —es dif�cil decir si s�lo en aparencia— a en tablar conversaciones. El tiempo apremiaba, pues la primera vista ante el consejo de guerra estaba se�alada para el 12 de junio. Maximiliano, como no dispon�a de dinero en efectivo, gir� letras por la cantidad necesaria. Los dos coroneles exigieron que las letras fuesen avaladas por los embajadores europeos y el emperador rog� entonces a Lago que extendiese su firma y que lograse de sus colegas que hiciesen los mismo. Lago hizo presente al emperador que, en su opini�n, la fuga no ten�a ninguna probabilidad de �xito, ya que los mexicanos jugaban un doble juego y s�lo quer�an comprometerlo a �l y a los embajadores. En suma, el embajador mostr� un car�cter miedoso y muy en�rgico y estaba tiernamente procupado por su propia persona.

Muy distinta fue la conducta de la princesa Salm, que se esforzaba, de un modo heroico, en salvar al emperador por todos los medios posibles. Al parecer ya hab�a llegado a un acuerdo con Villanueva. Ahora hab�a que ganar al coronel Palacios. Por la noche le rog� que la acompa�ase a su casa. Cuando llegaron a su dormitorio trat� de inducirlo a participar en el complot mediante la promesa del pago de 100 000 pesos. Como el coronel vacilaba, ella, seg�n parece, fue todav�a m�s lejos. "�No le basta a usted esta suma? —le pregunt�—. �Entonces, coronel, aqu� estoy yo!" Y la hermosa princesa empez� a desnudarse. El coronel Palacios, pose�do de la mayor turbaci�n corri� a la puerta, que se hallaba cerrada con llave, y declar� que compromet�a doblemente su honor y que si no abr�a al momento la puerta saltar�a a la calle por la ventana. La princesa lo tranquiliz�, le record� la palabra de honor que le hab�a dado al principio de la conservaci�n de que no dejar�a escapar una sola palabra sobre el asunto, y el coronel la abandon� sin haberle dado una clara respuesta a su proposici�n.

Entre tanto, el bar�n de Lago trat� con colegas, el italiano Curtopassi y el belga Hooricks, que tambi�n hab�an acudido a Quer�taro, sobre el aval de las letras. Los dos coroneles mexicanos ped�an, de una manera muy sospechosa, que los embajadores pusiesen tambi�n en las letras sus t�tulos oficiales. �stos vieron en ello un lazo que se les tend�a. En el temor de comprometerse ellos y sus gobiernos, se negaron a estampar su firma e incluso trataron de convencer a Lago de que borrase la firma que ya hab�a extendido. Como Lago vacilaba entre el deber de honor y el temor, uno de los colegas cogi� unas tijeras y cort� de la letra la firma de Lago. Maximiliano, que esta vez hab�a pensado en serio en el nuevo intento de fuga, sufri� un amargo desenga�o. Vio que los embajadores no pod�an hacer nada y en la hora decisiva se sinti� abandonado.

El nuevo plan de fuga hab�a, en efecto, fracasado. En la noche del 14 de junio, el coronel Palacios se traslad� junto al general Escobedo y le inform� de todo lo acaecido. La consecuencia fue que los embajadores y la princesa Salm fueron conminados a abandonar inmediatamente Quer�taro. El bar�n Magnus ya hab�a partido hacia San Luis Potos� para interceder personalmente por Maximiliano cerca de Ju�rez. Lago ya no pudo siquiera presentar a Maximiliano, para su firma, el codicilo de su testamento y tuvo que llev�rselo sin firmar.

Ju�rez; en una nota al embajador de la Uni�n, expuso las razones por las que no pod�an tratar al emperador como un prisionero de guerra y en ella insist�a en los responsables de que la guerra civil se hubiese prolongado in�tilmente, despu�s de la partida de los franceses, deb�an ser castigados por ello.

La primera vista del proceso estaba se�alada para el d�a 12. El local en que se iba celebrar era el teatro municipal. Para el tribunal y los acusados estaba destinado el escenario, los oyentes y curiosos ocupar�an las butacas y los palcos. La �ltima escena del drama del emperador deb�a desarrollarse literalmente en un teatro. Esto era demasido para Maximiliano. Declar� que de ninguna manera se presentar�a en un escenario. S�lo a viva fuerza lo podr�an llevar all� y ofrecer�a resistencia hasta no poder m�s. Adem�s, el atormentado emperador aleg� su d�bil estado de salud y, al fin se abstuvieron de arrastrarlo al escenario.

Pero Miram�n y Mej�a tuvieron que cumplir la orden. La composici�n del consejo de guerra mostraba ya la sentencia que hab�a que esperar. Un teniente coronel, como presidente, y seis j�venes capitanes deb�an administrar justicia a un emperador que acababa de perder el trono, a un antiguo presidente de la Rep�blica y a un prestigioso general en jefe que hab�a alcanzado innumerables victorias.

La vista de la causa contra Maximiliano ante el consejo de guerra se celebr� en su ausencia al mismo tiempo que la de los dos generales. Como base para ella sirvi� el acta del interrogatorio a que fue sometido el emperador el 24 de mayo. Maximiliano se hab�a negado a responder a la mayor�a de las preguntas alegando que se trataba de cuestiones pol�ticas que no deb�an ser comprendidas en un proceso de car�cter militar, tambi�n hizo valer que un consejo de guerra no era competente para juzgarlo. Trece acusaciones le fueron hechas, de las cuales las principales eran que se hab�a prestado a ser el instrumento principal de la intervenci�n francesa y con ellos hab�a atentado contra la paz, la libertad y la independencia de M�xico, que hab�a usurpado la soberan�a y hab�a dispuesto por la violencia de la vida, los derechos y los intereses de los mexicanos. Con el b�rbaro decreto de 3 de octubre de 1865 hab�a hecho ejecutar a innumerables mexicanos. Por �ltimo, se acusaba a Maximiliano de haber continuado la guerra civil incluso depu�s de la partida de los franceses y, con ello, haber ocasionado enormes desgracias al pa�s.

Despu�s de los acontecimientos de los �ltimos a�os, era, naturalmente, f�cil dirigir contra los vencidos tal abundancia de acusaciones. Gran n�mero de ellas se hubiesen podido sostener con el mismo derecho contra los liberales si hubiesen sido vencidos. Pero la condena de Maximilano se hab�a convertido en un acto pol�tico de la mayor importancia, comparado con el cual su persona no pesaba nada en el �nimo de Ju�rez. El presidente tem�a sobre todo ser censurado por sus compatriotas si se mostraba clemente. Tambi�n pod�a volver el indultado emperador e intentar de nuevo conquistar la perdida corona, como antiguamente hizo Iturbide. En el campo enemigo se conoc�a demasiado bien la versatilidad y el incorregible romanticismo del emperador. Se sab�a que la derrota sufrida arder�a toda la vida en el pundonoroso coraz�n del emperador como una afrenta a su honor que ten�a que ser reparada. Se sab�a, tambi�n, lo tercamente que se neg� a abandonar el pa�s y, dado su car�cter, cre�an que deb�an prevenirse contra todas las posibilidades. Pod�a declarar despu�s que todas las promesas que ahora hac�a le hab�an sido arrancadas con amenazas.

La condena del monarca ofrec�a, adem�s, al orgulloso indio una ocasi�n �nica de dar una bofetada simb�lica a todos los monarcas europeos que iba dirigida tanto al principio mon�rquico en s� mismo como a aquellas naciones europeas que se hab�an atrevido a intervenir en los destinos de M�xico. Rechazando el deseo de la Uni�n de indultar a Maximiliano, le pod�a mostrar tambi�n a �sta que se estaba decidido a no consentir tampoco de su parte ning�n g�nero de intervenci�n. As�, pues, la muerte de Maximiliano estaba irrevocablemente decidida con independencia de la farsa del consejo de guerra. El bar�n Magnus, que acudi� junto a Ju�rez, le declar� que, en el caso de que el presidente pusiese en libertad a Maximiliano, el rey de Prusia se brindaba a garantizar, de uni�n de los dem�s estados de Europa, la independencia y la libertad de M�xico. Estados Unidos deb�a adherirse tambi�n a esta garant�a. Pero este ofrecimiento no fue escuchado. El embajador, con esto, s�lo le dio ocasi�n a Ju�rez de mostrar claramente su poder. Tampoco produjo ninguna impresi�n el hecho de que Garibaldi, en su manifiesto a la naci�n mexicana, de 5 de junio de 1867, en cual la facilitaba por su brillante lucha por la libertad, pidiese el perd�n de Maximiliano.

En San Luis Potos� se hab�an reunido, adem�s, numerosas personas para pedir el indulto de Maximiliano. La incansable princesa Salm se arrodill� ante Ju�rez y derramando l�grimas le pidi� el perd�n de Maximiliano. Pero el presidente, aunque conmovido, le respondi�.

Me da pena se�ora, verla arrodillada a mis pies. Pero aunque todos los reyes y reinas de Europa estuvisen en su lugar, yo no podr�a perdonarle la vida. No soy yo el que se la quita, es mi pueblo y es la ley, y si yo no cumpliese su voluntad, el pueblo se la quitar�a y, adem�s, tambi�n la m�a.

Ju�rez pronuciaba estas palabras para que las oyese todo el mundo, haciendo resaltar vanidosamente la impotencia de los monarcas de Europa, echaba la culpa de la noble sangre que se iba a derramar, a una colectividad, a un algo impersonal y vago... al pueblo.

Ni los ruegos de una comisi�n compuesta por 200 mujeres de San Luis, ni desgarradoras s�plicas de la mujer de Miram�n, que con sus hijitos fue a implorar por la vida de su marido, lograron, ablandar a Ju�rez . El cruel coraz�n del descendiente de los aztecas permaneci� inexorable, de su parte ya no hab�a que esperar ninguna salvaci�n.

Maximiliano tampoco se hac�a ya ninguna ilusi�n, aunque el instinto de conservaci�n manten�a todav�a vivo en su alma un �ltimo destello de esperanza. Pero si tambi�n esta �ltima esperanza se desvanec�a, el mundo, por lo menos, hab�a de ver que un Habsburgo sab�a morir erguido y valiente. El sentimiento del honor desarrollado en el car�cter del emperador hasta la mayor perfecci�n, se elev� en los �ltimos d�as de su vida a grandeza cl�sica . Aun ahora cuando, por decirlo as�, pod�a observar desde su celda los preparativos del verdugo, pensaba primero en los otros, en aquellos que hab�an luchado por su causa, que hab�an estado a su lado y que ahora padec�an por ello. "Haga usted todo lo posible —escribi� al bar�n Lago— para salvar a los oficiales y soldados austriacos que todav�a est�n en M�xico y trasladarlos a Europa".

Apenas hab�a escrito esto, cuando le trajeron la falsa noticia de que su mujer hab�a muerto en Miramar. Con mano temblorosa a�adi� a la carta al bar�n de Lago de 15 de junio la siguiente posdata:

Acabo de enterarme de que mi pobre mujer ha sido liberada de sus sufrimientos . Esta noticia, aunque me desgarra el coraz�n, es, por otra parte, para m�, en el momento presente, un indecible consuelo. Ya s�lo tengo un deseo en este mundo y es que mi cad�ver sea sepultado al lado de mi pobre mujer, encargo que le doy a usted, querido bar�n, como representante de Austria

En el consejo de guerra, tres capitanes votaron la pena de muerte y otros tres el destierro perpetuo. Tuvo, pues, que decidir el presidente. El joven teniente coronel tom� ligeramente sobre s� la responsabilidad y se pronunci� por la pena de muerte.

El proceso termin�, pues desafortunadamente, ya no no hab�a niniguna posibilidad de fuga, s�lo un milagro pod�a salvar a Maximiliano. Sin haber logrado nada, inconsolable y lleno de la m�s profunda compasi�n hacia el emperador, el bar�n von Magnus volvi� a Quer�taro de San Luis, adonde hab�a ido, al parecer, "con un cr�dito ilimitado del bar�n de Lago, para sobornar a Ju�rez y al ministro Lerdo".

Maximiliano, a pesar de la enfermedad que le consum�a soportaba con serenidad los tormentos de los �ltimos d�as. Adoptaba disposiciones sobre el embalsamamiento de su cad�ver, sobre su transporte a Europa, y rog�, tambi�n, que para la ejecuci�n eligiesen buenos tiradores, que evitasen darle en la cara, pero que hiciesen blanco de un modo seguro y firme. "Pues —observaba Maximiliano orgullosamente— no est� bien que un emperador se revuelque en el suelo en las convulsiones de la muerte".

El m�dico de c�mara estaba casi d�a y noche a su lado. Con tristeza ve�a al "muerto viviente" adoptar preparativos para su fin, escribir cartas de despedida y fijar sus �ltimos desos. El emperador reparti� entre sus parientes y amigos los pocos objetos que todav�a ten�a. La ejecuci�n de la sentencia estaba se�alada para el 16 de junio. A las 11 de la ma�ana apareci� un general acompa�ado por el coronel y una secci�n de soldados y ley� la sentencia de muerte, lo mismos que a Miram�n y a Mej�a. A las tres de la tarde deb�a verificarse la ejecuci�n.

Las �ltimas horas pasaron r�pidamente terminando las cartas, redactando las �ltimas disposiciones testamentarias y conversando con el sacerdote y con los defensores. Los condenados hab�an confesado y comulgado. El emperador estaba tranquilo. S�lo el movimiento, peculiar en �l, de acariciarse la barba y que hoy realizaba m�s a menudo que de costumbre, denunciaba la tensi�n de sus nervios.

Sonaron las tres en el reloj de la torre. Nadie llegaba todav�a para llevarse a los condenados, aunque afuera se hab�a escuchado movimiento y voces de mando. Lentamente transcurr�an los minutos en torturante espera. Por fin, a las cuatro, apareci� el coronel Palacios con un telegrama de San Luis en la mano. Un rayo de esperanza ilumin� las p�lidas facciones del emperador. Esto s�lo pod�a ser el indulto.

Pero era s�lo un aplazamiento por tres d�as, la �nica concesi�n a que se hab�a prestado Ju�rez. Un profundo desenga�o se apoder� del emperador. El aplazamiento le fue terriblemente penoso: si ten�a que morir, que lo inevitable ocurriese pronto. Sin embargo, en su interior naci� todav�a una d�bil esperanza. Quiz�s los d�as o hasta incluso las horas siguientes trajesen buenas noticias. Pero en tanto que en Maximiliano la esperanza s�lo asom� d�bilmente en su coraz�n, Salm ya lo ve�a salvado y el propio coronel Palacios y otros liberales consideraban el aplazamiento como el primer paso para el indulto.

El bar�n de Magnus, con la mejor intenci�n de salvar al emperador decidi� dirigirse por tel�grafo a Ju�rez. Empezaba diciendo en su telegrama que como el 16 de junio los condenados ya cre�an estar pr�ximos a ser ejecutados, moralmente ya se hab�a cumplido la sentencia de muerte. Pues bien, ahora rogaba que no se les hiciese morir una segunda vez.

Conjuro a usted —le escribi�— en nombre de la humanidad y por amor de Dios que ordene que ya no se les fusile y repito a usted, una vez m�s, que tenga la certeza de que mi soberano, Su Majestad el rey de Prusia, y todos los monarcas de Europa unidos por lazos de sangre con el pr�ncipe prisionero, esto es, su hermano, el emperador de Austria, su prima, la reina de la Gran Breta�a, su cu�ado el rey de los belgas y su prima la reina de Espa�a, as� como los reyes de Italia y Suecia se pondr�n de acuerdo para dar a su excelencia el se�or Benito Ju�rez todas las garant�as de que ninguno de los prisioneros volver� jam�s a pisar el suelo mexicano.

Esto estaba hecho con muy buena intenci�n pero no era h�bil hacer ver a Ju�rez que una sola indicaci�n suya bastaba para, a despecho de todos los monarcas del viejo mundo, privar de la vida al "primo de Europa".

Si el aplazamiento de tres d�as fue acaso la expresi�n de la �ltima vacilaci�n del presidente, durante este tiempo Ju�rez recobr� su dureza. El telegrama del embajador prusiano no pod�a hacerlo vacilar, antes bien ten�a que aumentar todav�a su deseo de dar a toda Europa una lecci�n. Tampoco la nobleza de Maximiliano conmovi� al presidente. El 18 de junio el emperador envi� en efecto, un telegrama al gobierno de San Luis en cual ped�a el indulto de los generales Mej�a y Miram�n y expresaba el deseo de ser la �nica v�ctima.

Todas las cartas y telegramas fueron contestados en sentido negativo por el ministro Lerdo. El emperador se dispuso a morir, toda esperanza hab�a desaparecido. La conciencia de haber querido siempre el bien, la consideraci�n, que tambi�n expuso en su memoria de defensa, de que no se le pod�a negar la buena fe lo fortalecieron en estas horas dif�ciles y le dieron fuerzas para enfrentarse heroicamente con su destino. Cuando la noticia de la muerte de la emperatriz fue desmentida, dirigi� al gobernador del palacio de Mirarmar una cordial carta de gracias y de despedida, en la cual le rogaba que permaneciese leal y honradamente al lado de su pobre mujer y que le consagrase el mismo afecto que, de un modo tan admirable, hab�a demostrado siempre al emperador. Maximiliano recomend� a su familia las viudas de sus dos compa�eros de infortunio y exhort� a Ju�rez, a que su sangre fuese la �ltima que derramase, a que de aqu� en adelante el presidente hiciese reinar el esp�ritu de reconciliaci�n para dar de nuevo al desgraciado pa�s paz y tranquilidad.

El general Escobedo, al que en una ocasi�n Mej�a hab�a salvado la vida, record� esto y le prometi� emplear toda su influencia para librarlo de su situaci�n. Mej�a no cedi� en nada a la nobleza de su emperador. Aunque su joven y amada esposa acabada de darle su primer hijo, declar� que s�lo aceptar�a el indulto en el caso de que el emperador y Miram�n fuesen tambi�n salvados. Cuando Escobedo le declar� que era incapaz de lograr todo esto, exclam� Mej�a: "Bueno, entonces que me fusilen con Su majestad".

La v�spera de la ejecuci�n —cuando el emperador ya dorm�a— se present� Escobedo en su celda para despedirse de �l. Maximiliano fue despertado, habl� algunos minutos con el general, le dio su retrato con su firma y le recomed� que se consagrase siempre al bienestar y a la prosperidad de M�xico.

As� lleg� la ma�ana del 19 de junio de 1867. Radiante se elev� el sol, ni una sola nube manchaba el cielo del amplio valle y en el aire fresco del amanecer una frangancia primaveral invitaba a la vida.

El emperador hab�a dormido tranquilamente hasta las tres de la ma�ana; entonces se levant� y el padre Soria ley� una misa rezada para �l y sus dos compa�eros de condena. Los pocos partidarios del emperador que todav�a quedaban a su lado vieron profundamente conmovidos c�mo estos tres hombres consagrados a la muerte doblaban la rodilla en el sagrado momento de la transubstanciaci�n y recib�an la bendici�n que el sacerdote les daba emocionado. Los testigos de esta escena sollozaban y fue el emperador el que trat� de sosegarlos invocando los inescrutables desiginios de la Providencia . Despu�s sac� del dedo su anillo nupcial y se lo entreg� al doctor Basch con un rosario y un escapulario que hac�a tiempo le hab�a dado su confesor el padre Soria. Basch deb�a llevar a la archiduquesa Sof�a estos objetos con los �ltimos saludos de su hijo. La peque�a medalla de la virgen que al partir de Par�s le dio la emperatriz Eugenia con el deseo de que le diese suerte, la destin� a la emperatiz de Brasil.

Hasta el �ltimo momento pens� el emperador en todos sus allegados. Despu�s, present�ndose ante la puerta de las celdas de los dos generales, dijo:

"�Est�n ustedes listos, se�ores? Yo ya estoy dispuesto". Maximiliano abraz� a los dos generales: "Pronto —les dijo— nos veremos de nuevo en la otra vida". Miram�n estaba tranquilo y sereno como el emperador, Mej�a debiltado por la enfermedad y por el recuerdo de su joven esposa, apenas si pod�a tenerse en pie.

El emperador, vestido de civil con traje negro, baj� las escaleras y se detuvo en el �ltimo pelda�o exclamando: "Qu� d�a m�s hermoso, siempre hab�a deseado morir en un d�a como �ste".

En seguida subieron a los coches que llevaron a los condenados al lugar de la ejecuci�n, el Cerro de las Campanas. Era el sitio donde fue hecho prisionero el emperador. Un fuerte grupo de tropas de cabeller�a e infanter�a acompa�aba a los coches, inmediatamente detr�s marchaban los pelotones de ejecuci�n. El m�s profundo silencio reinaba en todas partes por donde pasaba el cortejo. Puertas y ventanas en Quer�taro estaban cerradas en se�al de duelo, los pocos transe�ntes iban vestidos de negro o mostraban caras graves. Se ve�a llorar a las mujeres que contemplaban a la joven esposa de Mej�a que, sollozando, corr�a tras el cortejo con su ni�o de pecho en brazos y era detenida por las bayonetas de los soldados al querer agarrarse al coche que coduc�a a su marido.

Todos los europeos se hab�an quedado en Quer�taro, solo el fiel servidor y cocinero del emperador, T�d�s, sigui� a los coches. Nunca hab�a querido creer que las cosas llegasen a tal extremo. "�Crees ahora que me fusilen?", le pregunt� el emperador al abandonar el coche.

Erguido camin� Maximiliano cien pasos colina arriba, a su lado marchaba, tambi�n derecho, Miram�n; s�lo Mej�a, casi sin sentido, tuvo que ser arrastrado, poco menos que llevado en brazos. Arriba se encontraban las tropas formando tres lados de un cuadrado, el cuarto lado estaba cerrado por un peque�o muro de piedra. All� fueron llevados los prisioneros y colocados cara a Quer�taro que, apacible, se extend�a al sol.

Como sin duda no se estaba seguro de las tropas, se ley� una severa orden seg�n la cual aquel que hiciese el menor movimiento en favor del emperador ser�a fusilado con �l. Los pocos espectadores permanec�an silenciosos. El emperador mir� a su alrededor como para ver si alguno de sus amigos estaba presente. Su puesto le fue se�alado entre los dos generales.

Entonces Maximiliano se volvi� hacia Miram�n: "General, le dijo, un valiente debe ser honrado por su monarca hasta en la hora de la muerte, perm�tame, general, que le ceda mi lugar de honor". Con estas palabras hizo que Miram�n se pusiese en el centro. Despu�s dirigi�ndose a Mej�a le dijo: "General, lo que no es compensado en la tierra lo ser� en el cielo".

Los pelotones destinados a la ejecuci�n se aproximaron. El oficial que deb�a dar la orden de fuego balbuce�, evidentemente dominado por penosos sentimientos, algunas palabras dirigidas al emperador y que parec�an una disculpa. Maximiliano dio las gracias por la compasi�n que mostraba y a�adi�: "�Usted es soldado y debe obecer!" En seguida dio una onza de oro a cada uno de los soldados que estaban frente a �l, rog�ndoles que apuntasen bien. Volviendo a su sitio se sec� el sudor de la frente con el pa�uelo y se lo dio, con el sombrero, a su fiel T�d�s para que llevase estos objetos a la patria.

Despu�s en espa�ol y con voz clara que le pudiesen o�r todos los circunstantes pronunci� las siguientes palabras:

"Perdono a todos, ruego que tambi�n me perdonen a m� y ojal� que mi sangre beneficie al pa�s. �Viva M�xico, viva la Independecia!"

Apenas se hab�an extinguido estas palabras cuando el oficial que mandaba el pelot�n baj� el sable, sonaron siete disparos y el emperador Maximiliano, atravesado por cinco balas, cay� al suelo con la cara hacia delante excalamando en voz baja "�Hombre!" Peque�os estremecimientos mostraban que todav�a ten�a vida. El oficial que hab�a dado la orden de fuego acudi� junto al cuerpo del ca�do emperador, le dio la vuelta con el sable, y con la punta, sin decir una palabra, indic� el coraz�n. Un soldado se aproxim� y en el lugar indicado dispar� a quemarropa un tiro que quem� el traje del emperador y puso fin a su vida.

Despu�s de Maximiliano le toc� a Miram�n, el cual erguido rechaz� con voz resonante toda inculpaci�n de traici�n y dio un viva a M�xico y otro al emperador. Mej�a s�lo pudo gritar d�bilmente "Viva M�xico, viva el emperador" y en seguida le lleg� tambi�n el fin a este valiente.

As� cayeron el emperador y sus dos fieles paladines. Amigos y enemigos se descubrieron ante esta manera de morir de un Habsburgo. Siempre hab�a querido s�lo lo bueno y lo noble. Por sus errores pag� con su vida. Pero aquellos que lo hab�an llevado hasta este extremo contemplaban desde lejos y en seguridad el tr�gico fin de drama...

Lo que vino despu�s fue s�lo la disoluci�n de todo lo que antes hab�a sido imperial. Los partidarios de Maximilano abandonaron toda lucha despu�s de su muerte. M�rquez supo ponerse en seguridad. En M�xico hab�a mantenido la ficci�n, incluso cuando ya hac�a mucho tiempo que el emperador estaba prisionero, de que su causa saldr�a victoriosa. Pero en secreto hacia preparativos para salvarse. Alg�n tiempo m�s tarde apareci� en La Habana.

Ju�rez entr� triunfalmente en la capital. No se recat� en ir a ver en Quer�taro el cad�ver embalsamado de Maximiliano. La dureza y la tenacidad de indio hab�an triunfado sobre el d�bil car�cter de Maximiliano, impulsado por la ambici�n y alucinado por ideales. La victoria estaba al lado del presidente, la simpat�a, la compasi�n y hasta la admiraci�n de todos los corazones por tan noble actitud frente a la muerte, al lado de la v�ctima.

Con la muerte del emperador muri� tambi�n la idea de fundar en M�xico una monarqu�a; unicamente Santa Anna, el antiguo pretendiente a la corona, segu�a incorregible. Apenas hab�a pasado medio a�o y ya quer�a reorganizar de nuevo la causa imperial que al principio apoy� y despu�s abandon�. Ahora "protestaba" de lo mucho que respetaba la memoria del emperador, del gran inter�s que hab�a tenido por la suerte de la emperatiz. El padre Fischer deb�a proporcionar armas, municiones y dinero de Europa; �l, Santa Anna, dirigir�a personalmente la sublevaci�n contra los liberales.

Pero en M�xico ya nadie le tomaba en serio. Ju�rez sigui� de presidente hasta su muerte, acaecida en 1872...

Mientras que en M�xico, en el otro lejano lado del oce�no se consumaba el destino de Maximiliano, en Par�s se viv�a en medio de un delirio de grandezas imperiales, se celebraban ostentosas fiestas y se embriagaban con el brillante �xito de la exposici�n mundial que Napole�n III hab�a organizado en el a�o 1867, para, mediante esta magn�fica exposici�n, que sobrepujaba en mucho a todas las habidas hasta entonces, borrar un poco los fracasos de la pol�tica exterior. Par�s se convirti� en el centro de Europa y hasta del mundo; miles y miles de personas iban en peregrinaci�n a la ciudad del Sena. Numerosos soberanos de Europa, incluso el rey de Prusia y el zar, visitaban Par�s como hu�spedes de Napole�n para contemplar en la exposici�n, preparada por 52 000 expositores, las maravillas del mundo que se mostraban en millares de palacios y quioscos levantados en el campo de Marte.

Al lado de los efectos art�siticos y econ�micos no se olvidaba el placer. La Archiduquesa de Gerolstein, famosa opereta de Offenbach, trastornaba la cabeza de todo el mundo, los valses de Strauss invitaban al baile, en todas las embajadas, hasta en la austriaca, se daban brillantes fiestas en las cuales se api�aban los pr�ncipes de todas las grandes naciones de Europa. Ya se sab�a que el emperador Maximiliano estaba prisionero, pero M�xico estaba lejos y las alegr�as de las fiestas atra�an tentadoras en Par�s. No se cre�a en la seriedad de su situaci�n, y, del mismo modo que en Washington, se trataba todo el asunto con cierta dejadez. Todav�a el 17 de junio el secretario de Estado de Relaciones Exteriores, Seward, hab�a dicho en una comida al bar�n von Wydenbruck refiri�ndose a Maximiliano: "Su vida est� exactamente tan segura como la m�a o la suya".

S�lo un suceso detuvo por un momento la alegr�a de las fastuosas fiestas de Par�s. A la vuelta de la gran revista de Longchamps, donde Napole�n reuni� el 6 de junio sus mejores tropas para dar al zar y, en particular al rey de Prusia una impresionante idea de su poder, un polaco de nombre Berezowski dispar� con un rev�lver contra el coche en que Napel�n y el zar volv�an de las Tuller�as entre las jubilosas y api�adas masas del pueblo. La sangre fr�a de un oficial que instintivamente espole� su caballo interponi�ndolo entre el criminal y el coche, salv� la vida del emperador. Napole�n se puso de pie en el coche y vovi�ndose hacia Alejandro II le dijo: "Sire, hemos estado juntos en el fuego; ahora somos hermanos de armas".

"Nuestros d�as est�n en manos de la Providencia", respondi� fr�amente el zar. Pero pronto se olvid� este incidente y la gente sigui� divirti�ndose vistando la magnifica exposici�n.

Miles de franceses examinaban con inter�s los ca�ones gigantes expuestos por la casa Krupp, sin pensar que quiz�s alg�n d�a esta arma ser�a dirigida contra el pueblo que con tan infantil aturdimiento pasaba a su lado admir�ndola, sin imaginar que acaso fuese un presagio. No se pensaba en la guerra, pues Napole�n desde 1866 hab�a inscrito en sus banderas el lema de la paz y dirig�a su pol�tica en un sentido pac�fista, naturalmente, por debilidad interior que se ocultaba bajo el brillante ropaje de la exposici�n mundial.

Desde entonces empez� la decadencia del segundo imperio; las palabras burlonas de Bismarck de que Napole�n era una incapacit� m�connue, deb�an hacerse evidentes para todo el mundo. Con exposiciones y otros actos ostentativos por el estilo se pod�an encantar durante un cierto tiempo los ojos de Europa con ilusiones de enga�osa grandeza, pero las duras realidades no pod�an ocultarse a la larga.

El zar abandon� Par�s el 11 de junio y el rey Guillermo de Prusia el 14. En estos d�as los emperadores franceses estaban atormentados por malos presentimientos. Ya el 12 de junio Napole�n hizo manifestaciones a Metternich que demostraban cu�nto le agobiaba no poder socorrer a Maximiliano. �l y la emperatriz sent�an la responsabilidad en que hab�an incurrido ante el mundo y su propia conciencia frente a aquel pr�ncipe. Napole�n no sab�a qu� hacer e hizo rogar al ministro austriaco de Relaciones Exteriores que, en el caso de que tuviese alguna idea de c�mo se pod�a prestar ayuda a Maximiliano, contase incondicionalmente con �l. Pero ya era demasido tarde, d�a tras d�a pas� el tiempo y el destino de Maximiliano se consumi�.

El 30 de junio, Napole�n y la emperatriz iban a repartir solemnemente, en presencia de los pr�ncipes que todav�a se encontraban en Par�s, entre ellos el conde y la condesa de Flandes, los premios otorgados a los expositores. La noche antes lleg� a Viena un telegrama del embajador austriaco en Washington dando la noticia que el emperador Maximiliano hab�a sido fusilado. A la ma�ana siguiente la noticia ya apareci� en un peri�dico belga. La emperatriz Eugenia iba a vestirse para ir al festejo cuando le dieron la noticia. L�vida de espanto y a punto de desmayarse corri� presurosa al gabiente de su marido �Deb�a suspender el reparto de los premios? �O bien, con el coraz�n desgarrado, simular ignorancia? A�n hab�a la posibilidad de que la noticia fuese falsa. Los emperadores se decidieron, la solemnidad no deb�a ser suspendida. Mientras que la emperatriz, con graciosa sonrisa, entregaba a los premiados las medallas de oro y plata, la persegu�a el recuerdo del muerto, de cuya suerte se sent�a responsable. Con trabajo termin� su misi�n. Pero apenas lleg� a las Tuller�as le fallaron las fuerzas y, desmayada, tuvo que ser llevada a su lecho.

Al d�a siguiente ya no se pudo ocultar m�s la amarga verdad. Ya hab�a llamado la atenci�n que el acto de reparto de premios los puestos de los pr�ncipes belgas estuviesen vac�os, ahora llegaba de todas partes la confirmaci�n de la terrible noticia. En medio del bullicio de las fiestas, Par�s, de pronto, se visti� de luto. De golpe se vio, incluso por los desapasionados, ad�nde hab�a llegado la aventura mexicana. Miles de soldados franceses hab�an perdido la vida, se hab�an gastado cientos de millones para, finalmente, ver al protegido de Napole�n contra el pared�n. Al mismo tiempo se comprendi� tambi�n que todas las confiadas personas que hab�an invertido su dinero en los empr�stitos mexicanos tendr�an ahora que lamentar su p�rdida. Estas personas eran, sobre todo, parisienses y, lo que es muy significativo, �ni un solo emigrado mexicano! En un santiam�n desapareci� toda la alegr�a, las fiestas fueron suspendidas, los hu�spedes extranjeros abandonaron la ciudad. Duras cr�ticas se dirigieron contra Nap�leon. En todas partes se o�a decir que Maximiliano ser�a para Luis Nap�leon lo mismo que el duque de Enghien para Napole�n I. El viejo enemigo de Napole�n, Thiers, se expres�, en una conversaci�n, con una profunda excitaci�n sobre la muerte del emperador Maximiliano: dijo que Nap�leon era el �nico y verdadero autor del crimen y que sobre �l reca�a toda la resposabilidad. "Ya nunca podr�a librarse de esta maldici�n — exclam� Thiers— este asesinato har� que ahora toda Francia lo desprecie". Thiers en su odio, exageraba, pero supo aprovechar h�bilmente el suceso para sus fines. Ahora pod�a proclamar en el Congreso la raz�n que siempre le hab�a asistido al prevenir contra la empresa mexicana y al combatirla, incluso cuando el honor y la bandera de Francia estaban hondamente comprometidos. Ahora le era f�cil mostrar con este ejemplo lo mucho que Francia necesitaba un control parlamentario.

En Inglaterra, que desde un principio hab�a observado una reserva tan prudente en relaci�n con la empresa mexicana, el retru�cano de que el archduke hab�a sido el archdupe de Nap�leon, corr�a de boca en boca. Los peri�dicos expresaban profunda compasi�n por Maximiliano y publicaban violentos ataques contra Napole�n. En Par�s se tem�a hasta por la vida del embajador franc�s y de todos los franc�s y de todos los franceses que viv�an en M�xico. Adem�s, encima de que Francia ya sent�a con bastante amargura el aislamiento pol�tico en se encontraba, hab�a que contar tambi�n con la p�rdida de la amistad del emperador austriaco.

Ya en los primeros d�as de junio Metternich hab�a tenido conversaciones a prop�sito de una nueva visita de los emperadores austriacos a Par�s. Esta visita deb�a verificarse a mediados de julio. Ahora esto era imposible a causa de la muerte de Maximiliano. Beust, que con creciente preocupaci�n observaba los victoriosos avances de Bismarck en el sur de Alemania y como compensaci�n daba gran importancia a una alianza con Francia en las cuestiones de Oriente; Metternich, cuyo trabajo hac�a a�os que estaba dirigido hacia una estrecha colaboraci�n con el imperio franc�s; finalmente, tambi�n Nap�leon, que ante el creciente y amenazador poder de Prusia sent�a la necesidad de buscar apoyos, todos sintieron por igual que la visita de emperador Francisco Jos� tuviese que ser aplazada.

Nap�leon despu�s de haber recibido la confirmaci�n, envi� al emperador Francisco Jos� el siguiente telegrama:

La noticia que acabamos de recibir nos ha causado el m�s profundo dolor. Lamento y admiro al mismo tiempo la energ�a que ha mostrado el emperador al querer luchar �l solo contra un partido que �nicamente ha vencido por traici�n y estoy inconsolable de haber contribuido, con las mejores intenciones, a un resultado tan lamentable. Ruego a Vuestra Majestad que acepte mi m�s sincero y sentido p�same.

Nap�leon.

Napoleon y Eugenia sintieron profundo dolor y serios remordimientos de conciencia. Metternich, que tambi�n estaba muy afectado por "el rayo que hab�a ca�do en medio de las alegres fiestas", informaba que una vez hab�a encontrado a los separadores deshechos en l�grimas. Pero tambi�n en los dem�s c�rculos de la capital francesa el efecto fue duradero. "Apenas si se puede firmar idea, escrib�a el pr�ncipe Metternich, de la profunda impresi�n que causan aqu� las noticias de M�xico".

En Austria la consternaci�n fue enorne, no s�lo en la corte imperial donde, sobre todo la archiduquesa Sof�a apenas si pod�a serenarse por el dolor que le produjo el asesinato de su hijo, sino tambi�n en la poblaci�n, entre la que Maximiliano siempre hab�a sido muy querido. Todos los que en un tiempo hab�an prevenido contra la aventura recordaron sus palabras e incluso aquellos que anteriormente aplaud�an al emperador ahora dec�an que hab�an previsto todo tal como hab�a sucedido.

El emperador Francisco Jos� firm� la respuesta al telegrama de Nap�leon, redactada por Beust con expresiones muy amables, y la hizo mandar a Par�s. Nap�leon esper� con alg�n temor la respuesta a su telegrama. Al recibirla se sinti� muy tranquilizado y agradeci� que Francisco Jos� aliviase su penosa situaci�n con amistosas palabras. En su respuesta expres� de nuevo la honda pena que sent�an �l y la emperatriz y a�adi� que nunca hubiese cre�do que los republicanos mexicanos pudiesen proceder de un modo tan b�rbaro e inhumano. Tambi�n lamentaba que hubiese tenido que ser aplazada la vista a Par�s, que habr�a estrechado m�s los lazos que un�an a los dos imperios. "Pues hoy —escrib�a— se lo repito a Vuestra Majestad con alegr�a, no hay nada que nos separe y todo debe unirnos m�s".

En Austria se acogieron con calor estas manifestaciones de Nap�leon porque no se deseaba una perturbaci�n de las relaciones con Francia. Por eso tambi�n produjeron satisfacci�n en Viena las indicaciones hechas al mismo tiempo de que Nap�leon y Eugenia ten�an ahora la intenci�n de hacer, por su parte, una visita a los emperadores austriacos. La piedad ten�a que ceder ante la raz�n de Estado. S�lo la madre de Maximiliano, la archiduquesa Sof�a, no pod�a sobreponerse a su dolor y manifest� que en estos momentos no ser�a capaz de encontrarse con los emperadores franceses.

La emperatriz Eugenia mostr� en esto m�s comprensi�n que su marido. Cuando trat� con Metternich sobre si la visita deb�a ser hecha en Viena, se declar� contraria a este plan y dijo:

Para m� ser� la cosa m�s penosa del mundo verme frente a un hermano y a una madre a cuyo dolor he contribuido insistiendo en la expedici�n a M�xico. Si conociese al emperador, a la emperatriz y a la archiduquesa Sof�a, hace ya tiempo que hubiese corrido a su lado (je me serais pr�cipit�e sur leur mains) para testimoniarles mis sentimientos, sobre los que no pueden enga�arse. Pero como no los conozco, temo aparecer demasiado fr�a o demasiado tr�gica.

Metternich estaba convencido de que estas palabras de la emperatriz sal�an del coraz�n, pero cre�a tambi�n que ten�a miedo de ser objeto en Viena de posibles manifestaciones hostiles. Por eso se decidi� celebrar la entrevista en Salzburgo, adonde el emperador Francisco Jos� y la emperatriz Elizabeth deb�an salir al encuentro de los emperadores franceses. La archiduquesa Sof�a se neg� a emprender el viaje. Ve�a en Napole�n al hombre que hab�a impulsado a la muerte a su hijo y no hubiese podido resolverse a darle la mano.

As�, el 18 de agosto de 1867, un d�a de claro sol parecido a aquel en que Maximiliano hab�a marchado a su muerte, los emperadores franceses aparecieron en Salzburgo, la pintoresca ciudad del pa�s de la corona: Eugenia en las m�s sencilla toilette esforz�ndose, como cuenta Beust, en "borrarse" ante la deslumbradora belleza de la emperatriz Elizabeth; Napole�n vivo y alegre, nuevamente repuesto de su enfermedad. En los primeros momentos se habl� de Maximiliano y de la aflicci�n producida por su muerte. Pero las cuestiones pol�ticas hicieron pasar pronto a segundo t�rmino el penoso recuerdo y se habl� de Alemania, de Oriente, de Creta y de mil otras cosas...

El emperador Francisco Jos� hab�a enviado a M�xico al almirante Tegetthoff para traer a la patria los restos mortales de Maximiliano, lo que Ju�rez trat� de aprovechar, aunque en vano, para obtener del emperador de Austria el reconocimiento del nuevo r�gimen.

En este tiempo el esp�ritu perturbado de Carlota segu�a todav�a ensimismado en ambiciosos planes. La monoman�a de que la quer�an envenenar hab�a cedido y ahora so�aba en Miramar que su marido era el "soberano de la tierra", el "soberano del universo". Y entre tanto, el mismo barco en el que un d�a hab�a partido Maximiliano hacia su lejano imperio con el pecho lleno de miles ilusiones, navegaba ahora rumbo a la patria trayendo a bordo su f�retro cubierto con los colores rojo y negro de la bandera de guerra.

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