El circo romano

El valle de 650 metros de largo y poco menos de 100 metros de ancho que se extiende entre las dos estribaciones casi paralelas del Aventino y el Palatino parec�a haber sido creado ex profeso por la naturaleza para escenario de torneos, especialmente de carreras de carros; ya en los tiempos m�s antiguos se celebraban all� en honor de Conso, el dios de las cosechas, no lejos del sitio en que se alzaba su altar subterr�neo, los torneos de las yuntas de labranza, y era tambi�n all� donde la leyenda situaba el escenario en que los primeros romanos raptaron a sus novias. A medida que se desarrollaban el poder y la grandeza de la ciudad, crec�an tambi�n el esplendor y la magnificencia del culto. Hac�anse cada vez m�s frecuentes y peri�dicas las fiestas de los dioses nacionales o de los dioses extranjeros reconocidos por el Estado, que terminaban casi siempre con alg�n espect�culo circense; y al lado de estas fiestas fijas iban multiplic�ndose tambi�n las ocasiones extraordinarias en que el pueblo se congregaba en el hip�dromo. Parece que ya en la �poca de la monarqu�a se realizaron algunas obras en este valle para que el p�blico pudiera ver las carreras sentado. Las grader�as de madera convirti�ronse con el tiempo en grader�as de piedra, y por �ltimo, el m�rmol sustituy� a la piedra caliza y los dorados a las pinturas de colores. Despu�s de las obras emprendidas por Julio C�sar y terminadas por Augusto, el Gran Circo figuraba entre las construcciones m�s fastuosas de Roma. El lugar reservado a los espectadores, separado de la pista por un foso de cerca de tres metros de ancho y dispuesto en forma de grader�as a manera de anfiteatro, constaba de tres pisos. S�lo uno, el m�s bajo de todos, era de piedra; los otros dos eran de madera y siguieron conservando este car�cter, por lo menos en gran parte, pues todav�a en una �poca relativamente tard�a hablan las fuentes del derrumbamiento de estos pisos; bajo Antonino P�o se dice que perdieron la vida en una de estas hecatombes 1 112 individuos; sabemos que se produjo otro desplome de los pisos altos reinando Diocleciano y Maximiano.

Bajo Augusto, la construcci�n del circo no era todav�a muy elevada; desde los pisos altos de las casas vecinas pod�a verse el espect�culo, y Augusto gustaba de presenciarlo desde all�.

Fue Ner�n, al parecer, quien emprendi� la primera reconstrucci�n amplia del circo, pues sabemos que el gran incendio del a�o 64 estall� en �l y lo destruy�, por lo menos, en gran parte; este emperador ceg� tambi�n el foso que circundaba la pista y aprovech� el espacio ganado de este modo para instalar asientos especiales para los caballeros. Domiciano y especialmente Trajano hicieron obras en el circo que, al mismo tiempo que los embellecieron, le dieron mayor amplitud; en la inscripci�n de su dedicatoria, Trajano se jacta de haberlo convertido en un recinto lo bastante espacioso para dar cabida al pueblo romano. Ahora (en el a�o 100), la inmensa longitud del circo compet�a, seg�n las palabras de Plinio el Joven, con el esplendor de los templos; era un recinto digno de la naci�n vencedora de tantos pueblos y tan grandioso como los espect�culos que dentro de �l se celebraban. Las fuentes s�lo hablan rara vez y de pasada de las restauraciones y ampliaciones posteriores. Se ha calculado que, despu�s de las �ltimas obras de ampliaci�n, el Gran Circo pod�a dar cabida a 180 000 o 190 000 espectadores. Las gradas inferiores, las m�s cercanas a la pista, estaban reservadas a los senadores, las situadas encima de ellas a los caballeros; en las dem�s se acomodaban las gentes del tercer Estado. En el circo, las mujeres no ten�a lugares separados como en los dem�s espect�culos, sino que se acomodaban entre los hombres. Los asientos del emperador y su familia se hallaban entre los de los senadores, en cuyas grader�as se alzaban tambi�n los palcos que algunos emperadores mandaron construir para ellos y sus acompa�antes.

El circo hall�base magn�ficamente decorado, desde todos los puntos de vista. En una descripci�n del siglo IV se elogian, por ejemplo, los riqu�simos adornos de bronce de las grader�as. Pero su ornato principal era el obelisco que Augusto mand� erigir en su centro (el que ahora se levanta en la Piazza del Popolo), al que Constancio a�adi� otro mayor que el primero (el que actualmente se alza en la Plaza de Letr�n). El circo hall�base rodeado por fuera, en toda su extensi�n, por arcadas con puertas y escaleras por las cuales pod�an entrar y salir desahogadamente miles de personas al mismo tiempo. Bajo las b�vedas de estos atrios hab�a, adem�s, tiendas y locales de diversas clases para mayor comodidad de los espectadores, encima de los cuales se encontraban las viviendas de sus propietarios; al parecer, los dos atrios se turnaban, dedic�ndose uno a tiendas y otro a entrada del circo. De aqu� que bajo sus b�vedas reinase siempre un animado abigarrado ajetreo, no siempre, por cierto, muy honesto. Ya en la �poca de Cicer�n sabemos que el circo era el lugar predilecto y permanente de reuni�n de los astr�logos de portal; por eso Horacio habla del "circo mentiroso"; cuando sal�a a pasear al atardecer, gustaba de detenerse a conversar con los adivinos congregados bajo aquellas arcadas, y tambi�n en tiempo de Juvenal ten�an all� su sede estos profetas de menor cuant�a, que vend�an sus consejos y sus or�culos a la gente humilde por unas cuantas monedas. Augusto no ten�a reparo en hacer actuar para regocijo de los invitados a sus fiestas a modestos artistas que bajo aquellas b�vedas divert�an a las clases m�s bajas de la poblaci�n. El incendio neroniano (a�o 64) estall� en la parte del circo m�s pr�xima al Palatino y al Celio, en las tiendas llenas de materias f�cilmente inflamables. Una inscripci�n habla de un comerciante en frutas establecido en el Gran Circo. Pero las arcadas que rodeaban el circo (como las que hoy rodean los teatros y muchas universidades) serv�an de albergue, sobre todo, a las rameras baratas, a lo que alude un escritor cristiano cuando dice que el camino que conduce al circo pasa por el burdel. Entre estas prostitutas figuraban muchas sirias y otras mujeres orientales vestidas con sus trajes ex�ticos y ejecutando sus danzas lascivas al son de panderetas, c�mbalos y cr�talos.

Con el tiempo, los espect�culos del circo fueron aumentando, como los dem�s, en duraci�n, variedad y lujo en cuanto a la presentaci�n. Los m�s importantes eran, en todas las �pocas, las carreras de carros. Hab�a, adem�s, carreras de caballos, en las que los jinetes, imitando al parecer una maniobra de combate de los n�midas, saltaban de un caballo a otro en plena carrera. Manilio describe c�mo estos caballistas cabalgaban y se sosten�an de pie tan pronto sobre un caballo como sobre otro, volaban de uno a otro y ejecutaban cabriolas sobre los caballos lanzados al galope, esgrim�an sus armas en lo alto del caballo o se lanzaban desde �l a tierra, sin detenerlo, para coger el trofeo de la victoria. Tambi�n deb�an de presenciarse con frecuencia en el circo otras haza�as de que nos hablan las fuentes, tales como el tenderse sobre un caballo al galope o el saltar de trav�s sobre una cuadriga. Los p�giles, los corredores y los luchadores exhib�an tambi�n en el circo su fuerza y su destreza en tiempos antiguos, y en parte tambi�n en �pocas posteriores, en que estos torneos sol�an celebrarse ya en estadios construidos al efecto; sabemos, por ejemplo, que en el a�o 44 d. C. se celebr� en el circo un torneo atl�tico. Una inscripci�n sepulcral encontrada cerca del bosque de los arvales y que se refiere a un corredor de los "verdes" (es la primera en que encontramos una referencia a este bando) llamado Fusco, muerto a los 24 a�os, indica que la persona all� enterrada sali� vencedor 53 veces en Roma, dos veces en el circo de los arvales y una vez en Bovila (una de cuyas victorias la obtuvo al repetirse la carrera), y que fue el primer corredor que triunf� corriendo por primera vez (en el a�o 35). Plinio habla de las carreras de larga duraci�n que en su tiempo se ejecutaban en el circo; los datos que da acerca de las distancias recorridas parecen casi inveros�miles: dice que en el a�o 59 un muchacho de ocho a�os recorri� desde el mediod�a hasta el anochecer 75 millas (111 km) y que otros llegaron a recorrer 160 millas (237 km), mientras que la inscripci�n funeraria de un corredor imperial registra como una haza�a extraordinaria el recorrido de 94 millas (140 km) en un d�a entero. Se dice que el corredor ingl�s Fletcher lleg� a recorrer 60 millas inglesas (91 km) en 14 horas, y Barclay 90 (137 km) en 21 horas y media; los corredores ligeros de los incas del Per� cubr�an hasta 50 leguas (220 km) en 24 horas.

Durante la Rep�blica, los j�venes ciudadanos ejecutaban en el circo, revestidos con armadura completa, simulacros de combates y otros espect�culos militares; en la �poca del imperio sol�an organizarse simulacros de �stos, en los que tomaban parte unidades de tropas, tanto de infanter�a como de caballer�a. Espect�culos parecidos a �stos, que ten�an por escenario el circo, eran celebrados tambi�n por el orden ecuestre, que se presentaba en estas ocasiones formando en sus seis destacamentos, cada uno de ellos con su capit�n al frente y a la cabeza de todos el "primero entre los j�venes" (que era generalmente el pr�ncipe heredero), luciendo indudablemente sus ropas m�s solemnes y m�s lujosas. Los muchachos de los linajes nobles sol�an mostrarse tambi�n ante el pueblo, en el circo, en la llamada fiesta de Troya, que Augusto restableci� al igual que otras costumbres ca�das en desuso y que se celebr� repetidas veces bajo los emperadores de la dinast�a Julia, la cual, como es sabido, se jactaba de descender de Eneas. Los muchachos, principalmente los de familias senatoriales (incluyendo los pr�ncipes de la casa imperial), clasificados en dos categor�as: los j�venes (tal vez hasta los 11 a�os y los mayores (de los 11 a�os a los 17, probablemente) ejecutaban tambi�n en el circo sus ejercicios de caballer�a, con sus brillantes arreos. Los acosos de fiestas y los torneos de gladiadores, cuyo escenario habitual era la arena del anfiteatro, celebr�banse a veces, sobre todo cuando se organizaban en gran escala, en el circo, que antes de terminarse el Coliseo era probablemente su lugar habitual. Fue all�, por ejemplo, donde tuvo lugar aquel gran acoso de fieras en que ocurri� el c�lebre episodio de Androclo y el le�n.

Sin embargo, de todos estos espect�culos y ejercicios, muchos de los cuales aparec�an rodeados de gran brillo y revest�an gran importancia por la categor�a social de las personas que participaban en ellos, ninguno lleg� a tener, ni con mucho, el relieve de las carreras de carros. El inter�s que despertaba este espect�culo, el cual suscitaba como ninguno otro la afici�n y las pasiones de las masas, no obedec�a primordialmente, como en los juegos sagrados de los griegos, a la parcialidad por las personas de los corredores, ni, como en las modernas carreras de caballos, al inter�s por los caballos que corr�an, sino que estaba determinado muy principalmente por las bander�as, es decir, por la adscripci�n a las llamadas facciones en que estaban encuadrados los caballos y los corredores. Sin embargo, a medida que creci� y se extendi� la pasi�n por las carreras, debi� de aumentar, indudablemente, el inter�s por los conductores de carros y por los jinetes, fortaleci�ndose este factor de pasi�n, que en un principio era puramente indirecto.

En los tiempos antiguos, los ciudadanos tomaban parte en las carreras con sus tiros y sus esclavos, y las coronas ganadas en estos torneos consider�banse tan honrosas, que se colocaban sobre el f�retro del propietario de la cuadriga vencedora, al igual que las conquistadas por los combatientes victoriosos. Sin embargo, la actuaci�n de la propia persona en estos espect�culos destinados a la diversi�n del pueblo llevaba consigo una cierta m�cula de deshonor, aunque el guiar un carro no se considerase tan infamante como el actuar en escena o el tomar parte en los torneos de gladiadores; por eso, esta industria tan d�ficil y tan peligrosa corr�a a cargo de gentes de baja estofa, de libertos y de esclavos, y �stos llegaban a obtener a veces su libertad como premio a sus victorias. Las recompensas corrientes consist�an unas veces en palmas y en coronas y otras veces en premios en dinero, y m�s tarde en valiosas y lujosas prendas de vestir. Algunos conductores de carros llegaban a reunir grandes fortunas, conseguidas seguramente, m�s que por la generosidad de los promotores de las fiestas, por la competencia entre los diversos bandos, cada uno de los cuales procuraba atraerse a los mejores corredores. Entre los aurigas, a los que conocemos por sus monumentos, son relativamente raros ejemplos como el de Escirto, que corri� durante 13 a�os en el mismo bando (el de los "blancos"). De otro, llamado Diocles, sabemos que ingres� en uno de ellos, el de los "rojos", despu�s de haber probado fortuna en los otros tres; y las inscripciones nos dicen que otros obtuvieron victorias en los cuatro bandos sucesivamente, obteniendo elevadas remuneraciones o una participaci�n considerable en los premios conseguidos. El auriga Escorpo, famoso bajo Domiciano, gan� en una hora como vencedor, seg�n Marcial 15 bolsas de oro, y Juvenal calculaba que otro (del bando rojo) ganaba tanto como 100 abogados juntos. A veces, los mismos corredores llegaban a participar en la direcci�n de los distintos bandos. Sus ingresos aumentaron m�s tarde considerablemente, aunque sin llegar, ni mucho menos, seg�n lo m�s probable, a lo que ganan los jockeys m�s famosos de los tiempos actuales. Todav�a Libanio habla de las riquezas de los conductores de carros en el Oriente.

Como hemos dicho, tambi�n las personas de los h�roes de la pista atra�an en gran medida la atenci�n y el inter�s del p�blico los recib�a y acompa�aba durante su actuaci�n con gritos y aclamaciones. Cierto es que a veces estas manifestaciones de entusiasmo no eran precisamente espont�neas. San Jer�nimo dice expresamente que los conductores de carros sol�an comprar los aplausos del p�blico. Sin embargo, las figuras m�s famosas ten�an siempre un tropel de admiradores entusiastas, que los segu�an a todas partes. Marcial cant� en dos poes�as a Escorpo, llam�ndolo, despu�s de su muerte prematura, a los 27 a�os, "prez del ruidoso circo, alegr�a de Roma y meta de sus aplausos". El poeta conjura a las deidades de la victoria, del favor, del honor y de la fama a llorar su muerte. La parca, envidiosa, le hab�a tomado por un anciano, al contar sus palmas. Los ociosos habituales del p�rtico de Quirino no se ocupaban de los �ltimos epigramas de Marcial, como �l mismo confiesa, hasta que estaban cansados de hablar y apostar sobre Escorpo y el corredor Incitato. Ya en el a�o 89 abundaban en Roma los bustos en bronce dorado y las estatuas del primero, y no cabe duda de que los monumentos levantados junto a la pista en honor de los vencedores ser�an cada vez m�s numerosos. Los extranjeros que visitaban la ciudad de Roma hacia mediados del siglo II se sorprend�an ante el gran n�mero de estatuas que representaban aurigas circenses con sus trajes t�picos, y todav�a hoy se conservan numerosos monumentos de las m�s diversas clases, demostrativos de que todas las artes se ocupaban en perpetuar la fama y las victorias de estos corredores.

Adem�s, las haza�as de los conductores de carros "m�s eminentes", para quienes no parece que se consideraba demasiado grande el honor de una citaci�n en el anunciador p�blico y diario de la ciudad, deb�an de registrarse de vez en cuando (bien por ellos mismos o por sus admiradores) en minuciosos documentos grabados sobre l�pidas de piedra. Algunos de estos documentos han llegado a nosotros. En ellos se mencionan los caballos con los que los corredores celebrados obtuvieron la victoria; se enumeran, clasific�ndolos por categor�as, los precios obtenidos; y se elogian con grandes ditirambos, como algo sin precedente, las condecoraciones (insignia) de los vencedores. De estas inscripciones se deduce asimismo el gran incremento que el deporte de las carreras de carros tom� durante el siglo I. El auriga Escirto, del bando de los "blancos", obtuvo en total, durante 13 a�os (del 13 al 25 d. C., que fue, evidentemente, el periodo de Roma m�s pobre en espect�culos), siete victorias con su cuadriga y cuatro en la segunda carrera (revocatus), habiendo sacado 39 veces el segundo premio y 60 veces el tercero. Un siglo m�s tarde, hab�a ya una clase especial de corredores, los llamados "miliarios" (miliarii), que eran los que hab�an llegado a obtener de 1 000 victorias para arriba. Del auriga Crescente, del bando de los "azules", un moro que hab�a empezado a empu�ar las riendas de la cuadriga a la edad de 13 a�os, se nos dice que corri�, en 10 a�os (del 115 a 124), 686 veces en total, habiendo obtenido 47 primeros premios, 130 segundos y 111 terceros, con un total de ganacias de 1 558 346 sestercios, una parte considerable de los cuales le corresponder�a, indudablemente, a �l. En el monumento erigido bajo Antonino P�o (despu�s del a�o 146) al auriga espa�ol C. Apuleyo Diocles, del bando de los "rojos", se mencionan dos corredores, Flavio Escorpo (sin duda el cantado por Marcial) y Pompeyo Muscloso, con las cifras de 2 048 y 3 559 victorias respectivamente. El monumento de Diocles le fue elevado por sus admiradores y por los secuaces de su bando, al retirarse del oficio despu�s de 42 a�os de conducir el carro. Hab�a empezado a empu�ar las riendas a la edad de 18 a�os, habiendo corrido 4 257 veces y obtenido 1 462 victorias (de ellas, 1 361 para el bando de los "rojos"); en las carreras de un carro (por cada bando, o sea cuatro en total) hab�a triunfado 1 064 veces, en las de dos carros 347 veces y en las de tres 51 veces. Entre las 1064 carreras de carro ganadas por �l hab�a habido varias con tiros de seis y siete caballos y 92 en las que los corredores se disputaban premios en dinero (de 30 000 a 60 000 sestercios). Diocles hab�a llegado a ganar un total de 35 863 120 sestercios. Hab�a convertido a dos caballos en "centenarios" (es decir, en ganadores de 100 o m�s carreras) y a uno en "bicentenario". Sus "condecoraciones" consist�an en las haza�as con las que hab�a eclipsado a sus m�s famosos antecesores. Hab�a logrado obtener en un solo a�o 134 victorias; de ellas, 118 en carreras de un solo carro (que eran las m�s apreciadas); es decir, m�s que Talo, que era el que antes de �l hab�a conseguido el mayor n�mero de triunfos en esta clase de carreras. Era el primero que desde la fundaci�n de la ciudad hab�a vencido ocho veces en carreras premiadas con 50 000 sestercios, y adem�s con los mismos tres caballos; en total, hab�a llegado a obtener 29 premios de esta clase, o sea, uno m�s que sus tres antecesores m�s famosos juntos. Hab�a corrido dos veces en un d�a por el premio de 40 000 sestercios, con un tiro de seis caballos, saliendo victoriosos las dos veces, cosa que hasta entonces jam�s hab�a sucedido; con siete caballos enganchados el uno al lado del otro y sin yugo (cosa que tampoco se hab�a visto nunca), hab�a triunfado en una carrera de 50 000 sestercios, y en otra de 30 000 sestercios corri� y sali� vencedor sin fusta, cubri�ndose con esta innovaciones de doble fama, etc�tera.

Estos h�roes de la pista romana ofrecen una semejanza bastante grande con los jockeys de nuestros d�as; �stos tienen para los c�rculos deportivos de toda Europa una importancia an�loga a la que aqu�llos ten�an para las facciones de Roma y, al igual que los aurigas romanos, ganan sumas enormes y producen, con sus triunfos o sus derrotas, ganancias o p�rdidas fabulosas para los jugadores y especuladores. Hemos le�do en una revista h�pica un art�culo sobre Fred Archer, "el m�s famoso y, al mismo tiempo, el m�s afortunados de los jockeys de nuestro tiempo", que recuerda en m�s de un aspecto las inscripciones romanas sobre los conductores de carros Diocles y Crescente. Cuando se escribi� aquel art�culo, Archer "hab�a subido a la silla 570 veces, de las cuales hab�a salido premiado 199, una de ellas despu�s de una carrera muerta; recibi� cinco veces el homenaje de los triunfadores, obteniendo 126 segundos premios y 80 terceros y quedando 165 veces sin clasificar. Calculando solamente el salario de jockey, a raz�n de tres y cinco libras. Se asegura, sin embargo, que puede calcul�rsele a este jockey un ingreso de 8 000 a 10 000 libras anuales, teniendo en cuenta en forma de honorarios fijos como de regalos que de vez en cuando le hacen los propietarios de las cuadras. Hay una multitud de jugadores que siguen sistem�ticamente sus carreras y apuestan a los caballos que �l corre. En total, durante los seis a�os en que este jockey modelo se ha mantenido a la cabeza de su profesi�n, ha obtenido 1 172 victorias y participado en todas las grandes carreras sobre los hip�dromos ingleses. Despu�s de Archer viene Charles Wood, que ha corrido 458 veces, obteniendo 89 victorias, etc. Entre los seis primeros jockeys dif�cilmente llegar�n a contar tantas victorias como las que Fred Archer ha conseguido �l solo". Al morir el 8 de noviembre de 1886, cuando s�lo contaba 29 de edad, el r�cord de sus victorias ascend�a ya a 2 749 y dej� a sus herederos una considerable fortuna.

El inter�s por los h�roes de las pistas de carreras, en Roma, trascend�a tambi�n a las altas esferas sociales, no s�lo a trav�s de la pasi�n con que en ellas se segu�an las luchas entre los diversos bandos, sino tambi�n por la afici�n verdaderamente desaforada que las gentes de las clases altas sent�an por el arte de la conducci�n de carros, afici�n que los censores m�s indulgentes estaban dispuestos a perdonar trat�ndose de la juventud, pero que era objeto de acres censuras cuando se manifestaba en personas de edad madura y elevada dignidad y, sobre todo, cuando se daba en los propios emperadores. Hab�a j�venes de las mejores familias romanas que no s�lo empu�aban las riendas de sus coches en las carreteras, sino que descend�an hasta echar ellos mismos la retranca, llenaban personalmente de pienso el comedero de las bestias y juraban como carreteros y arrieros por Epona, que era la diosa de los caballos. Cn. Domicio Ahenobarbo, padre de Ner�n, hab�a llegado a ser, de joven, "famoso por el arte de conducir carros". Vitelio, a quien en su juventud se le hab�a visto muchas veces almohazando caballos en las cuadras del bando azul, gan� las simpat�as de Cal�gula y de Ner�n por el entusiasmo que pon�a en el arte de la conducci�n de carros, del que el primero era diletante y en el que el segundo pretend�a incluso llegar a brillar como virtuoso. Entre los favoritos de Cal�gula figuraban el auriga Eutico, del bando de los "verdes", que a los postres de un fest�n recibi� de manos del emperador un regalo de dos millones de sestercios y cuyos caballos se alojaban en cuadras construidas expresamente por los pretorianos. L. Vero, C�modo, Caracalla, Geta y Heliog�balo compart�an tambi�n, en mayor o menor medida, la predilecci�n por este arte y por sus virtuosos. Heliog�balo, sobre todo, eleg�a entre ellos a sus favoritos y sac� a la madre del primero de éstos, Hierocles, del estado de esclavitud para elevarla al rango consular; y a otro conductor de carros llamado Cordio lo nombr� prefecto de la guardia urbana.

Huelga decir, pues el oficio mismo lo llevaba consigo, que los aurigas circenses, reconocidos y considerados socialmente, seg�n vemos, como personajes de importancia, eran por lo general gentes insolentes y desvergonzadas. Ya en los primeros tiempos del Imperio se hab�a extendido el abuso de que estos cocheros ensoberbecidos se dedicasen a vagar por la ciudad (probablemente en ciertos y determinados d�as), campando por sus respectos y cometiendo, bajo la m�scara de la broma, toda suerte de robos y tropel�as, abuso que se declar� prohibido bajo Ner�n. Claro est� que con estas prohibiciones y otras medidas aisladas no pod�a ponerse coto a un desenfreno al que estos hombres se ve�an empujados, aun independientemente del trato privilegiado que los emperadores les daban, por la conciencia de que eran gentes mimadas e indispensables.

Los mejores caballos de carreras proced�an de las provincias, aunque tambi�n algunas regiones de Italia se dedicaban a la cr�a caballar en gran escala, como ocurr�a sobre todo en las grandes praderas de la Apulia y la Calabria. All� ten�a sus posesiones Tigelino, quien se dedicaba con gran entusiasmo a criar caballos para el circo; fue �l, al parecer, quien estimul� a Ner�n en su pasi�n por las carreras. Parece que los caballos m�s apreciados eran los de Hirpinia; sin embargo, Plinio asegura que los de Italia pod�an competir en la pista con los mejores. Produc�a enormes yeguadas la isla de Sicilia, donde ya a comienzos del Imperio, a medida que el pa�s iba quedando despoblado, las tierras de labor tend�an a convertirse cada vez m�s en campos de pastos; todav�a cuando Gregorio el Grande puso en venta todos los caballos que pastaban en Sicilia en terrenos de propiedad de la Iglesia, la cifra de 400 que se decidi� retener all� se consider� insignificante en relaci�n con la cantidad total de caballos vendidos. Los caballos sicilianos de carreras figuraban tambi�n entre los mejores. En Grecia, donde la despoblaci�n hac�a tambi�n que se convirtiesen en terrenos de pastos grandes superficies de tierras antes cultivadas, hab�a regiones como Etolia, Acarnania y Epidauro que suministraban magn�ficos caballos; las fuentes hablan, principalmente, en las lizas de la �poca, los africanos, distingui�ndose entre los moros y los cirenaicos; eran muy famosos sobre todo, por su velocidad, los caballos de sangre espa�ola criados en �frica; en los siglos III y IV estaban considerados como los mejores caballos de carreras los de la Capadocia y Espa�a. En aquella �poca, Antioqu�a, la fastuosa capital de Siria, cuyos juegos circenses eran famos�simos, no escatimaba ni rehu�a dificultades, a pesar de las enormes distancias, para llevar a correr en sus pistas las nobles bestias apacentadas en las riberas del Tajo y del Guadalquivir.

El entrenamiento de los caballos de carreras empezaba al cumplir �stos los tres a�os, pero nunca se les dejaba correr antes de los cinco, mucho m�s tarde, por tanto, que en los tiempos actuales, en que los caballos de tres a�os desempe�an ya importante papel en las carreras. La inmensa mayor�a de los caballos de circo que figuraban en las listas que han llegado a nosotros y de que tenemos noticia por otro conducto tienen nombres masculinos. Era asombroso tambi�n el tiempo de vida de los caballos de carreras famosos. "Tusco", el caballo de cabecera de un tal Fortunado, del bando de los "verdes", sali� vencedor 386 veces, y "Víctor", el cabezalero de Guta Calpurniano, obtuvo 429 victorias; tomando como base la proporci�n n�merica que indican todos los datos que poseemos acerca de aquella �poca, hay que suponer que para ello correr�an cuatro veces m�s en sus cuadrigas correspondientes, lo que da un total de 1 600 a 1 700 carreras, que en el Gran Circo representa una cantidad mucho mayor de millas recorridas. Sin embargo, cuando un caballo llegaba a obtener 100 victorias, se consideraba ya como una gran haza�a. A estos caballos se les confer�a el honroso t�tulo de "centenarios" y se les colocar�a tambi�n, probablemente, un distintivo especial.

No cabe duda de que los buenos caballos de carreras llegaban a alcanzar precios muy elevados y se cotizaban m�s alto que los esclavos. La cr�a de estos animales era objeto de grandes cuidados y sol�an escogerse para sementales los caballos de carreras laureados. Los aficionados a las carreras y los conocedores de caballos hall�banse familiarizados con los nombres, la ascendencia, el pedigree, la edad, los a�os de servicios y las victorias ya obtenidas por los m�s famosos caballos de circo; conoc�an de memor�a su �rbol geneal�gico y contaban multitud de an�cdotas sobre su inteligencia y su entrenamiento. Cuenta, por ejemplo, Plinio que en los juegos seculares del emperador Claudio un auriga del bando de los "blancos" fue lanzado del carro poco despu�s de empezar la carrera, a pesar de lo cual sus caballos se colocaron en cabeza, conservaron su puesto a pesar de todos los esfuerzos de los dem�s corredores, hicieron por s� mismos lo que habr�an podido hacer bajo la direcci�n del m�s experto de los aurigas, llegaron los primeros y se pararon en seco al alcanzar la meta. Otro escritor de la �poca dice que muchas veces en los juegos circenses se excitaba a los caballos en su carrera por medio de sonidos de la flauta, las danzas, los colores vivos y el fuego de las antorchas. En las carreras de cuadrigas, que eran las m�s usuales, el mejor de los caballos se enganchaba siempre en la parte de fuera del lado izquierdo, pues su velocidad y su entrenamiento eran decisivos al tomar la vuelta anterior a la meta: de este caballo depend�a la obtenci�n del premio, por lo cual la atenci�n de los espectadores se concentraba casi exclusivamente en �l. Los nombres de estos caballos estaban en labios de todo el mundo, se les saludaba y animaba con gritos cuando sal�an a la pista perfectamente bien si era "Paserino" o "Tigris" el que corr�a. A pesar de la fama de que en Roma disfrutaban sus poes�as, Marcial era menos conocido que el caballo "Andrem�n". Existen todav�a monumentos en los que rinde homenaje a los caballos de carreras m�s famosos en su tiempo. No pocas veces, la pasi�n por estos caballos degeneraba en man�a. Se dice que Cal�gula lleg� a pensar seriamente en hacer c�nsul a uno de ellos, llamado "Incitato"; cuando iba a correr, los soldados ordenaban unos d�as antes que nadie hiciese ruido en las inmediaciones de su cuadra, para no perturbar su descanso. Cuenta Epicteto que un espectador que vio a su caballo favorito quedar atr�s en la pista se cubri� la cara con el manto y se desmay�; cuando, inesperadamente, volvi� a tomar la delantera hubo que hacer volver en s� a su admirador, roci�ndole la cabeza con agua. Ner�n asignaba una especie de salario de jubilaci�n a los mejores caballos de carreras incapacitados por su edad para poder seguir prestando servicios. Y lo mismo se cuenta de L. Vero y C�modo.

Como los promotores de las fiestas rara vez pod�an organizar los juegos circenses con caballos y corredores propios, lo normal era que el suministro de estos elementos corriese a cargo de especiales sociedades de capitales y propietarios de grandes contingentes de esclavos y cuadras de caballos. Por regla general, tomaban parte en los torneos cuatro carros, por lo cual exist�an cuatro sociedades de este tipo, cada una de las cuales suministraba un carro, con sus caballos y su auriga, para cada carrera; desde que los carros y sus conductores ten�an como distintivo un color determinado, este color era tambi�n el de la sociedad para la que corr�an, y esto hac�a que se considerase a las cuatro como otras tantas facciones o bandos. Se hallaban a la cabeza de ellos sus directores (domini factionum), uno o varios, los cuales pertenec�an, generalmente, como casi todos los hombres de negocios m�s o menos importantes, al orden ecuestre; y ya ve�amos c�mo entre los mismos aurigas hab�a algunos que lograban tambi�n escalar esta categor�a social. Los organizadores de los juegos ten�an que entenderse necesariamente con estas compa��as o facciones para que les suministrasen los caballos, los carros y el personal para conducirlos; el costo de este servicio variaba, naturalemente, con arreglo a las circunstancias. Cuando, al comienzo de su reinado, Ner�n ampli� los juegos circenses hasta hacer que durasen varios d�as seguidos, los directores de las citadas empresas no se prestaban a contratar su personal ni sus caballos para juegos de menor duraci�n y acog�an con la mayor altivez las ofertas de los c�nsules y los pretores. En el a�o 54, el pretor Aulo Fabricio, no queriendo someterse a las injustas exigencias de aquellos contratistas, present� en la pista carros tirados por perros amaestrados en vez de caballos; este gesto hizo que el bando de los "rojos" y el de los "blancos" desistiesen de su actitud, pero los "azules" y los "verdes" persistieron en ella hasta que Ner�n intervino, fijando los precios. De C�modo se cuenta que alarg� considerablemente los juegos circenses con el fin de enriquecer a los contratistas. �stos sol�an recibir tambi�n ayudas y regalos del gobierno o de los particulares; sabemos, por ejemplo, que Gordiano I, cuando a�n no era emperador, distribuy� entre ellos 100 caballos capadocios y 100 sicilianos (donaci�n que s�lo pod�a ser aceptada previa autorizaci�n imperial) y que S�maco regal� cinco esclavos a cada uno con ocasi�n de los juegos cuestorios organizados por su hijo. S�lo tenemos noticia de que los directores de las cuatro facciones organizasen un espect�culo a su costa una vez (en el a�o 12 d. C.), en combinaci�n al parecer con los pantomimos; sin embargo, no debi� de ser �sta la �nica vez que lo hicieran, pues m�s adelante las fuentes mencionan varios espect�culos organizados por estos otros artistas.

El personal de las cuatro empresas o "facciones", que era muy numeroso, estaba formado por esclavos y hombres libres a sueldo y comprend�a, adem�s de los corredores (agitatores), las gentes que trabajaban en las yeguadas, en las cuadras y en la misma pista y un n�mero bastante crecido de artesanos, artistas y empleados de diversas clases. Las listas y documentos de esta �poca mencionan como agentes al servicio de las "facciones" a constructores de carros, zapateros, sastres y adem�s m�dicos, profesores (en la conducci�n de carros), mensajeros, corredores, camareros, sumilleres y administradores. Las cuadras de las cuatro facciones se hallaban enclavadas en el noveno distrito, probablemente al pie del Capitolio, en las proximidades del Circo Flaminio. Hab�an sido construidas, en parte al menos, por los emperadores (desde luego, sabemos que Vitelio, durante su breve reinado, invirti� grandes sumas en estas construcciones) y estar�an dotadas, indudablemente, de un lujo imperial, a juzgar por el hecho de que Cal�gula pasaba mucho tiempo en las cuadras de los "verdes" y com�a con frecuencia all�. No es posible saber con claridad cu�l era la relaci�n de estas empresas con el fisco y con el municipio de Roma.

Eran cuatro los colores que serv�an de distintivo a las cuatro facciones; el blanco, el rojo, el verde y el azul. Al principio, parece que s�lo se usaban los dos primeros, sin que podamos saber con certeza desde cu�ndo; sin embargo, es casi seguro que el empleo de los colores como distintivo de los bandos no ser�a anterior a la �poca del Imperio. Domiciano introdujo dos nuevos colores, el oro y el p�rpura, los cuales es posible que tuviesen una significaci�n puramente imperial; adem�s, no tardaron en desaparecer, pues m�s tarde ya nadie alude a ellos. Desde los primeros tiempos del Imperio, los "verdes" y los "azules" relegaron a segundo plano los dos bandos primitivos; por �ltimo, �stos se unieron a aqu�llos (los "blancos" a los "verdes" y los "rojos" a los "azules"), aunque sin dejar de existir en absoluto. En Constantinopla exist�an, todav�a en el siglo IX cuatro colores; un escritor del siglo XII habla de estos bandos de las carreras como de algo perteneciente al pasado.

Las bander�as que tanto en Roma como en Constantinopla agrupaban a la poblaci�n en torno a los colores de las distintas facciones del circo constituyen uno de los fen�menos m�s importantes y m�s curiosos de la �poca del Imperio. Estas bander�as divid�an primero en cuatro campos y m�s tarde en dos a la inmensa mayor�a del pueblo, desde los dominadores del mundo hasta los proletarios y los esclavos. Nada caracteriza mejor lo monstruosa que era la situaci�n pol�tica de Roma que esta concentraci�n del inter�s general en torno a las carreras y a los juegos del circo, y nada tampoco revela tan claramente el proceso de creciente degeneraci�n moral y espiritual de la capital del imperio. No cabe duda de que los emperadores ve�an con buenos ojos estas bander�as; podemos estas seguros de que los mejores hombres del Estado estimulaban con todas sus fuerzas este encauzamiento de las pasiones de la multitud en una direcci�n en que pod�an manifestarse, al parecer, sin el menor quebranto para los intereses del trono; por lo menos, no sabemos de que nadie intentase siquiera poner coto a estos manejos. Lejos de ello, nos consta que varios emperadores tomaban partido abiertamente por uno de los bandos: Vitelio y Caracalla, entre otros, por los "azules"; Cal�gula, Ner�n, Domiciano, L. Vero, C�modo y Heliog�balo por los "verdes", que en los primeros tiempos del Imperio son los que parecen haber afirmado la primac�a. Pero los emperadores no se contentaban con estimular las bander�as mediante su participaci�n en ellas, sino que adem�s oprim�an y aterrorizaban, por lo menos algunos, el bando o a los bandos contrarios, persigui�ndolos con la violencia m�s brutal. Estas facciones pod�an estar seguras de encontrar gran predicamento entre el pueblo, entre otras razones porque dispon�an de una organizaci�n sistem�tica, manejaban sumas importantes, sosten�an y daban trabajo a gran cantidad de gentes y no escatimaban, evidentemente, gastos para extenderse afianzarse. Pero lo que daba a este juego de las cuatro bander�as circenses una importancia verdaderamente extraordinaria de que por s� era el hecho de que brindaba a la masa una magn�fica oportunidad para tomar partido en pro o en contra en cuantos litigios o controversias surgiesen. Bastaba con que alguien le gritase d�ndole la consigna. Eran relativamente pocos los que se interesaban, con conocimiento de causa, por los caballos y los corredores; por los colores, en cambio, interes�base todo el mundo. Los caballos y las aurigas cambiaban, pero los colores quedaban, eran siempre los mismos. El griter�o de las tribunas en pro o en contra de este o el otro color se trasplant� durante 500 a�os de generaci�n en generaci�n, en el seno, adem�s, de una poblaci�n cada vez m�s salvaje, y si los excesos y los tumultos eran el pan nuestro de cada d�a en todos los espect�culos, el circo, agitado por las pasiones de los colores, convert�ase a cada paso en escenario de sangrientas batallas. Lo mismo daba que dominase el mundo Ner�n o Marco Aurelio, que el Imperio viviese en paz o sacudido por la insurrecci�n y la guerra civil, que los b�rbaros amenazasen las fronteras o fuesen rechazados por los ej�rcitos romanos: lo que en Roma interesaba a todo el mundo, altos y bajos, libres y esclavos, hombres y mujeres, lo que agitaba las esperanzas y los temores, era el saber si ganar�an los "verdes" o los "azules". Ya el cristianismo hab�a destronado a los antiguos dioses, aquellos en cuyo honor se hab�an instituido los juegos del circo, y todav�a los bandos circenses segu�an peleando por la primac�a con la misma furia que en los primeros tiempos. Las exhortaciones de su predicadores no lograron disuadir a los cristianos de su pasi�n por los espect�culos del circo. A aquellas exhortaciones replicaban que no hab�a por qu� despreciar las diversiones concedidas al hombre por la bondad divina. Y hasta llegaban a invocar las Sagradas Escrituras, alegando que El�as hab�a subido al cielo en un carro, lo que demostraba que las artes de las urigas circenses no ten�an nada de pecaminoso. Le�n el Grande, obispo de Roma en los a�os de 440 a 461, quej�base amargamente ante sus diocesanos de que los abominables espect�culos del circo atrajesen a m�s gente que los lugares de los santos m�rtires, cuya protecci�n hab�a salvado a la ciudad de la m�s espantosa cat�strofe en manos de las hordas de Atila. El presb�tero Salviano de Masilia escribe que cuando los pueblos b�rbaros amenazaban las murallas de Cirta y Cartago (a�o 439), los cartagineses corr�an como locos a presenciar las carreras del circo. Despu�s de haber sido conquistada y destruida por tres veces la ciudad de Tr�veris, algunos nobles treverenses que hab�an sobrevivido a la triple cat�strofe pidieron a los emperadores que se organizasen en la ciudad en ruinas espect�culos circenses, los cuales, de haber llegado a celebrar, habr�an tenido por escenario un mont�n de escombros y cenizas entreverados con los huesos de miles de muertos.

Sin embargo, no fue en Roma ni en el Occidente donde las bander�as circenses llegaron a su apogeo, sino en Constantinopla, ciudad en la que, al parecer, la pasi�n desenfrenada de los espectadores desencadenaba verdaderos tumultos ya a mediados del siglo IV. En la �poca acerca de la cual poseemos informes m�s precisos, los dos partidos entre los que exist�a all� una verdadera pugna, aunque subsistiesen todav�a en segundo plano los otros dos, eran los de los "azules" y los "verdes". La rivalidad adquir�a aqu�, por lo menos en ciertos momentos, un matiz marcadamente religioso y pol�tico, lo cual hac�a que tomase caracteres de verdadera furia e hiciese estremecer a todo el imperio. Los afiliados a uno de los bandos sacrificaban a �l su fortuna, soportaban con gusto el martirio y la muerte y eran capaces de robar y de matar por �l; la pasi�n por el bando en que se militaba estaba por encima del parentesco y la amistad, de la familia y la patria, la religi�n y la ley; hasta las mujeres, que por aquella �poca no asist�an a ning�n espect�culo, se dejaban arrastrar por esta pasi�n desenfrenada; era una verdadera locura colectiva: no hab�a otro modo de calificarla. "Las carreras de caballos —dice Coricio (bajo Justiniano)— enloquecen los esp�ritus de los espectadores mucho m�s de lo que los divierten y han llevado ya a la ruina a muchas grandes ciudades". La llamada sublevaci�n de Nica, que estall� en el circo de Constantinopla el a�o 532, habr�a costado a Justiniano el trono y la vida, a no ser por la presencia de esp�ritu de su esposa Teodora y por la fidelidad de Belisario; en ella se dice que perdieron la vida 30 000 hombres. Por lo dem�s, podemos suponer como probable que los afiliados a estos bandos lucir�an por lo menos en el circo sus colores respectivos; s�lo encontramos una alusi�n a esto en un epigrama de Marcial, en el que se dice que un manto escarlata no cuadra a un partidiario de los "verdes" o los "azules" y que quien obtuviese una prenda de ese color en un sorteo de loter�a se expon�a a la tentaci�n de desertar de su partido.

Las referencias de los contempor�neos al Circo Romano y a sus bander�as son demasiado escasas para que podamos investigar de un modo coherente c�mo fue creciendo el mal hasta convertirse de unos or�genes insignificantes en un peligro verdaderamente gigantesco. Tenemos que limitarnos a inferir la importancia y la extensi�n de la enfermedad partiendo de unos cuantos s�ntomas aislados. As�, sabemos que ya bajo Tiberio se dio el caso de que en el entierro de un conductor de carros llamado F�lix, del bando de los "rojos", uno de sus fan�ticos partidarios se arrojase a la pira funeraria. As� lo refiere Plinio el Viejo, tomando la noticia del anunciador p�blico, que en cosas de estas constituia, indudablemente, una fuente muy fidedigna. Podr�a pensarse que se trataba de un demente; sin embargo, Plinio, despu�s de relatar el caso, a�ade que el bando contrario, en su af�n de empeque�ecer la fama del auriga muerto, ech� a rodar la especie de que el suicida se hab�a aturdido con las emanaciones de las sustancias olorosas quemadas en la pira y que de buena gana habr�a achacado el suicidio a locura si hubiese tenido el menor pretexto para ello. No obstante, pese a casos aislados del tipo de �ste, es indudable que las bander�as circenses no se hallaban todav�a, por aquel entonces, organizadas con la misma amplitud ni tan desarrolladas como llegar�an a estarlo una generaci�n m�s tarde. Ovidio convierte el circo en escenario de una de sus eleg�as; asiste a una de las carreras, sentado junto a su amada; es cierto que habla de los distintos colores que se disputan el premio, pero su inter�s y el de su novia se concentran exclusivamente en la persona de un determinado corredor y no en el color de un bando o de otro. Horacio, que habla frecuentemente del inter�s de los romanos por el teatro y los gladiadores, apenas se refiere nunca al circo ni alude jam�s a los distintos bandos circenses. Las bander�as no empezaron a desarrollarse sino en el transcurso del siglo I, siendo atizadas sobre todo por la pasi�n con que en ellas participaron algunos emperadores, como Cal�gula, Ner�n y Vitelio. De la parcialidad de Cal�gula por los "verdes", hemos hablado ya; Di�n Casio refiere que llegaba incluso a envenenar a los caballos y los aurigas del bando contrario. Ner�n hubo de ser reprendido ya por su maestro, siendo un muchacho, porque no hac�a m�s que hablar de los juegos circenses; un d�a en que, a pesar de la prohibici�n del profesor, se lamentaba delante de sus condisc�pulos de que un auriga de los "verdes" hubiese sido arrastrado por sus caballos, el maestro le amonest�, pero el futuro emperador, sin simularse, le dijo que estaba hablando de H�ctor cuando fue arrastrado por Aquiles. Siendo ya emperador, Ner�n no se contentaba con favorecer por todos los medios y con la mayor parcialidad la causa de los "verdes", sino que abraz� personal y descaradamente este color, haciendo que la arena que tapizaba el circo fuese sustituida por un polvillo verde llamado cris�cola; as� apareci� tapizada la pista, por ejemplo, en los juegos que Ner�n ofreci� en honor del rey armenio Tir�dates. Vitelio, del que ya hemos dicho que no hab�a tenido inconveniente en aceptar un puesto de mozo de cuadra en el bando de los "azules", debi�, seg�n se dice, su nombramiento de gobernador de la Germania inferior a T. Vinio, personaje muy influyente en la corte de Galba, a quien se hallaba vinculado por lazos de bander�a circense. Siendo ya emperador, recurr�a a los procedimientos m�s indignos para ganar el favor de la plebe para su bando y lleg� hasta el extremo de asesinar a algunas gentes del pueblo que hab�an despreciado en p�blico a los "azules", por entender que lo hac�an por odio contra �l y con la esperanza de un cambio en la direcci�n del gobierno. Como es l�gico, aunque los siguientes emperadores no intervinieron directamente en estos manejos, el desarrollo de las bander�as circenses manten�ase al un�sono con el desarrollo y la difusi�n de la pasi�n del p�blico por los espect�culos en general; y esta pasi�n, que ya a fines del siglo I dominaba los esp�ritus hasta el punto de no dejar sitio en ellos para los altos y nobles afanes de la cultura, acab� convirti�ndose en una verdadera plaga, tan perniciosa que quienes calaban con la mirada en lo hondo ten�an sobradas razones para sentirse seriamente preocupados. Los j�venes no ten�an, en su casa y en las aulas, otro tema de conversaci�n que las carreras y los juegos del circo, y hasta los mismos profesores se cre�an obligados a tomar parte en estas conversaciones, para no ser menos que sus alumnos. Las discusiones en torno a los "azules" y los "verdes" encontraban tambi�n ambiente en los c�rculos de las gentes cultas, entre otras razones porque no eran temas pol�ticamente capciosos. Es en la �poca m�s brillante del Imperio cuando el inter�s del pueblo romano parece concentrarse en el famoso lema de panem et circenses. Bajo el reinado de Trajano, los observadores imparciales asombr�banse de ver que miles y miles de gentes api�adas en el circo no se apasionasen precisamente por la velocidad de los caballos o la destreza de las aurigas, sino simplemente por los colores que luc�an; si estos colores se trocasen en plena carrera, cambiar�an tambi�n de color el entusiasmo y el griter�o del p�blico, y los que aclamaban y animaban de lejos, con sus gritos y sus voces, a este o al otro caballo, a tal o cual conductor de carro, pasar�an a aclamar de pronto a los contrarios. Y no se crea que era solamente la plebe la que estaba pendiente de una miserable t�nica de tal o cual color. Los hombres m�s serios de Roma entreg�banse apasionadamente al mismo juego, y Plinio el Joven, de quien tomamos estas consideraciones, no puede recatar impulsos pasionales. Si los "verdes" perdiesen en el circo, dice Juvenal, bajo Adriano, Roma sentir�ase tan abatida y consternada como despu�s de la derrota de Cannas. Marco Aurelio, que se cri� en la corte de Adriano, consider�base obligado a gratitud para con el hombre que le hab�a educado por haberle mantenido al margen de las bander�as entre los "verdes" y los "azules". No cabe duda de que de estas palabras se trasluce cierto reproche contra su corregente Lucio Vero, quien no s�lo era un amante apasionado de los espect�culos circenses, acerca de los cuales sosten�a una extensa correspondencia con amigos provinciales, sino que abrazaba adem�s con verdadera furia el bando de los "verdes", cuya causa defend�a por todos los medios, sin reparar en nada, raz�n por la cual se hallaba expuesto a que los "azules" le insultasen sin miramiento alguno, como ocurri� muchas veces en presencia del propio Marco Aurelio. Hasta el maestro de ambos emperadores, Frot�n, estaba contaminado de aquella pasi�n epid�mica por las carreras, de la cual no le preservaba ni su ropaje de erudita pedanter�a. En un relato sobre la ciudad de Roma escrito hacia esta �poca por un visitante griego se se�alan como notas caracter�sticas de la capital el traj�n del circo, las estatuas de los aurigas, las continuas discusiones acerca de estos temas en las calles y en las plazas y los grandes estragos de aquella verdadera hipoman�a, que hac�a mella hasta en muchas personas excelentes; no tiene nada de particular que la importancia de las bander�as circenses, a que no se alude para nada aqu�, escapase a la atenci�n de un observador extranjero. Sin embargo, Galeno, que residi� en Roma en los a�os del 162 al 166 y a partir del 169, se�ala el inter�s demostrado por los diversos colores como ejemplo de lo que son las pasiones irracionales y dice de pasada que los fan�ticos partidarios de los "azules" o los "verdes" llegaban hasta a oler el esti�rcol de los caballos de carreras para convencerse de la bondad de su pienso.

En medio de la pobreza extraordinaria de noticias que han llegado a nosotros del siglo III, es muy poco lo que sabemos acerca del circo y de sus bander�as durante esta �poca; s�lo poseemos algunos detalles con respecto al reinado de Caracalla, de quien sabemos que no se recataba para empu�ar personalmente las riendas de su carro en la pista, ante el p�blico congregado en el circo, y que un d�a, como un grupo de espectadores se pusiesen a insultar a un auriga de su bando (el de los "azules"), orden� a la guardia que matase a los que gritaban y convirti� el circo en un infierno de p�nico, violencia y muerte. Siglo y medio m�s tarde, pinta Amiano Marcelino las costumbres de Roma en una �poca en que la desintegraci�n interior del imperio ha llegado a su punto culminante y en que los peligros que lo acechan desde el oriente y el occidente son cada vez m�s pavorosos y amenazadores; sin embargo, tampoco este escritor, a quien la pasi�n de los romanos por el circo llenaba de asombro y de desprecio, alude para nada —cosa muy extra�a— a las bander�as circenses. El circo era, para la masa, templo, morada, lugar de reuni�n y meta de todos sus deseos. Por tadas partes se ve�an grupos discutiendo apasionadamente sobre las carreras, hombres de edad avanzada invocando su experiencia de largos a�os y jurando y perjurando por sus arrugas y sus canas que el imperio se hundir�a si no segu�a el derrotero preconizado por ellos. En los d�as de fiestas circenses, el pueblo corr�a al circo antes de que rompiese el alba y eran muchos los que en la noche anterior no pod�an conciliar el sue�o, por la tensi�n nerviosa de la espera. Aquella muchedumbre innumerable de gente que segu�a con una agitaci�n apasionada el desarrollo de las carreras ofrec�a un espect�culo maravilloso. Pero no era menos vivo el inter�s que por ellas mostraban los c�rculos de la orgullosa nobleza, en cuyo seno eran recibidos los mensajeros que ven�an a anunciar la llegada de nuevos aurigas o nuevos caballos con el mismo inter�s con que en otro tiempo hab�an recibido a los Di�scuros que tra�an la noticia de la victoria de Roma sobre los Tarquinos. Ciento cincuenta a�os m�s tarde, cuando hac�a ya mucho tiempo que el Imperio yac�a desintegrado bajo los embates de la transmigraci�n de los pueblos y gobernaba en Roma Teodorico, el rey de los godos, el circo segu�a siendo escenario de las mismas pasiones desencadenadas, como si nada hubiese sucedido. Teodorico obsequiaba con frecuencia a los romanos con sus juegos favoritos y, en agradecimiento, el pueblo le aclamaba con los nombres de Trajano y Valentiniano, cuyos reinados hab�a elegido aqu�l como modelo. En el a�o 509 estall� en el circo una verdadera batalla. Dos senadores, Importuno y Teodoro, partidarios de los "azules", atacaron a la facci�n de los "verdes" y en el tumulto perdi� la vida un hombre. Teodorico tom� bajo su protecci�n al bando m�s débil. En un rescripto referente al circo redactado por el sabio Casiodoro, secretario de c�mara del rey, se habla de la fuerza asombrosa con que las pasiones desatadas por estos juegos arrastran a los esp�ritus, con una furia mucho mayor que en otros espect�culos. Cuando un "verde" toma la delantera, una parte del p�blico se siente consternada; si pasa delante un "azul" cunde el desaliento en otra parte de los espectadores; la gente se siente presa del frenes� del triunfo sin salir ganando nada o se deja arrastrar por la desesperaci�n sin que en ello le vaya ninguna p�rdida, surgen y toman incremento las m�s f�tiles discusiones con tal violencia, que parece como si se ventilase la suerte de la patria amenazada. En esta �poca, los entretenimientos del circo segu�an desplazando a los m�s nobles y elevados intereses, dando p�bulo a las luchas m�s vanas, destruyendo la pasi�n por la moral y la equidad y alimentando copiosamente las disensiones y la discordia. Est�n en lo cierto, termina diciendo este escrito, quienes piensan que un espect�culo como este, que lleva a los hombres tan lejos de todo lo que es recto y honorable, se halla condenado por fuerza a la idolatr�a. El rey lo protege simplemente en gracia al pueblo, que est� acostumbrado a divertirse con �l y porque a veces no hay m�s remedio que ser lo bastante necio para dar satisfacci�n a sus deseos. Por lo dem�s bajo Teodorico ya no se ocupaba el circo en toda su extensi�n para las carreras. Uno de sus rescriptos indica que el senador Volusiano se hallaba en posesi�n de una torre del circo (y de un sitial en el anfiteatro), que despu�s de su muerte hab�a sido arrebatado contra todo derecho a sus hijos.

Vemos, pues, que las bander�as de los colores circenses sobrevivieron incluso al Imperio Romano de Occidente; en Roma, estas luchas s�lo terminaron con los mismos espect�culos del circo. Las �ltimas carreras de carros fueron organizadas, en una Roma ya muy despoblada, empobrecida y decadente, por el rey de los ostrogodos Totila, en el a�o 549.

Para tener una idea del esplendor con que los altos magistrados de Roma rodeaban ya en los primeros tiempos del imperio los juegos circenses organizados bajo su autoridad, tenemos que recurrir a una fuente de una �poca muy posterior: la correspondencia mantenida por S�maco con su hijo a fines del siglo IV sobre los preparativos para los juegos pretorios, correspondencia que ha llegado a nuestros d�as. Podemos estar seguros de que los senadores romanos de los primeros siglos del Imperio no ceder�an ni un �pice a sus sucesores en cuanto a la riqueza y a la suntuosidad principescas con que dotaban aquellos espect�culos y de que el esplendor de que unos y otros los rodeaban s�lo se diferenciar�an en cuanto a las modalidades del aparato empleado, es decir, en lo tocante a los hombres y a los caballos que tomaban parte en ellos. Parece que a comienzos de la �poca del Imperio eran las facciones las que suministraban estos elementos, mientras que S�maco, por lo que de sus cartas se desprende, compraba ya y alquilaba los caballos y los aurigas para sus carreras sin la mediaci�n de aquellas empresas. Y aunque S�maco no figuraba —como ya hemos dicho— entre los senadores m�s ricos de su tiempo y los espect�culos organizados por su hijo fueron sobrepasados en cuanto a riqueza por otros, no cabe duda de que produjeron gran sensaci�n y pueden darnos la norma de lo que eran los juegos circenses de brillantez excepcional.

Quinto Aurelio S�maco, que pose�a tres palacios en Roma, hab�a ocupado las m�s altas magistraturas del Estado y era, desde todos los puntos de vista, uno de los personajes m�s eminentes de su tiempo. Asociado a gran n�mero de personas que pensaban como �l, aspiraba con el mayor entusiasmo a defender la causa, ya perdida, del paganismo contra el cristianismo victorioso. Sus esfuerzos y los de sus amigos encamin�banse tanto hacia el renacimiento de la literatura cl�sica como hacia el de la fe pagana, con la que se hallaban �ntimamente relacionados los espect�culos tradicionales; y por la misma raz�n por la que los cristianos combat�an estos espect�culos como una abominaci�n propia de id�latras, S�maco consideraba, indudablemente, como un deber sagrado restaurar en la medida de lo posible un instrumento como aqu�l, tan importante para la religi�n de sus mayores, herida ya de muerte, tanto m�s cuanto que entre las magistraturas que hab�a desempe�ado figuraban dos de los m�s altos cargos sacerdotales. Hab�a, adem�s, otras razones de car�cter secular que contribuían a excitar su celo: un elevado concepto de lo que la dignidad del pueblo romano exig�a, la grandeza de su casa y el deseo de no ser menos que otros hombres de su mismo rango.

Puso, pues, a contribuci�n todos los medios de que dispon�a, su enorme influencia, su fortuna bastante considerable y sus numerosas relaciones, que llegaban a todos los puntos del imperio, para sobrepasar incluso, si ello era posible, al subir su hijo a la pretura (en el a�o 401), las grandes esperanzas despertadas por los juegos organizados por �l en anteriores etapas de mando. Casi todos los caballos necesarios para las carreras fueron tra�dos por �l de Espa�a. A un hombre de su posici�n no pod�a serle dif�cil conseguir que sus mandatarios fuesen autorizados a utilizar los servicios de la posta imperial para estos env�os. Destac�, pues, a Espa�a numerosos agentes provistos de grandes sumas de dinero y envi� relaciones y cartas a los propietarios de las mejores yeguadas y a los m�s expertos conocedores de caballos para que le ayudasen en la selecci�n, recomend�ndolos, adem�s, eficazmente a los personajes influyentes y a las primeras autoridades de la provincia espa�ola. S�maco cre�ase obligado, sin embargo, a tener en cuenta tambi�n los deseos del p�blico, �vido siempre de variaciones; por eso pide a un propietario de cuadras llamado Eufrasio, aun sabiendo, como le dice, que sus yeguadas superan por la nobleza de su sangre a todas las dem�s de Espa�a, que le ayude tambi�n a conseguir cuatro cuadrigas de las cuadras de un tal Laudacio. Todos sus agentes sin excepci�n llevaban el encargo de escoger los mejores caballos de carreras de todas las razas. Una selecci�n como �sta que hab�a de realizarse con el m�s exquisito cuidado, requer�a, naturalmente, mucho tiempo, m�s de lo que era habitual en tales casos, por lo cual pod�a echarse encima el invierno, entorpeciendo o haciendo imposible el transporte de los caballos hasta Roma.

S�maco, en previsi�n de este caso, hab�a escrito a un amigo que viv�a en el sur de Francia, para rogarle que alojase en sus cuadras y cebase durante los tres o cuatro meses del invierno los caballos comprobados y que, adem�s, si en la regi�n de Arl�s encontraba caballos de carreras verdaderamente excelentes los comprase para a�adirlos a la expedici�n. Sin embargo, dadas las distancias y el mucho tiempo que hab�an de mediar hasta que los caballos llegasen a Roma, era inevitable que las enfermedades y otros accidentes mermasen considerablemente el env�o; y, en efecto, de las cuatro cuadrigas enviadas como regalo por un tal Salustio s�lo llegaron vivos 11, de los cuales aun murieron despu�s algunos. Por eso hubieron de aceptarse tambi�n las ofertas de un criador de caballos de Italia llamado Elpidio, a quien S�maco pide que escoja para �l los mejores ejemplares de sus cuatro cuadrigas y que atienda m�s a la calidad de los caballos que a su n�mero, ya que ante la casi seguridad de recibir de Espa�a una regular cantidad era necesario seleccionar con mayor cuidado todav�a los que se adquiriesen en Italia. Las defectuosas e irregulares comunicaciones por mar hac�an que le preocupase tambi�n a S�maco el conseguir los conductores para los carros, a pesar de que todos ellos habr�an de venir de Sicilia. Tan pronto como su agente siciliano le comunic� que todos hab�a partido de la isla con direcci�n a Roma, encarg� a un yerno suyo que resid�a en el golfo de N�poles que enviase a gentes de confianza a recorrer la costa hasta Salerno para recibir a los viajeros en el sitio en que se desembarcasen. Un amigo com�n se encargar�a de facilitarles todo lo necesario y de hacerles seguir viaje hasta Roma por mar. Pero, como pasaba el tiempo sin que se supiese nada de la llegada de los aurigas, S�maco crey� necesario pedir a un funcionario que hiciese averiguaciones a lo largo de la costa. No sabemos si el barco lleg� a su destino a su debido tiempo o surgieron complicaciones.

A medida que iba acerc�ndose la fecha de unas fiestas como �stas u otras parecidas, preparadas con tal lujo de cuidados y gastos, aumentaban en Roma la expectaci�n y la nerviosidad. No se hablaba en toda la ciudad de otra cosa, y todo el mundo discut�a y apostaba sobre los resultados de las pr�ximas carreras. Llov�an las consultas sobre los adivinos; F�rmico Materno aconseja a los astr�logos que se mantengan al margen de las tentaciones de los espect�culos, para que nadie pueda pensar que pecan de parcialidad a favor de uno de los bandos. Tambi�n se recurr�a a veces a las artes de la brujer�a para acelerar la velocidad de los caballos del bando amigo y entorpecer la de otros. Se enterraban en fosas, tablillas de plomo y se conjuraba a los demonios que moraban all� para que detuviesen en su carrera a los caballos y los aurigas cuyos nombres aparec�an escritos en las tablillas; en la Vía Apia y en Cartago se han descubierto algunos ejemplares de estos anatemas. En uno de ellos se pide que el demonio prive de fuerzas a los caballos del bando contrario para que no puedan correr ni andar, arrancar, tomar la delantera ni doblar en las columnas de la pista, y se vengan a tierra con sus aurigas. En cuanto a �stos, el demonio deb�a privarlos de la vista o, mejor, hacer que fuesen lanzados del carro y derribados al suelo y arrastrados por los caballos, sobre todo al llegar cerca de la meta, con da�o para sus cuerpos y para sus cuadrigas. En otro de los anatemas se pide que un conductor de carros "se vea encadenado ma�ana en el circo como lo est� este gallo, por los pies, las manos y la cabeza". Amiano habla, entre otras cosas de este jaez, de un auriga condenado a muerte en el a�o 364 despu�s de confesar que hab�a mandado a su hijo, un muchacho, a aprender las artes de la magia negra con un brujo. Otro hab�a implorado la ayuda de San Hilari�n contra un mago que, con sus brujer�as, enloquec�a a sus caballos y les imped�a correr. Cuenta Casiodoro que el auriga Tom�s, trasladado a Roma desde el Oriente, ten�a fama de brujo por la frecuencua con que triunfaba en las carreras. Las gentes del circo, cuya superstici�n se acrecentaba indudablemente por los grandes riesgos propios de su oficio, hac�an un uso abundante de amuletos para ellos mismos y para sus caballos. Como tales se ha clasificado una parte de las medallas trabajadas en los siglos IV y V, con grandes bordes (contorniatas) y figuras y escenas referentes al circo, sobre todo las decoradas con la cabeza de Alejandro Magno, a quien una creencia muy extendida atribu�a una virtud m�gica de protecci�n. A los caballos les colgaban campanillas para protegerlos contra el embrujamiento.

Cuando por fin llegaba el tan esperado d�a de las carreras, las calles se llenaban de curiosos varias horas antes de que amaneciese. Cal�gula mand� una vez que dispersasen a latigazos a la muchedumbre que corr�a hacia el circo y que le hab�a despertado en plena noche con sus gritos y voces; en el p�nico consiguiente perecieron 20 hombres de rango ecuestre, otras tantas mujeres casadas y una cantidad incontable de gentes de la clase baja. De Heliog�balo se cuenta que un d�a mand� echar una gran cantidad de culebras entre la multitud de gentes que, como de costumbre, se congregaban antes de que amaneciese para tomar asiento en el circo; las mordeduras de aquellos bichos provocaron un p�nico horroroso en medio de las sombras, todo el mundo se dio a la fuga y hubo bastantes heridos. Bajo Claudio y Ner�n se asignaron a los senadores y a los caballeros lugares separados, en los que, naturalmente, pod�an acomodarse sin necesidad de madrugar, mientras que los miles y miles de espectadores del tercer Estado ten�an que ganar los suyos a codazos y entre grandes apreturas, a pesar de las numerosas entradas del circo, pues �ste resultaba siempre insuficiente, por lo menos en los primeros siglos, para contener a todo el p�blico deseoso de presenciar el espect�culo. Una de las ilusiones m�s acariciadas por los pobres, en la �poca de Adriano, era poseer dos vigorosos esclavos de la Mesia que les abriesen paso para llegar a conseguir un buen sitio en el circo. Al parecer, se vend�an entre los espectadores cojines especiales con un tosco relleno de juncos (el llamado acolchonado circense) para que pudieran sentarse m�s c�modos. Como las galer�as no se hallaban cubiertas por ninguna lona, no cab�a m�s protecci�n contra el sol que los sombreros y las sombrillas, y contra la lluvia y el viento emple�banse grandes mantos. Esto no era obst�culo para que entre los m�s entusiastas adeptos del circo se encontrasen tambi�n las mujeres, quienes, a pesar de las aglomeraciones, el calor y el polvo, se presentaban en las galer�as ataviadas con sus mejores galas y cuya presencia a�ad�a un nuevo incentivo para los hombres asiduos a este espect�culo, ya que aqu� se sentaban juntos, como hemos dicho, hombres y mujeres.

Serv�a de preludio a los juegos circenses una solemnidad de car�cter religioso. Bajaba del Capitolio a trav�s del Foro, ricamente decorado para la fiesta, una gran procesi�n con numerosas im�genes de dioses; esta procesi�n doblaba luego a la derecha por entre las tiendas del barrio etrusco, cruzaba el Velabro y el Forum Boarium, entraba por la puerta central del circo y recorr�a la pista dando la vuelta a las columnas situadas al final de ella. Iba a su cabeza el magistrado promotor de los juegos, de pie en un carro alto si se trataba de un c�nsul o pretos, con el traje y las insignias de un general en triunfo, envuelto entre los pliegues de la amplia toga purp�rea orlada de oro, debajo la t�nica bordada con hojas de palma y en la mano el cetro de marfil coronado con el �guila; un esclavo p�blico sosten�a sobre su cabeza una gran corona de hojas de robles talladas en oro y salpicadas de piedras preciosas. Sentados en el carro o en los caballos iban, al parecer, sus hijos, como en los desfiles triunfales. Preced�an al carro del magistrado largas filas de m�sicos y otros acompa�antes, y lo rodeaba un tropel de clientes vestidos con toga blanca. Un d�a que no se encontraba bien, Augusto hizo que le transportasen en una litera, para no renunciar a tan grande honor. La procesi�n avanzaba entre los sones de los flautistas y los tubicines; las im�genes de los dioses eran transportadas sobre tronos y angarillas y sus atributos (exsuviae) los segu�an en carros lujos�simos y ricamente ataviados, tirados por mulas, caballos o elefantes; las acompa�aban numerosos sacerdotes y los cofrades de las corporaciones religiosas. El ceremonial de esta procesi�n se hallaba prescrito hasta en sus �ltimos detalles con la minuciosa pedanter�a propia del culto romano, y la menor infracci�n pod�a invalidar toda la fiesta, en cuyo caso hab�a que volver a empezar los juegos desde el principio. Y como quienes se beneficiaban por unas razones u otras de estas repeticiones no pod�an provocarlas a su antojo sin m�s que infringir de cualquier modo el ceremonial, Claudio orden� que los juegos circenses s�lo podr�an repetirse durante un d�a, con lo cual puso fin pr�cticamente a estos abusos. El p�blico recib�a a la procesi�n y al magistrado que la encabezaba poni�ndose de pie, aplaudiendo y prorrumpiendo en gritos de aclamaci�n, y lo mismo que hoy en las procesiones cat�licas de Italia muchos aclaman en especial a sus dioses tutelares y se encomiendan a su protecci�n, en la Roma de aquel tiempo los labradores aplaud�an a Ceres, los soldados a Marte, los enamorados a Venus, y cuando una de las im�genes de estos dioses se bamboleaba un poco al pasar por delante de ellos, les parec�a, como dice Ovidio, que les hac�a se�as con la cabeza. Pero estas procesiones daban tambi�n, a veces, como ya dijimos, pretexto para que el p�blico manifestase sus simpat�as y sus deseos pol�ticos, a lo que contribu�a el hecho de que entre las efigies religiosas figurasen tambi�n las im�genes de los emperadores y de los personajes de las familias imperiales, sobre todo, naturalmente, aquellos a quienes se tributaban los honores religiosos tan prodigados en aquella �poca. No faltar�an, tal vez, los observadores reflexivos que, en los tiempos de Tito o de Trajano, evocasen los grandiosos y los sombr�os cuadros del pasado al ver cruzar por delante de ellos las efigies de los hermosos hombres y mujeres de la familia de los C�sares, los rasgos geniales del primer C�sar, el rostro inescrutable de un Augusto, la inmaculada belleza de la mujer que lo dominaba, la fisonom�a del gran Germ�nico, la de la magn�nima Agripina y todos lo dem�s, hasta llegar a la efigie conmovedora de aquel muchacho llamado Brit�nico, cuya juventud, tan tierna y colmada de esperanzas, vino a segar un asesinato tan cruel. Sin embargo, a la mayor�a de los especuladores les parec�a que aquel desfile que se mov�a ante ellos con solemne lentitud y que tantas veces hab�a presenciado ya, no iba a terminar nunca; era para ellos , como un pr�logo largo y aburrido y de buena gana lo saltar�an, si pudieran, para abalanzarse a la ansiada lectura de la obra.

Tres columnas rematada por una esfera situadas en los extremos de la pista se�alaban la direcci�n de la carrera y entre ellas, por el centro, a todo lo largo del terreno que hab�a de recorrerse, discurr�a un muro bajo (o varios, rodeados de agua) sobre el que se ergu�an los dos obeliscos de que hemos hablado m�s arriba, y adem�s columnas, estatuas de dioses y peque�as capillas. La pista del Gran Circo ten�a originariamente, a los dos lados de la puerta principal, cuatro puertas m�s, es decir, ocho en total, adem�s de aqu�lla, cuyo n�mero se elev� luego a 12, tal vez en tiempo de Dominiciano, lo mismo que se elev� de cuatro a seis el n�mero de las "facciones". Por consiguiente, despu�s de restablecer el primitivo n�mero de los cuatro bandos, cab�a la posibilidad de organizar carreras con tres carros por cada uno de ellos, pero rara vez eran tan numerosas las cuadrigas que corr�an; eran mucho m�s frecuentes las de dos carros por cada bando y mucho m�s usuales todav�a las de un carro por cada facci�n. Aquel auriga llamdo Diocles de que hablamos m�s arriba hab�a salido vencedor 51 veces en carreras de la primera clase, 347 veces en las de la segunda y 1 064 veces en las de la tercera. Las cuatro cuadrigas que sol�an competir sal�an a la pista cada una por una de las cuatro puertas m�s cercanas a la principal. Para compensar las diferencias del recorrido que ten�an que cubrir los diferentes carros, el pasillo que encuadraba la puerta no formaba una l�nea recta, sino una l�nea curva, lo que hac�a que las entradas m�s pr�ximas al centro quedasen m�s atrás y las m�s lejanas m�s adelante; adem�s, se sorteaban, al parecer, los sitios por los que le tocaba entrar a cada carro. Las cuadrigas recorr�an la pista por la derecha del muro desde la entrada hasta las columnas del fondo izquierdo hasta el punto de partida. Hac�an siete veces este doble recorrido; y para que los espectadores pudieran saber en todo momento cu�ntas de la siete vueltas de una carrera hab�an sido recorridas ya, se colocaban sobre el muro que separaba las columnas situadas a ambos extremos siete delfines y otros siete remates en forma de huevo, a suficiente altura, de moco que todo el mundo los viera, y a cada vuelta se hac�a descender uno de estos adornos. Quedaba vencedor el que a la s�ptima vuelta cruzase primero una raya blanca marcada con yeso en el suelo del lado izquierdo. Adem�s de los premios otorgados al vencedor, hab�a recompensas para los que llegasen en segundo y en tercer lugar.

El n�mero de carreras de siete vueltas cada una (missus) de que constaba el espect�culo no era siempre el mismo. En los primeros tiempos del Imperio, lo normal, en Roma eran de 10 a 12 carreras por d�a; por primera vez en el a�o 37, en las fiestas organizadas por Cal�gula con motivo de la consagraci�n de un templo en honor de Augusto, present�ronse 20 carreras el primer d�a y 24 el segundo. Pronto se hizo habitual este n�mero de carreras, que llenaban todo el d�a, desde por la ma�ana hasta por la noche; desde el reinado de Ner�n, pas� a ser permanente, y s�lo en las fiestas de importancia secundaria se ofrec�an al p�blico menos carreras. A veces, en los juegos extraordinarios o cuando coincid�an dos fiestas en un solo d�a, el n�mero de carreras exced�a de 24, como ocurr�a en el siglo IV, en las fiestas de conmemoraci�n del cumplea�os de Trajano y de la victoria de Constantino sobre Licinio, celebradas el 18 de septiembre y el 8 de noviembre, en que se celebraban conjuntamente los cumplea�os de Nerva y de Constancio II; estas dos fiestas dobles celebr�banse con 48 carreras cada una. En otras tres fiestas consideradas de gran importancia brind�banse al p�blico 30 o 36 carreras diarias. Sin embargo, es posible que cuando se rebasase considerablemente la cifra de 24 se hiciese necesario reducir proporcionalmente la duraci�n de cada carrera.

Lo usual era que cada carro fuese tirado por dos o cuatro caballos, rara vez por tres. Los principiantes sol�an entrenarse con tiros de dos caballos. La inscripci�n sepulcral de un auriga de Tarraco perteneciente a la clase de los esclavos y muerto a los 22 a�os dice: "Yacen en esta tumba los restos de un aprendiz de la pista que, sin embargo, era ya bastante diestro en el manejo de las riendas. Ya no me daba miedo subirme a carros tirados por cuadrigas, aunque segu�a conduciendo los tirados por dos caballos". Aquel Crescente de que hablamos m�s arriba conduc�a ya cuadrigas a los 13 a�os, y es seguro que las bridas de tiros de dos caballos se pon�an en manos de muchachos m�s j�venes. Los virtuosos del arte (aficionados a exhibir ante el p�blico sus habilidades extraordinarias) compet�an tambi�n con carros tirados por seis, ocho, y hasta 10 caballos. Ner�n se present� en las carrreras de Olimpia sobre un carro tirado por 10 caballos, sin acordarse de que en una de sus poes�as hab�a censurado al rey Mitr�dates (quien seg�n otro lleg� a correr hasta con 16 ) por haber hecho lo mismo, y le fue otorgado el premio a pesar de lo desdichada que result� su exhibici�n. Los carros de dos ruedas, cuya forma es bien conocida por numerosas reproducciones antiguas, eran muy peque�os y ligeros. En las carreras m�s gustadas, las cuadrigas, los caballos se enganchaban el uno al lado del otro, colocando el mejor de todos, como ya hemos dicho, a la izquierda del tronco; los dos del centro iban emparejados bajo un yugo, llam�ndose por tanto introiugi, mientras que los de los extremos, solamente embridados, se llamaban funales. en las reproducciones muy detalladas de la �poca, las colas de los caballos de los extremos aparecen siempre atadas o sujetas, indudablemente para evitar en lo posible que se trabasen con otros troncos. Los aurigas iban de pie en los carros, vestidos con una t�nica corta y sin mangas, sujeta al cuerpo con cuerdas, con la cabeza cubierta por un gorro en forma de yelmo que les cubr�a tambi�n la frente y las mejillas y les proteg�a un poco en las ca�das, la fusta en la mano y en el cintur�n un cuchillo para poder cortar las bridas en un caso necesario, precauci�n tanto m�s indicada cuanto que sol�an llevar las riendas atadas al cinto. Los conductores de carros sol�an emplear como medicamento para curar las heridas, seguramente muy frecuentes que se produc�an al ser arrollados y atropellados por otros veh�culos, excremento de jabal�, cubri�ndose con �l a modo de ung�ento, disuelto en alguna bebida; de Ner�n se cuenta que lo bebi� tambi�n desle�do en agua. Las t�nicas de los aurigas (y tambi�n, seguramente, los arreos y los carros) eran del color del bando al que pertenec�an.

Momentos antes de la hora en que deb�a comenzar el espect�culo, un rumor parecido al de las olas del mar recorr�a la muchedumbre congregada en el circo. Todos lo ojos estaban fijos en los abovedados portones de entrada a la pista, cerrados por una soga, detr�s de los cuales escarbaban el suelo con las patas y piafaban de impaciencia las cuadrigas preparadas para lanzarse a la carrera. El presidente de los juegos, sentado en un balc�n que hab�a encima de la puerta principal, daba la se�al de salida lanzando a la pista un pa�uelo blanco. Exactamente lo mismo que Ennio vio a la muchedumbre del circo pendiente de la se�al que se dispon�a a dar el c�nsul, la vio y la describe 400 a�os m�s tarde un escritor cristiano, Tertuliano, para quien aquel espect�culo pagano era un pecado abominable y a quien el pa�uelo que volaba del balc�n a la pista se le antojaba la imagen de Lucifer despe��ndose. Por fin, ca�a la soga que bloqueaba las entradas y, por medio de un mecanismo que no conocemos, se abr�an de par en par las puertas, los carros irrump�an en la pista a toda velocidad y un griter�o enorme llenaba todos los �mbitos del circo y se o�a a gran distancia. Espesas nubes de polvo envolv�an enseguida, a pesar de que en los descansos se los rociaba indudablemente con agua, los carros lanzados hacia la meta, en los alto de los cuales los aurigas, inclinados hacia adelante, animaban a los caballos con sus gritos. La distancia por ellos recorrida despu�s de cubrir siete veces la pista en ambas direcciones era de unos 28 000 pies (hacia 8.3 km), y cada carrera deb�a terminar en menos de un cuarto de hora. Los aurigas diestros e intr�pidos val�anse de los m�s diversos ardides para llegar los primeros a la meta: despu�s de colocarse en cabeza, corr�an en zigzag para impedir que los que ven�an detr�s los adelantasen; cuando ocupaban el centro de los carros corredores, describ�an una amplia curva sobre el lado derecho, "confi�ndose el espacio libre"; lanz�banse en l�nea recta hacia la meta y, sobre todo, procuraban reservar la decisi�n para el final de la carrera, escatimaban las fuerzas de sus caballos hasta el esfuerzo final y de este modo consegu�an dejar atr�s f�cilmente a los principiantes, que se hab�an lanzado a todo galope desde la misma arrancada y que en el �ltimo tramo ya no lograban arrear a su tronco agotado, por mucho que restallasen la fusta. Lo mismo para el auriga que para el espectador experimentado, cada incidente de la carrera, cada momento de su desarrollo era importante y pod�a influir en el c�lculo de probabilidades de la victoria. Parece que los triunfos obtenidos por los que marchaban a la zaga eran m�s estimados que los obtenidos por los que se colocaban desde los primeros momentos en cabeza o en el segundo lugar. Los aurigas sal�an muchas veces despedidos del carro y eran arrastrados por los caballos; pero la principal dificultad y el mayor peligro se presentaban al dar la s�ptima vuelta a las columnas del fondo de la pista. En este momento, los aurigas esforz�banse en revolver el carro con la mayor rapidez posible, esto hac�a que chocasen unos carros contra otros y contra las columnas, los que ven�an detr�s precipit�banse sobre ellos y en un instante todo, carros, caballos y aurigas, era un mont�n de astillas y de carne sanguinolenta.

Pero lo mejor de los espect�culos era, como observa con raz�n un escritor cristiano, el de los propios espectadores. Las grader�as que se extend�an a una respetable distancia, unos pisos sobre otros, estaban cubiertas por un mar humano y ondulante, por miles y miles de hombres de los que se apoderaba una pasi�n rayana en la locura. A medida que la carrera se iba acercando al final, aumentaban entre el p�blico la tensi�n, la angustia, la ira, el j�bilo y el desenfreno. Sin perder jam�s de vista a los carros, los escpectadores aplaud�an y gritaban con todas sus fuerzas, se levantaban sobre sus asientos, agitaban pa�uelos y prendas de vestir, animaban con sus gritos a los caballos de su bando, alargaban los brazos como si quisieran abrazar la pista, rechinaban los dientes, hac�an visajes y gestos amenazadores, se peleaban, maldec�an resplandec�an de j�bilo, prorrump�an en explosiones de una alegr�a fren�tica. Por fin, llegaba a la meta el carro del vencedor y el griter�o atronador y clamoroso de los partidarios de su bando, con el que se mezclaban los denuestos y las maldiciones de los otros, resonaba por todos los �mbitos de la Roma desierta, anunciando a los que se hab�an quedado en sus casas que la carrera hab�a terminado, y todav�a segu�a clavado en los o�dos de los viajeros que sal�an de la ciudad mucho tiempo despu�s de dejarla a sus espaldas. Y a pesar de que las carreras duraban generalmente todo el d�a, desde por la ma�ana temprano hasta la ca�da de la tarde, interrumpidas s�lo por peque�os descansos (sobre todo a mediod�a), la muchedumbre no se mov�a de sus sitios aunque abrasase el sol o diluviase, sin fatigarse ni un momento, siguiendo desde el primer minuto hasta el �ltimo con la misma tensi�n aquel espect�culo para ella apasionante.

El valle enclavado entre el Aventino y el Palatino, que en la Antig�edad brillaba con un lujo esplendoroso y era un hervidero de vida y de pasiones, figura hoy entre los lugares m�s desolados, m�s solitarios y silenciosos de Roma. Sobre el Palatino se alzan las extensas ruinas de los palacios imperiales; en el Aventino se ven una cuantas iglesias y conventos desparramados entre vi�edos y jardines. Grandes masas de escombros de las ruinas a que quedaron reducidos los templos y palacios que en otro tiempo descollaban sobre aquellas alturas fueron rodando a lo largo de los siglos por las vertientes del Aventino al fondo del valle. En medio de aquel p�ramo triste se halla enclavado un pobre y m�sero lugar de eterno reposo, el cementerio de los jud�os, que ni siquiera est� cercado por una tapia. Por el fondo del valle corren las aguas del arroyo de la Marrana, en cuyas dos orillas susurra el viento por entre la espesura impenetrable de los ca�averales romanos, cuyos tallos rebasan la altura de cualquier hombre.

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