Muerte sin fin

Conmigo est� el consejo y el ser: yo
soy la inteligencia; m�a es la fortaleza
PROVERBIOS, 8, 14
Con �l estaba yo orden�ndolo todo; y
fui su delicia todos los d�as, teniendo
solaz delante de �l en todo tiempo.
PROVERBIOS, 8, 30
Mas el que peca contra m� defrauda
su alma; todos los que me aborrecen
aman la muerte.
PROVERBIOS, 8, 36

Lleno de m�, sitiado en mi epidermis
por un dios inasible que me ahoga,
mentido acaso
por su radiante atm�sfera de luces
que oculta mi conciencia derramada,
mis alas rotas en esquirlas de aire,
mi torpe andar a tientas por el lodo;
lleno de m� —ah�to— me descubro
en la imagen at�nita del agua,
que tan s�lo es un tumbo inmarcesible,
un desplome de �ngeles ca�dos
a la delicia intacta de su peso,
que nada tiene
sino la cara en blanco
hundida a medias ya, como una risa ag�nica,
en las tenues holandas de la nube
y en los funestos c�nticos del mar
—m�s resabio de sal o albor de c�mulo
que sola prisa de acosada espuma.
No obstante —oh paradoja— constre�ida
por el rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma.
En �l se asienta, ahonda y edifica,
cumple una edad amarga de silencios
y un reposo gentil de muerte ni�a,
sonriente, que desflora
un m�s all� de p�jaros
en desbandada.
En la red de cristal que la estrangula,
all�, como en el agua de un espejo,
se reconoce;
atada all�, gota con gota,
marchito el tropo de espuma en la garganta
�qu� desnudez de agua tan intensa,
qu� agua tan agua,
est� en su orbe tornasol so�ando,
cantando ya una sed de hielo justo!
�Mas qu� vaso —tambi�n— m�s providente!
�ste que as� se hinche
como una estrella en grano,
que as�, en heroica promisi�n, se enciende
como un seno habitado por la dicha,
y rinde as�, puntual,
una rotunda flor
de transparencia al agua,
un ojo proyectil que cobra alturas
y una ventana a gritos luminosos
sobre esa libertad enardecida
que se agobia de c�ndidas prisiones!
�MAS QU� vaso —tambi�n— m�s providente!
Tal vez esta oquedad que nos estrecha
en islas de mon�logos sin eco,
aunque se llama Dios,
no sea sino un vaso
que nos amolda el alma perdidiza,
pero que acaso el alma s�lo advierte
en una transparencia acumulada
que ti�e la noci�n de �l, de azul.
El mismo Dios,
en sus presencias t�midas,
ha de gastar la tez azul
y una clara inocencia imponderable,
oculta al ojo, pero fresca al tacto,
como este mar fantasma en que respiran
—peces del aire alt�simo—
los hombres.
�S�, es azul! �Tiene que ser azul!
Un coagulado azul de lontananza,
un circulante amor de la criatura,
en donde el ojo de agua de su cuerpo
que mana en lentas ondas de estatura
entre fiebres y llagas;
en donde el r�o hostil de su conciencia
�agua fofa, mordiente, que se tira,
ay, incapaz de cohesi�n al suelo!
en donde el brusco andar de la criatura
amortigua su enojo,
se redondea
como una cifra generosa,
se pone en pie, veraz, como una estatua.
�Qu� puede ser —si no— si un vaso no?
Un minuto quiz� que se enardece
hasta la incandescencia,
que alarga el arrebato de su brasa,
ay, tanto m�s hacia lo eterno m�nimo
cuanto es m�s hondo el tiempo que lo colma.
Un c�ncavo minuto del esp�ritu
que una noche impensada,
al azar
y en cualquier escenario irrelevante
—en el terco repaso de la acera,
en el bar, entre dos amargas copas
o en las cumbres peladas del insomnio—
ocurre, nada m�s, madura, cae
sencillamente,
como la edad, el fruto y la cat�strofe.
�Tambi�n —mejor que un lecho— para el agua
no es un vaso el minuto incandescente
de su maduraci�n?
Es el tiempo de Dios que aflora un d�a,
que cae, nada m�s, madura, ocurre,
para tornar ma�ana por sorpresa
en un est�ril repetirse in�dito,
como el de esas el�ctricas palabras
—nunca aprehendidas,
siempre nuestras—
que aluden el amor de la memoria,
pero que a cada instante nos sonr�en
desde sus claros huecos
en nuestras propias frases despobladas.
Es un vaso de tiempo que nos iza
en sus azules botareles de aire
y nos pone su m�scara grandiosa
ay, tan perfecta,
que no difiere un rasgo de nosotros.
Pero en las zonas �nfimas del ojo,
en su nimio saber,
no ocurre nada, no, s�lo esta luz,
esta febril diafanidad tirante,
hecha toda de pura exaltaci�n,
que a trav�s de su n�tida substancia
nos permite mirar,
sin verlo a �l, a Dios,
lo que detr�s de �l anda escondido:
el tintero, la silla, el calendario
—�todo a voces azules el secreto
de su infantil m�canica—
en el instante mismo que se empe�an
en el tortuoso af�n del universo.

PERO en las zonas �nfimas del ojo
no ocurre nada, no, s�lo esta luz
—ay, hermano Francisco,
esta alegr�a,
�nica, riente claridad del alma.
Un disfrutar en corro de presencias,
de todos los pronombres —antes turbios
por la gruesa efusi�n de su ego�smo—
de m� y de �l y de nosotros tres
�siempre tres!
mientras nos recreamos hondamente
en este buen candor que todo ignora,
en esta aguda ingenuidad del �nimo
que se pone a so�ar a pleno sol
y sue�a los pret�ritos de moho,
la antigua rosa ausente
y el promedio fruto de ma�ana,
como un espejo del rev�s, opaco,
que al consultar la hondura de la imagen
le arrancara otro espejo por respuesta.
Mirad con qu� pueril austeridad graciosa
distribuye los mundos en el caos,
los echa a andar acordes como aut�matas;
al impulso did�ctico del �ndice
oscuramente
�hop!
los apostrofa
y saca de ellos cintas de sorpresas
que en un juego sinf�nico articula,
mezclando en la insistencia de los ritmos
�planta-semilla-planta!
�planta-semilla-planta!
su tierna brisa, sus follajes tiernos,
su luna azul, descalza, entre la nieve,
sus mares pl�cidos de cobre
y mil y un encantadores gorgoritos.
Despu�s, en un crescendo insostenible,
mirad c�mo dispara cielo arriba,
desde el mar,
el tiro prodigioso de la carne
que a�n a la alta nube menoscaba
con el vuelo del p�jaro,
estalla en �l como un cohete herido
y en sonoras estrellas precipita
su desbandada p�lvora de plumas.
Mas en la m�dula de esta alegr�a,
no ocurre nada, no;
s�lo un c�ndido sue�o que recorre
las estaciones todas de su ruta
tan amorosamente
que no elude seguirla a sus infiernos,
ay, y con qu� miradas de atropina,
tumefactas e inm�viles, escruta
el curso de la luz, su instante f�lgido,
en la piel de una gota de roc�o;
concibe el ojo
y el intangible aceite
que nutre de esbeltez a la mirada;
gobierna el crecimiento de las u�as
y en la ra�z de la palabra esconde
el frondoso discurso de ancha copa
y el poema de di�fanas espigas.
Pero a�n m�s —porque en su cielo imp�o
nada es tan cruel como este puro goce—
somete sus im�genes al fuego
de especiosas torturas que imagina
—las infla de pasi�n,
en el prisma del llanto las deshace,
las ciega con lustre de un barniz,
las satura de odios purulentos,
rencores z�nganos
como una mala costra,
angustias secas como la sed del yeso.
Pero a�n m�s —porque, inmune a la m�cula,
tan perfecta crueldad no cede a l�mites—
perfora a la substancia de su gozo
con rudos alfileres;
piensa el tumor, la �lcera y el chancro
que habr�n de festonar la tez pulida,
toma en su mano et�rea a la criatura
y la enjuta, la hincha o la demacra,
como a un copo de cera sudorosa,
y en un ilustre hallazgo de iron�a
la estrecha enternecido
con los brazos glaciales de la fiebre.

Mas nada ocurre, no, s�lo este sue�o
desorbitado
que se mira a s� mismo en plena marcha;
presume, pues, su término inminente
y adereza en el acto
el plan de su fatiga,
su justa vacaci�n,
su domingo de gracia all� en el campo,
al fresco albor de las camisas flojas.
�Qu� trebolar mullido, qu� parasol de niebla,
se regala en el �nimo
para gustar la miel de sus vigilias!
Pero el ritmo es su norma, el solo paso,
la sola marcha en c�rculo, sin ojos;
as�, aun de su cansancio, extrae
�hop!
largas cintas de sorpresas
que en un constante perecer en�rgico,
en un morir absorto,
arrasan sin cesar su bella f�brica
hasta que —hijo de su misma muerte,
gestado en la aridez de sus escombros—
siente que su fatiga se fatiga,
se erige a descansar de su descanso
y sue�a que su sue�o se repite,
irresponsable, eterno,
muerte sin fin de una obstinada muerte,
sue�o de garza anochecido a plomo
que cambia s� de pie, mas no de sue�o,
que cambia s� la imagen,
mas no la doncellez de su osad�a
�oh inteligencia, soledad en llamas!
que lo consume todo hasta el silencio,
s�, como una semilla enamorada
que pudiera so�arse germinando,
probar en el rencor de la mol�cula
el salto de las ramas que aprisiona
y el gusto de su fruta prohibida,
ay, sin hollar, semilla casta,
sus propios impasibles tegumentos.

�OH INTELIGENCIA, soledad en llamas,
que todo lo concibe sin crearlos!
Finge el calor del lodo,
su emoci�n de substancia adolorida,
el iracundo amor que lo embellece
y lo encumbra m�s all� de las alas
a donde s�lo el ritmo
de los luceros llora,
mas no le infunfe el soplo que lo pone en pie
y permanece recre�ndose en s� misma,
�nica en �l, inmaculada, sola en �l,
reticencia indecible,
amoroso temor de la materia,
ang�lico ego�smo que se escapa
como un grito de j�bilo sobre la muerte
—oh inteligencia, par�mo de espejos!
helada emanaci�n de rosas p�treas
en la cumbre de un tiempo paral�tico;
pulso sellado;
como una red de arterias temblorosas,
herm�tico sistema de eslabones
que apenas se apresura o se retarda
seg�n la intensidad de su deleite;
abstinencia angustiosa
que presume el dolor y no lo crea,
que escucha ya en la estepa de sus t�mpanos
retumbar el gemido del lenguaje
y no lo emite;
que nada m�s absorbe las esencias
y se mantiene as�, rencor sa�udo,
una, exquisita, con su dios est�ril,
sin alzar entre ambos
la sorda pesadumbre de la carne,
sin admitir en su unidad perfecta
el escarnio brutal de esa discordia
que nutren vida y muerte inconciliables,
sigui�ndose una a otra
como el d�a y la noche,
y una y otra acampadas en la c�lula
como en un tardo tiempo de crep�sculo,
ay, una nada m�s, est�ril, agria,
con �l, conmigo, con nosotros tres;
como el vaso y el agua, s�lo una
que reconcentra su silencio blanco
en la orilla letal de la palabra
y en la inminencia misma de la sangre.

�ALELUYA, ALELUYA!

IZA LA flor su ense�a,
agua, en el prado.
�Oh, qu� mercader�a
de olor alado!

�Oh, qu� mercader�a
de tenue olor!
�c�mo inflama los aires
con su rubor!

�Qu� anegado de gritos
est� el jard�n!
"�Yo, el heliotropo, yo!"
"�Yo? El jazm�n".

Ay, pero el agua,
ay, si no huele a nada.

Tiene la noche un �rbol
con frutos de �mbar;
tiene una tez la tierra,
ay, de esmeraldas.

El tes�n de la sangre
anda de rojo;
anda de a�il el sue�o;
la dicha, de oro.

Tiene el amor feroces
galgos morados;
pero tambi�n sus mieses,
tambi�n sus p�jaros.

Ay, pero el agua,
ay si no luce a nada.

Sabe a luz, a luz fr�a,
s�, la manzana.
�Qu� amanecida fruta
tan de ma�ana!

�Qu� anochecido sabes,
tú, sinsabor!
�c�mo pica en la entra�a
tu picaflor!

Sabe la muerte a tierra,
la angustia a hiel.
Este morir a gotas
me sabe a miel.

Ay, pero el agua,
ay, si no sabe a nada.

[BAILE]

Pobrecilla del agua,
ay, que no tiene nada,
ay, amor, que se ahoga,
ay, en un vaso de agua.

EN EL rigor del vaso que la aclara,
el agua toma forma
—ciertamente.
Trae una sed de siglos en los belfos,
una sed fr�a, en punta, que ara cauces
en el sue�o moroso de la tierra,
que perfora sus miembros florecidos,
como una sangre c�ustica,
incendi�ndolos, ay abriendo en ellos
desapacibles �lceras de insomnio.
M�s amor que sed; m�s que amor, idolatr�a,
dispersi�n de criatura estupefacta
ante el fulgor que blande
—germen del trueno ol�mpico— la forma
en sus netos contornos fascinados,
�Idolatr�a, sí , idolatr�a!
Mas no le basta el ser un puro salmo,
un ardoroso incienso de sonido;
quiere, adem�s, o�rse.
Ni le basta tener s�lo reflejos
—briznas de espuma
para el ala de luz que en ella anida;
quiere, adem�s, un t�lamo de sombra,
un ojo para mirar el ojo que la mira.
En el lago, en la charca, en el estanque,
en la entumida cuenca de la mano,
se consuma este rito de eslabones,
este enlace diab�lico
que encadena el amor a su pecado.
En el n�tido rostro sin facciones
el agua, pose�da,
siente cuajar la m�scara de espejos
que el dibujo del vaso le procura.
Ha encontrado, por fin,
en su correr son�mbulo,
una bella, puntual fisonom�a.
Ya puede estar de pie frente a las cosas.
Ya es, ella tambi�n, aunque por arte
de estas limpias met�foras cruzadas,
un encendido vaso de figuras.
El camino, la barda, los casta�os,
para durar el tiempo de una muerte
gratuita y prematura, pero bella,
ingresan por su impulso
en el suplicio de la imagen propia
y en medio del jard�n, bajo las nubes,
descarnada lecci�n de poes�a
instalan un infierno alucinante.

PERO el vaso en s� mismo no se cumple.
Imagen de una deserci�n nefasta
�qu� esconde en su rigor inhabitado,
sino esta triste claridad a ciegas,
sino esta tentaleante lucidez?
Tenedlo ah�, sobre la mesa, in�til.
Epigrama de espuma que se espiga
ante un auditorio anestesiado,
incisivo clamor que la sordera
tenaz de los objetos amordaza,
flor mineral que se abre para adentro
hacia su propia luz,
espejo eg�latra
que se absorbe a s� mismo contempl�ndose.
Hay algo en �l, no obstante, acaso un alma,
el instinto augural de las arenas,
una llaga tal vez que debe al fuego,
en donde le atosiga su vac�o.
Desde este erial aspira a ser colmado.
En el agua, en el vino, en el aceite,
articula el gui�n de su deseo;
se ablanda, se adelgaza;
ya su sobrio dibujo se le nubla,
ya, embozado en el giro de un relfejo,
en un llanto de luces se liquida.

MAS LA forma en s� misma no se cumple.
Desde su insigne trono fara�nico
magn�nima,
de�fica,
constelada de ep�tetos esdr�julos,
rige con hosca mano de diamante.
Est� orgullosa de su orondo imperio.
�En las augustas pituitarias de �nice
no juega, acaso, el encendido aroma
con que arde a sus pies la poes�a?
�Ilusi�n, nada m�s, gentil narc�tico
que puebla de fantasmas los sentidos!
Pues desde ah� donde el dolor emite
�oh turbio sol de pobre!
el esmerado brillo que lo embosca,
ay, desde ah�, presume la materia
que apenas cuaja su dibujo estricto
y ya es un jard�n de huellas f�siles,
estruendoso fanal,
rojo timbre de alarma en los cruceros
que gobierna la ruta hacia otras formas.
La rosa edad que esmalta su epidermis
—senil reci�n nacida—
envejece por dentro a grandes siglos.
Trajo puesta la proa a lo amarillo.
El aire se coagula entre sus poros
como un sudor profuso
que se anticipa a destilar en ellos
una esencia de rosas subterr�neas.
Los crudos garfios de su muerte suben,
como musgo, por grietas inasibles,
ay, la hostigan con tenues mordeduras
y abren hueco por fin a aquel minuto
—�miradlo en la lenteja del reloj,
neto, puntual, exacto,
correrse un eslab�n cada minuto!—
cuando al soplo infantil de un parpadeo,
la egregia masa de adem�n ilustre
podr� caer de golpe hecha cenizas.

No obstante —por qu� no?— tambi�n en ella
tiene un rinc�n el sue�o,
�rido para�so sin manzana
donde suele escaparse de su rostro,
por el rostro marchito del espectro
que engendra, aletargada, su costilla.
El vaso de agua es el momento justo.
En su audaz evasi�n se transfigura,
tuerce la �rbita de su destino
y se arrastra en secreto hacia lo informe.
La rapi�a del tacto no se ceba
—aqu�, en el sue�o inh�spito—
sobre el templado n�car de su vientre,
ni la flauta Don Juan que la requiebra
musita su cachonda serenata.
El sue�o es cruel,
ay, punza, roe, quema, sangra, duele.
Tanto ignora infusiones como ung�entos.
En los sordos martillos que la alfigen
la forma da en el gozo de la llaga
y el oscuro deleite del colapso.
Temprana madre de esa muerte ni�a
que nutre en sus escombros paulatinos,
anhela que se hundan sus cimientos
bajo sus plantas, ay, entorpecidas
por una espesa lentitud de lodo;
oye nacer el trueno del derrumbe;
siente que su materia se derrama
en un prurito de �cidas hormigas;
que, ya sin peso, flota
y en un claro silencio se desl�e.
Por un aire de espejos inminentes
�oh impalpables derrotas del delirio!
cruza entonces, a verlas desgarradas,
la airosa teor�a de una nube.

EN LA red de cristal que la estrangula,
el agua toma forma,
la bebe, s�, en el m�dulo del vaso,
para que �ste tambi�n se transfigure
con el temblor del agua estrangulada
que sigue all�, sin voz, marcando el pulso
glacial de la corriente.
Pero el vaso
—a su vez—
cede a la informe condici�n del agua
a fin de que —a su vez— la forma misma,
la forma en s�, que est� en el duro vaso
sosteniendo el rencor de su dureza
y est� en el agua de aguijada espuma
como presagio cierto de reposo,
se pueda sustraer al vaso de agua;
un instante, no m�s,
no m�s que el m�nimo
perpetuo instante del quebranto,
cuando la forma en s�, la pura forma
se abandona al designio de su muerte
y se deja arrastrar, nubes arriba,
por ese atormentado remolino
en que los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero,
a constriur el escenario de la nada.
Las estrellas entonces ennegrecen.
Han vuelto al dardo insomne
a la noche perfecta de su aljaba.

Porque en el lento instante del quebranto,
cuando los seres todos se repliegan
hacia el sopor primero
y en la pira arrogante de la forma
se abrasan, consumidos por su muerte
—�ay, ojos, dedos, labios,
et�reas llamas del atroz incendio!—
el hombre ahoga con sus manos mismas,
en un negro sabor de tierra amarga,
los himnos claros y los roncos trenos
con que cantaba la belleza,
entre tambores de gangoso idioma
y esbeltos c�mbalos que dan al aire
sus golondrinas de lat�n agudo;
ay, los trenos e himnos que loaban
la rosa marinera
que consuma el periplo del jard�n
con sus velas henchidas de fragancia;
y el malsano crep�sculo de herrumbre,
amapola del aire lacerado
que se pincha en las p�as de un gorjeo;
y la febril estrella, lis de calosfr�o,
punto sobre las �es
de las tinieblas;
y el rojo c�liz del pez�n macizo,
sola flor de granado
en la cima angustiosa del deseo,
y la mandr�gora del sue�o amigo
que crece en los escombros cotidianos
—ay, todo el esplendor de la belleza
y el bello amor que la concierta toda
en un orbe de imanes arrobados.

Porque el tambor rotundo
y las ricas bengalas que los c�mbalos
tremolan en la altura de los cantos,
se anegan, ay, en un sabor de tierra amarga,
cuando el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta,
se le quema —confuso— en la garganta,
exhausto de sentido;
ay, su a�reo lenguaje de colores,
que as� se jacta del matiz estricto
en el humo aterrado de sus sienas
o en el sol de sus tibios bermellones;
�l, que discurre en la ansiedad del labio
como una lenta rosa enamorada;
�l, que cincela sus celos de paloma
y modula sus l�tigos feroces;
que salta en sus ca�das
con un ruidoso s�ncope de espumas;
que prolonga el insomnio de su brasa
en las mustias cenizas del o�do;
que oscuramente repta
e hinca enfurecido la palabra
de hiel, la tuerta frase de ponzo�a;
�l, que labra el amor del sacrificio
en columnas de ritmos espirales,
s�, todo �l, lenguaje audaz del hombre,
se le ahoga —confuso— en la garganta
y de su gracia original no queda
sino el horror de un pozo desecado
que sostiene su mueca de agon�a.

Porque el hombre descubre en sus silencios
que su hermoso lenguaje se le agosta
en el minuto mismo del quebranto,
cuando los peces todos
que en cautelosas �rbitas discurren
como estrellas de escamas, diminutas,
por la entumida noche submarina,
cuando los peces todos
y el ulises salm�n de los regresos
y el delf�n apol�neo, pez de dioses,
deshacen su camino hacia las algas;
cuando el tigre que huella
la castidad del musgo
con secretas pisadas de resorte
y el b�reas de los ciervos presurosos
y el cordero Luis XV, gemebundo,
y el l�on babil�nico
que a�ora el alabastro de los frisos
—�flores de sangre, eternas,
en el racimo inmemorial de las especies!—
cuando todos inician el regreso
a sus mudos letargos vegetales;
cuando la aguda alondra se desl�e
en el agua del alba,
mientras las aves todas
y el solitario b�ho que medita
con su antifaz de f�sforo en la sombra,
la golondrina de escritura hebrea
y el peque�o gorri�n, hambre en la nieve,
mientras todas las aves se disipan
en la noche enroscada del reptil;
cuando todo —por fin— lo que anda o repta
y todo lo que vuela o nada, todo,
se encoge en un crujir de mariposas,
regresa a su or�genes y al origen fatal de sus or�genes,
hasta que su eco mismo se reinstala
en el primer silencio tenebroso.

Porque los bellos seres que transitan
por el sopor a�oso de la tierra
—�trasgos de sangre, libres,
en la pantalla de su sue�o impuro!—
todos se dan a un frenes� de muerte,
ay, cuando el sauce
acumula su llanto
para urdir la substancia de un delirio
en que —�t�! �yo! �nosotros!— de repente,
a fuerza de atar nombres destemplados,
ay, no le queda sino el tronco prieto,
desnudo de oraci�n ante su estrella;
cuando con �l, desnudos, se sonrojan
el �lamo tembl�n de encanecida barba
y el eucalipto rumoroso,
t�mpano de follaje
y tornillo sin fin de la estatura
que se pierde en las nubes, persigui�ndose;
y tambi�n el cerezo y el durazno
en su loca efusi�n de adolescentes
y la angustia espantosa de la ceiba
y todo cuanto nace de ra�ces,
desde el heroico roble
hasta la imp�bera
menta de boca helada;
cuando las plantas de sumisas plantas
retiran el ramaje presuntuoso,
se esconden en sus �speras ra�ces
y en la acerba ra�z de sus raíces
y presas de un absurdo crecimiento
se desarrollan hacia la semilla,
hasta quedar inm�viles
�oh cementerios de talladas rosas!
en los duros jardines de la piedra.

Porque desde el anciano roble heroico
hasta la imp�bera
menta de boca helada,
ay, todo cuanto nace de ra�ces
establece sus tallos paral�ticos
en los duros jardines de la piedra,
cuando el rub� de ang�licos melindres
y el diamante iracundo
que fulmina a la luz con un reflejo,
m�s el ario zafir de ojos azules
y la ge�rgica esmeralda que se anega
en el abril de su robusta clorofila,
una a una, las piedras delirantes,
con sus lindas hermanas cenicientas,
turquesa, lapisl�zuli, alabastro,
pero tambi�n el oro prisionero
y la plata de lengua fidedigna,
ingenuo ruise�or de los metales
que se ahoga en el agua de su canto;
cuando las piedras finas
y los metales exquisitos, todos,
regresan a sus nidos subterr�neos
por las rutas candentes de la llama,
ay, ciegos de su lustre,
ay, ciegos de su ojo,
que el ojo mismo,
como un siniestro p�jaro de humo
en su aterida combusti�n se arranca.

Porque raro metal o piedra rara,
as� como la roca escueta, lisa,
que figura castillos
con s�lo naipes de aridez y escarcha,
y as� la arena de arrugados pechos
y el humus maternal de entra�a tibia,
ay, todo se consume
con un moh�no crepitar de gozo,
cuando la forma en s�, la forma pura,
se entrega a la delicia de su muerte
y en su sed de agotarla a grandes luces
apura en una llama
el aceite ritual de los sentidos,
que sin labios, sin dedos, sin retinas,
s�, paso a paso, muerte a muerte, locos,
se acogen a sus t�midas matrices,
mientras unos a otros se devoran
al animal, la planta
a la planta, la piedra
a la piedra, el fuego
al fuego, el mar
al mar, la nube
a la nube, el sol
hasta que todo este fecundo r�o
de enamorado semen que conjuga,
inaccesible al tedio,
el suntuoso caudal de su apetito,
no desemboca en sus entra�as mismas,
en el acre silencio de sus fuentes,
entre un fulgor de soles emboscados,
en donde nada es ni nada est�,
donde el sue�o no duele,
donde nada ni nadie, nunca, est� muriendo
y solo ya, sobre las grandes aguas,
flota el Esp�ritu de Dios que gime
con un llanto m�s llanto a�n que el llanto,
como si herido —�ay, �l tambi�n!— por un cabello,
por el ojo en almendra de esa muerte
que emana de su boca,
hubiese al fin ahogado su palabra sangrienta.

�ALELUYA, ALELUYA!


TAN-TAN!��Qui�n es? Es el Diablo,
es una espesa fatiga,
un ansia de trasponer
estas lindes enemigas,
este morir incesante,
tenaz, esta muerte viva,
�oh Dios! que te est� matando
en tus hechuras estrictas,
en las rosas y en las piedras,
en las estrellas ariscas
y en la carne que se gasta
como un hoguera encendida,
por el canto, por el sue�o,
por el color de la vista.

�Tan-tan! �Qui�n es? Es el Diablo,
ay, una ciega alegr�a,
un hambre de consumir
el aire que se respira,
la boca, el ojo, la mano;
estas pungentes cosquillas
de disfrutarnos enteros
en s�lo un golpe de risa,
ay, esta muerte insultante,
procaz, que nos asesina
a distancia, desde el gusto
que tomamos en morirla,
por una taza de t�,
por una apenas caricia.

�Tan-tan! �Qui�n es? Es el Diablo,
es una muerte de hormigas
incansables, que pululan
�oh Dios sobre tus astillas,
que acaso te han muerto all�,
siglos de edades arriba,
sin advertirlo nosotros,
migajas, borra, cenizas
de ti, que sigues presente
como una estrella mentida
por su sola luz, por una
luz sin estrella, vac�a,
que llega al mundo escondiendo
su cat�strofe infinita.

[BAILE]

Desde mis ojos insomnes
mi muerte me est� acechando,
me acecha, s�, me enamora
con su ojo l�nguido.
�Anda, putilla del rubor helado,
anda, v�monos al diablo!

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