Otras poes�as

UNA POBRE CONCIENCIA

                            A Bernardo Ortiz de Montellano

Un anciano consume su tabaco
en la vieja cachimba de nogal.
La tarde es solamente un cielo opaco
y el recuerdo amarillo de un rosal.

El anciano dormita...
Es tan triste la tarde para ver
un reloj descompuesto, y la infinita
crueldad de un calendario con la fecha de ayer.

Y silencio, un silencio propicio
para rememorar
c�mo canta una boca la lectura
de la antigua conseja familiar.

En el fino paisaje se depura
una tristeza del atardecer,
y el reloj descompuesto parece una dolida
conciencia de caoba en la pared.

Una pobre conciencia, cuya charla
con la vieja cachimba de nogal
es el agrio murmullo de un postigo
y el recuerdo amarillo del rosal.

LA CASA DEL SILENCIO

LA CASA del silencio
se yergue en un rinc�n de la monta�a,
con el capuz de tejas carcomido.
Y parece tan d�cil
que apenas se conmueve con el ruido
de alg�n �rbol cercano, donde sue�a
el amoroso c�nclave de un nido.

Tal vez nadie la habita
ni la quiere,
y acaso nunca la vivieron hombres;
pero su lento coraz�n palpita
con profundo latir de resignado,
cuando el rumor la hiere
y la sangra del tr�mulo costado.

Imagino, en la casa del silencio,
un patio luminoso, decorado
por la hierba que roe las canales
y un muro despintado
al caer de las lluvias torrenciales.

Y en las noches azules,
la pienso conturbada si adivina
un balbucir de luz en sus esca�os,
y la oigo verter con un ruido
ya casi imperceptible, contenido,
su lloro paternal de tres mil a�os.

EL ENFERMO

POR EL amplio silencio del instante
pasa un vago temor.

Tal vez gira la puerta sin motivo
y se recoge una visi�n distante,
como si el alma fuese un mirador.

Afuera canta un p�jaro cautivo
y con gota fugaz el surtidor.

Tal vez fingen las cortinas altas
plegarse al toque de una mano intrusa,
y el incierto rumor
a las pupilas del enfermo acusa
un camino de llanto en derredor.

En sus ojos opacos, mortecinos,
se reflejan las cosas con candor,
mientras la queja fluye
a los labios exang�es de dolor.

Cuenta la Hermana cuentas de rosario
y piensa en el Calvario
del Se�or.

Pero invade la sombra vespertina
un extra�o temor,
y en el p�ndulo inm�vil se adivina
la s�ptima ca�da del amor.

Tal vez gira la puerta sin motivo.
Afuera canta un p�jaro cautivo,
y con gota fugaz el surtidor.

PESCADOR DE LUNA

CUANDO se mira los faroles rojos
en la orilla del mar,
mi pescador, el de profundos ojos,
pone sus negras redes a pescar.

(El mar ante la noche se ilumina,
y sus olas doradas, al nacer,
florecen como un ansia repentina
en ojos de mujer.)

Pez de luna bru�ida no se pesca,
pescador.
Agua del golfo, la ondulada y fresca,
deja que riegue la orilla con amor.

No persigas la forma del lucero,
que ni el agua dormida la dar�;
si �l, como un son�mbulo viajero,
s�lo viene y se va.

Que, pobres, las corrientes y la charca
encierran ilusi�n,
y ajenos al peligro de tu barca
vienen sue�os de luz al coraz�n.

Con los ojos, ya t�midos, escarbas
en los mares rebeldes a cincel,
y puede correr llanto por tus barbas
de serpientes de miel.

El agua misma, la ondulada y fresca,
ponga un poco de sol en tu dolor.
�Pez de luna bru�ida no se pesca
pescador!

NOCTURNO

              A Eduardo Luqu�n

ESTA noche sin luces y esta lluvia constante
son para las historias de aquellos peregrinos
que dejaban el lodo de sus buenos caminos,
cegados por la recia tempestad del instante,
y con paso m�s firme segu�an adelante,
a lucir de los nuevos joyeles matutinos.

Esta noche sin luces aguardo ante mi puerta
los tres toques de aldaba que tocar� un viajero,
y, no obstante, podr�a negarle mi dinero,
el calor de la alcoba o la paz de mi huerta;
pero vendr� a mi casa y al coraz�n alerta
porque siempre me busca cuando yo no lo quiero.

E iluminado por el espejo que brilla
—todo un campo de luz en las horas morenas—
al vaiv�n de las manos blancas como azucenas
me contar� sus historia agradable y sencilla,
y a sus labios, ocultos por la barba amarilla,
ha de fluir el canto mortal de las sirenas.

Ya no podr� vencerle, ya no tendr� la mano
fuerte para arrojarle de mi casa tranquila,
si apenas el rel�mpago negro de su pupila
le da el peque�o orgullo de llamarme su hermano,
mientras retiene un poco del cielo de verano
la lluvia pescadora con sus redes en fila.

Pero t�, que de nobles �xtasis te revistes,
no abras nunca la puerta para dar hospedaje.
Ten el o�do sordo cuando ceda un ramaje
bajo la taciturna pisada de los tristes,
o busca el m�s secreto b�lsamo si resistes
a no probar el �mpetu fant�stico del viaje.

PAUSAS I

�EL MAR, el mar!
Dentro de m� lo siento.
Ya s�lo de pensar
en �l, tan m�o,
tiene un sabor de sal mi pensamiento.

MUJERES

                             A Ciro M�ndez

C�rdoba

DE MI ciudad sonora
vine al pueblo de tibia somnolencia,
donde saben a sal los labios de la aurora.

Y traje una dolencia
de mis valles,
ansiosos de marina transparencia.

Cruzaban las angostas cintas de las calles
mujeres de aguzados senos
y agilidad de m�sica en los talles.

Hab�a sol en los rostros morenos;
dos �gatas de luz en sus pupilas,
y en sus labios melifluos los venenos.

En onduladas filas,
eran como de c�lidas palomas
por el limpio tejado de las monta�as lilas.

Y so�aban en pomas
paradisiacas del filtrado jugo,
y en un idilio de los vientos con los aromas.

Al Se�or Nuestro plugo
darles l�neas de copas transparentes,
como se reza un Hugo.

Y secaron mis fuentes
por esa gota l�nguida de un beso
en las finas copas de labios adolescentes.

C�rdoba, cofre de mujeres, dulce embeleso:
Les promet� la luz de un arrebol
por esa gota l�nguida de un beso...

�Y me dieron el sol!

BORRASCA

NOCHE, madre sombr�a,
de nubes negras y rel�mpagos �giles,
cuyos gritos de luz al mar doblegan:
Menesteroso de silencio, pido
tres palmos de la orilla
desolada,
de donde pueda regresar sencilla,
como un fuego marino, la mirada.

Nublada debo de tenerla ahora,
mientras el mar castiga sus lebreles,
si t� piensas la angustia de una estrella
—viento del norte la desprende el oro—
y yo, sin los resabios
del camino,
en un beso feliz, a�ejo vino,
dulce soplo de brisa entre los labios.

En el mismo sendero son viadores
un l�mpido crep�sculo de luna
y el p�jaro fugaz de la tormenta.
Para un mismo viajero
se divide en jornadas el camino,
porque pasan la aurora y el copo del lucero
vespertino
en un solo sendero.

Noche, madre sombr�a:
Cuando llegue el minuto negro de mi borrasca,
hazme sufrirlo aqu�, junto a la orilla
del agua amarga.
Que, si me vienen ganas de llorar,
quiero tener azules las ideas
y en mis palabras el sonar
de las mareas.

LA LUZ SUMISA

ALARGA el d�a en matinal hilera
tibias manchas de sol por la ciudad.
Se adivina casi la primavera,
como si descendiera
en lentas r�fagas de claridad.

La luz, la luz sumisa
(si no fuera
la luz, la llamaran sonrisa)
al trepar en los muros, por ligera,
dibuja la imprecisa
ilusi�n de una blanda enredadera.
�Ondula, danza y tr�mula se irisa!

Y la ciudad, con �ntimo candor,
bajo el rudo metal de una campana
despierta a la inquietud de la ma�ana,
y en gajos de color se deshilvana.

Pero puso el Se�or,
a lo largo del d�a,
esencias de dolor
y agudo clavo de melancol�a.

Porque la claridad, al descender
en giros de canci�n,
enciende una alegr�a de mujer
en el espejo gris del coraz�n.

Si ayer vimos la luna, desle�da
sobre un alto silencioso de monta�as...
si ayer la vimos derramarse en una
indulgencia de l�mpara afligida,
y duele desnatar en las pesta�as
el oro de la luna.

 
ELEG�A

                A Ram�n L�pez Velarde

SOLO, con ruda soledad marina,
se fue por un sendero de luna,
mi dorada madrina,
apagando sus luces como una
pesta�a de lucero en la neblina.

El dolor me sangraba el pensamiento,
y en los labios ten�a,
como una rosa negra, mi lamento.

Las azules can�foras de la melancol�a
derramaron sus fr�giles cestillos,
y el sue�o se dol�a
con la luna de l�nguidos lebreles amarillos.

Se pusieron de p�rpura las liras;
las mujeres, en hilos de l�grimas suspensas,
cortaron las espiras
blandamente aromadas de sus trenzas.

Y al romper mis quietudes vesperales
lo gris de estas congojas,
las o� resbalar como a las hojas
en los rubios jardines oto�ales.

Apaguemos las l�mparas, hermanos.
De los dulces la�des
no muevan el cordaje nuestras manos.
Se nos murieron las siete virtudes,
al asomar
los finos labios del amanecer.
�Ponga Dios una lenta l�grima de mujer
en los ojos del mar!

PAUSAS II

NO CANTA el grillo. Ritma
la m�sica
de una estrella.

Mide
las pausas luminosas
con su reloj de arena.

Traza
sus �rbitas de oro
en la desolaci�n et�rea.

La buena gente piensa
—sin embargo—
que canta una cajita
de m�sica en la hierba.

ACUARIO

                      A Xavier Villaurrutia

LOS PECES de colores juegan
donde cantaba Jenny Lind.
Jenny era casi una ni�a
por 1840,
pero ten�a
un glu-glu de agua embelesada
en la piscina et�rea de su canto.

New York era peque�o entonces.
Las casitas de cuatro pisos
deb�an de secar la ropa
reci�n lavada
sobre los tendederos azules de la madrugada.

Iremos a Battery Place
—aqu�, tan cerca—
a recibir saludos de pa�uelo
que nos dirigen los barcos de vela.

Y las sonrisas luminosas
de las cinco de la tarde,
oh, si dar�an
un brillo de luci�rnaga a las calles.

Luego, cuando el iris del faro
ponga a tiro de piedra el horizonte,
tendremos pesca
de luces blancas, amarillas, rojas,
para olvidarnos de Broadway.

Porque Jenny Lind era
como el agua re�da de burbujas
donde los peces de colores juegan.

ROMANCE

LA NI�A de mi lugar
tiene de oro las cejas,
y en la mirada, desnudas
las luces de las luci�rnagas.

�Has visto pasar los barcos
desde la orilla?

Recuerdan
sus faros malabaristas,
verdes, azules y sepia,
que tu mirada trasciende
la oscuridad de la niebla
—y, m�s a�n, la ilumina
a punto de transparencia.

�Has visto flechar las garzas
a las nubes?

Me recuerdan
si diste al aire los brazos
cuando salimos de tierra,
y el biombo lila del aire
con tus adioses se llena.

Y si cantas —�canta, s�!—
tu voz anula mi ausencia;
m�stiles, jarcias y viento
se confunden con tan lenta
sencilla sonoridad,
con tan pausada manera
que no ser�a m�s claro
el ta�ido de una estrella.

Robins�n y Simbad, na�fragos
incorregibles, �mi queja
a qui�n la podr� confiar
si no a vosotros, apenas?
Que yo naufragara un d�a.
�Las luces de las luci�rnagas
iban a licuarse todas
en un hilo de agua tierna!

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