He tenido el gusto de recibir las dos cartas de usted de 17 y 18 del corriente. En ambas se sirve aconsejarme que dirija inmediatamente proposiciones de paz a don Miguel Miram�n bajo las bases siguientes:
2� Gobierno provisorio nombrado por el cuerpo diplom�tico y por una junta de cada partido, que declare en vigor la libertad religiosa.
3� Una asamblea elegida de una manera democr�tica con el objeto de que nombre inmediatamente un presidente ad-interin y que decida dentro de tres meses sobre la cuesti�n de Constituci�n, adoptando la de 1857 o cualquiera otra.
4� El destierro de don Miguel Miram�n por tres a�os. En el supuesto de que por mis compromisos no adopte esta medida, me propone usted que me retire temporalmente del mando para evitar los peligros que me amenazan.
Conozco, respeto y agradezco los nobles deseos que tiene usted de que se restablezca la paz en la Rep�blica mexicana. Tanto o m�s que usted la deseo yo tambi�n y deseo que ella se establezca sobre una base s�lida, como lo es la ley fundamental existente, dada por los leg�timos representantes de la naci�n y sostenida contra los poderosos elementos del clero y del ej�rcito viciado del pa�s; pero perm�tame que le diga, con toda franqueza, que el proyecto que usted propone no es el m�s a prop�sito ni oportuno en las presentes circunstancias, y para convencerse de ello bastar� considerar el origen y tendencias del partido constitucional y de la fracci�n que actualmente se atrinchera en las ciudades de Guanajuato, Guadalajara, Puebla y M�xico.
Los que sostenemos el orden legal no hemos ascendido al poder por los medios reprobables de la intriga ni de los motines militares. Fuimos llamados por el voto libre y espont�neo de la mayor�a de la naci�n. Es nuestro objeto cumplir y hacer cumplir la ley y hacer efectivas las garant�as que tiene el hombre para pensar, hablar, escribir, adorar a Dios seg�n su conciencia y ejercer sus dem�s facultades, sin otro l�mite ni valladar que el derecho de otro hombre. Deseamos que la ilustraci�n, las ciencias, las artes y el amor al trabajo que otros pa�ses poseen en alto grado, se aclimaten en nuestro pa�s y por eso abrimos nuestras puertas y damos hospitalidad al extranjero sin preguntarle qui�n es, de d�nde viene, qu� religi�n profesa ni cu�l es su origen.
Usted, que ha sido testigo de los sucesos de M�xico en los �ltimos tres a�os, convendr� conmigo en que la facci�n que hoy domina en esa capital debe su elevaci�n al mot�n militar de Tacubaya, a la rebeli�n contra la ley que jur� acatar y sostener. Desde el momento de su traici�n, ya no reconoci� m�s ley que su voluntad caprichosa y por eso no ha podido imponerla a la naci�n, a pesar de sus desesperados esfuerzos; por eso en el corto periodo de dos a�os y medio ha arrojado del poder, de una manera vergonzosa, a dos de sus llamados gobernantes y seguir� arrojando a los dem�s, porque una vez que la voluntad voluble del hombre se sustituye a la ley, ya no hay m�s que anarqu�a o despotismo o las dos cosas juntas; por eso, en fin, ha ido perdiendo d�a a d�a y palmo a palmo el terreno que hab�a conquistado con la fuerza de las armas; ni siquiera ha tenido la habilidad de algunos d�spotas ben�ficos, halagando los intereses de la comunidad. Los grandes medios de consolidar su poder se reducen a defender la fuerza y la riqueza del clero, sostener la intolerancia civil y religiosa, parodiando la pol�tica tenebrosa y sanguinaria de Felipe II y conservar los abusos y el sistema vejatorio de la �poca de los virreyes de Nueva Espa�a.
Ya ver� usted cu�n clara es la diferencia que hay entre el gobierno constitucional y los rebeldes de Tacubaya. Suplico a usted pese en su consideraci�n estas razones y se persuada de la imposibilidad en que estoy de aceptar las proposiciones que se sirve usted fijar en su estimable carta.
Si la guerra tuviera un objeto personal, es decir, si la cuesti�n fuera porque yo siguiera o no en el poder, el medio decente y decoroso para m� ser�a retirarme del puesto que ocupo; pero no es as�. La lucha que sostiene la naci�n no es por mi persona sino por su ley fundamental, establecida por sus leg�timos representantes. Yo he sido llamado para sostener la Constituci�n que jur� cumplir y hacer cumplir y, como hombre de honor y de conciencia, no debo burlar la voluntad de los pueblos traicionando mis juramentos. Si yo abandonara el puesto, destruyendo la legalidad que sostiene no s�lo la ciudad de Veracruz sino la mayor�a de la Rep�blica, descender�a voluntariamente al nivel de los rebeldes, entregar�a a mi pa�s a la m�s espantosa anarqu�a y ser�a tan criminal como don Miguel Miram�n, y esto, en momentos en que el partido constitucional se encuentra robustecido por sus recientes victorias y en que est� pr�ximo a coronar sus esfuerzos y sacrificios con un triunfo definitivo que restablezca la paz. No son, pues, los intereses personales los que me detienen en el poder que nada tiene hoy de halag�e�o. Ni siquiera la Constituci�n que defendemos asegura mi continuaci�n en el mando despu�s del triunfo, porque en el momento en que se restablezca la paz la naci�n elegir� a la persona que me releve inmediatamente. Sigo, pues, en este puesto, por deber y con el noble objeto de cooperar a la conquista de la paz de mi patria y tengo la profunda convicci�n de que esa paz ser� estable y duradera cuando la voluntad general, expresada en la ley, sea la que reforme la Constituci�n y ponga y quite a sus gobernantes y no una minor�a audaz como la que se revel� en Tacubaya en 1857.
Estoy de acuerdo con usted en que se conceda una amnist�a general, en que se castigue a los culpables de grandes cr�menes y en que se haga una insinuaci�n a los rebeldes, concedi�ndoles garant�as; pero es preciso esperar la oportunidad para que esas medidas sean eficaces. Ya aprovechar� esa oportunidad para obsequiar los buenos deseos que animan a usted y por lo que le repito las gracias m�s expresivas y ofreci�ndome de nuevo su muy atento y obediente servidor.