MAYO

1.— Salimos del campamento, de Vuelta Corba. All� fue donde Policarpo Pineda, el Rust�n, el Polilla, hizo abrir en pedazos a Francisco P�rez, el de las escuadras. Polilla un d�a fusil� a Jes�s: llevaba al pecho un gran crucifijo, una bala le meti� todo un brazo de la cruz en la carne: y a la cruz, luego, le descarg� los cuatro tiros. De eso �bamos hablando por la ma�ana, cuando sali� el camino, ya en la regi�n florida de los cafetales, con pl�tanos y cacao, a una m�gica hoya, que llaman la Fontina, y en lo hondo del vasto verdor ense�a apenas el techo de guano, y al lado, con su flor morada, el �rbol de caracolillo. A poco m�s, el Kentucky, el cafetal de Pezuela, con secaderos grandes de mamposter�a frente a la casa, y la casa, alegre y espaciosa, de blanco y balcones; y el gran bajo con las m�quinas, y a la puerta Nazario Soncourt: mulato fino, con el ron y el jarro de agua en taburete, y vasos. Salen a vernos los Thoreau, de su vistoso cafetal, con las casitas de mamposter�a y teja: el menor, colorado, de [apuro] y los ojos ansiosos y turbios, tartamudea:—�Pero podemos trabajar aqu�, verdad? podemos seguir trabajando". Y eso no m�s dice, como un loco.—Llegamos al monte. Estanislao Cruzat, buen montuno, caballerizo de G�mez, taja dos �rboles por cerca del pie, clava al frente de cada uno dos horquetas, y otras de apoyo al tronco, y cruces, y varas a lo largo, y ya est� el banco. Del descanso corto, a la vereda espesa, en la f�rtil tierra de Ti-arriba. El sol brilla sobre la lluvia fresca; las naranjas cuelgan de sus �rboles ligeros: yerba alta cubre el suelo h�medo: delgados troncos blancos cortan, salteados, de la ra�z al cielo azul, la selva verde: se trenza a los arbustos delicados el bejuco: a espiral de aros iguales, como de mano de hombre, caen de tierra de lo alto meci�ndose al aire, los cupeyes: de un curujey, prendido a un jobo, bebo el agua clara: chirrían, en pleno sol los grillos.—A dormir, a la casa del "espa�ol malo": huy� a Cuba: la casa, techo de zinc y suelo puerco: la gente se echa sobre los racimos de pl�tanos montados en vergas por el techo, sobre dos cerdos, sobre palomas y patos, sobre un rinc�n de yucas. Es la Demajagua.

2.—Adelante, hacia Jarag�eta, 8[Nota 8] En los ingenios. Por la ca�a vasta y abandonada de Sabanilla: va Rafel Portuondo a la casa, a traer las 5 reses: vienen en mancuerna: �pobre gente, a la lluvia! Llegamos a Leonor, y ya, desechando la tard�a comida, con queso y pan, nos hab�amos ido a la hamaca, cuando llega, con caballer�a de Zef�, 9[Nota 9] el corresponsal del Herald George Eugene Bryson. Con �l trabajo hasta la 3 de la ma�ana.

3.—A las 5, con el coronel Perié, 10[Nota 10] que vino (anoche) 11[Nota 11] a su cafetal de Jarag�eta, en una altura, y un sal�n, como escenario, y al pie, en vasto cuadro, el molino ocioso, del cacao y caf�. De lo alto, a un lado y otro, cae, bajando, el vasto paisaje, y dos aguas cercanas, de lechos de piedras en lo hondo, y palmas sueltas y fondo de monte, muy lejano. Trabajo el d�a entero, en el manifiesto al Herald, y m�s para Bryson. A la 1, al buscar mi hamaca, veo a muchos por el suelo, y creo que se han olvidado de colgarla. Del sombrero hago almohada: me tiendo en un banco: el fr�o me echa a la cocina encendida: me dan la hamaca vac�a: un soldado me echa encima un mant�n viejo: a las 4, diana.

4.—Se va Bryson. Poco despu�s, el consejo de guerra de Masab�. Viol� y rob�. Rafael preside, y Mariano acusa. Masab�, sombr�o, niega: rostro brutal. Su defensor invoca nuestra llegada, y pide merced. A muerte. [Cuando le�an la setencia, al fondo, del gent�o, un hombre pela ca�a] G�mez arenga: "Este hombre no es nuestro compa�ero: es un vil gusano". Masab�, que no se ha sentado, alza con odio los ojos hacia �l. Las fuerzas, en gran silencio, oyen y aplauden: "�Que viva!" Y mientras ordenan la marcha, en pie queda Masab�; sin que se le caigan los ojos, ni en la caja del cuerpo se vea miedo: los pantalones anchos y ligeros, le vuelan sin cesar, como a un viento r�pido. Al fin van, la caballer�a, el reo, la fuerza entera, a un bajo cercano; al sol. Grave momento, el de la fuerza callada, api�ada. Suenan los tiros, y otro m�s, y otro de remate. Masab� ha muerto valiente."�C�mo me pongo, coronel?�De frente o de espalda?" "De frente". En la pelea era bravo.

5.—Maceo nos hab�a citado para Bocucy, adonde no podremos llegar a las 12, a la hora a que nos cita. Fue anoche el propio, a que espere en su campamento. Vamos, con la fuerza toda. De pronto, unos jinetes Maceo, en un caballo dorado, en traje de holanda gris: ya tiene plata la silla, airosa y con estrellas. Sali� a buscarnos, porque tiene a su gente de marcha: al ingenio cercano, a Mejorana, va Maspon a que adelanten almuerzo para cien. El ingenio nos ve como de fiesta: a criados y trabajadores se le ve el gozo y la admiraci�n: el amo, anciano colorado y de patillas, de jipijapa y pie peque�o, trae vermouth, tabacos, ron, malvas�a. "Maten tres, cinco, diez, cartoce gallinas." De seno abierto y chancleta viene una mujer a ofrecernos aguardiente verde, de yerbas: otra trae ron puro. Va y viene el gent�o. De ayudante de Maceo lleva y trae, �gil y verboso. Castro Palomino, Maceo y G�mez hablan bajo, cerca de m�: me llaman a poco, all� en el portal: que Maceo tiene otro pensamiento de gobierno: una junta de los generales con mando, por sus representantes,—y una secretar�a general:— la patria, pues, y todos los oficios de ella, que crea y anima al ej�rcito, como secretar�a del ej�rcito. Nos vamos a un cuarto a hablar. No puedo desenredarle a Maceo la conversaci�n: "�Pero V. se queda conmigo o se va con G�mez?" Y me habla, cort�ndome las palabras, como si fuese yo la continuaci�n del gobierno leguleyo y su representante. Lo veo herido—"lo quiero—me dice—menos de lo que lo quer�a"—por su reducci�n a Flor en el encargo de la expedici�n, y gasto de sus dineros. Insisto en deponerme ante los representantes que se re�nan a elegir gobierno. No quiere que cada jefe de operaciones mande el suyo, nacido de su fuerza: �l mandar� los cuatro de Oriente: "Dentro de 15 d�as estar�n con Vds.—y ser�n gentes que no me las pueda enredar all� el doctor Mart�".—En la mesa , opulenta y premiosa, de gallina y lech�n, vu�lvese al asunto: me hiere, y me repugna: comprendo que he de sacudir el cargo, con que se me intenta marcar, de defensor ciudadanesco de las trabas hostiles al movimiento militar. Mantengo, rudo: el Ejército, libre,—y el pa�s, como pa�s y con toda su dignidad representado. Muestro mi descontent� de semejante indiscreta y forzada conversaci�n, a mesa abierta, en la prisa de Maceo por partir. Que va a caer la noche sobre Cuba, y ha de andar seis horas. All�, cerca, est�n sus fuerzas: pero no nos lleva a verlas: las fuerzas reunidas de Oriente—Rab�, de Jiguan�, [Busto] 12[Nota 12] de Cuba, las de Jos�, que trajimos. A caballo, adios r�pido. "Por ahi se van Vds.",—y seguimos, con la escolta moh�na; ya entrada la tarde, sin los asistentes, que quedaron con Jos�, sin rumbo cierto, a un galp�n del camino, donde no desensillamos. Van por los asistentes: seguimos, a otro rancho fangoso, fuera de los campamentos, abierto a ataque. Por carne manda G�mez al [campo] 13[Nota 13] de Jos�: la traen los asistentes. Y as� como echados, y con ideas tristes, dormimos.— 14[Nota 14]

7.—De jagua salimos, y de sus mambises viejos y leales, por el Mijial. En el Mijial los caballos comen la pi�a forastera, de ella, y de cedros hacen tapas para galones. A C�sar le dan agua de hojas de guan�bana, que es pectoral bueno, y cocimiento grato. En el camino nos sali� Prudencio Bravo, el guardi�n de los heridos, a decirnos adi�s.Vimos a la hija de Nicol�s Cede�o, que habla contenta, y se va con sus 5 hijos a su monte de Holgu�n. Por el camino de Barajagua: "aqu� se pele� mucho", "todo esto lleg� a ser nuestro"— vamos hablando de la guerra vieja. All�, del monte tupido de los lados, o de los altos y codos 15[Nota 15] enlomados del camino, se picaba a las columnas, que al fin, cesaron: por el camino se va a Palma y a Holgu�n. Zef� dice que por ah� trajo �l a Mart�nez Campos, cuando vino a su primer conferencia con Maceo: "El hombre sali� colorado como un tomate, y tan furioso que tir� el sombrero al suelo, y me fue a esperar a media legua". Andamos cerca de Baraguá. Del camino salimos a la sabana de Pinalito, que cae, corta, al arroyo de las Piedras, y tras �l, a la loma de La Risue�a, de suelo rojo y pedregal, combada como un huevo, y al fondo graciosas cabezas de monte, de extra�os contornos: un bosquecillo, una altura que es como una silla de montar, una escalera de lomas. Damos de lleno en la sabana de Vio, concha verde, con el monte en torno, y palmeras en �l, y en lo abierto un cayo u otro, como florones, o un espino solo, que da buena le�a: las sendas negras van por la yerba verde, matizada de flor morada y blanca. A la derecha, por lo alto de la sierra espesa, la cresta de pinos. Lluvia recia. Adelante va la vanguardia, uno con la yagua a la cabeza, otro con una ca�a por el arz�n o la yagua en descanso, o la escopeta. El alambre del tel�grafo se revuelca en la tierra. Pedro pasa, con el portabandera desnudo,—una vara de [ ]: A Zef�, con la cuchara de plomo en la cruz de la bandolera, le cose la escarapela el ala de atr�s. A Chac�n, descalzo, le relumbra, de la cintura a la rodilla, el pav�n del rifle. A Zambrano, 16[Nota 16] que se hala, le cuelga por la cadera el cacharro de hervir. Otro, por sobre el saco, lleva una levita negra. Miro atr�s, por donde vienen,de cola de la marcha, los mulos y los bueyes, y las tercerolas de retaguardia, y sobre el cielo gris veo, a paso pesado, tres [ ] y uno, como poncho, lleva por la cabeza una yagua. Por la sabana que sigue, por Hato del Medio, famosa en la guerra, seguimos, con la yerba ahogada del aluvi�n, al campamento, all� detr�s de aquellas pocas reses. "Aqu�, me dijo G�mez, naci� el c�lera, cuando yo vine con doscientas armas y 4 000 libertos, para que no se los llevasen los espa�oles, y estaba esto cerrado de reses, y mataron tantas, que del hedor se empez� a morir la gente, y fui regando la marcha con cad�veres: dej� en el camino a Tacaj�". Y entonces me cuenta lo de Tacaj�, el acuerdo entre C�spedes y Donato M�rmol. C�spedes, despu�s de la toma de Bayamo, desapareci�. Eduardo M�rmol, culto y funesto, aconsejo a Donato la dictadura. F�lix Figueredo pidi� a G�mez que apoyase a Donato, y entrase en lo de la dictadura, a lo que G�mez le dijo que ya lo hab�a pensado hacer, y lo har�a, no por el consejo de �l, sino para estar dentro, y adentro impedirlo mejor: "S�, dec�a F�lix, porque a la revoluci�n le ha nacido una v�bora". "Y lo mismo era �l", me dijo G�mez. De Tacaj� 17[Nota 17] envi� C�spedes a citar a Donato a conferencia, cuando ya G�mez estaba con �l, y quiso G�mez ir primero, y enviar luego recado. Al llegar donde C�spedes, como G�mez se ven�a con la guardia que hall� como a un cuarto de legua, crey� notar confusi�n y zozobra en el campamento, hasta que Marcano sali� a G�mez que le dijo: "Ven ac�, dame un abrazo".—Y cuando los M�rmoles llegaron, a la mesa de cincuenta cubiertos, y se habl� all� de la diferencia, desde las primeras consultas se vio que, como G�mez, los dem�s opinaban por acatamiento a la autoridad de C�spedes. "Eduardo se puso negro." Nunca olvidar� el discurso de Eduardo Arteaga: "El sol, dijo, con todo su esplendor, suele ver oscurecida su luz, por repentino eclipse; pero luego brilla con nuevo fulgor, m�s luciente por su pasajero oscurecimiento: as� ha sucedido al sol C�spedes". Habl� Jos� Joaqu�n Palma: "�Eduardo? Dorm�a la siesta un d�a, y los negros hac�an bulla en el batey. Mand� callar, y a�n hablaban. ´�Ah, no quieren entender?´ Tom� el rev�lver,—�l era muy buen tirador: y hombre al suelo, de 18[Nota 18] una bala en el pecho, Sigui� durmiendo".—Ya llegamos, a son de corneta, a los ranchos, y la tropa formada bajo la lluvia, de Quint�n Bandera. Nos abraza, muy negro, de bigote y barbija, en botas, capa y jipijapa, Narciso Moncada, el hermano de Guillermo: "�Ah , s�lo que falta un numero!" Quint�n, sesent�n, con la cabeza metida en los hombros, troncudo el cuerpo, la mirada baja y la palabra poca, nos recibe a la puerta del rancho: arde de la calentura: se envuelve en su hamaca: el ojo, peque�o y amarillo, parece como que le viene de hondo, y hay que asomarse a �l: a la cabeza de su hamaca hay un tamboril. Deodato Carvajal es su teniente, de cuerpo fino, y mente de ascenso, capaz y ordenada: la palabra, por afinarse, se revuelve, pero hay en �l m�todo, y mando, y br�o para su derecho y el ajeno: me dice que por �l recib�a mis cartas Moncada. Narciso Moncada, verboso y fornido, es de bondad y pompa: "En verbo de licor, no gasto nada"; su hermano est� enterrado—"m�s abajo de la altura de un hombre, con planos de ingeniero—, donde s�lo lo sabemos unos pocos, y si yo me muero, otro sabe, y si �se se muere, otro, y la sepultura siempre se salvar�"."�Y a nuestra madre, que nos la ha tratado como si fuera la madre de la patria?" Dominga Moncada ha estado en el Morro tres veces: y todo porque aquel general que se muri� la llam� para decirle que ten�a que ir a proponerle a sus hijos, y ella le dijo: Mire, general, si yo veo venir a mis hijos por una vereda, y lo veo venir a V. por el otro lado, les grito: "Huyan, mis hijos, que �ste es el general espa�ol".—A caballo entramos al rancho, por el mucho fango de afuera, para podernos desmontar, y del lodo y el aire viene hedor, de la mucha res que han muerto cerca: el rancho, gacho, est� tupido de hamacas. A un rinc�n, en un cocinazo, hierven calderos. Nos trae caf�, ajengibre, cocimiento de hojas de guan�bana. Moncada, yendo y viniendo, alude al abandono en que dej� Quint�n a Guillermo.—Quint�n me habla as�: "Y luego tuvo el negocio que se present� con Moncada, o lo tuvo �l conmigo, cuando me quiso mandar con Mas�, y ped� mi baja". Carvajal hab�a hablado de "las decepciones" sufridas por Bandera. Ricardo Sartorius, desde su hamaca, me habla de Purnio, cuando les lleg� el telegrama falso de Cienfuegos para alzarse: me habla de la alevos�a con su hermano Manuel, a quien Mir� hurt� sus fuerzas, y "forz� a presentarse": "le iba esto",—la garganta.—Vino Calunga, 19[Nota 19] de Mas�, con cartas para Maceo: no acudir� a la cita de Maceo muy pronto, porque est� amparando una expedici�n del sur, que acaba de llegar. Se pelea mucho en Bayamo. Est� en armas Camag�ey. Se alz� el Marqu�s, y el hijo de Agramonte.—Hiede.

8.—A trabajar, a una altura vecina, donde levantan el nuevo campamento: ranchos de troncos, atados con bejuco, techados con palma.—Nos limpian un �rbol, y escribimos al pie.—Cartas a Mir�:—de G�mez, como a coronel, seguro de que ayudar� "al brigadier �ngel Guerra, nombrado Jefe de Operaciones,"—m�a, con el fin de que, sin desnudarle el pensamiento, vea la conveniencia y justicia de aceptar y ayudar a Guerra.—Mir� hace de �rbitro de la comarca, como coronel. Guerra sirvi� los 10 a�os, y no le obedecer�a.—Cartas a prominentes de Holgu�n, y circulares: a Guadalupe P�rez, acaudalado;—a Rafael Manduley, procurador,— a Francisco Frexes, abogado.—En la mesa, sin rumbo, funge el consejo de guerra de Isidro Tejera, y Onofre y Jos� de la O. Rodr�guez: los pac�ficos dieron parte del terror en que pusieron al vecindario: el capit�n Juan Pe�a y Jim�nez,—Juan el Cojo, que sirvi� "en las tres guerras", de una pierna s�lo tiene el mu�on, y monta a caballo de un salto,— oy� el susto a los vecinos, y vio las casas abandonadas, y depone 20[Nota 20] que los tres le negaron las armas, y profirieron amenazas de muerte. El consejo, enderezado de la confusi�n, los sentencia a muerte. Vamos al rancho nuevo, de alas bajas, sin paredes.—Jos� Guti�rrez, el corneta afable que se lleva Paquito, toca a formaci�n. Al silencio de las filas traen los reos: y lee Ram�n Garriga la sentencia, y el perd�n. Habla G�mez de la necesidad de la honra en las banderas: "Ese criminal ha manchado nuestra bandera". Isidro que ven�a llorando, pide licencia de hablar, habla gimiendo, y sin idea: que muere sin culpa, que no lo dejar�n morir, que es imposible que tantos hermanos no le pidan el perd�n. Tocan marcha. Nadie habla. �l gime, se retuerce en la cuerda, no quiere andar. Tocan marcha otra vez, y las filas siguen, de dos en fondo. Con el reo que implora, Chac�n y cuatro rifles, empuj�ndolos. Detr�s, solo, sin sus polainas, saco azul y sombrero peque�o, G�mez.—Otros atr�s, pocos, Moncada,—que no va al reo, ya en el lugar de muerte, llamando desolado, sac�ndose el reloj, que Chac�n le arrebata, y tira en la yerba. [ ],manda G�mez, con el rostro demudado, y empu�a su rev�lver, a pocos pasos del reo. Lo arrodillan, al hombre espantado, que a�n, en aquella rapidez, tiene tiempo, sombrero en mano, para volver la cara dos o tres veces. A dos varas de �l, los rifles bajos. "¡Apunten!" dice G�mez: �Fuego! Y cae sobre la yerba, muerto.—De los dos perdonados,—cuyo perd�n aconsej� y obtuve,— uno, ligeramente cambiado el color pardo, no muestra espanto, sino sudor fr�o: otro, en sus cuerdas por los codos, est� como si a�n se hiciese atr�s, como si huyese el cuerpo, ido de un lado lo mismo que el rostro, que se le chup� y desencaj�.—�l, cuando les leyeron la sentencia, en el viento y las nubes de la tarde, sentados los tres por tierra, con el pie en el cepo de varas, se apretaba con la mano las sienes. El otro, Onofre, o�a como sin entender, y volv�a la cabeza a los ruidos. "El Brujito", el muerto, mientras esperaba el fallo, escarbaba, doblando, la tierra,—o alzaba de repente el rostro negro, de ojos peque�os, y nariz hundida de puente ancho.—El cepo fue hecho al vuelo: una vara recia en tierra, otra m�s fina al lado, atada por arriba, y clavada abajo de modo que deje paso estrecho al pie preso.—"El Brujito", dec�an luego, era bandido de antes: "Puede Vd. jurar, dec�a Moncada, que deja su entierro de catorce mil pesos".—Sentado en un ba�l, en el rancho, alrededor de la vela de cera, Moncada cuenta la �ltima marcha de Guillermo moribundo; cuando iba a la cita con Mas�. A la prisi�n entr� Guillermo sano, y sali� de ella delgado, ca�do, echando sangre, en cuajos a cada tos. Un d�a, en la marcha, se sent� en el camino, con la mano a la frente: "Me duele el cerebro": y ech� a chorros la sangre, en cuajos rojos—"estos son de la pulmon�a"—dec�a luego Guillermo revolviéndolos— "y �stos, los negros, son de la espalda". Zef� cuenta, y G�mez, de la fortaleza de Moncada. "Un d�a, dice, lo hirieron en la rodilla, y se le mont� un hueso sobre el otro, así", y se puso al pecho un brazo sobre otro: "No se pod�a poner los huesos en lugar, y entonces, por debajo de los brazos los colgamos, en aquel rancho m�s alto que �ste, y yo me abrac� a su pierna, y con todas mis fuerzas me dej� descolgar, y el hueso volvi� a su puesto, y el hombre no dijo palabra". Zef� es altazo, de m�sculo seco: "y me quedo de bandido en el monte si quieren otra vez acabar esto con infamias". "Una cosa tan bien planificada como �sta, dice Moncada, y andar con ella trafagando".—Se queja �l con amargura del abandono y enga�o en que ten�a a Guillermo, Urbano S�nchez,—Guillermo, ansioso siempre de la compa��a blanca: "Le digo que en Cuba hay una divisi�n horrorosa". Y se le ve el recuerdo rencoroso en la censura violenta a Mariano S�nchez, cuando en el Ram�n de la Yaguas abog� porque se cumpliese al teniente rendido, la palabra de respetarle las armas, y Mariano que se ve�a con escopeta y a otros m�s, quer�a echarse sobre los 60 rifles—"�Y Vd. qui�n es, dice N. que le dijo Mariano, para dar voto en esto?"—Y G. expresa la idea de que Mariano "no tiene cara de cubano, por m�s que V. me diga,—y disp�nseme":—Y de que el padre que anda afuera, y mand� al hijo adentro, para estar a la vez en los dos campos.—Mucho vamos hablando de la necesidad de picar al enemigo aturdido, y sacarlo sin descanso a la pelea,—de cuajar con la pelea el ej�rcito revolucionario desocupado,—de mudar campos como �ste, de 400 hombres, que cada d�a aumentan, y comen en paz y guardan 300 caballos, en fuerza m�s ordenada y activa, que "yo, con mis escopetas y mis dos armas de precisi�n, s� como armarme", dice Bandera: Bandera, que pas� all� abajo el d�a, en su hamaca solitaria, en el rancho f�tido.

9.—Adi�s a Banderas,—a Moncada,—al fino Carvajal, que quisiera irse con nosotros, a los ranchos donde asoma la gente saludando con los yareyes: "¡Dios los lleve con bien, mis hermanos!".—Pasamos, sin que uno solo vuelva a ella los ojos, junto a la sepultura. Y a poco andar, por el hato lodoso, se sale a la sabana, y a unos mangos al fondo: es Barag�a: son los mangos, aquellos dos troncos con una sola copa, donde Mart�nez Campos conferenci� con Maceo. Va de pr�tico un mayaricero que estuvo all� entonces: "Mart�nez Campos lo fue a abrazar, y Maceo le puso el brazo por delante, as�: ah� fue que tir� el sombrero al suelo. Y cuando le dijo que ya Garc�a hab�a entrado, viera el hombre cuando Antonio le dijo: '�Quiere Vd. que le presente a Garc�a?'." "Garc�a estaba all� , en ese monte: todo ese monte era de cubanos no m�s. Y de ese lado hab�a otra fuerza, por si ven�an con traici�n." De los llanos de la protesta salimos al borde alto, del rancho abandonado, de donde se ve el brazo del r�o, a�n seco ahora, con todo el cauce de yerbal, y los troncos ca�dos cubiertos de bejuco, con flores azules y amarillas, y luego de un recodo, la s�bita bajada:—"�Ah, Cauto!—dice G�mez—�cu�nto tiempo hac�a que no te ve�a!" Las barrancas feraces y elevadas penden, desgarradas a trechos, hacia el cauce, estrecho a�n, por donde corren, turbias y revueltas, las primeras lluvias. De suave reverencia se hincha el pecho, y cari�o poderoso, ante el vasto paisaje del r�o amado. Lo cruzamos, por cerca de una ceiba, y, luego del saludo a una familia mamb�, muy gozosa de vernos, entramos al bosque claro, de sol dulce, de arbolado ligero, de hoja acuosa. Como por sobre alfombra van los caballos, de lo mucho de c�sped. Arriba el curujeyal da al cielo azul, o la palma nueva, o el dagame, que da la flor m�s fina, amada de la abeja, o la gu�sima, o la jat�a. Todo es fest�n y hojeo, y por entre los claros, a la derecha, se ve el verde del limpio, a la otra margen, abrigado y espeso. Veo all� el ateje, de copa alta y menuda, de par�sitas y curujeyes; el cajueir�n, 21[Nota 21] "el palo m�s fuerte de Cuba", el grueso júcaro, el alm�cigo, de piel de seda, la jagua de hoja ancha, la pre�ada g�ira, el jig�e duro, de negro coraz�n para bastones y c�scara de curtir, el jubab�n, de fronda leve, cuyas hojas, capa a capa, "vuelven raso el tabaco", la caoba, de corteza brusca, la quiebrahacha de tronco estriado, y abierto en ramos recios, cerca de las ra�ces (el caimitillo y el cupey y la picapica), y la yamagua, que estanca la sangre:—A Cosme Pereira nos hallamos en el camino, y con �l a un hijo de Eusebio Venero, que se vuelve a anunciarnos a Altagracia. A�n est� en Altagracia, Manuel Venero, tronco de patriotas, cuya hermosa hija Panchita muri� de no querer ceder, al machete del asturiano Federic�n. Con los Venero era muy �ntimo G�mez, que de Manuel osado hizo un temido jefe de guerrilla, y por Panchita sent�a viva amistad, que la opini�n llamaba amores. El asturiano se llev� la casa un d�a, y en la marcha iba dejando a Panchita atr�s, y solicit�ndola, y resistiendo ella.—"¿Tu no quieres porque eres querida de G�mez?" Se irgui� ella, y �l la acab�, con su propia mano.—Su casa hoy nos recibe con alegr�a, en la lluvia oscura, y con buen caf�.—Con sus holguineros se alberga all� Mir�, que vino a alcanzarnos al camino: de aviso envi� a Pancho D�az, mozo que por una muerte que hizo se fue a asilar a Montecristi, y es pr�ctico de ríos, que los cruza en la cresta, y enlazador, y hoceador de puercos, que mata a machetazos. Mir� llega cort�s en su buen caballo: le veo el cari�o cuando me saluda: �l tiene fuerte habla catalana; tipo fino; barba en punta y calva; ojos vivaces. Dio a Guerra su gente, y con su escolta de mocetones subi� a encontrarnos.—"Venga, Rafael".—Y se acerca, en su saco de nipe amarillo, chaleco blanco, y jipijapa de ala corta a la oreja, Rafael Manduley, el procurador de Holgu�n, que acaba de salir al campo. La gente, bien montada, es de muy buena cepa: Jaime Mu�oz, peinado al medio, que administra bien, Jos� Gonz�lez, Bartolo Rocaval, Pablo Garc�a, el pr�ctico sagaz, Rafael Ram�rez, Sargento primero de la guerra, enjuto, de bigotillo negro, Juan Oro, Augusto Feria, alto y bueno, del pueblo, cajista y de letra, Teodorico Torres, Nolasco Pe�a, Rafael Peña, Luis Jerez, Francisco D�az, Inocencio Sosa, Rafael Rodr�guez,—y Pultarco Artigas, amo de campo, rubio y tuerto, puro y servicial: dej� su casa grande, su bienestar, y "nueve hijos de los diez que tengo, porque el mayor me lo traje conmigo". Su hamaca es grande, con la almohadilla hecha de manos tiernas; su caballo es recio, y de lo mejor de la comarca; el se va lejos, a otra jurisdicci�n para que de cerca "no lo tenga amarrado su familia": y "mis hijitos se me hac�an una pi�a alrededor, y se dorm�an conmigo". A�n vienen Mir� y Manduley henchidos de su polit�ca local: a Manduley "no le hab�an dicho nada de la guerra", a �l que tiene fama de erguido, y de autoridad moral: trae espejeras: iba a ver a Mas�: "Y yo, que alimentaba a mis hijos cient�ficamente; qui�n sabe lo que com�ran ahora". Mir�, a gesto animado y verba bullente, alude a su campa�a de 7 a�os en La Doctrina de Holguin, y luego en El Liberal de Manzanillo, que le pagaban Calvar y Beattie, y donde les sac� las ra�ces a los "cuadrilongos", a los "astures", a "la malla integrista" Dej� hija y mujer, y ha paseado, sin mucha pelea, su caballer�a de gente buena por la comarca: Me habla de los esfuerzos de G�lvez, en La Habana, para rebajar la revoluci�n: del grande odio con que G�lvez habla de m�, y de Juan Gualberto: "A Vd., a Vd, es a quien ellos le temen": "a voz en cuello dec�an que no vendr�a Vd., y eso es lo que los va ahora a confundir".—Me sorprende, aqu� como en todas partes, el cari�o que se me muestra, y la unidad de alma, a que no se permitir� condensaci�n, y a la que se desconocer�, y de la que se prescindir�, con da�o, o por lo menos el da�o de demora, de la revoluci�n, en su primer a�o de �mpetu. El esp�ritu que sembr�, es el que ha cundido, y el de la Isla, y con �l, y gu�a conforme a �l, triunfar�amos brevemene, y con mejor victoria, y para paz mejor. Preveo que, por cierto tiempo al menos, se divorciar� a la fuerza a la revoluci�n de este esp�ritu,—se le privar� del encanto y gusto, y poder de vencer, de este consorcio natural,—se le robar� el beneficio de esta conjunci�n entre la actividad de estas fuerzas revolucionarias y el esp�ritu que las anima.—Un detalle: Presidente me han llamado, desde mi entrada al campo, las fuerzas todas, a pesar de mi p�blica repulsa, y a cada campo que llego, el respeto renace, y cierto suave entusiasmo de general cari�o, y muestras del goce de la gente en mi presencia y sencillez.—Y al acercarse hoy uno: Presidente, y sonre�r yo: "No me le digan a Martí Presidente: d�ganle General: �l viene aqu� como General: no me le digan Presidente".—"�Y qui�n contiene el impulso de la gente, General?"; le dice Mir�: "Eso les nace del coraz�n a todos".—"Bueno: pero �l no es presidente todav�a: es el Delegado."—Callaba yo, y not� el embarazo y desagrado en todos, y en algunos como el agravio.—Mir� vuelve a Holgu�n, de coronel: no se opondr� a Guerra: lo atacar�: hablamos de la necesidad de una persecusi�n activa, de sacar al enemigo de las ciudades, de picarlo por el campo, de cortarle todas las proveedur�as, de seguirle los convoyes. Manduley vuelve tambi�n, no muy a gusto, a influir en la comarca que le conoce, a pon�rsele a Guerra de buen consejero, a amalgamar las fuerzas de Holgu�n e impedir sus choques, a mantener el acuerdo de Guerra, Mir� y Feria.—Dormimos, api�ados, entre cortinas de lluvia. Los perros, ah�tos de la matazón, vomitan la res.—As� dormimos en Altagracia.—En el camino, el �nico caser�o fue Arroyo-Blanco: la tienda vac�a: el grupo de ranchos: el ranchero barrigudo, blanco, ego�sta, con el pico de la nariz ca�do entre las alas del poco bigote negro: la mujer, negra: la vieja ciega se asom� a la puerta, apoyada a un lado, y en b�culo amarillo el brazo tendido: limpia, con un pa�uelo a la cabeza:—"�Y los pati-peludos matan gente ahora?" Los cubanos no me hicieron nadita a m� nunca,—no, se�or.

10.—De Altagracia vamos a la Traves�a.—All� volv� a ver, de pronto, a la llegada, el Cauto, que ya ven�a crecido, con su curso ancho en lo hondo, y a los lados, en vasto declive, los barrancos. Y pens� de pronto, ante aquella hermosura, en las pasiones bajas y feroces del hombre. Al ir llegando, corri� Pablo una novilla, negra, de astas nacientes, y la echan contra un �rbol, donde, a vueltas, le van acortando la soga. Los caballos, erguidos, resoplan: les brillan los ojos. G�mez toma del cinto de un escolta el machete, y abre un tajo, rojo, en el muslo de la novilla.—"�Desjarreten esa novilla!" Uno, de un golpe la desjarreta, y se arrodilla el animal, mugiendo: Pancho, al o�r la orden de matar, le mete, mal, el machete por el pecho, una vez y otra: uno, m�s certero, le entra hasta el coraz�n; y vacila y cae la res, y de las bocas sale en chorro la sangre. Se la llevan arrastrando.—Viene Francisco P�rez, de buen continente, en�rgico y carirredondo, capit�n natural de sus pocos caballos buenos, hombre sano y seguro. Viene el capit�n Pacheco, de cuerpo peque�o, de palabra tenaz y envuelta, con el decoro y la aplitud abajo: tom� un arria, sus mismos cubanos le maltrataron la casa y le rompieron el bur�n, "yo no he venido a aspirar, sino a servir a la patria", pero habla sin cesar, y como a medias, de los que hacen, y de los que no hacen, y de que los que hacen menos suelen alcanzar m�s que el que hace "pero �l s�lo ha venido a servir a la patria". "Mis polainas son �stas",—las pantorrilas desnudas: el pantal�n, a la rodilla, los borcegu�es de vaqueta: el yarey, amarillo y p�rpura. Viene Bellito, el coronel Bellito de Jiguan�, que por enfermo hab�a quedado ac�. Lo adivino leal, de ojo claro de asalto, valiente en hacer y en decir. Gusta de hablar su lengua confusa, en que, en las palabras inventadas, se le ha de sorprender el pensamiento. "La revoluci�n muri� por aquella infamia de deponer a su caudillo. "Eso llen� de tristeza el coraz�n de la gente." "Desde entonces empez� la revoluci�n a volver atr�s." "Ellos fueron los que nos dieron el ejemplo",—ellos, "los de la C�mara",—cuando G�mez censura agrio las rebeliones de Garc�a, y su cohorte de consejeros: Belisario Peralta, el venezolano Barreto, Bravo y Senti�s, Fonseca, Limbano S�nchez, y luego Collado.—Bello habla d�ndose paseos, como quien esp�a al enemigo, o lo divisa, o cae sobre �l, o salta de �l. "Eso es lo que la gente quiere: el buen car�cter en el mando." "No, se�or, a nosotros no se nos debe hablar as�, porque no se lo aguanto a hombre nacido." "Yo he sufrido por mi patria cuanto haiga sufrido el mejor general." Se encara a G�mez, que lo increpa porque los oficiales dejan pasar a Jiguan� las reses que llevan pase en nombre de Rab�.—"Los que sean, y adem�s, �sa, la orden del jefe, y nosotros tenemos que obedecer a nuestro jefe." "Ya s� que eso est� mal, y no debe entrar res; pero el menor tiene que obedecer al mayor." Y cuando G�mez dice: "Pues lo tienen a V. bueno con lo de presidente. Mart� no ser� presidente mientras yo esté vivo":—y en seguida, "porque yo no s� qu� le pasa a los presidentes, que en cuanto llegan ya se echan a perder, excepto Ju�rez, y eso un poco, y Washington",—Bello, airado, se levanta y da dos o tres trancos, y el machete le baila a la cintura: "Eso ser� a la voluntad del pueblo": y murmura. "Porque nosotros,—me dijo otra vez, acodado a mi mesa con Pacheco,—hemos venido a la revoluci�n para ser hombres, y no para que nadie nos ofenda en la dignidad de hombre."—En lluvias, jarros de caf�, y pl�tica de Holgu�n y Jiguan�, llega la noche.—Por noticias de Mas� esperamos. �Habr� ido a la concertaci�n con Maceo? Mir�, a oscuras, roe en la p�a una paloma rabiche.—Ma�ana mudaremos de casa.

11.—A m�s all�, en la misma Traves�a, a casa menos fangosa. Se va Mir�, con su gente. Llegamos pronto.—A Rosal�o Pacheco, que sirvi� en toda la guerra, y fue deportado a Espa�a en la chiquita; y all� cas� con una andaluza, lo increpa reciamente G�mez.—Pacheco sufre, sentando en la camilla de varas al pie de mi hamaca.—Notas, conversaci�n continua sobre la necesidad de activar la guerra, y el asedio de las ciudades.

12.—De la Traves�a a La Jat�a, por los potreros, a�n ricos en reses, de La Traves�a, Guayacanes y La Vuelta. La yerba ya se espesa, con la lluvia continua. Gran pasto, y campo, para caballer�a. Hay que echar abajo las cercas de alambre, y abrir el ganado al monte, o el espa�ol se lo lleva, cuando ponga en La Vuelta el campamento, al cruce de todos estos caminos. Con barrancas como la del Cauto asoma el Contramaestre, m�s delgado y claro; y luego lo cruzamos y bebemos. Hablamos de hijos: Con los tres suyos est� Teodosio Rodríguez, de Holgu�n: Artigas trae el suyo: con los dos suyos de 21 y 18 a�os, viene Bellito. Una vaca pasa r�pida, mugiendo dolorosa y salta el cercado: despacio viene a ella, como viendo poco, el ternero perdido, y de pronto, como si la reconociera, se enarca y arrima a ella, con al cola al aire, y se pone a la ubre: a�n muge la madre.—La Jat�a es casa buena, de cedro, y corredor de zinc, ya abandonada de Agust�n Maysana, espa�ol rico: de cartas y papeles est�n los suelos llenos. Escribo al aire, al Camag�ey, todas las cartas que va a llevar Calunga, diciendo lo visto, anuciando el viaje, al Marqu�s, a Mola, a Montejo.—Escribo la circular prohibiendo el pase de reses, y la carta a Rab�. Mas� anda por la sabana con Maceo, y le escribimos: una semana hemos de quedarnos por aqu�, esper�ndolo.—Vienen tres veteranos de las Villas, uno con tres balazos en el ataque imprudente a Arimao, bajo Mariano Torres,—y el hermano, por salvarlo, con uno: van de compra y noticias a Jiguan�: Jiguan� tiene un fuerte, bueno, fuera de la poblaci�n, y en la plaza dos tambores de mamposter�a, y los otros dos sin acabar, porque los carpinteros que antend�an la madera desaparecieron:—y as� dicen: "Vean c�mo est�n estos paisanos, que ni pagados quieren estarse con nosotros".—Al acostarnos, desde las hamacas, luego de pl�tano y queso, acabado lo de escribir, hablamos de la casa de Rosal�o, donde estuvimos por la ma�ana, al caf� a que nos esperaba �l, de brazos en la cerca. El hombre es fornido, y viril, de trabajo rudo, y bello mozo, con el rostro blanco ya rugoso, y barba negra corrida.—"Aqu� tiene a mi se�ora", dice el marido fiel, y con orgullo: y all� est� en su t�nico morado, el pie sin medias en la pantufla de flores, la linda andaluza, subida a un poyo, pilando el caf�. En casco tiene alzado el cabello por detr�s, y de all� le cuelga en cauda: se le ve sonrisa y pena . Ella no quiere ir Guant�namo, con las hermanas de Rosal�o: ella quiere estar "donde est� Rosal�o".La hija mayor, blanca, de puro �valo, con el rico cabello corto abierto en dos y enmara�ado, aquieta a un criatur�n huesoso, con la nuca de hilo, y la cabeza colgante, en un gorrito de encaje: es �ltimo parto. Rosal�o levant� la finca; tiene vacas, prensa quesos: a lonjas de a libra nos comemos su queso, remojado en caf�: con la tetera, en su taburete, da leche Rosal�o a un angel�n de hijo, desnudo, que muerde a los hermanos que se quieren acercar al padre; Emilia, de puntillas, saca una taza de la alacena que ha hecho de cajones, contra la pared del rancho. O nos oye sentada; con sonrisa dolorosa, y alredeor se cuelgan los hijos.—

13.—Esperamos a Mas� en lugar abierto, cerca de Rosal�o, en casa de su hermano. Voy aquietando: a Bellito, a Pacheco, y a la vez impidiendo que me muestren demasiado cari�o. Recorremos de vuelta los potreros de ayer, seguimos Cauto arriba, y Bellito pica espuelas para ense�arme el bello estribo, de copudo verdor, donde, con un ancho recodo al frente se encuentran los dos r�os: el Contramaestre entra all� al Cauto. All�, en aquel estribo, que da por su fondo a los potreros de La Traves�a, ha tenido Bellito campamento: buen campamento: all� arboleda oscura, y una gran ceiba. Cruzamos el Contramaestre, y, a poco, nos apeamos en los ranchos abandonados de Pacheco. Aqu� fue, cuando esto era monte, el campamento de Los R�os, donde O'Kelly se dio primero con los insurrectos, antes de ir a C�spedes.—Y hablamos de las tres Altagracias,—Altagracia la Cubana, donde estuvimos,—Altagracia de Manduley—Altagracia la Bayamesa.—De sombreros: "Tanta tejedora que hay en Holgu�n".—De Holgu�n, que es tierra seca, que se bebe la lluvia, con sus casas a cordel, y sus patios grandes."Hay mil vacas paridas en Holgu�n".—Me buscan hojas de zarza, o de tomate, para untarlas de sebo, sobre los nacidos. Artigas le saca flecos a la j�quima que me trae Bellito.—Ya est� el rancho barrido: hamacas, escribir; leer; lluvia; sue�o inquieto.

14.—Sale una guerrilla para La Venta, el caser�o con la tienda de Rebentoso, y el fuerte de 25 hombres. Mandan, horas despu�s, al alcalde, el gallego Jos� Gonz�lez, casado en el pa�s, que dice que es alcalde a la fuerza, y espera en el rancho de Miguel P�rez, al pardo que est� aqu� de cuidador, barbero. Escribo, poco y mal, porque estoy pensando con zozobra y amargura. �Hasta qu� punto ser� �til a mi pa�s mi desistimiento? Y debo desistir, en cuanto llegase la hora propia, para tener libertad de aconsejar, y poder moral para resistir el peligro que de a�os atr�s preveo, y en la soledad en que voy, impere acaso, por la desorganizaci�n e incomunicaci�n que en mi aislamiento no puedo vencer, aunque, a campo libre, la revoluci�n entrar�a naturalmente, por su unidad de alma, en las formas que asegurar�an y acelerar�an su triunfo.—Rosal�o va y viene, trayendo recados, leche, cubiertos, platos: ya es prefecto de Dos R�os. Su andaluza prepara para un enfermo una purga de higuereta, de un catre le hace hamaca, le acomoda un traje: el enfermo es Jos� G�mez, granadino, risue�o, de franca dentadura:—"Y Vd. G�mez, �c�mo se nos vio por ac�? Cuénteme, desde que vino a Cuba". "Pues yo vine hace hace dos a�os, y me rebajaron, y me qued� trabajando en el Camag�ey. Nos rebajaron as� a todos, para cobrarse nuestro sueldo, y nosotros de lo que trabaj�bamos viv�amos. Yo no ve�a m�s que criollos, que me trataban muy bien: yo siempre vest� bien, y gan� dinero, y tuve amigos: de mi paga en dos a�os, s�lo alcance doce pesos.—Y ahora me llamaron al cuartel, y no sufr� tanto como otros, porque me hicieron cabo; pero aquello era maltratar a los hombres, que yo no lo pod�a sufrir, y cuando un oficial me peg� dos cocotazos, me call�, y me dije que no me pegar�an m�s, y me tom� el fusil y las c�psulas, y aqu� estoy. "Y a caballo, en su jipijapa y saco pardo, con el rifle por la arz�n de su potranca, y siempre sonriendo.—Se agolpan al rancho, venideros de la Sabana, de Hato del Medio, los balseros que fueron a preguntar si podi�n arrear la madera: vuelven a Cauto del Embarcadero, pero no a arrearla: prohibidos, los trabajos que den povecho, directo o indirecto, al enemigo. Ellos no murmuran: quer�an saber: est�n preparados a salir; con el comandante [Conti�o]. 22[Nota 22] Veo venir, a caballo, a paso sereno bajo la lluvia, a un magn�fico hombre, negro de color, con gran sombrero de ala vuelta, que se queda oyendo, atr�s del grupo, y con la cabeza por sobre �l. Es Casiano Leyva, vecino de Rosalío, pr�ctico por Guamo, entre los tumbadores 23[Nota 23] el primero, con su hacha potente: y al descubrirse le veo el noble rostro, frente alta y fugitiva, combada al medio, ojos mansos y firmes, de gran cuenca; entre p�mulos anchos; nariz pura; y hacia la barba aguda la pera carnosa: es heroica la caja del cuerpo, subida en las piernas delgadas: una bala, en la pierna: �l lleva permiso de dar carne al vecindario,—para que no maten demasiada res. Habla suavemente; y cuanto hace tiene inteligencia y majestad. �l luego ir� por Guamo.—Escribo las instrucciones generales a los jefes y oficiales.

15.—La lluvia de la noche, el fango, el ba�o en el Contramaestre: la caricia del agua que corre: la seda del agua. A la tarde viene la guerrilla: que Mas� anda por la Sabana, y nos lo buscan: traen un convoy, cogido en La Ratonera. Lo vac�an a la puerta: lo reparte Bellito: viene telas, que Bellito mide al brazo: tanto a la escolta,—tanto a Pacheco, el capit�n del convoy, y la gente de Bellito,—tanto al Estado Mayor: velas, una pieza para la m�s para la mujer de Rosal�o, cebollas y ajos y papas y aceitunas para Valent�n. Cuando lleg� el convoy, all� el primero Valent�n, al pie, como oliendo, ansioso. Luego, la gente alrededor. A ellos, un gal�n de "vino de composici�n para tabaco",—mal vino dulce. Que el convoy de Bayamo sigue sin molestar a Baire, repartiendo raciones. Lleva once pr�cticos, y Francisco Di�guez entre ellos: "Pero �l vendrá: �l me ha escrito: lo que pasa es que en la fuerza ten�amos a los bandidos de El Brujito, el muerto de Hato del Medio".—Y no hay fuerzas alrededor con que salirle al convoy, que va con 500 hombres. Rab�,—dicen—atac� el tren de Cuba en San Luis, y qued� all�.—De Limbano hablamos, de sobremesa: y se recuerda su muerte, como la cont� el pr�ctico de Mayar�, que hab�a acudido a salvarlo, y lleg� tarde. Limbano iba con Mongo, ya deshecho, y lleg� a casa de Gabriel Reyes, de mala mujer, a quien le hab�a hecho mucho favor: le dio las monedas que llevaba; la mitad para su hijo de Limbano, y para Gabriel la otra mitad, a que fuera a Cuba, a las diligencias de su salida: y el hombre volvi�, con la promesa de $2 000, que gan� envenenando a Limbano. Gabriel fue al puesto de la guardia civil, que vino, y dispar� sobre el cadaver, para que apareciese muerto de ella. Gabriel vive en Cuba, execrado de todos los suyos: su ahijado le dijo: "Padrino me voy del lado de V., porque V. es muy infame".—Artigas, al acostarnos pone grasa de puerco sin sal sobre una hoja de tomate, y me cubre la boca del nacido.—

16.—Sale G�mez a visitar los alrededores.—Antes, registro de los sacos, del teniente Chac�n, oficial D�az, sargento P. Rico, que murmuran, para hallar un robo de 1/2 botella de grasa.—Conversaci�n de Pacheco, el capit�n: que el cubano quiere cari�o, y no despotismo: que por el despotismo se fueron muchos cubanos al gobierno y se volver�an a ir: que lo que est� en el campo es un pueblo que ha salido a buscar quien lo trate mejor que el espa�ol, y halla justo que le reconozcan su sacrificio. Calmo,—y desv�o sus desmostraciones de afecto a m� y las de todos. Marcos, el dominicano: "�Hasta sus huellas!" De casa de Rosal�o vuelve G�mez.—Se va libre el alcalde de La Venta, andaluces, se nos quieresn pasar.—Lluvia escribir, leer.

17.—G�mez sale, con los 40 caballos, a molestar el convoy de Bayamo. Me quedo, escribiendo, con Garriga y Feria, que copian las Instrucciones Generales a los jefes y oficiales:—conmigo doce hombres, bajo el teniente Chac�n, con tres guardias, a los tres caminos; y junto a m�, Graciano P�rez. Rosal�o, en su arrenqu�n, con el fango a la rodilla, me trae, en su jaba de casa, el almuerzo cariñoso: "Por Vd, doy mi vida". Vienen, recien salidos de Santiago, dos hermanos Chac�n, due�o el uno del arria cogida antier, y su hermano rubio, bachiller, y c�mico,—y Jos� Cabrera, zapatero de Jiguan�, trabado y franco,—y Duane, negro joven, y como labrado, en camisa, pantal�n y gran cinto, y [ ] �valos, t�mido, y Rafael V�zquez, y Desiderio Soler, de 16 a�os, a quien Chac�n trae como hijo.—Otro hijo hay aqu�. Ezequiel Morales, con 18 a�os, de padre muerto en la guerra . Y �stos que vienen, me cuentan de Rosa Moreno, la campesina viuda, que le mand� a Rab� su hijo �nico Melesio, de 16 a�os: "All� muri� tu padre: yo ya no puedo ir: t� ve". Asan pl�tanos, y majan tasajo de vaca, con una piedra en el pil�n, para los reci�n venidos. Est� muy turbia el agua crecida del Contramaestre,—y me trae Valent�n un jarro hervido en dulce, con hojas higo.

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