IV. Dos atene�stas en la Convenci�n de Aguascalientes*[Nota]

Treinta y dos y veintis�is a�os ten�an respectivamente Jos� Vasconcelos y Mart�n Luis Guzm�n en octubre de 1914. Los casi seis a�os que se llevaban, por tratarse de esas edades, hac�an que hubiera diferencias entre los dos. La juventud del segundo lo hac�a ser m�s espectador que actor de la Revoluci�n o, para no negarle el desempe�o de papel alguno en la trama, digamos que mientras Vasconcelos sosten�a di�logos con los protagonistas, Guzm�n s�lo hac�a apariciones y mutis m�s o menos espor�dicos.

�Qui�nes eran esos dos personajes? Dif�cilmente se encontraba alguno de mayor altura intelectual entre los revolucionarios que se desplazaron a Aguascalientes en octubre de 1914, los Alessio Robles incluidos. Por lo menos, ellos dos hab�an compartido una experiencia generacional fuera de lo com�n no s�lo entre sus coet�neos, sino en dimensiones mayores. Y es que efectivamente —y salvo las excepciones naturales de los hombres del Antiguo R�gimen y de las individualidades que nunca faltan— haber sido o ser atene�stas les daba una significaci�n especial.

Ser atene�sta era haber tomado en serio la cultura, como una profesi�n, como un compromiso vital. Lo que Guzm�n y Vasconcelos le hab�an dedicado representaba un alto porcentaje de sus a�n no largas experiencias vitales. Sin embargo, el ser muy cultos no los hac�a apol�ticos. En el Ateneo de la Juventud m�s bien no hubo apol�ticos, a pesar del intento de renuncia que esgrimieron Genaro Fern�ndez Mac Gregor e Isidro Fabela en protesta porque Nemesio Garc�a Naranjo y Jos� Mar�a Lozano politizaba demasiado las sesiones en las que se debat�a sobre cuestiones literarias, filos�ficas o est�ticas. Sin embargo, no eran apol�ticos. Hubo hombres de Ateneo en todas las direcciones y rumbos que tom� la Revoluci�n: cerca de los caudillos, en los esca�os parlamentarios, en la Revoluci�n y en la contrarrevoluci�n, en el servicio diplom�tico y, claro est�, tambi�n los hubo marginales a la lucha partidista, como Julio Torri, como Antonio Caso, como Pedro Henr�quez Ure�a —este �ltimo mentor de Guzm�n—. Hubo, pues, maderistas, acaso el m�s se�alado fue Vasconcelos, quien tuvo que huir de los polic�as porfirianos y cruzar, como tantos, la frontera. Es decir, hubo maderistas tempranos, intermedios y de �ltima hora, as� como acendrados antimaderistas.

La XXVI Legislatura acogi� en su seno a varios de ellos, como Cravioto y Fabela, adem�s de la mitad del "Cuadril�tero" —los ya mencionados Lozano y Garc�a Naranjo—. En esa asamblea ciertamente brillaron m�s los oposicionistas, quienes tendieron el puente natural de la colaboraci�n de algunos de los m�s destacados intelectuales del pa�s con el gobierno de Huerta. Pero aparte de los maderistas declarados, hubo quienes rompieron con el gobierno de la usurpaci�n e incluso se vieron en la necesidad de emprender la huida: M�xico-Veracruz-La Habana-Nueva York y de all� a la frontera —San Antonio, El Paso—, tal como lo describe Mart�n Luis en El �guila y la serpiente. El caso es que hab�a atene�stas en todos lados, en todos los grupos, excepto en el magonista originario. Aqu� cabe aclarar que todos esos j�venes profesionistas de clase media o acomodada o esos ya no tan j�venes bohemios, encasillados en la categor�a de "poetas modernistas", eran porfiristas m�s o menos convencidos all� por 1906, cuando desde Saint Louis Missouri fue expedido el Plan y Programa del Partido Liberal. En ese 1906, algunos de ellos escrib�an art�culos o ilustraban, como Saturnino Herr�n, la revista Savia Moderna y, a su manera, y desde perspectivas si se quiere c�modas iniciaban lo que llegar�a a ser tambi�n a su manera— una revoluci�n. El caso es que el magonismo no penetr� en sus inquietudes pol�ticas como s� sucedi� en 1908 cuando algunos se entusiasmaron con el cambio democr�tico de su pa�s.

Pero si el prop�sito de Ateneo, asociaci�n civil creada precisamente en octubre de 1909 —hace 80 a�os— no era pol�tico, aunque alguna vez hicieran sus miembros un mitin en la alameda de la ciudad de M�xico, �ste fue de car�cter filos�fico-literario. Cada quien intentaba hacer la revoluci�n en su propia esfera de acci�n.

El caso es que dos de los casi setenta individuos que pertenecieron a dicha asociaci�n se encontraban en esta ciudad no precisamente con prop�sitos tur�sticos o culturales en ese final de octubre de 1914. Los dos hicieron el periplo del constitucionalismo dividido hasta la ciudad de M�xico y luego que se decidi� el cambio de sede de la Convenci�n tomaron el tren para Aguascalientes y llegaron a la gran Asamblea, aunque sin tener derecho a participar en ella, pues no eran jefes militares ni siquiera delegados, como lo fueron don Paulino Mart�nez o Soto y Gama. Ellos eran una especie de grillos interesados en todos los movimientos, acciones e ideas; eran observadores activos que quer�an ver y encontrar la manera de poner no s�lo un grano de arena sino algo m�s en el destino de lo que suced�a no s�lo en el Teatro Morelos, sino en toda la vida de la entonces convulsionada ciudad, llena en sus albergues, casas particulares y carros especiales de ferrocarril, de los hombres que hicieron la Revoluci�n.

Sin embargo —pese a su juventud— lo que no era raro, sino regla, no eran un par de personas insignificantes. Sus luces los distingu�an. Vasconcelos era, desde luego, m�s conocido, aunque es pr�cticamente imposible que, salvo Soto y Gama quiz�s, nadie hubiera le�do la Teor�a din�mica del derecho en las p�ginas de la poco divulgada Revista Positiva del ingeniero Agust�n Arag�n, ya que para entonces la mayor�a de los atene�stas a�n guardaba su obra en el tintero. No obstante, Vasconcelos era conocido. Era un triunfador. Se dio el lujo de no aceptarle a Madero ning�n puesto burocr�tico. Ganaba buen sueldo como abogado. Ten�a personalidad y, para colmo, andaba con una de las mujeres m�s bella de M�xico. Perd�neseme el "pochismo", pero era un winner. Del joven Mart�n Luis s� mucho menos. �l se pinta poco en esos a�os: chihuahuense, hijo de militar, apol�neo, que no dionisiaco como Vasconcelos. Lo que me gustar�a saber es si ya desde entonces hablaba como lo hac�a de viejo. Era extraordinario en su orden verbal. Parec�a que estaba leyendo. Constru�a con una sintaxis perfecta. Es posible que esa cualidad la haya cultivado con el tiempo, pero es seguro que desde joven la haya pose�do, aunque tal vez no en tan alto grado de perfecci�n, como consta en grabaciones de conversaciones hechas en los a�os sesenta. Esta disquisici�n tiene sentido, puesto que si Guzm�n hablaba as� cuando la Convenci�n, ese solo rasgo era suficiente para distinguirse dentro de la generalidad de asistentes al magno acontecimiento revolucionario.

Eran dos mexicanos de excepci�n. Su nivel intelectual los colocaba dentro de porcentajes verdaderamente m�nimos de la estad�stica nacional. Adem�s de ello, hab�an llegado a la Convenci�n interesados en lo que de ella pudiera salir y buscando influir en los acontecimientos. En ese sentido, la aportaci�n de Vasconcelos no fue frustr�nea.

Otro de los caracteres de los atene�stas pol�ticos, espectadores activos de la Convenci�n, era su capacidad para expresar su pensamiento por escrito. Desde luego —y para fortuna de la posteridad— no fueron los �nicos, pero s� los que con mayor vivacidad pudieron recuperar lo que sucedi� en estos escenarios hace 65 a�os. Tanto en El �guila y la serpiente como en La tormenta hay p�ginas extrordinarias sobre Aguascalientes, octubre-diciembre de 1914, y su secuela en la ciudad de M�xico. Para quien no se obsesione con el dato positivo, en las prosas apol�nea y dionisiaca de Guzm�n y Vasconcelos encontrar� impresiones y expresiones inmejorables.

Para comenzar, el lector advierte la conciencia de los sujetos. Hay distancia entre ellos y el exterior. Los dos se sienten arist�cratas del esp�ritu frente a la rusticidad y aun la zafiedad de los participantes. En sus palabras-recuerdo est� presente la distancia no s�lo del tiempo (Guzm�n, 1925; Vasconcelos, 1936), sino de ellos con respecto a los dem�s. Eran "licenciados" —como otros muchos que ah� estaban—, de camisa blanca, corbata y saco oscuro, pero dentro de s� ten�an otras cosas.

Pese a ello eran part�cipes del acontecimiento y por tal raz�n se igualaban a los dem�s. Una situaci�n revolucionaria hace iguales a los hombres. Cada uno debe utilizar de la mejor manera los intrumentos que sabe manejar. En ese sentido no hay la odiosa divisi�n, entre superiores e inferiores.

Los a�os de distancia y su extroversi�n hac�an que la presencia de Vasconcelos fuera mayor. Por su amistad y relaci�n con Antonio I. Villarreal pudo ejercer sus dotes en beneficio de la causa convencionista y contribuir de manera eficiente a crear una tercera posici�n, que tuvo un �xito inmediato muy fugaz.

Villarreal, �l s� firmante de Plan y Programa del Partido Liberal magonista, presid�a la Convenci�n. Ten�a ante s� la necesidad de equilibrar las muy obstinadas fuerzas que compon�an la gran Asamblea: carrancistas, villistas, zapatistas, independientes no aglutinados tras ninguna figura. Entre los �ltimos se encontraban el magonista Villarreal y el maderista Vasconcelos. El primero encomend� al segundo —brillante abogado— redactar un estudio que fundamentara el car�cter soberano de la Convenci�n y se emancipara de la tutela, para entonces ya innecesaria, del Primer Jefe Carranza.

Con fecha 29 de octubre dicho texto es dado a conocer a la Asamblea. En �l se reclama la soberan�a popular. Despu�s de hacer distintas consideraciones sobre la soberan�a y la manera de ser ejercitada tanto en tiempos normales como durante una revoluci�n, para llegar al an�lisis de la Primera Jefatura del Ej�rcito Constitucionalista. Un grupo de revolucionarios, firmantes del Plan de Guadalupe, design� Primer Jefe al se�or Carranza. Dice Vasconcelos:



Despu�s de este aserto discute sobre qui�n es o puede ser el verdadero soberano o depositario de la soberan�a: un Primer Jefe o una asamblea de revolucionarios. Se inclina desde luego por la segunda, con fundamento en el derecho p�blico. La Convenci�n representaba de manera m�s directa a los revolucionarios, aunque los integrantes de la Asamblea no hubiesen sido electos por el pueblo. Pero el hecho de estar en revoluci�n hac�a anormales los procedimientos constitucionales y por consiguiente pod�a ser soberana y darle el sentido que considerara el propio proceso revolucionario. La Convenci�n, seg�n el alegato de Vasconcelos, asum�a la soberan�a revolucionaria y pod�a surgir de ella tanto un gobierno provisional como un programa de acci�n.

Con ello se dio un paso definitivo para emanciparse de la tutela carrancista. La respuesta posterior del Primer Jefe ser�a el desconocimiento de la soberan�a convencionista y con ello se creaban dos fuerzas antag�nicas que deb�an enfrentarse mediante elementos totalmente ajenos al derecho p�blico.

Ganar una posici�n era un paso adelante. Faltaba, sin embargo, dar otro. Alejado Carranza, permanec�a proyectando su sombra hacia la Convenci�n otro caudillo: Pancho Villa. La nueva minor�a emergente ten�a que lograr hacerlo a un lado para afirmarse en la direcci�n legal e intelectual de la Revoluci�n. Villarreal era el hombre que deb�a llenar el vac�o dejado real o pretendidamente por Carranza y Villa. Sin embargo, Villareal iba contra la corriente. Como la gran mayor�a, era un civil devenido militar —aunque �l se jactaba de que nunca dispar� un tiro—. Se trataba de eliminar el caudillismo y fundar una democracia civil. Villareal, Vasconcelos y el peque�o grupo que procur� dar ese paso adelante, actuaban en circunstancias totalmente adversas. Como siempre, la idea era buena, el momento no.

Una revoluci�n genera caudillos. En el caso de la mexicana, los nuevos caudillos trataban de suplir al viejo caudillo derrocado en 1911. La idea convencionista era buena. Sustituir al individuo-conductor por una asamblea y hacer surguir de ella un poder civil, una nueva democracia. �Aceptar�an Villa y Carranza hacerse a un lado?

El procedimiento consist�a en nombrar a un presidente provisional de la Rep�blica. Villarreal podr�a haber sido el candidato ideal, pero a medida que transcurr�a el tiempo despertaba demasiado recelo. Hubo que encontrar otra figura, no propiamente aglutinante sino de transacci�n. El sustituto de Villareal como candidato fue el general Eulalio Guti�rrez, minero coahuilense, avecinado en el estado de Zacatecas, donde abraz� la causa magonista desde 1906 y luch� de manera efectiva, habiendo sufrido persecuciones y penas. Guti�rrez era general de brigada. Si bien no fue un gran estratega —como no lo fue casi nadie, de hecho— s� efectu� labores muy efectivas de apoyo a los ej�rcitos en lucha contra los federales, al cortar v�as de comunicaci�n e impedir el tr�nsito de tropas de refuerzo al enemigo. Su labor fue tan meritoria como eficaz y callada. Ello y su pasado magonista le daban a Guti�rrez las credenciales necesarias para convertirse en el primer presidente de la Rep�blica por la Convenci�n, pero ciertamente no le daban lo necesario para no ser eclipsado por la sombra de Zapata y Villa.

El primero en desconocerlo fue, como se esperaba, don Venustiano. Despu�s comenzaron a desertar Obreg�n y los suyos para incorporarse al Constitucionalismo. Con el apoyo villista y zapatista, los convencionistas marcharon sobre la capital de la Rep�blica. Guti�rrez fue apoyado por quienes no contaban con fuerzas suficientes para que dicho apoyo fuese realmente efectivo. Lo apoyaban personas de talento, pero eso en enero de 1915 no era suficiente.

Vasconcelos se comportaba m�s como ministro sin cartera que como titular de Instrucci�n P�blica. �Qui�n podr�a realmente atender un ramo de la administraci�n p�blica entonces? Tanto �l como Miguel Alessio Robles poco pod�an hacer en favor de su honrado presidente que trataba de contener los �mpetus de quienes detentaban para s� y para la historia el revolucionarismo. El joven Guzm�n, entre tanto, secretario del ministro de Guerra, influ�a en el nombramiento del sabio ingeniero positivista Valent�n Gama como ministro de Fomento.

La emancipaci�n de Guti�rrez del villismo-zapatismo fue un fracaso. El �xodo era inminente y don Eulalio lo asumi� con entereza. Si hay relatos dignos de toda antolog�a de sucesos de la Revoluci�n, escojo el de Vasconcelos de esa huida, de ese peregrinar desde la capital hasta la frontera norte. La tentativa gubernamental no alcanz� sesenta d�as. Fue rica en experiencias y su fracaso cost�, a la larga, un alto n�mero de vidas. Pudo haber sido la soluci�n pac�fica y democr�tica de la Revoluci�n, pero eso era quim�rico. Celaya era acaso un designio providente. La Revoluci�n era —adem�s de lo que era— una lucha entre caudillos.

Retomando nuestro hilo inicial, que es el de los intelectuales, la historia nos ense�a que ellos no pod�an ser caudillos, aunque Vasconcelos en rigor s� lo lleg� a ser despu�s, pero en 1914-1915 su lugar estaba al lado de los hombres fuertes. Mientras Vasconcelos se equivoc� l�gicamente al apoyar a Guti�rrez —primero muerto que irse con Carranza o Villa—, Guzm�n, admirador del Centauro, se repleg� a sus filas y se convirti� en cronista inmejorable tanto del propio villismo como de toda la Revoluci�n. Exilios posteriores —que aqu� no vienen al caso— dieron lugar a la redacci�n de esos dos grandes, l�cidos, maravillosos relatos, que son La tormenta y El �guila y la serpiente, producto de la experiencia de dos atene�stas en la Revoluci�n.

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