De la educación de los hijos

A la señora Diana de Foix, condesa de Gurson

Jamás vi padre, por enclenque, jorobado y lleno de achaques que su hijo fuera, que consintiese en reconocerle como tal; y no es que no vea sus máculas, a menos que el amor le ciegue, sino porque le ha dado el ser. Así yo veo mejor que los demás que estás páginas no son sino porque le ha dado el ser. Así yo veo mejor que los demás que estas páginas no son sino las divagaciones de un hombre que sólo ha penetrado de las ciencias la parte más superficial, y eso en su infancia, no habiendo retenido de las mismas sino un poco de cada cosa. Sé, en definitiva, que existe una ciencia que se llama medicina, otra jurisprudencia, cuatro partes de matemáticas, y muy someramente el objetivo de cada una de ellas; quizás conozco el servicio que dichas ciencias prestan al uso de la vida, pero de mayores interioridades no estoy al cabo; ni mi cabeza se ha trastornado estudiando a Aristóteles, príncipe de la doctrina moderna, ni tampoco empeñándose en el estudio de ninguna enseñanza determinada, ni hay arte del cual yo pueda trazar ni siquiera los primeros rudimentos; no hay muchacho de las clases elementales que no pueda aventajarme, y a tal punto alcanza mi insuficiencia, que, ni siquiera me sentiría capaz de interrogarle sobre la primera lección de su asignatura; y si se me obligara a hacerle tal o cual pregunta, mi incompetencia haría que le propusiera alguna cuestión general, por la cual podría juzgar de su natural disposición, la cual cuestión le sería tan desconocida como a mí la elemental.

Aparte de los de Séneca y Plutarco, de donde extraigo mi caudal, como los Danaides, llenándolo y vaciándolo perpetuamente, no he tenido comercio con ningunos otros libros de sólida doctrina. De esos escritores algo quedará en este libro, casi nada en mi cabeza. En materia de autores, me inclino a los de historia y poesía, pues como Cleantes opinaba, así como la voz encerrada en el estrecho tuvo de una trompeta surge más agria y más fuerte, así entiendo yo que sentencia comprimida por la poesía brota más bruscamente y me hiere con más viva sacudida. En cuanto a mis facultades doblegar bajo su pesada carga; marchan mis conceptos y juicios a tropezones, tambaleándose, dando traspiés, y cuando recorro la mayor distancia a que mis fuerzas alcanzan ni siquiera me siento mediamente satisfecho, diviso todavía algo más allá, pero con vista alterada y nubosa, que me siento incapaz de aclarar. Haciendo propósito de hablar de todo aquello que buenamente se ofrece a mi espíritu con el solo socorro de mis ordinarias fuerza acontéceme a veces hallar tratados en los buenos autores lo mismo asuntos sobre que discurro, como el capítulo sobre la fuerza de imaginación, materia que trató ya Plutarco. Comparando mis razones con las de tales maestros, siéntome tan débil y tan mezquino, tan pesado y adormecido, que me compadezco, y a mí mismo me menosprecio; congratúlame, en cambio, el que a veces quepa a mis opiniones el honor de coincidir con la de los antiguos, así los sigo al menos de lejos y reconozco lo que no todos reconocen: la extrema diferencia entre ellos y yo. Mas a pesar de todo dejo correr mis invenciones débiles y bajas como son, tales como han salido de mi pluma, sin remendar los defectos que la comparación me ha hecho descubrir.

Preciso es tener en sus propias fuerzas toda la confianza posible para marchar frente a frente de tales autores. Los indiscretos escritores de nuestro siglo, cuyas insignificantes obras están llenas de pasajes enteros de los antiguos, que para procurarse honor se apropian, practican lo contrario; y la diferencia entre lo suyo y lo que toman prestado es tan grande, que da a sus escritos un aspecto pálido, descolorido y feo, con el cual pierden más que ganan.

Dos filósofos de la antigüedad tenían bien distinta manera de pensar y proceder en sus escritos: Crisipo incluía en sus obras, no ya sólo pasajes, sino libros enteros de otros autores, y en una incluyó la Medea, de Eurípides: Apoliodoro decía de este filósofo que, suprimiendo lo prestado, en sus obras no quedaría más que el papel en blanco. Epicuro, por el contrario, en trecientos volúmenes que compuso jamás empleó citas ni juicios ajenos.

Ocurrióme poco ha tropezar con un pasaje de éstos, para llegar al cual había tenido que arrastrarme languideciendo por medio de frases hueras, tan exangües, descarnadas y vacías de sentido, todas ellas sin meollo ni sustancia, que no eran, en suma, sino palabras amalgamadas unas y otras; al cabo de un largo y fastidioso camino me encontré con un trozo alto, rico y elevado hasta rayar en las nubes. Si hubiera encontrado la pendiente más suave y la subida algo áspera, la cosa hubiera sido natural; pero llegué a un precipicio tan derecho y tan recortado, que a las seis palabras primeras eché de ver que me hallaba en otro mundo distinto; desde él pude descubrir la ondonada de donde venía, tan baja y tan profunda que no tuve luego el valor necesario para descender de nuevo. Si yo adornara alguno de mis escritos con tan ricos despojos, haría resaltar demasiado la insignificancia de los demás. Descubrir en otro mis propias faltas me parece tan lícito como reprender, lo que suelo hacer a veces, las de otro en mí; preciso es acusarlas en todos y hacer que desaparezca todo pretexto de excusa. Bien se me alcanza cuán audazmente pongo mis ideas en parangón con las de los autores célebres, a todo propósito; más no lo hago por temeraria esperanza de engañar a nadie con ajenos adornos, sino para demostrar mejor mis asertos y razonamiento, para mayor servicio del lector. Sin contar con que tampoco me pongo a luchar frente a frente ni cuerpo a cuerpo con campeones de tanto fuste; ejecuto sólo menudos y ligeros ataques, no me lanzo contra ellos, los tanteo, y no los acometo tanto como temo acometerlos. Si pudiera caminar a la par, obraría como hombre vigoroso y fuerte, porque sólo los acometo por sus máximas más elevadas. Practicar lo que he visto en algunos, adornarse con armas ajenas hasta el punto de dejar invisible las propias, conducir los razonamientos como sólo es lícito que lo hagan los sabios verdaderos, parapetándose en las ideas de los antiguos, hurtándolas de aquí y de allá y querer hacerlas pasar por propias, cosa es al par que injusta, cobarde, porque los que tal hacen no teniendo nada que les pertenezca, pretenden alcanzar méritos con lo que no es suyo. Es además suprema torpeza, pues los tales se contentan con ignorante aprobación del vulgo y se desacreditan ante las gentes de entendimiento, que advierten la incrustación de ajenas cosas, y de las cuales sólo la alabanza tiene peso y merece estima.

Nada más lejos de mi designio que semejantes procederes; yo no cito los otros sino para expresar mi pensamiento de una manera más diestra. No va lo dicho con los centones que en tal forma se presentan al público: yo los he visto sobrado ingeniosos, sin hablar de los antiguos, entre otros, uno bajo el nombre de Capílupo. De esta suerte muestran también sus talentos algunos eruditos, entreverándolo acá y allá, como hizo Justo Lipsio en su laborioso y docto tratado de política.

De todas maneras, y sean cuales fueren esos desaciertos, no he podido menos de sacarlos a la superficie, igualmente que si un artista hiciera mi retrato habría de representarme cano y calvo; no pintando una cabeza perfecta, sino la que tengo. Esto que aquí escribo son mis opiniones e ideas; yo las expongo según las veo y las creo atinadas, no como cosa incontrovertida y que deba creerse a pie juntillas: no busco otro fin distinto al trasladar al papel lo que dentro de mí siento, que acaso será distinto mañana, si enseñanzas nuevas modifican mi manera de ser, y declaro que ni tengo ni deseo autoridad bastante para creído, reconociéndome, como me reconozco, demasiado mal instruído para enseñar a los demás.

Un amigo que leyó en mi casa el capítulo precedente en día pasados, díjome que debía haberme extendido más sobre la educación de los jóvenes; por manera, señora, que si realmente poseyera alguna competencia en tal materia, en modo alguno pudiera darle mejor empleo que haciendo de ella un presente al pequeñuelo que pronto verá la luz (vuestra hidalguía es grande para dejar de comenzar por un varón). Habiéndome cabido una grande parte en la conclusión de vuestro matrimonio, créome con derecho y estoy interesado en la grandeza y prosperidad de todo lo que sobrevenga, a más que de antiguo estoy obligado a vuestras mercedes, lo cual obliga doblemente mi interés hacia todo lo que con vos se relaciona directamente. Entiendo yo, señora, que la mayor y principal dificultad de la humana ciencia reside en la acertada dirección y educación de los niños del propio modo que en la agricultura las labores que preceden a la plantación son sencillas y no tienen dificultad; mas luego que la planta ha arraigado, para que crezca hay diversidad de procedimientos, que son difíciles. Lo propio acontece con los hombres: darles vida no es difícil, mas luego que la tienen vienen los diversos cuidados y trabajos que exigen su educación y dirección. La apariencia de sus inclinaciones es tan indecisa en la primera infancia y tan inciertas y falsas las promesas que de aquéllas pueden deducirse, que no es viable fundamentar por ellas ningún juicio atinado. Cimón y Temístocles fueron bien distintos de lo que por su infancia hubiera podido adivinarse. Los pequeñuelos de los osos y los perrillos muestran desde luego su inclinación natural, mas los hombres siéntense desde los comienzos impelidos por costumbres, leyes y opiniones que los disfrazan fácilmente, pues es bien difícil forzar las tendencias o propensiones naturales. De donde resulta que por no haber elegido bien su camino, trabájese sin fruto, empleando un tiempo inútil en destinar a los niños precisamente para aquello que no han de servir. No obstante tal dificultad, precisa a mi entender encaminarlos hacia las cosas mejores, de las cuales puedan sacar mayor provecho, fijándose poco en adivinaciones ni pronósticos de que sacamos consecuencias demasiados fáciles en la infancia. Platón, en su República, entiendo que les concede autoridad demasiada.

Es la ciencia, señora, ornamento de valer, al par que instrumento que presta relevantes servicios, señaladamente a las personas de vuestro rango. En verdad, entiendo que no se encuentra bien hallada en manos bajas y plebeyas, siéntese más orgullosa prestando su concurso para conducir una guerra, gobernar un pueblo, y frecuentar la amistad de un prícipe o de una nación extranjera, que para ordenar un argumento dialéctico, pronunciar una defensa o preparar una caja de píldoras. Así, señora como estoy bien seguro de que no olvidaréis tal principio en la educación de vuestros hijos, vos que habéis gustado tiempo ha de la dulzura de las letras y que pertenecéis a una familia literaria (aún poseemos los escritos de los antiguos condes de Foix, de quien desciende el señor conde vuestro esposo y descendéis vos misma, y Francisco, señor de Candal, vuestro tío, da a luz todavía obras que extenderán el conocimiento de aquella cualidad de vuestra familia hasta los siglos venideros), quiero manisfestaros la sola opinión que acerca de educación profeso, contraria al común sentir y uso. Es cuanto puedo hacer en vuestro servicio en este punto.

Al cargo del maestro que le confiráis, en la elección del cual estriba todo el fruto de su educación, acompañan otras importantes atribuciones, de las cuales me guardaré de hablar por no saber nada importante acerca de ellas; y sobre lo que más adelánte diré, sólo deseo fije su atención en lo que para él sea de mayor provecho. A un niño noble que cultiva las letras, no como medio de vivir (pues éste es fin abyecto e indigno de la gracia y favor de la musas, tras de suponer además la dependencia ajena), ni tampoco para buscar en ellas cosas de adorno; que se propone antes ser hombre hábil que hombre sabio, yo desearía que se pusiera muy especial cuidado en acomendarle a un preceptor de mejor cabeza que provista de ciencia, y que maestro y discípulo se encaminaran más bien a la recta dirección del entendimento y costumbres, que a la enseñanza por sí misma, y apetecería también que el maestro se condujera en su cargo de una manera nueva.

No cesa de alboratarse en nuestros oídos, como quien vertiera en un embudo, y nuestro saber no se hace consistir más que en repetir lo que se nos ha dicho; querría yo que el maestro se sirviera de otro procedimiento, y que desde luego, según el alcance espiritual del discípulo, comenzarse a mostrar ante sus ojos el exterior de las cosas, haciéndoselas gustar, escoger y discernir por sí mismo, ya preparándole el camino, ya dejándole en libertad de buscar. Tampoco quiero que el maestro invente ni sea sólo el que hable; es necesario que oiga a su educando hablar a su vez. Sócrates, y más tarde Arcesilao, hacían primeramente expresarse a sus discípulos, y luego hablaban ellos. Obest plerunque iis, qui dicere volunt, auctiritas eorum, qui docent1.[Nota 1]Bueno es que le hago correr ante su vista para juzgar de su bríos y ver hasta qué punto se debe rebajar para acomodarse a sus fuerzas. Si de tales requisitos prescindimos, ningún fruto alcanzaremos; saberlos escoger y conducirlos con acierto y mesura es una de las labores más arduas que conozco. Un alma superior y fuerte sabe condescender con los hábitos de la infancia, al par que guiarlos. Yo camino con mayor seguridad y planta más segura al subir que al bajar.

Aquellos que como nuestro uso tiene por hábito aplican idéntica pedagogía y procedimientos iguales a la educación de entendimientos de diversas medidas y formas, engáñanse grandemente: no es de maravillar si en todo un pueblo de muchachos apenas se encuentran dos o tres que hayan podido sacar algún fruto de la educación recibida. Que el maestro no se limite a preguntar al discípulo las palabras de la lección, sino más bien el sentido y la sustancia; que se informe del provecho que ha sacado, no por la memoria del alumno, sino por su conducta. Convierte que lo aprendido por el niño lo explique éste en cien maneras diferentes y que lo acomode a otros tantos tantos casos para que de este modo pueda verse si recibió bien la enseñanza y la hizo suya, juzgando de sus adelantos según el método pedagógico seguido por Sócrates en los diálogos de Platón. Es signo de crudeza e indigestión el arrojar la carne tal y como se ha comido; el estómago no hizo su operación si no transforma la sustancia y la forma de lo que se le diera para nutrirlo. Nuestra alma no se mueve sino por extraña voluntad, y está ligada y constreñida, como la tenemos acostumbrada a las ideas ajenas; es sierva y cautiva bajo la autoridad de su lección: tanto se nos ha subyugado que se nos ha dejado sin libertad ni desenvoltura. Nuncuam tuteloe suoe fiunt.2[Nota 2]

Hallándome en Pisa tuve ocasión de hablar familiarmente con una persona excelente, tan partidaria de Aristóteles, que profesaba con cabal firmeza la creencia de que el toque y la regla de toda verdad e idea sólida era su conformidad con la doctrina aristotélica, y que fuera de tal doctrina todo era quimera y vacío; que Aristóteles lo había visto todo y todo lo habia dicho. Por haber sido esta proposición un tanto amplia, al par que injustamente interpretada, nuestro hombre se las hubo durante largo tiempo con la inqusición de Roma.

Debe el maestro acostumbrar al discípulo a pasar por tamiz todas las ideas que le transmita y hacer de modo que su cabeza no dé albergue a nada por la simple autoridad y crédito. Los principios de Aristóteles, como los de los estoicos o los de los epicúreos, no deben ser para él doctrina incontrovertible; propóngasele semejante diversidad de juicios, él escogerá si puede, y si no, permenecerá en la duda:

Che non men che saver, dubbiar m´aggrata:3[Nota 3]

pues si abraza, después de reflexionarlas, las ideas de Jenofonte y las de Platón, estas ideas no serán ya las de esos filósofos, serán las suyas: quien sigue a otro no sigue a nadie, nada encuentra, y hasta podía decirse que nada busca: que sepa darse razón al menos de lo que sabe. Es preciso que se impregne al espíritu de los filósofos; no basta con que aprenda los preceptos de los mismos; puede olvidar si quiere cuál fue la fuente de su enseñanza, pero a condición de sabérsela apropiar. La verdad y la razón son patrimonio de todos, y ambas pertenecen por igual al que habló antes que al que habla después. Tanto monta decir según el parecer de Platón que según el mío, pues los dos vemos y entendemos del mismo modo. Las abejas extraen el jugo de diversas flores y luego elaboran la miel, que es producto suyo, y no tomillo ni mejorona: así las nociones tomadas o otro, las transformará y modificará para con ellas ejecutar una obra que le pertenezca, formando de esta modo su saber y su discernimiento. Todo el estudio y todo el trabajo no deben ir encaminados a distinta mira que a su formación. Que sepa ocultar todo aquello de que se ha servido y exprese sólo lo que ha acertado a hacer. Los salteadores y los tramposos exhiben ostensiblemente sus fincas y las cosas que compran, y no el dinero que robaron o malamente adquirieron; tampoco veréis los honorarios secretos que recibe un empleado de la justicia, mostraraos sólo los honores y bienandanzas que obtuvo para sí y para sus hijos: nadie entera a los demás de lo que recibe, cada cual deja de ver solamente sus adquisiciones.

El fruto de nuestro trabajo debe consistir en transformar al alumno en mejor y más prudente. Decía Epicarmes que el entendimiento que ve y escucha es el que todo aprovecha, dispone de todo, obra domina y reina; todo lo demás no son sino cosas ciegas, sordas y sin alma. Voluntariamente convertimos el entendimiento de cobarde y servil por no dejarle la libertad que le pertenece.

¿Quién preguntó jamás a su discípulo la opinión que forma de la retórica y la gramática, ni de tal o cual sentencia de Cicerón? Son introducidas las ideas en nuestra memoria con la fuerza de una flecha penetrante, como oráculo en que las letras y la sílabas constituyen la sustancia de la cosa. Saber de memoria, no es saber, es sólo retener lo que se ha dado en guarda a la memoria. De aquello que se conoce rectamente se dispone en todo momento sin mirar el patrón o modelo, sin volver la vista hacia el libro. Pobre capacidad la que se saca únicamente de los libros. Transijo con que sirva de ornamento, nunca de fundamento, y ya Platón decía que la firmeza , la fe y la sinceridad constituyen la verdadera filosofía; las ciencias cuya misión es otra, y cuyo fin es distinto, no son más que puro artificio. Quisiera yo que la Paluël o Pompeyo, esos dos conocidos bailarines, nos enseñaran a hacer cabriolas con verlos danzar solamente, sin que tuviéramos necesidad de movernos de nuestros asientos; así pretenden nuestros preceptores adiestrarnos el entendimiento, sin quebrantarlo; fuera lo mismo el intentar enseñarnos el manejo del caballo, el de la pica , a tocar el laúd, o a cantar, sin ejercitarnos en estas faenas. Quieren enseñarnos a bien juzgar y a bien hablar sin acostumbrarno a lo uno y a lo otro. Ahora bien, para tal aprendizaje, todo lo que ante nuestra vista se muestra es libro suficiente: la malicia de un paje, la torpeza de un criado, una discusión de sobremesa, son otros tantos motivos de enseñanza.

Por esta razón es el comercio de los hombres marvillosamente adecuado al desarrollo del entendimiento, igualmente que la visita a países extranjeros, no para aprender solamente, como hace la nobleza francesa, los pasos que mide Santa Rotonda o la riqueza de los pantalones de la señora Livia; otros nos refieren cómo la cara de Nerón, conservada en alguna vieja ruina, es más larga o más ancha que la de otra medalla de la misma época. Todas éstas son cosas bien baladíes; se debe viajar para conocer el espíritu de los países que se recorren y sus costumbres y para frotar y limar nuestro cerebro con el de los demás. Yo quisiera que los viajes empezaran desde la infancia, y en primer término, para matar así de un tiro dos pájaros, por las naciones vecinas, en donde la lengua difiera más de la nuestra. Es indispensable conocer las lenguas vivas desde muy niño, de lo contrario, los idiomas no se pliegan luego a la pronunciación.

De igual modo es opinión de todos recibida, que no es conveniente educar a los hijos en el regazo de sus padres; el amor de éstos los enternece demasiado y hace flojos hasta a los más prudentes. No son los padres capaces ni de castigar sus faltas, ni de verlos alimentarse groseramente, como conviene que se haga; tampoco podrían soportar el verlos sudorosos y polvorientos después de algún ejercicio rudo, ni que bebieran líquidos demasiados calientes o fríos, ni el verlos sobre un caballo indócil, ni frente a un tirador de florete o un boxeador, como tampoco disparar la primera arcabuzada, cosas todas necesarias e indispensables. Tales ejercicios son el único medio de formar un hombre cual debe apetecerse, y ninguno hay que descuidar durante la juventud; hay que ir a veces contra los preceptos de la medicina:

Vitamque sub dio, et trepidis agat In rebus.4[Nota 4]

No basta sólo fortificar el alma, es preciso también endurecer los músculos; va el alma demasiado de prisa si muy luego no es secundada, y tiene por sí sola demasiada labor para bastar a dos oficios. Yo sé cuán penosamente trabaja la mía, unida como está a un cuerpo tan flojo y tan sensible que se encomienda constantemente a sus fuerzas, y con frecuencia advierto que en sus escritos mis maestros los antiguos presentan como actos magnánimos y valerosos, ejemplos que dependen más bien del espesor de la piel y dureza de los huesos, que del vigor anímico.

He visto hombres, mujeres y niños de tal modo constituidos, que un bastonazo les es menos sensible que a mí un capirotazo en las narices; que no mueven lengua ni pestañas ante los golpes que se les propinan. Cuando los atletas imitan a los filósofos en los pacientes, más que fortaleza de corazón, muestran vigor de nervios. Endurecerse al trabajo es endurecerse al dolor: Labor callum obducit dolori.5[Nota 5]Es preciso habituar al niño a la aspereza y fatiga de los ejercicios para acostumbrarle así a la pena y al sufrimiento de la dislocación, del cólico, cauterio, prisión y tortura. Estos males pueden, según los tiempos, caer sobre los buenos como caer sobre los malos. Sobrados ejemplos de ello vemos en nuestros días, pues lo que hoy combaten contra las leyes exponen a los suplicios y a la muerte a los hombres honrados.

La autoridad del preceptor, además, debe ser absoluta sobre el niño, y la presencia de los padres la imposibilita y aminora; a lo cual contribuyen también la consideración que la familia muestra al heredero y al conocimiento que éste tiene de los medios y grandeza de su casa. Circunstancia son éstas, a mi entender, que se truecan en graves inconvenientes.

En las relaciones que mantienen los hombres entre sí, he advertido con frecuencia que, en vez de adquirir conocimiento de los demás, no hacemos sino darle amplio de nosotros mismo, y preferimos mejor soltar nuestra mercancía que adquirirla nueva; la modestia y el silencio son cualidades útiles en la conversación. Se acostumbrará al niño a que no haga alarde de su saber cuando lo haya adquirido; a no contradecir las tonterías y patrañas que puedan decirse en su presencia, pues es descortés censurar lo que nos choca o desagrada. Conténtese con corregirse a sí mismo y no haga a los demás reproche de lo que disgusta, ni se ponga en contradicciones con las públicas costumbres: Licet sapere sine pompa, sine invidia.6[Nota 6] Huya de las maneras pedantescas y de la pueril ambición de querer aparecer a los ojos de los demás como más sutil de lo que es, y cual si fuera mercancía de difícil colocación no pretenda sacar partido de tales críticas y reparos. De igual modo que sólo incumbe a los grandes poetas emplear las licencias del arte, así también corresponde sólo a las almas grandes y a los espíritus elevados al ir contra la corriente general. Si quid Socrates aut Aristippus contra morem et consuetudinem fecerunt, idem sibi ne arbitretur licere: magnis enim illi et divinis bonis banc licentiam assequebantur.7[Nota 7]Debe acostumbrársele a no entrar en discusiones ni disputas más que cuando haya de habérselas con un campeón digno de ser contradicho. Debe hacerse de modo que sea escrupuloso en la elección de argumentos, al par que amante de la consición y la brevedad en toda discusión; debe acostumbrársele sobre todo a entregarse y a deponer las armas ante la verdad, luego que la advierta, ya nazca de las palabras de su adversario, ya surja de sus propios argumentos, por haber dado con ella de pronto; pues no estando obligado a defender ninguna cosa determinada, debe sólo interesarle aquello que apruebe, no perteneciendo al oficio en que por dinero contante se participa de una o de otra opinión, o se pertenece a uno o a otro bando.

Si el preceptor comparte mi manera de ver, enseñará a su discípulo a ser muy leal servidor de su soberano y además afectuoso y valiente, cuidando a la vez de que su cariño al príncipe no vaya más allá de lo que prescribe el deber público. Aparte de otros obstáculos que aminoran nuestra libertad por obligaciones especiales, la opinión de un hombre asalariado, o no es cabal y está sujeta a trabas, o hay motivo para tacharla. El verdadero cortesano no puede tener más ley ni más voluntad que las de su amo, quien entre millares de súbditos lo escogió para mantenerlo y eleverlo. Tal merced corrompe la franqueza del súbdito y la deslumbra; así vemos de ordinario que el lenguaje de los cortesanos difieren del de las demás gentes del Estado y que gozan de escaso crédito cuando hablan de la corte.

Que la virtud y la honradez resulten en sus palabras, y que éstas vayan siempre encaminadas a la razón. Persuádasele de que la declaración del error que encuentro en sus propios razonamientos, aunque sea él solo quien lo advierta, es clara muestra de sinceridad y de buen juicio, cualidades a que debe siempre tender, pues la testarudez y el desmedido deseo de sustentar las propias aserciones son patrimonio de los espíritus bajos, mientras que el volver sobre su aviso, corregirse, apartarse del error en el calor mismo de la discusión, arguye cualidades muy principales, al par que un espíruto elevado y filosófico. Debe acostumbrársele a que cuando se encuentre en sociedad fije en todas partes su atención, pues suele ocurrir que los sitios de preferencia ocúpanlos las personas de menor mérito, y las que gozan de mayor fortuna no comulgan con la capacidad. En una ocasión he visto, sin embargo, que mientras en lo más apartado de una mesa hablábase de la hermosura de una tapicería o del sabor de la malvasía, en el otro extremo se hacía gala de ingenio de buena ley, en que los primeros no ponían la menor atención. Debe acostumbrársele a sondear el alcance de los rasgos de cada hombre en particular: el boyero, el albañil, la persona que pasa por la calle, todo debe examinarlo y apoderarse de lo característico de cada uno, pues todo es bueno para la casa; la misma torpeza y desacierto ajenos serviránle de instrucción, y en el examen de las buenas y desdeñará las malas.

Sea inspirado su entendimiento por una curiosidad legítima que le haga informarse de todas las cosas; todo aquello que haya de curioso en derredor suyo debe verlo ya sea un edificio, una fuente, un hombre, el sitio en que se libró una antigua batalla, el paso de César o el de Carlomagno:

Quoe tellus sit lenta gelu, quoe putris ab oestu; Ventus in Italiam quis bene vela ferat,8[Nota 8]

informarse a la vez de las costumbres, recursos y alianzas de éste o aquel príncipe; cosas son éstas que gusta aprender y el saberlas es muy útil.

Al hablar del trato de los hombres incluyo entre ellos y por modo principalísimo a los grandes, aquellos que no viven sino en los libros; debe frecuentar los historiadores que relataron la vida de las almas principales de los siglos más esclarecidos. Es éste para muchas gentes un estudio baladí, mas para los espíritus delicados ocupación que procura frutos inestimables y el único que según Platón los lacedemonios se reservaron para sí mismo. Puede sacar, por ejemplo, gran provecho y enseñanza con la lectura de las vidas de Plutarco; pero que el preceptor no pierda de vista cuál es el fin de sus desvelos; que no pongan tanto interés en enseñar a su discípulo la fecha de la ruina de Cartago como las costumbres de Escipión y Aníbal; ni tanto en informarle del lugar donde murió Marcelo como en hacerle ver que allí le encontró la muerte por no haber estado en la altura de su deber. Que no ponga tanto interés en que aprendan los sucesos como en que sepa juzgarlos; es a mi modo de ver la historia la parte en que los espíritus se aplican de manera más diversa, sacando cada cual consecuencias diversas, según sus peculiares dotes; yo he leído en Tito Livio cien cosas que otro no ha leído. Plutarco ha leído ciento más, que yo no he sabido encontrar, y acaso haya entre ellas muchas en que el autor ni pensó siquiera; es para unos la historia un simple estudio de gramática , es para otros la investigación recóndita de los principios filosóficos que explican las acciones más oscuras de la humana naturaleza. Hay en Plutarco amplios discursos que son muy dignos de ser sabidos, y según mi dictamen, es maestro acabado en tales materias; mas hay otros que el historiador no ha hecho más que indicar ligeramente, señalando sólo como de pasada el camino que podemos seguir si queremos profundizarlos. Preciso es, pues, arrancarlos del lugar donde se encuentra y hacerlo nuestros, como por ejemplo, la siguiente frase: que los habitantes de Asia obedecían a uno sólo por ignorar la pronuciación de una sola sílaba, la sílaba no. Acaso fue este el pasaje el que dio ocasión a La Boëtie para escribir su Discurso sobre la servidumbre voluntaria. ¡Lástima que los hombres de gran entendimiento propendan con exceso a la coincisión! Sin duda con ello su reputación no disminuye ni su valer decrece; mas para nosotros, que valemos mucho menos, el exceso de laconismo perjudica nuestra enseñanza. Gusta más Plutarco de ser estimado por sus juicios que por su saber; prefiere, antes que saciarnos, que nos quedemos con apetito, y comprende que hasta leyendo cosas excelentes puede fatigarse el lector, pues sabe que Alexandridas censuró con justicia a un hombre que hablaba con acierto a los eforos, pero que diluía demasiado las ideas: "¡Oh, extranjero, díjole , si bien nos cuentas cosas agradables, las expones de un modo inconveniente!" Los que tienen el cuerpo flaco lo abultan interiormente; así aquellos cuyas ideas son insignificantes las inflan con palabras.

La frecuentación del mundo y el trato de los hombres procuran clarividencia de juicio; vivimos como encerrados en nosotros mismos; nuestra vista no alcanza más allá de nuestras narices. Preguntado Sócrates por su patria, respondió no soy de Atenas, sino soy del mundo. Como tenía la imaginación amplia y comprensiva, abrazaba el universo cual su ciudad natal, extendiendo su conocimiento, sociedad y afecciones a todo el género humano, no como nosotros que sólo extendemos la mirada a lo que cae bajo nuestro dominio. Cuando las viñas se hielan en mi lugar, asegura el cura que la causa del mal es un castigo del cielo que el Señor envía al género humano, y afirma que la sed ahoga ya hasta a los caníbales. Considerando nuestras guerras intestinas, ¿quién no juzga que el mundo se derrumba y que tenemos encima el día del juicio final? Al abrigar tal creencia no se para mientes en que mayores males han acontecido, ni tampoco que en las diez mil partes del universo las cosas no van mal en igual momento. Yo en presencia de tantas licencias y desórdenes, y de la impunidad de los mismos, más bien encuentro que nuestras desdichas son blancas.Quién recibe todo el granizo sobre su cabeza cree que la tempestad reina en todo el hemisferio, y a este propósito merece citarse el dicho del saboyano, el cual entendía que el rey de Francia había sido un tonto, pues de haber sabido conducir con acierto sus intereses, hubiera llegado a ser mayordomo de su duque; su cabeza no concebía más elevada jerrarquía que la de su amo. Insensiblemente todos permanecemos en error análogo, que acarrea graves consecuencias y prejuicios. Mas quien se representa como en un cuadro esta dilatada imagen de nuestra madre naturaleza en su cabal majestad; quien lea en su aspecto su general y constante variedad quien se considere no ya el mismo, sino todo un trazo casi imperceptible, sólo ése estima y juzga las cosas de un modo adecuado a su cabal magnitud.

Este mundo dilatado, que algunos multiplican todavía como las especies dentro de su género, es el espejo en que para conocernos fielmente debemos contemplar nuestra imagen. En conclusión, mi deseo es que el universo entero sea el libro de nuestro escolar. Tal diversidad de caracteres, sectas juicios, opiniones, costumbres y leyes, enséñanos a juzgar rectamente de los nuestros peculiares, y encamina nuestro criterio al reconocimiento de su imperfección y de su natural debilidad; este aprendizaje reviste la mayor importancia; tantos cambios surgidos, así en el Estado como en la pública fortuna, nos enseñan a no admirarnos de la nuestra; tantos hombres, tantas victorias y conquistas, éstas y aquéllos enterrados en el olvido, hacen ridícula la esperanza de eternizar nuestro hombre por el mérito de habernos apoderado de diez mezquinos soldados y de un gallinero, cuya existencia salió a la luz por la nueva de nuestra acción; la vanidad y el orgullo de tantas extrañas pompas, la majestad inflada de tantas cortes y grandezas, nos afirma y asegura en la consideración de la nuestra, haciendo que la juzguemos atinadamente, con ojos serenos; tantos millares de hombres que vivieron antes que nosotros fortifícanos y nos ayudan a no temer el ir a encontrar al otro mundo tan excelente compañía. Nuestra vida, decía Pitágoras, se asemeja a la grande y populosa asamblea de los juegos olímpicos; unos ejercitan su cuerpo para alcanzar renombre en los juegos; otros en el comercio para lograr ganancias, y otros hay, que no son ciertamente los más insignificantes, cuyos fines consisten sólo en investigar la razón de la vida de los demás hombres para ordenar y juzgar la suya propia.

A estos ejemplos podrán acompañar todas las sentencias más provechosas de la filosofía, por virtud de las cuales deben juzgarse los actos humanos. Se le enseñará:

Quid fas opture, quid asper Utile mummus habet; patrioe carisque propinquis Quantum elargiri deceat: quem te Deus esse. Jussit, et humana qua parte locatus es in re; Quid sumus, aut quidam victuri gignimur...9[Nota 9]

qué cosa es saber y qué cosa es ignorar; cuál debe de ser el fin del estudio; qué cosas sean el valor, la templeza y la justicia; la diferencia que existe entre la ambición y la avaricia, la servidumbre y la sujeción; la libertad y la licencia, cuáles son los caracteres que reviste el sólido y verdadero contentamiento; hasta qué punto son lícitos el temor de la muerte, el dolor y la deshonra;

Et quo quemquo modo fugiatquo foratquo laborem,10[Nota 10]

cuáles son los resortes que nos mueven y la causa de las múltiples agitaciones que residen en nuestra naturaleza, pues entiendo que los primeros discursos que deben infiltrarse en su entendimiento deben ser los que tienden al régimen de sus costumbres y sentidos; los que le enseñen a conocerse, a bien vivir y a bien morir. Entre las artes liberales, comencemos por las que nos hacen libres; todas, cada cual a su manera, contribuyen a nuestra profesión. Si sabemos restringir aquello que es pertinente a nuestro estado, si a sus naturales y justos límites lo reducimos, veremos que la mayor parte de las ciencias que se estudian son inútiles a nuestro fin particular; y que aun entre las de utilidad reconocida, hay muchas partes profundas inútiles de todo en todo, que procediendo buenamente debemos dejar a un lado. Con arreglo a los principios en que Sócrates fundamentaba la educación, debe prescindirse de todo cuanto no nos sea provechoso:

Sapere aude, Incipe: vivendi recte qui prorogat boram, Rusticus expectat dum defluat amnis; at ille Labitur, et labetur in omne volubilis oevum11[Nota 11]

Es inocente el enseñar a nuestros hijos:

Quid maveant Pisces, animosaque signa leonis Lotus et Hesperia quid Capricornus aqua;12[Nota 12]

la ciencia de los astros y el movimiento de la octava esfera antes que los suyos propios: sus inclinaciones y pasiones y los medios de gobernar unas y otras:

Graphics13[Nota 13]

Anaxímenes escribía a Pitágoras: "¿Qué provecho puedo yo sacar del conocimiento de la marcha de los astros cuando tengo siempre presentes ante mis ojos la muerte y la servidumbre?" En aquella época los reyes persas preparaban la guerra contra los griegos. Cada cual debe de hacerse la consideración siguiente: "Hallándome devorado por la ambición, la avaricia, la superstición, la temeridad y albergando además interiormente otros tantos enemigos de la vida, ¿es lícito que me preocupe del sistema del mundo?"

Luego de haberle enseñado todo cuando contribuye a hacerle mejor y más juicioso , se les mostrará qué cosas son la lógica, la física, la geometría, la retórica; y la ciencia que particularmente cultive, teniendo ya el juicio formado, muy luego la poseerá. Recibirá la enseñanza por medio de explicaciones unas veces, y por medio de los libros otras; ya el preceptor le suministrará la doctrina del autor que estudie, ya le ofrecerá la misma doctrina extractada y aclarada; y si el discípulo no posee fuerzas bastante para encontrar en los libros todo lo bueno que contiene para sacar la enseñanza que persigue, deberá procurársele un maestro especial en cada materia para que adoctrine completamente al alumno. Que tal enseñanza es más util y natural que la de Gaza, ¿quién puede dudarlo? Consistía la de este gramático en preceptos oscuros e ingratos, en palabras vanas y descarnadas, en las cuales nada había que contribuyera a despertar el espíritu. En el método que yo preconizo, el espíritu encuentra materia con qué nutrirse; el que se alcanza es sin comparación mayor, y así llegará más pronto a la madurez.

Es cosa digna de fijar la atención lo que en nuestro siglo acontece; la filosofía constituye hasta para las personas de mayor capacidad una ciencia quimérica y vana que carece de aplicación y valor, así en la teoría como en la práctica. Entiendo que la causa de tal desdén son los ergotistas que se han apostado en sus avenidas y la han disfrazado y adulterado. Es error grande presentar como inaccesible a los niños las verdades de la filosofía, considerándolas con tiesura y ceño terribles; ¿quién ha osado disfrazármela con apariencias tan lejanas a la verdad, con tan adusto y tan odioso rostro? Nada hay, por el contrario, más alegre, divertido, jovial, y estoy por decir que hasta juguetón. No pregona la filosofía sino fiesta y tiempo apacible; una faz triste y transida proclama que de ella la filosofía está ausente. Demetrio el gramático encontró en el templo de Delfos una reunión de filósofos y les dijo: "O yo me engaño grandemente, o al veros en actitud tan reposada y alegre no sotenéis disquisición ninguna". A lo cual uno de ellos, Heracleo de Megara, respondió: " Bueno es eso para los que enseñan si el futuro del verbo Graphicsduplica la Graphics o para los que estudian los derivados de los comparativos Graphics y Graphics y de los superlativos Graphics y GraphicsGraphics pues menester es que los tales arruguen su ceño a causa de su ciencia; por lo que toca a las máximas de la filosofía, alegran y regocijan a los que de ellas tratan muy lejos de ponerlos graves ni de contristarlos"

Deprendas animi tormenta latentis in oegro Corpore: deprendas et gaudia: sumit utrumque Inde habitum facies14[Nota 14]

El alma que alberga la filosofía debe, para la cabal salud de aquélla, hacer sana la materia; la filosofía ha de mostrar hasta exteriormente el reposo y el bienestar; debe formar a semejanza suya el porte externo y procurarle, por consiguiente , una dignidad agradable, un aspecto activo y alegre y un semblante contento y benigno. El testimonio más seguro de la sabiduría es un gozo constante interior; su estado, como el de las cosas superlunares, jamás deja de ser la serenidad y la calma; esos terminajos de baroco y baralipton,15[Nota 15] que convierten la enseñanza de los sabios artificiales en tenebroso lodazal, no son la ciencia, y los que por tal la tienen, o los que de tal suerte la explican, no la conocen más que de oídas. ¡Cómo! La filosofía, cuya misión es serenar las tempestades del alma; enseñar a resistir las fiebres y el hambre con continente sereno, no valiéndose de principios imaginarios, sino de razones naturales y palpables, tienen la virtud por témino, la cual no está como la escuela asegura, colocada en la cúspide de un monte escarpado e inaccesible; los que la han visto de cerca, considéranla, por el contrario, situada en lo alto de una hermosa planicie, fértil y floreciente, bajo la cual contempla todas las cosas; y quien sabe la dirección puede llegar a ella fácilmente por una suave y amena pendiente cubierta de grata sombra y tapizada de verde césped. Por no haber logrado alcanzar esta virtud suprema, hermosa, triunfante, amorosa y deliciosa, al par que valerosa, natural e irreconciliable enemiga de todo desabrimiento y sin sabor, de todo temor y violencia, que tiene por guía la naturaleza y por compañeros la fortuna y el deleite, los pedantes la han mostrado con semblante triste, querellosos, despechado, amenazador y avinagrado, y la han colocado sobre la cima de escarpada roca, en medio de abrojos, cual si fuera un fantasma para sembrar el pasmo entre las gentes.

Nuestro preceptor, que conoce su deber de que el discípulo ame y reverencie la virtud, le mostrará que los poetas siguen las tendencias comunes, y le hará ver de un modo palpable que los dioses se han mostrado siempre más propicios a Venus que a Pallas. Cuando el niño llegue a la edad viril, le ofrecerá a Bradamante o a Angélica por amadas, a quienes adorna una belleza ingenua , activa generosa; no hombruna, sino vigorosa, al lado de una belleza blanda, afectada, delicada, en conclusión artificial: la una disfrazada de mancebo, cubierta la cabeza con su brillante casco; la otra con traje de doncella, adornada la suya con una toca cubierta de perlas. El maestro juzgará varonil su pasión si va por diverso camino que el afeminado pastor de Frigia.

Enseñará además el maestro que el valor y alteza de la virtud verdadera residen en la facilidad, utilidad y placer de su ejercicio, tan apartado de toda traba, que hasta los niños pueden practicarla del propio modo que los hombres, así los sencillos como los sutiles. El método será su instrumento, no la violencia. Sócrates se colocaba al nivel de su escolar para mayor provecho, facilidad y sencillez de su doctrina. Es la virtud la madre que alimenta los placeres humanos, y al par que los mantiene en el justo medio, contribuya a hacerlos puros; al moderarlos los mantiene en vigor y nos hacen desearlos; eliminados los que no admite, nos trueca en más aptos para disfrutar de los que no son lícitos, y no lo son muchos; todos los que la naturaleza nos permite soportar, no sólo hasta la sociedad, sino hasta el cansancio a menos que creamos lo que detiene al bebedor antes de la borrachera, el glotón antes de la indigestión y al lascivo antes de la calvicie, sean enemigos de nuestros placeres. Si la fortuna le falta, la virtud hace que prescinda de ella, que no la eche de menos, forjándose otra que le pertenezca por entero. Sabe la virtud ser rica, sabia y poderosa y reposa en perfumada pluma; ama la vida, la belleza, la gloria y la salud, pero su particular misión consiste en usar con templanza de tales bienes y en que estemos siempre apercibidos a perderlos: oficio más noble que rudo, sin el apoyo del cual toda humana existencia se desnaturaliza, altera y deforma, y puede a justo título representarse llena de escollo y arbustos espinosos, de monstruos.

Si el discípulo es de tal condición que prefiere oír la relación de una fábula a la narración de un viaje interesante o a escuchar una máxima profundidad; si al toque del tambor, que despierta el belicoso fuego de sus compañeros, permanece indiferente y prefiere ver las mojigangas de los titireteros; si no encuentra más grato y dulce volver polvoriento y victorioso de su combate, que del baile o juego de pelota, con el premio que acompaña a estas diversiones, en tal caso no encuentro otro remedio sino que tempranamente el preceptor le estrangule cuando nadie le vea, o que le coloque de aprendiz en la pastelería de alguna ciudad, aunque sea el hijo de un duque, siguiendo el precepto de Platón, que dice: "Es preciso establecer a los hijos según la capacidad de su espíritu y no conforme al talento de sus padres".

Puesto que la filosofía nos instruye en la práctica de la vida y la infancia es tan apta como las otras edades para recibir sus lecciones, ¡qué razón hay para que dejemos de suministrárselas?

Udum et molle lutum est; nunc properandus, et acri Fingendus sine fine rota.16[Nota 16]

Se nos enseña a vivir cuando nuestra vida ya ha pasado. Cien escolares han tenido el mal venéreo antes de haber llegado a estudiar el tratado Templanza, de Aristóteles. Decía Cicerón que, aun cuando viviera la existencia de dos hombres, no perdería su tiempo estudiando los poetas líricos. Considero yo a nuestros tristres ergotistas como mucho más inútiles. Nuestros discípulos tienen mucha más prisa; a la pedagogía no debe más que los quince primeros años de su vida, el resto pertenece a la acción. Empleamos aquel tiempo tan reducido sólo en las instrucciones necesarias; apartemos esas sutilezas espinosas de la dialéctica, de que nuestra vida no puede sacar ningún provecho; hagamos sólo méritos de los sencillos discursos de la filosofía, sepamos escogerlos y emplearlos oportunamente: son tan fáciles de comprender como un cuento de Boccacio; están al alcance de un niño recién destetado: más a su alcance que el aprender a leer y a escribir. La filosofía encierra máxima lo mismo para el nacimiento del hombre que para su decrepitud.

Soy del parecer de Plutarco: Aristóteles no amaestró tanto a su gran discípulo en el artificio de componer silogismos ni en los principios de la geometría como le instruyó en los relativos al valor, proeza, magnanimidad, templanza y seguridad de no temer nada. Merced a provisión tan sana , pudo Alejandro, siendo casi un niño, subyugar el imperio del mundo con treinta mil infantes, cuatro mil soldados de a caballo y cuarenta y dos mil escudos solamente. Las demás ciencias y artes, dice Aristóteles que Alejandro las honraba; poseía y alababa su excelencia, mas sólo por el placer que en ellas encontraba; su afición no le llevaba hasta el extremo de quererlas ejercer.

Petite binc, juvenesque senesque, Finem animo certum, miserisque viatica canis17[Nota 17]

Dice Epicuro al principio de su carta a Meniceo, "que ni el más joven rehúsa el filosofar ni el más viejo se cansa". Por todas las razones dichas no quiero que se le deje a la merced del humor melancólico de un furioso maestro de escuela: no quiero que su espíritu se corrompa teniéndole aherrojado, sujeto al trabajo durante catorce o quince horas, como un mozo de cordel, ni aprobaría el que, si por disposición solitaria y melancólica el discípulo se da al estudio de un modo excesivo, se aliente en él tal hábito: éste les hace ineptos para el trato social y los aparta de más provechosas ocupaciones. ¡Cuántos hombres he visto arrocinados por avidez temereria de ciencia! El filósofo Carneades se trastornó tanto por el estudio que jamás se cortaba el pelo ni las uñas. No quiero que se inutilicen las felices disposiciones del adolescente a causa de la incivilidad y la barbarie de los preceptores. La discreción francesa ha sido de antiguo considerado como proverbial, nacía en los primeros años y su carácter era el abandono. Hoy mismo vemos que no hay nada tan simpático como los pequeñuelos en Francia; mas ordinariamente hacen perder la esperanza que hiciera concebir, y cuando llegan a la edad de hombres, en ellos no se descubre ninguna cualidad excelente. He oído asegurar a personas inteligentes, que los colegios donde reciben la educación, de los cuales hay tantísimo número, los embrutecen y adulteran.

A nuestro discípulo, un gabinete, un jardín, la mesa y el lecho, la soledad, la compañía, la mañana y la tarde, todas las horas le serán favorables; los lugares todos serviránle de estudio, pues la filosofía, que como formadora del entendimiento y costumbres constituirá su principal enseñanza, goza del privilegio de mezclarse en todas las cosas. Hallándose en un banquete rogaron a Isócrates, el orador, que hablara de su arte, y todos convinieron en que su respuesta fue cuerda al contestar que no era aquel lugar ni ocasión oportunos para ejecutar lo que él sabía hacer, y que lo que más adecuado a aquella circunstancia era precisamente de lo que él no se sentía capaz. En efecto, pronunciar discursos o proponer discusiones retóricas ante un concurso cuyo intento no es otro que la diversión y la pitanza, hubiera sido cosa fuera de propósito, e igualmente si se hubiese hablado de cualquiera otra ciencia. Mas por lo que respecta a la filosofía, en la parte que trata del hombre y de sus deberes, todos los sabios han opinado que por la amenidad no deben rechazarse de los festines ni de las diversiones, y Platón, que la llevó a su diálogo "El Banquete", hace que los circunstantes hablen de un modo ameno, en armonía con el tiempo y el lugar, aunque se trataba de las máximas más elevadas y saludables de la sabiduría.

AEeque pauperibus prodest, locupletibus oeque Et, neglecta, oeque pauris senibusque nocebit.18[Nota 18]

De suerte que nuestro discípulo vagará menos que los demás. Del propio modo que los pasos que empleamos en recorrer una galería, aunque ésta sea tres veces más larga que un camino de ante mano designado, nos ocasionan menos cansancio, así nuestra enseñanza administrada como por acaso, sin obligación de tiempo ni lugar, yendo unida a todas nuestras acciones, pasará sin dejarse sentir. Los juegos mismos y los ejercicios corporales constituirán una buena parte del estudio; la carrera, la lucha, la música, la danza, la caza, el manejo del caballo y las armas. Yo quiero que el decoro, el don de gentes y el aspecto todo de la persona sean moderados al propio tiempo que el alma. No es un alma, no es tampoco un cuerpo lo que el maestro debe tratar de formar, es un hombre; no hay que elaborar dos organismos separados, y como dice Platón, no hay que dirigir el uno sin el otro, sino conducirlos por igual, como se conduce un tronco de caballos sujeto al timón. Y si seguimos los consejos del propio filósofo a este respecto, veremos que concede más espacio y solicitud mayor a los ejercicios corporales que a los espíritu, por entender que éste aprovecha al propio tiempo de los de aquél en vez de con ellos perjudicarse.

Debe presidir a la educación una dulzura severa, no como se practica generalmente; en lugar de invitar a los niños al estudio de las letra, se les brinda sólo con el horror y la crueldad. Que se alejen la violencia y la fuerza, nada hay a mi juicio que bastardee y transtorne tanto una naturaleza bien nacida. Si queréis que el niño tenga miedo a la deshonra y al castigo, no le acostumbréis a ellos, acostumbradle más bien a la fatiga y al frío, al viento, al sol, a los accidentes que le precisa menospreciar. Alejad de él toda blandura y delicadeza en el vestir y en el dormir, en el comer y en el beber, que con todo se familiarice, que no se convierta en un muchachón hermoso y afeminado, sino que sea un mozo lozano y vigoroso. Las mismas han sido mis ideas siendo niño, joven y viejo, en la materia de que voy hablando; mas entre otras cosas, los procedimientos que se emplean en la mayor parte de los colegios me han disgustado siempre: con mucha mayor cordura debieran emplearse la indulgencia. Los colegios son una verdadera prisión de la juventud cautiva, a la cual se convierte en relajada castigándola antes de lo que sea.

Visitad un colegio a la hora de las clases, y no oiréis más que gritos de niños a quienes se martiza; y no veréis más que maestros enloquecidos por la cólera. ¡Buenos medios de avivar el deseo de saber en almas tímidas y tiernas, el guiarlas así con el rostro feroz y el látigo en la mano! Quintiliano dice que tal autoridad imperiosa junto con los castigos, acarrea, andando al tiempo, consecuencias peligrosas. ¿Cuándo mejor no sería ver la escuela sembrada de flores, que de trozos de mimbres ensangrentados? Yo colocaría en ella los retratos de la Alegría, el Regocijo, Flora y las Gracias, como los colocó en la suyas el filósofo Speusipo. Así se hermanaría la instrucción con el deleite; los alimentos saludables al niño deben dulcificarse, y los dañinos amargarse. Es maravilla ver el celo que Platón muestra en sus Leyes en pro del deleite y la alegría, y cómo se detiene en hablar de sus carreras, juegos, canciones, saltos y danzas, de los cuales dice que la antigüedad concedió la dirección a los dioses mismos: Apolo, las Musas y Minerva; extiéndese en mil preceptos relativos a sus gimnasios; en la enseñanza de la gramática y la retórica se detiene muy poco, y la poesía no la ensalza ni recomienda sino por la música que la acompaña.

Toda rareza y singularidad en nuestros usos y costumbres debe desarraigarse y aniquilarse como monstruosa y enemiga de la comunicación social. ¿Quién no se maravillará de la complexión de Demofón maestresala de Alejandro, que sudaba a la sombra y temblaba al sol? Yo he visto alguien que huía del olor de la manzana con más horror que del disparo de los arcabuces ; otros , a quienes un ratón atemorizaba; otros, en quienes la vista de la leche provocaba naúseas; otros que no podían ver ahuecar un colchón. Germánico era incapaz de soportar la presencia y el canto de los gallos. Puede quizás a tales rarezas presidir alguna razón oculta, pero ésta se extinguirá sin duda acudiendo con el remedio a tiempo. La educación ha logrado que yo, salvo la cerveza, todo lo demás me sea indifrente para mi sustento. Bien que para llegar a tal resultado hubo que vencer algunas dificultades.

El cuerpo está todavía flexible; débese, pues, plegar a todos los hábitos y costumbres; y siempre y cuando que pueda mantenerse el apetito y la voluntad domados, debe hacerse al joven apto para vivir en todas las naciones y en todas las compañías; más todavía: que no le sean extraños el desorden y los excesos, si es preciso. Que sus costumbres sigan el uso común; que pueda poner en práctica todas las cosas y no guste realizar sino las que sean buenas. Los filósofos mismos no alababan en Callisthenes el que perdiera la gracia de Alejandro, su señor, por que no quiso beber con él a competencia. Nuestro joven reirá, loqueará con el príncipe y tomará parte en la francachela misma, hasta sobrepujar a sus compañeros en vigor, firmeza y resistencia: no debe dejar de practicar el mal ni por falta de fuerza ni por falta de capacidad, sino por falta de voluntad. Multum interest utrum peccare aliquis nolit an nesciat.19[Nota 19] Tratando de honrarle, pregunté a un señor, enemigo de toda suerte de desórdenes cual ninguno, cuántas veces se había emborrachado en Alemania, por requerirlo así los asuntos del rey de Francia: respondióme que tres, y me relató en qué circuntancias. Sé de algunos que por hallarse imposibilitados de hacer otro tanto pasaron graves apuros en aquella nación. He profesado siempre admiración grande por la maravillosa naturaleza de Alcibíades, que se acomodaba sin violencia alguna a las circunstancias más opuestas, sin que su salud sufriese ni remotamente: tan pronto sobrepujaba la pompa y suntuosidad persas, como la austeridad y frugalidad lacedemonias, como la sobriedad de Esparta, como la voluptuosidad de Jonia:

Omnis Aristippum decuit color, et status, et res.20[Nota 20]

Así quisiera yo formar mi discípulo.

Quem duplici panno patientia velat, Mirabor, vitoe via si conversa decebit, Personamque feret non inconcinnus utranque21[Nota 21]

Tales son mis principios; aprovechará mejor quien los practique que quien los sepa. ¡A Dios no plegue, dice un personaje de los diálogos de Platón, que el filosofar consista en aprender diversas ciencias y la práctica de las artes! Hanc amplisimam omnium artium bene vivendi disciplinam, vita magis, quam litteris, persecuti sunt.22[Nota 22]León, príncipe de los fliasienos, preguntó a Heráclito Póntico cuál era la ciencia o arte que ejercía: "No ejerzo arte ni ciencia alguna; soy filósofo", respondió. Censurábase a Diógenes el que siendo ignorante discutieran sobre filosofía: " Mejor puedo hablar porque soy ignorante", repuso. Hegesias rogóle que le leyera algo: " bromeáis, repuso Diógenes; del propio modo que preferís las brevas auténticas y naturales a las pintadas, así debéis preferir también las enseñanza naturales a las pintadas, así debeís preferir también las enseñanzas naturales, auténticas, a las escrituras".

El discípulo no recitará tanto la elección como la practicará; en sus acciones. Se verá si preside la prudencia en sus empresas; si hay bondad y justicia en su conducta; si hay juicios y gracia en su conversación, resistencia en sus enfermedades, modestia en sus juegos, templanza en sus placeres, método en su economía e indiferencia en su paladar, ya se trate de comer carne o pescado, o de beber vino o agua. Qui disciplinam suam non ostentationem scientioe, sed legem vitoe putet; quique obtemperet ipse sibi, et decretis pareat. 23[Nota 23] El verdadero espejo de nuestro espíritu es el curso de nuestras vidas. Zeuxidamo contestó a alguien que le preguntaba por qué los lacedemonios no escribían sus preceptos sobre la proeza, y una vez escritos por qué no los daban a leer a los jóvenes, escritos porque preferían mejor acostumbrarlos a los hechos que a las palabras. Comparad nuestro discípulo así formando, a los quince o deiciséis años; comparadle con uno esos latinajeros de colegio, que habrá empleado tanto tiempo como nuestro alumno en educarse, en aprender a hablar; solamente a hablar. El mundo no es más que pura charla, y cada hombre habla más bien más que menos de lo que debe. Así la mitad del tiempo que vivimos no se nos va en palabrería; se nos retiene cuatro o cinco años oyendo vocablos y enseñándonos a hilvanarlos en claúsulas; cinco más para saber desarrollar una disertación mediamente, y otros cinco para adornarla sutil y artísticamente. Dejemos todas estas vanas retóricas a los que de ellas hacen profesión expresa.

Caminando un día hacia Orleáns encontré antes de llegar a Clery dos pedagogos que venían de Burdeos; cincuenta pasos separan al uno del otro; más lejos, detrás de ellos, marchaba una tropa con su jefe a la cabeza, que era el difunto conde de la Rochefoucault. Uno de los míos se informó por uno de los profesores de quien era el gentil hombre que caminaba tras él, y el maestro, que no había visto a los soldados, y que creía que le hablaban de su compañero, respondió sonriéndose: "No es gentilhombre, es un gramático, y yo soy profesor de lógica". Ahora bien; nosotros que pretendemos formar no un gramático ni un lógico, sino un getilhombre, dejémosle perder el tiempo; nuestro fin nada tiene que ver con el de los pedagogos. Si nuestro discípulo está bien provisto de observaciones y reflexiones, no echará de menos las palabras, las hallará demasiado, y si no quieren seguirle de grado seguiránle por fuerza. Oigo a veces a gentes que se excusan por no poderse expresar y simulan tener en la cabeza muchas cosas buenas que decir, pero que por falta de elocuencia no puede exteriozarlas ni formularlas; todo ello es pura filfa. ¿Sabéis, a mi dictamen, en qué consiste la razón? En que no son ideas lo que tienen en la mollera, sino sombras, que proceden de concepciones informes, que tales personas no pueden desenvolver ni aclarar en su cerebro, ni por consiguiente exteriorizar; tampoco gentes así se entiende ellas mismas: ved cómo tartamudean en el momento de producirse. Desde luego puede reconocerse que su trabajo no está maduro sino en el punto de la concepción, y que no hacen más que dar suelta a la materia imperfecta. Por mi parte creo, y Sócrates así lo dice, que quien está dotado de un espíritu alerta y de una imaginación clara, acertará a expresarse siempre, aunque sea en bergamesco;24[Nota 24] aunque sea por gestos, si es mudo:

Verbaque proevisam rem non invita sequentur25[Nota 25]

Y como decía tan poética y acertadamente Séneca en prosa: quum res animum occupavere, verba ambiunt,26[Nota 26]y Cicerón: ipsoe res verba rapiunt.27[Nota 27]Ignorando lo que es ablativo, subjuntivo y sustantivo; desconociendo la gramática, tan ignorante como su lacayo o una sardinera del Puentecillo, os hablarán, a vuestro sabor, si así lo deseáis , y sin embargo así faltarán a los preceptos de su habla como el mejor de los catedráticos de Francia. Desconocen la retórica, el arte de captarse de antemano la benevolencia del cándido lector, poco les importa el no saberlas. Todo ese artficio dasaparece al punto ante el brillo de una verdad ingenua y sencilla; tales adornos sólo sirven para cautivar al vulgo, incapaz de soportar los alimentos más nutritivos y resistentes, cual claramente muestra Afer en escrito de Tácito. Los embajadores de Samos comparecieron ante Cleomenes, rey de Esparta, cada uno de ellos preparado con un hermoso y largo discurso, para moverle a que emprendieran la guerra contra el tirano Policrates. Luego que los hubo dejado hablar cuanto quisieron, respondióles: " En cuando a vuestro comienzo y exordio no lo recuerdo ya, ni por consiguiente tampoco del medio; y por lo respecta a la conclusión, nada quiero tampoco saber ni hacer". He aquí una buena respuesta, a lo que yo entiendo, y unos enrendadores que se lucieron en su embajada. ¿Y qué diréis de otro ejemplo? Tenían los atenieses nacesidad de escoger entre dos arquitectos para construir un gran edificio; el primero de ellos, más estirado, presentóse con un pomposo discurso premeditado sobre el asunto en cuestión, y procuróse con él los aplausos del pueblo; mas el segundo remató su oración en tres palabras, diciendo: "Señores atenienses: todo lo que éste ha dicho lo haré yo". Ante la elocuencia de Cicerón muchos se llenaban de pasmo; Catón se reía, añadiendo: "Tenemos un gracioso cónsul". Vaya delante o detrás, una sentencia útil, un rasgo hermoso, están siempre en lugar pertinente. Aunque no cuadre bien a lo que precede ni a lo que sigue, bien están por sí mismo. Yo no soy de los que creen que la buena medida de los versos sea sólo esencial para el buen poema; dejad al poeta alargar una sílaba corta no nos quejemos por ello: si la invención es agradable y si el espíritu de la obra y las ideas son como deben ser tenemos un buen poeta, diré yo, pero mal versificador:

Emunctoe naris, durus componere versus28[Nota 28]

Hágase, dice Horacio, que los versos del vate pierdan toda huella de labor:

Tempora cerca modosque,et, quod prius ordine verbus est, Posterius Facias, proeponens ultima primis... invenias etiam disjecti membra poetoe:29[Nota 29]

más grande será el artista; los fragmentos mismos serán hermosos. Tal fue la contestación de Menandro, a quien se censuraba por no haber puesto mano todavía en una comedia que debía haber terminado en cierto plazo: "La comedia está ya compuesta y presta, respondió; sólo falta ponerla en verso", Como tenía las ideas bien premeditadas y ordenadas en el espíritu, daba poca importancia a lo que le quedaba por hacer. Desde que Ronsard y Du Bellay han acreditado nuestra poesía francesa, veo por doquiera copleros que inflan las palabras y ordenan las cadencias, como ellos, sobre poco más o menos. Plus sonat, quam valet.30[Nota 30]Para el vulgo jamás hubo tantos poetas como hoy; mas así como les ha sido fácil imitar los ritmos y cadencias, son impotentes para aproximarse a las hermosas descripciones de uno y a las delicadas invenciones del otro.

¿Qué hará nuestro discípulo si se le obliga a tomar parte en la sofística sutileza de algún silogismo, por ejemplo, de este tenor?: "El jamón da sed, el beber quita la sed, luego el jamón quita la sed". Debe burlarse de tales cosas; más agudeza acusa burlarse que responder. Que imite de Arsitipo esta chistosa réplica: "¿Por qué razón osaré desatar el silogismo, puesto que atado me embaraza?" Alguien proponía contra Cleanto tales finezas dialécticas, al cual respondió Crisipo: "Guarda para los muchachos esos jugos de saltimbanqui y no conviertas a ellos las serias reflexiones de un anciano ", contorta et aculeata sophismata31.[Nota 31]Si estas estúpidas argucias le persuadieran de alguna mentira, la cosa sería perjudicial; mas si permanecen sin efecto y no le ocasionan otro que la risa, no veo por qué haya de ponerse en guardia contra ellas. Hay hombres tan tontos que se apartan de su camino hasta un cuarto de legua para atrapar una palabra deslumbrante: aut qui non verbe revus aptant, sed res extrinsecus arcessunt quibus non verba conveniant,32 [Nota 32]Yo aprovecho de mejor grado una buena sentencia para acomodarla a mi propósito, que me aparto de él para ir a buscarla. Lejos de sacrificarse el discurso a las palabras, son éstas las que deben sacrificarse al discurso; y si el francés no basta a traducir mi pensamiento, echo mano de mi dialecto gascón. Yo quiero que las cosas predominen y que de tal manera llenen la imaginación del oyente, que éste no se fije siquiera en las palabras ni se acuerde de ellas. El hablar de que yo gusto es un hablar sencillo e ingenuo, lo mismo cuando escribo que cuando hablo; un hablar sustancioso y nervioso, corto y conciso, no tanto pulido y delicado como brusco y vehemente:

Hoec demum sapiet dictio, quoe feriet,33[Nota 33]

más bien difícil que pesado, apartado de afectación; sin regla, desligado y arrojado; de suerte que cada fragmento represente alguna idea de por sí; un hablar que no sea pedantesco, ni frailuo, ni jurídico, sino más bien soldadesco, como llama Suetonio al estilo de Julio César. No acierto a averiguar la razón mas tal es el dictado que le aplicó.

He imitado de buen grado siendo joven el descuido que se ve en nuestros mozos en el modo de llevar sus ropas; la esclavina en forma de banda, la capa alhombro y una media caída,que representa al altivez desdeñosa hacia los extraños adornos, y que no se cura del arte; más adecuada, mejor empleada encuentro ya tal costumbre aplicada al hablar. Toda afectación, principalmente en el espíritu y maneras franceses huelgan en lo cortesano. Sin embargo, en una monarquía todo joven noble debe ser encauzado al buen porte palaciego; por esta razón procedemos con tino al evitar la demasiada ingenuidad y la familiaridad. Me disgusta el tejido que deja ver la hilaza; un cuerpo hermoso impide que puedan contarse los huesos de las venas. Quoe veritati operam dat oratio, incomposita sit et simplex.34[Nota 34] Quis accurate loquitur, nisi qui vult putide loqui.35[Nota 35]La elocuencia que aparta nuestra atención de las cosas las perjudica y las daña. Como en el vestir es dar prueba de pusilanimidad el querer distinguirse por alguna particularidad desusada, así en el lenguaje el ir a la pista de frases nuevas y de palabras poco frecuentes emana de una ambición escolástica y pueril. ¡Pudiera yo no servirme más que de las que emplean en los mercados de París! Aristófanes, el gramático, reprendía desarcetadamente en Epicuro la sencillez de las palabras; el arte de aquél consistía sólo en la oratoria, en la perspicacia y fineza de lenguaje. La imitación en el hablar, como cosa fácil, luego es seguida por todo un pueblo. La imitación en el juzgar, en el inventar, no va tan de prisa. Casi todos los lectores, por haber hallado semejante vestidura, creen erróneamente encontrarse en posición de un mérito semejante; la fuerza y los nervios no se reciben en préstamo, mas sí el adorno y el manto protector. Así hablan los que me frecuentan de este libro, no sé si pensarán como hablan. Los atenienses, dice Platón, recibieron como patrimonio la elegancia y abundancia en el decir; los lacedemonios, la concisión; los de Creta eran más fecundos en las ideas que en el lenguaje; estos últimos son los mejores, Zenón decía que sus discípulos eran de dos suertes: los unos, que llamabaGraphicscuriosos en la asimilación de las ideas, eran sus preferidos; los otros que designaban con el nombre deGraphicsno se fijaban más que en el lenguaje. Todo lo cual no significa que el buen decir sea cosa digna de desdén: lo que desde luego no reviste es la importancia que quiere dársele; y por lo que a mí me toca, declaro que me desconsuela el que nuestra existencia se emplee toda en ello, en el decir correcto y limado. Yo quisiera, en primer lugar, conocer bien mi lengua, y después la de mis vecinos, con los que mantengo relaciones más frecuentes.

El latín y el griego son sin género de duda dos hermosos ornamentos, pero suelen pagarse demasiado caros. Hablaré aquí de un medio de conocerlo con menos sacrificios, que fue puesto en práctica en mí mismo; de él puede servirse quien lo juzgue conveniente. Mi difunto padre, que hizo cuantos esfuerzos estuvieron en su mano para informarse entre gentes sabias competentes de cuál era la mejor educación para dirigir la mía con mayor provecho, fue advertido desde luego del dilatado tiempo que se empleaba en el estudio de las lenguas clásicas, lo cual se consideraba como causa de que no llegásemos a alcanzar ni la grandeza de alma ni los conocimientos de los antiguos griegos y romanos. No creo yo que esta causa sea la única. Sea de ello lo que quiera, el expediente de que mi padre echó mano para librarme de tal gasto de tiempo, fue que antes de salir de los brazos de la nodriza, antes de romper a hablar, me encomendó a un alemán, que más tarde murió en Francia siendo famoso médico, el cual ignoraba en absoluto nuestra lengua y hablaba el latín a maravilla. Este preceptor a quien mi padre había hecho venir expresamente y que estaba muy bien retribuido, teníame de continuo consigo. Había también al mismo tiempo otras dos personas de menor saber para seguirme y aliviar la tarea del primero, los cuales no me hablaban sino en latín. En cuanto al resto de la casa, era precepto inquebrantable que ni mi padre, ni mi madre, ni criado, ni criada, hablasen delante de mí otra cosa que las pocas palabras latinas que se les había pegado hablando conmigo. Fue portentoso el fruto que todos sacaron con semejante disciplina; mis padres aprendieron lo suficiente para servirse de él en caso necesario; lo mismo acontecía a los criados que se separaban menos de mí. En suma, nos latinizamos tanto que la lengua del Lacio se extendió hasta los pueblos cercanos, donde aún hoy se sirven de palabras latinas para nombrar algunos utensilios de trabajo. Contaba yo más de seis años y así había oído hablar en francés o en el dialecto del Perigord como en el habla de los árabes. Así que sin arte alguno, sin libros gramática ni preceptos, sin disciplina, sin palmetazos y sin lágrimas, aprendí el latín con tanta pureza como mi maestro lo sabía; pues yo no podía haberlo mezclado ni alterado. Cuando me daban un tema, según es usanza en los colegios, el profesor lo escribía en mal latín y yo lo presentaba correcto; a los demás se lo daban en francés. Los preceptores domésticos de mi infancia, que fueron Nicolás Grouchy, autor de Comitiis Romanorum; Guillermo Guerente, comentador de Aristóteles; Jorge Buchanan , gran poeta escocés, y Marco Antonio Muret, a quien Italia y Francia reconocen como el primer orador de su tiempo, me contaban que temían hablar conmigo en latín por lo bien que yo lo poseía, teniéndolo presto y a la mano en todo momento, Buchanan, a quien vi más tarde al servicio del difunto mariscal de Brissac, me dijo que estaba escribiendo un tratado sobre la educación de los niños, y que tomaría ejemplo de la mía, pues en aquella época estaba a su cargo el conde Brissac, a quien luego hemos visto tan bravo y valeroso.

En cuanto al griego, del cual casi nada conozco, mi padre intentó hacérmelo aprender por arte, mas de un modo nuevo, por un procedimiento de distracción y ejercicio. Estudiábamos las declinaciones a la manera de los que se sirven del juego de damas para aprender la aritmética y la geometría; pues entre otras cosas habían aconsejado a mi padre que me hiciera gustar la ciencia y el cumplimiento del deber, por espontánea voluntad, por mi individual deseo, al par que educar mi alma con toda dulzura y libertad, sin trabas ni rigor. Y de hasta qué punto se cumplía conmigo tal precepto, puede formarse una idea considerando que, porque algunos juzgan nocivos el despertar a los niños por la mañana con ruidos violentos, por ser el sueño más profundo en la primera edad que en las personas mayores, despertábanme con el sonido de algún instrumento, y siempre hubo en mi casa un hombre encargado de este quehacer.

Tal ejemplo bastará para juzgar de los cuidados que acompañaron a mi infancia, y también para recomendar la afección y prudencia de tan excelente padre, del cual no hay que quejarse si los resultados no correspondieron a una eduación tan exquisita. Dos cosas fueron la causa: en primer lugar el campo estéril en que se trabajaba, pues aunque yo gozara de salud completa y resistente, y en general me hallara dotado de un natural social y apacible, era, en medio de estas cualidades, pesado, indiferente y adormecido; ni siquiera para jugar podía arrancárseme de la ociosidad. Aquello que veía, veíalo con claridad, y bajo mi complexión desprovista de viveza, alimentaba ideas atrevidas y opiniones más propias de un hombre que de un niño. Era mi espíritu y sólo me animaba con el concurso de ajena influencia; tarda la comprensión, la invención débil, y por cima de todo, agobiábame una falta increíble de memoria. Con tal naturaleza, no es peregrino que mi padre no sacara de mí provecho alguno. Luego, a la manera de aquellos a quienes acomete un deseo furioso de curarse alguna enfermedad, que se dejan llevar por toda suerte de consejos, el buen hombre, temiendo equivocarse en una cosa que había tomado tan a pechos, dejóse dominar por la común opnión , que siempre sigue a los que van delante, como las grullas, y se acomodó a la general costumbre, por no tener junto a él a los que le había dado los primeros consejos relativos a mi educación, que había aprendido en Italia, y me envió a los seis años al colegio de Guiena, en muy floreciente estado por aquella época, y el mejor de cuantos había en toda Francia. Allí fui objeto de los cuidados más exquisitos; no es posible hacer más de lo que mi padre hizo: rodeóseme de competentísimos preceptores y todo lo demás concerniente al cuidado material, al que contribuyó con toda clase de miras; muchas de éstas apartánbanse de la costumbre seguida en los colegios. Mas, de todas suertes, no dejaba de ser colegio el sitio donde me llevaron. Mi latín se bastardeó en seguida, y como luego no me serví de él , acabé pronto por olvidarlo, no me fue útil sino para llegar de un salto a las clases primeras, pues a los tres años, época en que salí del establecimiento, había terminado lo que llamaban mi curso, como los profesores dicen, en verdad sin fruto de ningún género para lo sucesivo.

La primera inclinación que por los libros tuve, vínome del placer que experimenté leyendo las fábulas de las Metamorfosis de Ovidio. No contaba más que siete u ocho años, y ya me privaba de todo placer por leerlas, y con tanto más gusto, cuanto que, como llevo dicho, el latín fue mi lengua maternal y además porque el citado libro era el más fácil que yo conociera, al par que el que mejor se acomodaba a mi tierna edad por el asunto de que trata. Los Lancelot del lago, los Amadís, los Huons de Burdeos y demás fárrago de libros con que la infancia se regocija, no los conocía ni siquiera por el título, ni hoy mismo los he leído; tan severa era mi disciplina. En cuanto a las otras enseñanzas, descuidábalas bastante. Toleró mi inclinación a la lectura un preceptor avisado que supo diestramente conllevar esta propensión y ocultar algunas otras faltas menudas; y gracias a él devoré de una sentada, primero Virgilio, luego Terencio; después Plauto y el teatro italiano, atraído por el encanto de los asuntos de dichas obras. Si mi maestro hubiera cometido la imprudencia de detener bruscamente el fulgor de mis lecturas, no hubiera sacado otro fruto del colegio que el odio de los libros, como acontece a casi toda nuestra nobleza. Mi preceptor se las arreglaba de modo que simulaba no ver, y así excitaba mi apetito por la lectura, al par que me mantenía en una disciplina indulgente para los estudios obligatorios, pues es de saber que la cualidad de primera que mi padre buscaba en mis educadores era la benignidad y bondad de carácter; mis defectos en este particular era la pereza y languidez. El peligro no podía residir en que yo me inclinase al mal, sino en que me dejara ganar por la inacción; nadie temía que fuera perverso, sino inútil; preveíase en mi la haraganería, pero no la malicia. Y en efecto así ha sucedido; aún ne suenan en los oídos las reprimendas: "Es un ocioso, tibio para la amistad y para su familia; y para los empleos públicos, ensimismado y desdeñoso".

En verdad me hubiera sido grato que se hubiese realizado el general deseo de verme mejorar de condición, mas procedíase injustamente, exigiendo lo que yo no debía, con un rigor que mis censores no se aplicaban a sí mismo, ni siquiera en lo relativo a sus estrictas obligaciones. Condenando mi proceder suprimían la gratitud a que hubieran sido acreedores. El bien que yo puedo de grado realizar es tanto más merito , cuando que no estoy obligado a practicarlo. De mi fortuna puedo disponer con tanta más libertad, cuando que me pertenece, y lo mismo de mi individuo. Sin embargo, si fuera yo amigo de la jactancia, fácil me sería probar que no les contrariaba tanto el que no fuera aprovechado como el que podía haberlo sido más de lo que realmente fui.

Mi alma no dejaba de experimentar, a pesar de todo, por sí misma, sin que nadie la impulsara, fuertes sacudidas; hallaba juicios acertados y abiertos sobre los objetos que le eran conocidos, reteníalos sin el concurso de nadie. Entiedo, además, que hubiera sido incapaz de rendirse ante la fuerza y la violencia. ¿Incluiré entre mis merecimientos infantiles la firmeza en la mirada, la voz flexible y el adecuado gesto para la representación teatral? De edad bien temprana,

Alter ab undecimo tum me vix ceperat annus, 36[Nota 36].

he desempeñado los primeros papeles en las tragedias latinas de Buchanan, Gurente y Muret, las cuales representábamos solemnemente en nuestro colegio de Guiena. En este pasatiempo, como en las demás atribuciones de su cargo, Andrés Govea, nuestro director, no tuvo rival en toda Francia, y me consideraba como actor sin reproche. No desapruebo tal ejercicio a nuestros jóvenes nobles, según yo he visto, imitando en ello a los antiguos: Aristoni tragico actori rem aperitit, huic et genus et fortuna honesta erant; nec ars, quia nihil tale apud Groecos pudori est, ea deformabat.37[Nota 37]En Grecia era acción lícita , honrosa y laudable el que las gentes distinguidas adoptaran el oficio de actor. Siempre he tenido por impertinentes a los que censuran tales diversiones, y por injusto a los que impiden la entrada en nuestras ciudades a los comediantes del mérito, privando así al pueblo de legítimos placeres. Las ordenanzas acertadas cuidan de reunir a los ciudadanos, así para las serias prácticas de la devoción como para los juegos y distracciones; con ello van en aumento la amistad y comunicación generales. No podrán concederse al pueblo pasatiempos más ordenados que aquellos que se verifican ante la presencia de todos, a la vista misma del representante de la autoridad; y hasta encontraría muy puesto en razón que el soberano los gratificase a sus expensas alguna vez para este fin, liberalidad que sería considerada como paternal; paréceme acertado que en la ciudades populosas haya sitios destinados y dispuestos para el espectáculo teatral; pues entiendo que éste es un remedio excelente contra la comisión de acciones culpables y ocultas.

Y volviendo a mi asunto, diré que para el escolar no hay nada que aventaje ni que sustituya a la excitación permanente del gusto y afecto hacia el estudio; de otra suerte, el discípulo será sólo un asno cargado de libros, si la ciencia se le administra con el látigo. Para que la ciencia sea beneficiosa no basta ingerirla en la cabeza, precisa asimilársela y hacer de ella cabal adopción.

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