Hacia la torre de Montaigne

Montaigne (libro II, cap. VII) parece preocupado por el afecto de los padres a os hijos. Reveladora preocupaci�n, pues a trav�s de ella desenmascara la comedia de la familia. El afecto de los padres a los hijos no suele ser verdadero amor. Tiene mucho de instinto: lo prueban las cabras a quien se les dan a amamantar los hijos de las nodrizas; lo prueban eso mismos ni�os que reconocen a las misma cabras como si fuesen sus propias madres; lo prueban los hu�rfanos y los abandonados; lo prueban incluso tanto los hijos de familia que viven en la pr�ctica una orfandad moral. El amor paterno se manifiesta m�s all� de la procreaci�n y de crianza. No en el amor animal y gregario, sino en la educaci�n moral y espiritual de los hijos, a saber: en la ense�anza de c�mo valerse por s� mismos �tica e intelectualmente.

�De qu� puede valer el amor de una madre que se limita a hacer lo mismo que podr�a hacer —a veces mejor— una cabra? El que mejor ama a sus hijos es el que es capaz de transformarlos en sus amigos. La ordenanza evang�lica de dejar que los ni�os se acerquen a uno debe leerse bajo esta luz. Es cierto que el padre deber� proveer y cuidar las necesidades materiales que exige la crianza; es cierto tambi�n que deber� practicar en s� mismo un proceso de puerilizaci�n, pero todo lo deber� hacer con un fin: transformar a sus hijos en sus disc�pulos. Pero, si m�s all� de la reproduci�n animal, el padre parece como un gu�a espiritual, resulta que la primera paternidad responsable que ha de asumir el hombre es la de s� mismo. �sta se da preferentemente a trav�s del dominio de las formas y sobre todo a trav�s del dominio de la escritura y de la creaci�n de un libro. Espejo y espect�culo, telescopio y vivero, el libro aparece entonces no s�lo como la figura arquet�pica de la obra, sino como la mejor encarnaci�n del hijo, la personificaci�n del �rbol que cada cual ha de sembrar en el interior de s� mismo.

El libro —veh�culo del segundo nacimiento del hombre— est� expuesto a los mismos peligros y miserias que caracterizan la paternidad en primer grado y, si el verdadero efecto por los hijos se manifiestan en t�rmino espirituales y morales, el autor de s� mismo est� obligado a hacer de la cr�tica no un ejercicio ocasional, sino, por as� decir, el espacio mismo de su movimiento: s�lo d�ndole constantemente la raz�n al otro, devolvi�ndosela, buscando sus razones o, al menos, sus m�viles, puede aspirarse a la reconciliaci�n consigo mismo y a la ubicaci�n del lugar que ocupa su �rbol dentro del bosque.

Muchas razones llevaron a Montaigne a esa ir�nica y dif�cil empresa de convertirse en su propio autor, y a ser, por as� decirlo, el creador de su propios d�as. Pero si el afecto verdadero se traduce en educaci�n y la educaci�n se concibe como un ejercicio de metamorfosis del disc�pulo en maestro, del d�bil al fuerte, del b�rbaro en civilizado, �ad�nde llevar� esa paternidad espiritual a quien ha decidido adoptarse as� mismo y ser su propio descendiente? A la libertad, a la sabidur�a, a la felicidad —ser�an las respuestas espont�neas—. Sin embargo, debe tomarse en cuenta que el movimiento hacia la plenitud tiene que pasar por una enumeraci�n de las debilidades y de las vacilaciones, de las carencias y aun de las necedades, para hacer un reconocimiento preliminar de la naturaleza ordinaria de que estamos hechos: de ah� que los otros nos puedan servir de espejo y de camino de vuelta hacia nosotros mismos. La empresa estriba y depende de la sinceridad. A la miel de la identidad propia ha de despoj�rsele de la cera del mundo de la comedia , del teatro y aun de ese personaje que es el autor mismo. La paternidad espiritual exige entonces por una parte un desdoblamiento, un reconocimiento del car�cter m�ltiple y vers�til, fragmentado, de la propia identidad, por la otra una admisi�n de que esos fragmentos son susceptibles de inscribirse en una categor�a cada uno y que son relativos. Por eso la pedagog�a interior, la paideia personal, s�lo conserva de la raz�n el escepticismo y ve en �ste la �nica posibilidad de reconstruir una convivencia, es decir, una �tica

ADOLFO CASTA��N

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