S�lo lo que se idea es lo que se ve; pero lo que se idea es lo que se inventa.
MART�N HEIDEGGER: Aus der Erfabrung des Denkens,1954.
En el sistema del universo e imagen del mundo que acabamos de esbozar, no hay ning�n ente que tenga el ser de Am�rica, nada dotado de ese peculiar sentido o significaci�n. Real, verdadera y literalmente Am�rica, como tal, no existe, a pesar de que exista la masa de tierras no sumergidas a la cual, andando el tiempo, acabar� por conced�rsele ese sentido, ese ser. Col�n, pues, vive, y act�a en el �mbito de un mundo en que Am�rica, imprevista e imprevisible, era en todo caso mera posibilidad futura, pero de la cual ni �l ni nadie ten�a idea, ni pod�a tenerla. El proyecto que Col�n someti� a los reyes de Espa�a no se refiere, pues, a Am�rica, ni tampoco, como iremos viendo, sus cuatro famosos viajes. Pero si esto es as�, no incurramos, ahora que estamos a punto de lanzarnos con Col�n en su gran aventura, en el equ�voco de suponer, como es habitual, que, aunque �l lo ignoraba,"en realidad" cruz� el Oc�ano en pos de Am�rica y de que fueron sus playas adonde "en realidad" lleg� y donde tanto se afan� y padeci�. Los viajes de Col�n no fueron, no pod�an ser "viajes a Am�rica", porque la interpretaci�n del pasado no tiene, no puede tener, como las leyes justas, efectos retroactivos. Afirmar lo contrario, proceder de otro modo, es despojar a la historia de la luz con que ilumina su propio devenir y privar a las haza�as de su profundo dramatismo humano, de su entra�able verdad personal. A diametral diferencia, pues, de la actitud que adoptan todos los historiadores, que parten con una Am�rica a la vista, ya plenamente hecha, plenamente constituida, nosotros vamos a partir de un vac�o, de un todav�a no-existe Am�rica. Compenetrados de esta idea y del sentimiento de misterio que acompa�a el principio de toda aventura verdaderamente original y creadora, pasemos a examinar, en primer lugar, el proyecto de Col�n.
El proyecto de Col�n es de una d�rica simplicidad: pretend�a atravesar el Oc�ano en direcci�n de occidente para alcanzar, desde Espa�a, los litorales extremos orientales de la Isla de la Tierra y unir, as�, a Europa con Asia. Como es obvio ya lo vimos, esta ocurrencia nada ten�a de novedosa y ya sabemos en qu� nociones se fundaba la plausibilidad de realizaci�n de semejante viaje. Conviene recordarlas brevemente.
La forma esf�rica que, de acuerdo con la f�sica de Arist�teles, afectaba el conjunto de las masas de agua y de tierra es la premisa fundamental: trat�ndose de un globo, un viajero pod�a en principio, llegar al oriente del orbis terrarum navegando hacia el occidente. El �nico problema era, pues, saber si el viaje era realizable, dados los medios con que se contaba. Col�n se convenci� por la afirmativa, aprovechando la indeterminaci�n en que se estaba respecto al tama�o del globo terr�queo y acerca de la longitud de la Isla de la Tierra. En efecto, amparado por el dilema que hab�a a ambos respectos, acab� por persuadirse de que el globo era mucho m�s peque�o de lo habitualmente aceptado y de que el orbis terrarum era mucho m�s largo de lo que se pensaba. La consecuencia de estos dos supuestos es obvia: mientras mayor fuera la longitud de la Isla de la Tierra y menor la circunferencia del globo, m�s breve ser�a el espacio oce�nico que tendr�a que salvarse.
Sabemos que, en un sentido estricto, ninguno de esos supuestos era un disparate cient�fico. La verdad es, sin embargo, que como Col�n extrem� tanto la peque�ez del globo en su af�n de convencerse y de convecer a los dem�s, sus argumentos fueron m�s perjudiciales que favorables a su empe�o. Para el hombre informado de la �poca, lo �nico que merec�a consideraci�n seria era la posible proximidad de las costas atl�nticas de Europa y Asia, pero aun as�, el proyecto ten�a que parecer descabellado por lo mucho que deber�a alargarse la longitud de la Isla de la Tierra para hacerlo plausible. La elecci�n de los portugueses en favor de la ruta oriental no obedec�a, pues, a un mero capricho, y su �nico gran riesgo consist�a en que las costas de �frica no terminaran, como se supon�a, arriba del ecuador.
Esta situaci�n explica por s� sola la resistencia que encontr� Col�n en el patrocinio de la empresa que propon�a. No es demasiado dif�cil, sin embargo, comprender los motivos que decidieron a los reyes cat�licos a tomarla a su cargo. En primer lugar, la rivalidad con Portugal, agudizada por el hallazgo del Cabo de Buena Esperanza, le prest� al proyecto de Col�n un apoyo inesperado. Parece obvio, en efecto, que Fernando e Isabel accedieran a las insistentes peticiones de Col�n, con la esperanza no distinta de la del jugador que, confiando en un extraordinario golpe de suerte, se decide a aceptar un envite arriesgado. Era poqu�simo lo que se pod�a perder y much�simo lo que se pod�a ganar. Esto explica, adem�s que la Corona, ya decidida a tentar fortuna, haya accedido a las exorbitantes pretensiones remunerativas de Col�n .
En segundo lugar, el acuerdo de patrocinar la empresa encontr� aliciente en la posibilidad de obtener para Espa�a alguna o algunas de las islas que la cartograf�a medieval ubicaba en el Atl�ntico y que nada ten�an que ver con el supuesto archipi�lago adyacente a las costas de Asia. Semejante posibilidad parece explicar, por lo menos parcialmente, por qu� motivo las capitulaciones firmadas con Col�n (Villa de Santa Fe de Granada, 17 de abril de 1492) presentan la empresa como una mera exploraci�n oce�nica que, claro est�, no ten�an por qu� excluir el objetivo asi�tico. Pero en esa particularidad del c�lebre y discutido documento estriba, a nuestro parecer, un motivo m�s que refuerza la decisi�n de los reyes de Espa�a y sobre el cual no se ha puesto la atenci�n que merece, a saber: el deseo y oportunidad de ejercer un acto de soberan�a, en esa �poca enteramente inusitado, sobre las aguas del Oc�ano. En efecto, lo verdaderamente extraordinario de las capitulaciones no consiste en que no aparezca en ellas de un modo expreso la finalidad asi�tica del viaje, sino en que aparezca de modo expreso una declaraci�n del se�or�o espa�ol sobre el Oc�ano, pretensi�n extravagante por los motivos que indicamos oportunamente.
Todas estas consideraciones no est�n animadas por el deseo de tomar partido en una de las m�s enconadas pol�micas de la historiograf�a colombina que en nada nos afecta. Hac�an falta, en cambio, para describir la situaci�n inicial, porque al indicar el contraste entre la confiada actitud de Col�n y la precavida posici�n de la Corona, ya se hace patente la discrepancia que disparar� el desarrollo futuro de los acontecimientos. M�s o menos debe verse as� la situaci�n: all� est�, pre�ando de posibilidades ignotas, el proyecto de la empresa como una saeta en el arco tenso. Dos espectadores llenos de inter�s contemplan el suceso desde puntos de vista que en parte coinciden y en parte difieren. Cuando se haga el disparo se desatar� el nudo de posibilidades, pero necesariamente, los dos espectadores comprender�n sus efectos de modos ligeramente distintos. Se entabla el di�logo y poco a poco, entre coincidencias y disidencias, ilusiones y desenga�os, se ir� perfilando una nueva y sorprendente versi�n del acontecimineto. Ahora Col�n tiene la palabra.
En la multisecular y alucinante historia de los viajes que ha realizado el hombre bajo los impulsos y apremios m�s diversos, el que emprendi� Col�n en 1492 luce con un esplendor particular. No s�lo se ha admirado la osad�a, la inmensa habilidad y tes�n del c�lebre navegante, sino que el inesperado desenlace le ha a�adido tanto lustre a aquel leg�timo asombro, que la haza�a se ha convertido en el m�s espectacular de los acontecimientos hist�ricos. Un buen d�a, as� se acostumbra relatar el suceso, por obra de inexplicada e inexplicable premonici�n prof�tica, de magia o milagro o lo que sea, el rival de Ulises en la fama, el pr�ncipe de navegantes y descubridor por antonomasia, revel� a un mundo at�nito la existencia de un inmenso e imprevisible continente llamado América, pero acerca del cual, por otra parte, se admite que ni Col�n ni nadie sab�an que era eso. Probablemente es una desgracia, pero en la historia las cosas no acontecen de esa manera, de suerte que, por pasmoso que parezca, el viejo y manoseado cuento del primer viaje de Col�n no ha sido relatado a�n como es debido, pese al alud bibliogr�fico que lo haga. Quede para otra ocasi�n tentar fortuna al respecto, porque la econom�a que nos hemos impuesto obliga a s�lo considerarlo en el esqueleto de su significaci�n hist�rica, y para ellos nos limitaremos a examinar el concepto que se form� Col�n de su hallazgo y la actitud que observ� durante toda la exploraci�n, es decir, vamos a tratar de comprender el sentido que el propio Col�n le concedi� al suceso y no el sentido que posteriormente se ha tenido a bien concederle.
No hace falta abrumar con citas documentales, porque nadie ignora lo sucedido: cuando Col�n avist� tierra en la noche entre los d�as 11 y 12 de octubre de 1492, tuvo la certeza de haber llegado a Asia o, m�s puntualmente dicho, a los litorales del extremo oriente de la Isla de la Tierra. Se trataba por lo pronto, es cierto, de s�lo de una isla peque�ita; pero de una isla, piensa, del nutrido archipi�lago adyacente a las costas del orbis terrarum del que hab�a escrito Marco Polo, isla a la cual, dice, ven�an los servidores del Gran Kan, emperador de China, para cosechar esclavos, y vecina, seguramente, de la celeb�rrima Cipango (Jap�n), rica en oro y piedras preciosas. A esta �ltima se propuso Col�n localizar al d�a siguiente de su arribada. En suma, sin necesidad de m�s prueba que el haber encontrado la isla donde la hall�, con la circunstancia de estar habitada y esto es lo importante, Col�n se persuadi� de que hab�a llegado a Asia.
Pero lo que resulta verdaderamente extraordinario para nosotros no es que Col�n se haya convencido de que estaba en la proximidad de Asia cuando, desde la borda de su nave capitana, contempl� las esmeraldas riberas de aquella primera isla que le entreg� el Oc�ano, sino la circunstancia de haber mantenido esa creencia durante toda la exploraci�n a pesar de que no comprob� nada de lo que esperaba, es decir, nada que de alg�n modo la demostrara de manera indubitable. A este respecto tampoco hace falta aducir pruebas textuales. Ya se sabe: en todo y por todas partes Col�n ve�a a Asia, esas remotas regiones de la Isla de la Tierra que una tradici�n multisecular ven�a pintando en tan bellos y alucinantes colores y que la codicia del navegante colmaba de riqueza nunca so�adas de oro, piedras preciosas, especias y otros productos naturales del m�s alto precio. La rudeza y desnudez de los naturales pobladores, la terca ausencia de las ciudades y palacios que deb�an haber encontrado y que tan en vano busc�, la circunstancias de que el oro s�lo brillaba en el rumor de las falsas noticias que le daban los ind�genas y el fracaso repetido en el intento de localizar primero a Cipango y despu�s al Gran Kan, en nada conmovieron su fe: hab�a llegado a Asia, en Asia estaba y de Asia volv�a, y de esta convicci�n ya nada ni nadie lo har� retroceder hasta el d�a de su muerte.
He aqu� pues, la situaci�n: Col�n no s�lo crey� que hab�a llegado al otro extremo de la Isla de la tierra cuando top� con la primera tierra, sino que cuanto averigu� durante la exploraci�n fue interpretado por �l como prueba emp�rica de esa creencia. Para un hombre de otra contextura mental, la reiterada ausencia de los indicios previstos en sus especulaciones habr�a, por lo menos, sembrado la duda. En Col�n se observa, precisamente, lo contrario: nada lo conmueve en su fe. Del desenga�o, pongamos por caso, al no encontrar la opulenta ciudad que estar�a, seg�n �l, a la vuelta de un promontorio visto desde lejos, brota no la desilusi�n, sino la renovada esperanza de encontrarla detr�s del pr�ximo cabo, y cuando ya resulta insostenible mantenerla, acude �gil y consoladora a su mente una explicaci�n cualquiera, un pretexto que deja a salvo la creencia. Lo favorable y lo adverso, lo blanco y lo negro, todo es una y la misma cosa; todo es p�bulo, nada es veneno, porque, d�cil al deseo, la realidad se transfigura para que brille suprema la verdad cre�da. Bien lo describe Bartolom� de las Casas cuando, asombrado ante la credulidad del almirante (ya se le puede designar as� a Col�n), califica de "cosa maravillosa como lo que el hombre mucho desea y asienta una vez con firmeza en su imaginaci�n, todo lo que oye y ve, ser en su favor a cada paso se le antoja". �se, puntualmente, es el caso de Col�n; �sa la clave para penetrar el �ntimo drama de su vida; �se el clima espiritual que norma toda su actividad futura y que alimenta las esperanzas de gloria y de riqueza que concibi� aquel d�a de octubre cuando, al percibir la isleta que llam� San Salvador, se persuadi� para siempre de su victoria.
Ahora que sabemos lo que pens� Col�n acerca de las tierras que hall� y la actitud que observ� al respecto, debemos tratar de averiguar qu� sentido tienen una y otra cosa o, si se prefiere, cu�l es conceptualmenmte la significaci�n del viaje de 1492.
La respuesta a esta pregunta no es dif�cil si sometemos a un peque�o an�lisis los datos con que contamos.
En primer lugar veamos qu� clase de operaci�n mental llev� a cabo Col�n. Pues bien, si pens� que hab�a llegado al extremo oriental de la Isla de la Tierra, por el solo hecho de haber encontrado tierra habitada en el lugar donde la hall� y no por ning�n otro indicio irrefutable, su idea no pasa de ser una mera suposici�n o, para decirlo con un t�rmino m�s t�cnico, no pasa de ser una hip�tesis.
Pero, en segundo lugar, �cu�l es el fundamento de esa suposici�n o hip�tesis?, es decir, �por qu� pudo Col�n suponer que hab�a llegado al extremo oriental de la Isla de la Tierra por el solo hecho de haber encontrado una tierra habitada en el sitio donde la encontr�? La respuesta es obvia: Col�n pudo suponer eso porque la imagen que previamente ten�a acerca de la longitud de la Isla de la Tierra hac�a posible esa suposici�n. Estamos, por consiguiente, ante una hip�tesis, seg�n ya dijimos, pero una hip�tesis a priori, es decir, fundada no en una prueba emp�rica, sino en una idea previa o a priori.
Esto, sin embargo, todav�a no revela el �ltimo fondo de la actitud de Col�n, porque, en tercer lugar, la hip�tesis no s�lo no est� fundada en una prueba emp�rica, sino que Col�n no le concede a la experiencia el beneficio de la duda. En efecto, vimos que manutuvo su idea de haber llegado a Asia a pesar de que cuanto vio parec�a contrariarla, pues no encontr� nada de lo que esperaba ver. Esta circunstancia revela, entonces, una situaci�n muy peculiar, pero no por eso menos frecuente, a saber: que la suposici�n de Col�n es de tal �ndole que resultaba invulnerable a los datos de la experiencia. Se preguntar�, quiz�, c�mo puede ser eso as�. La explicaci�n es bien clara. Lo que acontece es que la idea previa que sirve de base a la suposici�n, es decir, la idea de Col�n acerca de la excesiva longitud de la Isla de la Tierra, se le impuso como una verdad indiscutible. As�, en lugar de estar dispuesto a modificar su opini�n de acuerdo con los datos revelados por la experiencia, se vio constre�ido a ajustar esos datos de un modo favorable a aquella opini�n mediante interpretaciones todo lo violentas o arbitrarias que fuera menester.
La suposici�n del almirante, pues, no s�lo fue una hip�tesis, no s�lo una hip�tesis a priori, sino una hip�tesis incondicional o necesaria. Una opini�n, pues, que se sustenta a s� misma en un centro que elude toda duda proveniente de la experiencia, y hemos de concluir, por consiguiente, que Col�n postul� su hip�tesis no ya como una idea, sino como una creencia, y en ello consiste lo verdaderamente decisivo de su actitud.
Y no nos llamemos a enga�o pensando que se trata de una explicaci�n tra�da de los cabellos que nos obliga aceptar algo tan inusitado como extravagante. Todo aquel que haya estado enamorado ha pasado por una situaci�n parecida, porque, como lo saben sobre todo las mujeres, el amor implica una creencia ciega en todo lo que dice y hace la persona por quien se siente amor. De all� el profundo sentido que tiene la an�cdota que relata Stendhal de aquella mujer que, sorprendida por su amante con otro hombre en situaci�n sumamente comprometedora, se excusa negando el hecho. Y como el amante no se deja convencer en raz�n de lo que est� presenciando, la mujer replica airada dici�ndole en son de agravio: "Bien se nota que ya no me amas, puesto que prefieres creer lo que ves a lo que te digo". "Los hechos dice Marcel Proust en un pasaje de su gran novela que parece escrito para ilustrar nuestro punto no penetran en el mundo donde viven nuestras creencias, y puesto que no les dieron vida no las pueden matar; pueden estar desminti�ndolas constantemente sin debilitarlas, y un alud de desgracias o enfermedades que, una tras otra, padece una familia, no le hace dudar de la bondad de su Dios, ni de la pericia de su m�dico."
Tal, por consiguiente, la actitud de Col�n: no s�lo piensa que ha llegado al extremo oriental del orbis terrarum, sino que lo cree, y ahora, enterados de esa circunstancia, preguntemos de nuevo por la significaci�n del viaje de 1492.
Si recordamos lo que tantas veces hemos expuesto anteriormente, o sea que las cosas no son nada en s� misma, sino que su ser (no su existencia) depende del sentido que les concedemos recu�rdese el ejemplo del Sol y la Luna en los casos de los sistemas geoc�ntrico y helioc�ntrico, respectivamente, es claro que la actitud de Col�n significa haber dotado de un ser a las regiones que hall�, el ser, en efecto, que les comunica la creencia, es decir, el de ser una parte de la Isla de la Tierra. Pero si esto es as�, se puede concluir que el significado hist�rico y ontol�gico del viaje de 1492 consiste en que se atribuy� a las tierras que encontr� Col�n el sentido de pertenecer al orbis terrarum, dot�ndolas as� con ese ser, mediante una hip�tesis a priori e incondicional.
Queda establecido de ese modo y de acuerdo con las exigencias m�s estrictas de la interpretaci�n hist�rica, el hecho inicial del proceso cuyo desarrollo vamos a reconstruir. No incurramos, entonces, en el equ�voco que tradicionalmente han cometido los historiadores de considerar ese hecho como un error, s�lo porque m�s tarde las mismas tierras quedar�n dotadas de un ser distinto. Por lo contrario, aceptemos el hecho tal como nos lo entrega la historia, y sea �se nuestro punto de partida para ver de qu� manera se va a pasar de un ser a otro, que en eso consiste, precisamente, lo que hemos llamado la invenci�n de Am�rica.
Se conceder� sin dificultad que el p�ximo paso consiste en explicar c�mo fue recibida la creencia de Col�n.
Si excluimos la actitud conformista de algunos, porque �nicamente en la disidencia se apresa el nuevo desarrollo, el examen de los testimonios revela cierto escepticismo, tanto en la reacci�n oficial como en la cient�fica. La claridad aconseja considerarlas por separados.
La actitud de la Corona est� normada por un inter�s primordial; asegurar de hecho y de derecho los beneficios que pudiera reportarle el hallazgo de Col�n. As�, en primer lugar, se preocup� por equipar y enviar lo m�s pronto posible una armada para organizar la colonia, iniciar su explotaci�n y proseguir las exploraciones. Estos objetivos de orden pr�ctico se sobreponen en inter�s al problema geogr�fico y cient�fico. Lo que importaba era que las tierras halladas resultaran tan provechosas como aseguraba el almirante, a quien, en este punto, se le conced�a pleno cr�dito.
En segundo lugar, la Corona se preocup� con igual premura para obtener de la Santa Sede un t�tulo legal que amparara sus derechos. Aqu�, tambi�n, la cuesti�n del ser de las tierras halladas no era primordial: lo importante era asegurar jur�dicamente el se�or�o sobre ellas. Pero, como para obtener el t�tulo respectivo era forzoso precisar su objeto, la canciller�a espa�ola se vio obligada a pronunciarse y expresar la opini�n oficial acerca del problema que aqu� interesa.
A primera vista no se advierte la dificultad: lo aconsejable, al parecer, ser�a respaldar la creencia del almirante. De hecho, eso hicieron los reyes en el primer impulso de entusiasmo, como se advierte por la felicitaci�n que se apresuraron a enviarle a su regreso, reconociendo en �l a su almirante, gobernador y virrey de "las islas que se han descubierto en las Indias", es decir, en Asia. Pronto se repar� en el peligro de semejante admisi�n: Col�n pod�a estar equivocado y, en tal caso, un t�tulo legal amparando regiones asi�ticas no proteger�a derechos sobre las tierras efectivamente halladas. Era necesario, pues, arbitrar una f�rmula lo suficientemente amplia e indeterminada que incluyera el mayor n�mero de posibilidades. Eso fue lo que hizo.
En efecto, las tierras que hab�a encontrado Col�n fueron oficialmente definidas, a instancia y sugesti�n de la Corona, en la anfibol�gica f�rmula empleada en la bula Inter caetera de 3 de mayo de 1493. En este documento se las designa vagamente como "islas y tierras firmes" ubicadas en "las partes occidentales del Mar Oc�ano, hacia los Indios". Se advierte que el esp�ritu de esta f�rmula era no dejar fuera la posibilidad de que las tierras a que se refiere fueran asi�ticas, pero para que quedara incluida sin lugar a duda faltaba precisar lo que deber�a entenderse por la indefinida expresi�n de "partes occidentales". A esta exigencia responden, primero, la famosa l�nea alejandrina, mal llamado de partici�n, y despu�s las negociaciones de Tordesillas, y la c�lebre declaraci�n contenida en la bula Dudum siquidem en que expresamente se incluyeron para Espa�a derechos sobre tierras insulares o continentales en Asia.
En una palabra, por previsi�n pol�tica y por cautela jur�dica, la Corona acab� mostr�ndose esc�ptica respecto a las afirmaciones de Col�n. No que las rechazara como falsas; por lo contrario, debi� considerarlas como probables, puesto que era lo que m�s deseaba, pero cab�a la duda y en esto estriba el golfo respecto a la actitud del almirante: ya no se trata de una creencia.
Veamos, ahora, cu�l fue la reacci�n cient�fica. El estudio de los documentos pertinentes revela que, en t�rminos generales, los te�ricos no le concedieron cr�dito incondicional al almirante, como era natural si no se olvida que las premisas de su creencia eran discutibles y que no aport� pruebas emp�ricas suficientes en apoyo de ella. No es que se niegue que Col�n haya logrado establecer contacto con la parte extrema oriental de la Isla de la Tierra y que, por consiguiente, haya aportado a regiones asi�ticas, pero s� que se ponga en duda semejante hecho, porque nada obligaba a aceptarlo de una manera indiscutible. Fue Pedro M�rtir quien mejor plante� la situaci�n.
Desde la primera vez que el humanista se refiere al viaje de Col�n, se advierte su escepticismo en el hecho de que se abstiene de todo intento de identificar las tierras halladas y se conforma con anunciar que el explorador hab�a regresado de "los ant�podas occidentales" donde encontr� unas islas. Eso es todo.
Poco despu�s, Pedro M�rtir precisa su posici�n inicial: estima que el viaje de Col�n fue una "feliz haza�a", pero no porque admita que logr� alcanzar, seg�n pretende el navegante, el otro extremo de la Isla de la Tierra, sino porque de ese modo se empezaba a tener conocimiento de esa parte de la Tierra, comprendida entre el Quersoneso �ureo (hoy la Pen�nsula de Malaca) y Espa�a, que ha permanecido oculta, dice, "desde el principio de la Creaci�n" y que, por ese motivo, llama el "nuevo hemisferio". El problema concreto acerca del ser de las tierras que hall� Col�n no parece, pues, inquietarle todav�a.
M�s tarde, Pedro M�rtir ratifica su idea acerca de cu�l es la verdadera importancia de la exploraci�n y a�ade que hasta la rivalidad entre Espa�a y Portugal palidece ante el supremo objetivo de llegar a conocer la ignota mitad de la Tierra. En esta ocasi�n, sin embargo, ya se refiere de un modo expreso a la creencia de Col�n. Estima que es inaceptable, porque "la magnitud de la esfera parece indicar lo contrario", es decir, porque, a su juicio, la distancia recorrida es insuficiente para haber alcanzado el extremo oriental de la Isla de la Tierra; pero a pesar de eso, no se atreve a negarlo decididamente, puesto que "no faltan quienes opinan que el litoral �ndico dista muy poco de las playas espa�olas". Pedro M�rtir conoce, pues, el dilema que existe acerca de la longitud del orbis terrarum y concede que Col�n puede estar en lo justo.
En las D�cadas, el humanista insiste en su opini�n, pero a�ade, primero, que Arist�teles y S�neca eran autoridades en favor de la relativa vecindad entre Asia y Europa; segundo, que la presencia de papagayos en las islas halladas por Col�n es indicio favorable a la creencia del explorador; tercero, que, en cambio, era desacertada su idea de que la Isla Espa�ola (hoy Hait� y Santo Domingo) era el Ofir mencionado en la Biblia, y cuarto, que las tierras que encontr� Col�n bien podr�an ser "las Antillas y otras adyacentes", es decir, un archipi�lago atl�ntico que nada ten�a que ver con regiones asi�ticas.
Finalmente, como Pedro M�rtir no pudo menos que pronunciarse respecto al problema del ser concreto de las tierras halladas a pesar de considerarlo de importancia secundaria, la f�rmula de "nuevo hemisferio" que hab�a empleado antes resultaba insatisfactoria, porque s�lo alud�a a una divisi�n geom�trica de la tierra sin referencia a su sentido geogr�fico y moral. Ahora bien, fue en esta coyuntura cuando Pedro M�rtir acu�� la famosa expresi�n novus orbis como f�rmula adecuada para satisfacer a esa exigencia dentro del ambiente de duda que entonces reinaba al respecto. En efecto, al insistir sobre el calificativo de "nuevo", sostuvo la idea de que se trataba de algo de que no se hab�a tenido conocimiento antes; y en cuanto a la sustituci�n de la palabra "hemisferio" por "orbe", en eso estriba su acierto, porque a la vez que logr� mantener as� la misma significaci�n gen�rica y, por lo tanto, el sentido fundamental que Pedro M�rtir le conced�a a la empresa, no dejaba de aludir, tambi�n, al contenido del ignoto hemisferio como un "mundo" en su acepci�n moral, pero sin prejuzgar acerca de si las tierras halladas formaban parte un orbe distinto al orbis terrarum o si eran, como quer�a Col�n, parte de �ste. Por la ambig�edad que pod�a mantenerse con el calificativo de "nuevo", que s�lo alud�a al desconocimiento en que se estaba acerca de las tierras halladas, as� como del hemisferio occidental, la f�rmula fue un acierto extraordinario, y no es de sorprender, entonces, su �xito hist�rico, aunque esa circunstancia no ha dejado de provocar muchos equ�vocos.
En resumen, este an�lisis de las ideas de Pedro M�rtir muestra que, desde el punto de vista cient�fico, la creencia de Col�n suscit� una duda, no un rechazo y en esto coincide con la reacci�n pol�tica y jur�dica de los c�rculos oficiales.
Enterados del escepticismo con que fue recibida la creencia de Col�n, procede ahora examinar el sentido que tiene desde el punto de vista de nuestra investigaci�n.
Pues bien, si consideramos, en primer lugar, que esa creencia no fue lisa y llanamente rechazada, fue por haber sido aceptada como mera hip�tesis. Ahora bien, es obvio entonces, en segundo lugar, que se aceptaron asimismo los fundamentos en que se apoyaban, a saber: la imagen que previamente se ten�a acerca del orbis terrarum como una isla cuya longitud hac�a posible esas hip�tesis. Al igual, pues, que en el caso personal de Col�n, estamos en presencia de una hip�tesis con fundamento a priori. Pero en tercer lugar, a diferencia de Col�n, esta hip�tesis no se acepta de un modo incondicional y necesario, porque la supuesta excesiva longitud de la Isla de la Tierra no se impone como una verdad indiscutible, sino meramente como una posibilidad. Podemos concluir, entonces, que la reacci�n oficial y cient�fica consiti� en postular la misma hip�tesis de Col�n, pero no ya como una creencia invulnerable a los datos emp�ricos, sino simplemente como una idea cuya verdad era posible en cierto grado de probabilidad o, para decirlo de otro modo, como una noci�n que puede ser modificada de acuerdo con la experiencia y, por lo tanto, condicional y sujeta a prueba.
El contraste respecto a la actitud de Col�n es, pues, enorme. Es el mismo que existe, por ejemplo, entre un hombre enamorado y su amigo a quien aqu�l le ha hecho el paneg�rico acerca de la fidelidad, elegancia y belleza de la mujer objeto de su amor. El amigo recibir� los desmesurados elogios con la natural reserva del indiferente, y advertir� que cuanto haga y diga esa mujer ser� deformado por su admirador en un sentido favorable a los intereses de su pasi�n, por m�s que ella, quiz�, lo est� enga�ando o a pesar de que se arregle y vista con el peor gusto imaginable. Sin embargo, como lo contrario es posible, como bien puede acontecer que ella sea lo que de ella se dice y que re�na en s� tanta excelencia, el amigo aceptar� cuanto se le ha confiado, pero bajo condici�n de averiguarlo por su cuenta. Le expresar� al enamorado deseos de conocerla o, lo que es lo mismo, en formas de cortes�a le exigir� la prueba de su creencia.
Tal es el di�logo inicial de nuestra historia. Por lo pronto los dos puntos de vista no entran en conflicto abierto, porque la actitud de la Corona y de los te�ricos le admiten a Col�n la posibilidad de acierto. Al almirante se le exige oro y se le piden pruebas, y �l, encerrado en el m�gico c�rculo de su creencia invulnerable, no duda de la satisfacci�n que dar� a las demandas de los hombres de poca fe. Alegre, victorioso, confiado y colmado de favores y t�tulos, ya prepara la bella y poderosa flota que, como un Mois�s marino, conducir� a la Tierra prometida.
Nuestro pr�ximo paso ser� examinar en qu� debe consistir concretamente la prueba que se le pide a Col�n y cu�les pueden ser las consecuencias del �xito o del fracaso que tenga al respecto, es decir, qu� es lo que est� en juego, qu� lo que se arriesga en este envite. Pero antes de dirigir la atenci�n a estas importantes cuestiones, no estar� de m�s hacer notar que, siendo los mismos los datos que se pueden encontrar en cualquier libro de historia sobre este asunto, la diferencia en el relato y en el resultado no puede ser mayor. Col�n ya ha regresado a Espa�a y se han discutido ampliamente su hallazgo y sus opiniones. Est� a punto de emprender su segunda traves�a y sin embargo a�n no se ha descubierto ninguna Am�rica. �Por qu�? Simple y sencillamente, porque Am�rica todav�a no existe.
En la Segunda Parte de este libro describimos el escenario cultural donde se desarroll� el drama que venimos reconstruyendo, y ahora hemos asistido a su primer acto. El escenario nos presenta una imagen est�tica y finita de un uninverso que, creado en perfecci�n, est� ya hecho y todo lo que hay en �l existe de un modo inalterable. De un universo ajeno e irreductible, en el cual el hombre es hu�sped extra�o, inquilino de una isla que no debiera existir, donde, prisionero, vive en eterna condici�n de siervo temeroso y agradecido. Pero he aqu� que un hombre ha cruzado el Oc�ano, haza�a cuyo sentido es, para la �poca, el de un viaje por el espacio c�smico. Afirma, es cierto, que, si bien desconocidas, las tierras que hall� no son sino extremas regiones de esa misma isla que Dios, en su bondad, le asign� ben�volo al g�nero humano para su morada; ignorados aleda�os, pues, de la misma c�rcel. Bien, as� debe ser. Pero �y si acaso no fuera as�? �Si, acaso, esas tierras pertenecieran a otra isla, a uno de esos "otros orbes" de que hablaron los paganos? �Qu� ser�an, entonces, sus pobladores, esos hijos del Oc�ano cuyo origen no puede vincularse al padre com�n de los hombres, y que, en todo caso, por su aislamiento, han quedado al margen de la Redenci�n? Tal es la angustia implicada en la duda que suscit� el hallazgo, pero tambi�n la remota promesa de una posible brecha, de una escapatoria de la prisi�n milenaria. Mas, en tal caso, ser�a preciso alertar las nociones recibidas; concebir de otro modo la estructura del universo y la �ndole de su realidad; pensar de otro modo las relaciones con el Creador, y despertar a la idea de que otro es el lugar del hombre en el cosmos, otro el papel que est� llamado a desempe�ar que no el de siervo que un dogma r�gido le ha ense�ado a aceptar.
Insinuamos apenas, as�, la tremenda crisis que, todav�a lejana, se perfila ya, sin embargo, en el horizonte de la situaci�n que plante� la esc�ptica actitud con que fueron recibidas las opiniones del almirante. Y as� empezamos a caer en la cuenta no s�lo de lo dif�cil que va a ser convencerse de lo contrario y en esto estriba la gran fuerza de la tesis de Col�n y el motivo de su apego a ella con tenacidad ejemplar hasta el d�a de su muerte, sino del veraddero y m�s profundo sentido de esta historia de la invenci�n de Am�rica que vamos contando. Porque en ella hemos de ver, como se ver�, el primer episodio de la liberaci�n del hombre de su antigua c�rcel c�smica y de su multisecular servidumbre e impotencia, o si se prefiere, liberaci�n de una arcaica manera de concebirse a s� mismo que ya hab�a producido los frutos que estaba destinada a producir. No en balde, no casualmente, advino Am�rica al escenario como el pa�s de la libertad y del futuro, y el hombre americano como el nuevo Ad�n de la cultura occidental.
Pero no anticipemos m�s de lo debido, teniendo en mente esta perspectiva que apunta hacia el fondo de lo que est� en juego en la prueba que se le pide a Col�n, consideremos cuidadosamente, por su orden, estas tres cuestiones: qu� debe probarse; c�mo, y en qu� puede consistir la prueba.
1.- Se requiere que Col�n pruebe su creencia, puesto que es �l quien la afirma; es decir, que pruebe de alg�n modo que las tierras que hall� pertenecen, como sostiene, al extremo oriental del orbis terrarum.
2.- Mas �c�mo puede probar esa circunstancia? La respuesta no ofrece duda: deber� mostrar de un modo inequ�voco que por su situaci�n, por su �ndole y por si configuraci�n, las tierras halladas se acomodan a la idea e imagen que se tiene acerca de la Isla de la Tierra. Es decir, se le pide al almirante que acomode su creencia a los datos emp�ricos y no que ajuste �stos a aqu�lla. La demanda es justa, pero, bien visto, era mucho pedirle a un hombre que, seg�n sabemos, no estaba en situaci�n espiritual de satisfacerla. Equivale a pedirle a un hombre enamorado la prueba de los motivos que inspiran su pasi�n y que �l considera de suyo evidentes para todos, y que, por lo tanto, no s�lo no requieren prueba, sino que no pueden probarse ante quien no los acepta de antemano. Para un hombre en semejante caso, la prueba de que su amante es bella o buena consiste en afirmar que es buena o bella, puesto que su amor la ha convertido en norma suprema de la bondad o de la belleza.
3.- Pero, por �ltimo, �en qu� puede consistir la prueba que bastar�a para convencer a los esc�pticos? No es dif�cil ver que deber� reunir dos circunstancias. En efecto, el hecho de que hayan aparecido unas tierras en el lugar donde aparecieron, no basta por s� solo para probar que pertenecen al extremo oriental de la Isla de la Tierra, como piensa Col�n, porque eso, precisamente, fue lo que despert� la duda. Ser� preciso, entonces, mostrar, en primer lugar, que no se trata meramente de un archipi�lago, sino de una extensa masa de tierra como corresponde al litoral del orbis terrarum. Era, pues, necesario mostrar que los litorales reconocidos por Col�n respond�an a esa exigencia, seg�n �l mismo cre�a, o que al poniente de las islas halladas se localizara, vecina a ellas, esa extensa masa de tierra.
El cumplimiento de ese requisito no ser�a, sin embargo, suficiente, porque, en segundo lugar, los litorales de la masa de tierra tendr�an que exhibir alg�n rasgo que los identificara con los de la Isla de la Tierra, o m�s concretamente dicho, con los litorales de Asia. Ahora bien, del c�mulo posible de tales indicios, en esa �poca solamente uno era inequ�voco, a saber: la existencia del paso mar�timo que emple� Marco Polo en su viaje de regreso a Europa, es decir, el lugar donde terminaba el extremo meridional de las costas orientales de Asia y donde, por lo tanto, mezclaban sus aguas los oc�anos Atl�ntico e �ndico. El paso, en suma que le dar�a acceso a la India a un nuevo viajero que viniera de Europa por la ruta de occidente. No olvidemos, para tenerlo presente m�s adelante, que la localizaci�n de ese paso pod�a ofrecer una disyuntiva, seg�n se aceptara una de las dos posibilidades que exist�an acerca del particular de acuerdo con las tesis de la pen�nsula �nica o de la pen�nsula adicional.
En conclusión, y para que esto quede enteramente claro, la prueba requerida para salir de la duda consist�a en mostrar, primero, la existencia de una masa considerable de tierra en las vecindad de las regiones halladas en 1492, y segundo, en localizar el paso mar�timo que permitiera entrar al Oc�ano �ndico. Si se mostraban ambas cosas, la afirmaci�n de Col�n se convertir�a en una verdad emp�ricamente comprobada; si no se mostraban, ya hemos apuntado las tremendas consecuencias que pod�an resultar.
Este planteamiento de la situaci�n nos proporciona el esquema fundamental para comprender el significado de las exploraciones que se emprendieron inmediatamente despu�s del viaje de 1492. Pasemos a estudiar esos sucesos, pero siempre tratando de imaginar las expectativas que hab�a en torno a sus resultados.
Por su fecha la flota parti� de C�diz el 25 de septiembre de 1493 corresponde el primer lugar al segundo viaje de Col�n.
Desde el punto de vista pol�tico y mercantil, la expedici�n result� ser un terrible desenga�o: el almirante no pudo, como no pod�a, cumplir lo que su exaltada imaginaci�n hab�a prometido. Los ind�genas no eran los d�ciles vasallos que hab�a dicho, puesto que, fuere la culpa de quien fuere, hab�an asesinado en masa a la guarnici�n cristiana que dej� el almirante en Navidad; pero, adem�s, el oro tan codiciado no aparec�a por ning�n lado. Por otra parte, las incursiones punitivas y predatorias que asolaron el interior de la Isla Espa�ola sirvieron entre otras cosas, para desenga�ar a Col�n respecto a la identidad de la Isla con la famosa Cipango (Jap�n). Todo esto y otras adversidades motivaron un descontento general que se tradujo de inmediato en sorda hostilidad contra el almirante y en un creciente desprestigio de la empresa.
Pero lo verdaderamente decisivo para nosotros fue el resultado del reconocimiento del litoral sur de esa comarca que los naturales llamaban "Tierra de Cuba" y que, desde el viaje anterior, Col�n sospech� ser parte de la tierra firme de Asia. El objeto primordial de la exploraci�n era confirmar esa sospecha para salir de la duda acerca de si era o no una isla. Tras un penoso y largo recorrido costero que revel� muchas extra�ezas de naturaleza y otras peculiaridades que Col�n no tard� en interpretar como indicios fehacientes de la �ndole asi�tica de la tierra, la flota vino a surgir a un lugar donde la costa modificaba su direcci�n hacia el poniente para desviarse hacia el sur. Como a hombre ya persuadido de la verdad que, no obstante, est� obligado a probar, a Col�n le bast� esa circunstancia para convencerse que en ese punto se iniciaba la costa del litoral atl�ntico del Quersoneso �ureo (la Pen�nsula de Malaca) y que, por consiguiente, la flota hab�a recorrido la costa sur de Mangi, la provincia meridional de China. A su juicio, pues, se hab�an llenado los dos requisitos de la prueba que se le exig�a. En efecto, hab�a topado con la masa continental de la Isla de la Tierra, y si, ciertamente, no hab�a navegado por el paso mar�timo que daba acceso al Oc�ano �ndico, lo hab�a localizado, en principio, puesto que logr� alcanzar la costa de la pen�nsula a cuyo extremo se encontraba dicho paso.
Pero hac�a falta algo m�s que su convicci�n personal para callar a los incr�dulos en Espa�a, y como nada de lo que pod�a mostrar era bastante para ese efecto, Col�n tuvo la peregrina ocurrencia de arbitrar un instrumento jur�dico como testimonio probatorio. Ante escribano p�blico y testigos de asistencia, hizo que todos los tripulantes de la armada declararan bajo juramento y so pena de terribles castigos corporales y crecidas multas, que la cosa que hab�an explorado no pod�a ser la de una isla, porque era inconcebible que la hubiera tan grande; pero, adem�s, los oblig� a suscribir la optimista ilusi�n de que "antes de muchas leguas, navegando por la dicha costa (es decir, la que Col�n ten�a por ser la del Quersoneso �ureo), se hallar�a tierra donde tratan gente pol�tica, y que saben del mundo". El deseo de regresar cuanto antes fue, sin duda, el motivo que indujo a todos a firmar tan extraordinario documento, y tanto m�s cuanto que Col�n anunci� que ten�a el proyecto de continuar el viaje y circunnavegar el globo, lo que, dada la lamentable condici�n de los nav�os y la falta de alimento, debi� meterles a todos el pavor en los cuerpos.
El regreso fue penos�simo. Despu�s de incontables peligros, la flota surgi� en Jamaica, circunnaveg� la isla, y de all� pas� a la costa meridional de la Espa�ola. Al llegar a su cabo m�s oriental, Col�n anunci� su intenci�n de cruzar a la Isla de San Juan (Puerto Rico) que hab�a reconocido cuando ven�a de Espa�a, con el deseo de cosechar esclavos, pero se lo impidi� una que el padre Las Casas llama "modorra pestilencial". Aver�g�ese qu� sea eso en jerga m�dica de nuestros d�as: lo cierto es que el almirante se hall� a las puertas de la muerte y as� lo llevaron a la Villa de la Isabela, donde ancl� la flota el 29 de septiembre de 1494. All� lo esperaba la alegr�a y apoyo de su hermano Bartolom�, pero tambi�n le guardaba el desastre en la colonia, la rebeli�n, el hambre y el primer ce�o de los reyes que se manifest� visible en la persona de aquel Juan Aguado (lleg� a la Isabela en octubre de 1495), el comisionado que enviaron para espiar su conducta.
Las promesas de Col�n hab�an resultado ser un falso se�uelo. Las esperanzas de oro cosechable como fruta madura se reduc�a al aleatorio futuro de unas minas que requer�an sudor y privaciones. El suave clima y la perfumada templanza de los aires cobraron en vidas de cristianos su pest�fero enga�o. Huracanes diab�licos sembraron naufragios. La so�ada concordia que iba a presidir en la fundaci�n y vida de la nueva colonia se tradujo en odio, prevaricato y disidencia, y los mansos e inocentes pobladores naturales de aquel ficticio para�so, supuestos amigos de los cristianos y amant�simos vasallos, mostraron su �ndole bestial: gente perezosa y proterva, buena para asesinar si se ofrec�a la ocasi�n; mala para laborar y cubrir tributos. Adoradores encubiertos de Satan�s, o al menos d�ciles instrumentos de sus aviesos designios, la beata imagen de la edad de oro rediviva se transmut�, al conjuro del desenga�o, en edad de hierro en que dominaba la creciente convicci�n de que aquellos desnudos hijos del Oc�ano formaban parte del vasto imperio de la barbarie, el se�or�o, confesado o no, del pr�cipe de las tinieblas, el enemigo del hombre. Un profundo escepticismo invad�a a la empresa que a muchos pareci� loco y peligroso sue�o que acarrear�a la ruina de Espa�a. Precisaba atajar el mal, y Col�n, con su tenacidad caracter�stica y sostenido por la verdad de su creencia, le meti� el hombro a la ingrata tarea.
Es obvio, sin embargo, que pese a tantos rumores de malquerencia como se desataron entonces, era ya dif�cil, sino imposible, retroceder en un asunto en que andaba tan comprometido el prestigio pol�tico y religioso de la Corona de Espa�a. Los reyes, por otra parte, siguieron favoreciendo a su almirante, pero aprendieron, eso s�, que el car�cter y extranjer�a de Col�n eran semillero de discordia y que no era hombre para confiarle oficios de gobierno y administraci�n. Se aceptaron, pues, con rara tolerancia el desastre y el desenga�o, pero no sin que la Corona adoptara un cambio de actitud de mucha consecuencia. En efecto, abatidas las primeras delirantes espectativas, se comprendi� que el r�gimen de monopolio oficial establecido a ra�z del viaje de 1492 para beneficiar de los supuestos tesoros que el cielo le hab�a enviado a Espa�a, era m�s de carga que de provecho, dadas las condiciones que impon�a la realidad de las tierras halladas. La exploraci�n, explotaci�n y colonizaci�n quedaron abiertas, pues, al mejor postor y a la codicia de quien se sintiera tentado a probar fortuna. Esta mudanza, que acarre� consecuencias de enorme alcance al imprimir su huella en la estructura pol�tica y administrativa del imperio cuyos cimientos se echaban por entonces, provoc� de inmediato una inusitada aceleraci�n del desarrollo del proceso que vamos examinado.
En cuanto al problema que nos ata�e directamente, no faltaron quienes, sin muchas muestra de juicio cr�tico, aceptaron como buena la "prueba" aportada por Col�n en favor de su creencia inicial. Concretamente, Andr�s Bern�ldez qued� convencido de que la Tierra de Cuba formaba parte de Asia, seg�n pretend�a el almirante; pero lo cierto es que, en t�rminos generales, no se sigui� ese ejemplo.
Miguel de Cuneo, el amigo personal de Col�n y compa�ero suyo en el viaje, se muestra incr�dulo. Al final de su animado relato de la exploraci�n nos da la noticia de que, ya de regreso en la Espa�ola, el almirante disputaba con frecuencia con un cierto abad de Lucerna, hombre sabio y rico, por no poder convencerlo de que la Tierra de Cuba era parte de Asia. A�ade Cuneo que �l y muchos otros pensaban lo mismo que aquel necio abad. Se desconocen el pro y contra de los argumentos, pero es obvio que la base de la "prueba" aducida por Col�n, es decir, la inusitada longitud de la costa de Cuba, no se acept� como indicio suficiente contra su insularidad.
Tampoco Pedro M�rtir se dej� seducir. Con su acostumbrada cautela, el humanista se limit� a informar a sus corresponsales sobre el viaje. Se advierte, sin embargo, que lo impresion� no tanto la identificaci�n con Asia, cuanto la seguridad con que Col�n sosten�a que la costa explorada pertenec�a a una tierra firme y no a una isla m�s como las otras que se hab�an encontrado. Muestra as� Pedro M�rtir una profunda conciencia de verdadero problema que se ventilaba, porque se ve que distingue entre las posibilidad real y sorprendente de que existiera semejante masa de tierra en esas partes del Oc�ano y la implicaci�n de que necesariamente hab�a de tratarse de las Islas de la Tierra. El asunto, sin embargo, le parece todav�a demasiado dudoso y toma el partido de refugiarse en la hip�tesis que, evidentemente, era la m�s segura: la de suponer que todas aquellas tierras, Cuba incluso, eran insulares, bien que ya no insiste en la sugesti�n previa de identificarlas con el archipi�lago de Antilla.
Puede concluirse, entonces, que este segundo viaje de Col�n tiene el sentido de ser un primer intento de aportar la prueba que se requer�a para demostrar que hab�a logrardo establecer la conexi�n entre Europa y Asia por la ruta de occidente; pero fue un intento fracasado. Tiene, adem�s, el inter�s particular de mostrar que Col�n aceptaba como correcta la tesis que hemos llamado de la pen�nsula �nica como visi�n verdadera de los litorales atl�nticos de Asia. Tengamos presente esta determinaci�n decisiva para entender su tercer viaje y el problema que plantearon sus resultados.
Cuando en 1496 regres� Col�n a Espa�a, todav�a nada se sab�a de fijo de la existencia de una tierra de masa comparable al orbis terrarum en los parajes vecinos al primer hallazgo de 1492. Al a�o siguiente se emprendieron, aprovechando la nueva actitud de la Corona, varias exploraciones que decidieron el punto en sentido afirmativo. Se supo, en efecto, que al poniente de las islas encontradas por el almirante yac�a una gran masa de tierra. Este important�simo hecho favorec�a la creencia de Col�n, porque llenaba el primer requisito exigido por la prueba, de manera que la hip�tesis de que se trataba del extremo oriental de la Isla de la Tierra no s�lo parec�a posible, como hasta entonces, sino como probable. Esas regiones habitadas por hombres �qu� otra cosa pod�an ser, en efecto, sino los litorales desconocidos, pero ya sabidos del orbis terrarum? Col�n, es cierto, segu�a en las suyas respecto a que la Tierra de Cuba no era una isla adyacente a esos litorales, sino parte de ellos; pero, dentro del cuadro general del problema, esta opini�n cada vez m�s solitaria dej� de tener importancia verdadera, porque se trataba de una modalidad de un mismo y fundamental hecho. Se advierte, entonces, que todo el peso de la duda va a gravitar en lo sucesivo en el segundo requisito de la prueba: la localizaci�n de aquel paso mar�timo que dar�a acceso al Oc�ano �ndico y a las riquezas de las regiones que ya estaban en posibilidad de caer en manos de los portugueses. As� pues, independientemente de si Cuba era o no lo que supon�a Col�n, lo decisivo era encontrar aque paso, el cual, de acuerdo con la imagen que �l y muchos ten�an de los litorales de Asia, deb�a estar en las inmediaciones de la l�nea ecuatorial, puesto que por esas latitudes terminaba la pen�nsula del Quersoneso �ureo. Tal, por consiguiente, el pr�ximo paso exigido por la l�gica de la prueba; tal, en efecto, lo que Col�n pretendi� hacer en su siguiente viaje. Pero todo se complic� enormemente, como veremos, por la inesperada aparici�n de una masa de tierra austral que sembr� el desconcierto.
Para su tercer viaje (la flota zarp� de Sanl�car de Barrameda, el 30 de mayo de 1498) Col�n se form� el proyecto de navegar hacia el sur hasta alcanzar regiones ecuatoriales y proseguir en derechura al poniente. Pretend�a, primero, ver si topaba con una tierra que dec�a el rey de Portugal se hallar�a en ese camino, y segundo, establecer contacto con los litorales de Asia y buscar el paso al Oc�ano �ndico que, seg�n la imagen que ten�a de ellos, estar�a por esas latitudes. Pero la realidad le reservaba una sorpresa desconcertante.
Despu�s de alcanzar aproximadamente el paralelo 9° de latitud norte y recorrerlo en direcci�n del oeste sin haber encontrado la tierra augurada por el monarca lusitano, aport� a una isla densamente poblada por gente de mejor hechura y m�s blanca de la que hab�a encontrado hasta entonces. Llam� a esa isla La Trinidad nombre que ha conservado hasta nuestros d�as, y calcul� correctamente que se hallaba al sur de la ringlera de las islas de los can�bales que hab�an reconocido en su viaje anterior.
Col�n pens� que estaba en un archipi�lago adyacente al extremo meridional del orbis terrarum o, m�s concretamente dicho, vecino a las costas del Quersoneso �ureo (Pen�nsula de Malaca) que, para �l, empezaba a formarse a la altura de la tierra de Cuba; pronto, sin embargo, los marineros advirtieron un extra�o fen�meno que sembr� el desconcierto en el �nimo del almirante. En efecto, el golfo donde hab�a penetrado la flota (hoy Golfo de Paria en Venezuela) era de agua dulce, circunstancia que requer�a la presencia de caudalosos r�os e indicaba, por consiguiente, una enorme extensi�n de tierra. Parec�a obligado a concluir, entonces, que aquel golfo no estaba formado por los litorales de un apretado grupo de islas, como supon�a Col�n, sino por la costa de una tierra de magnitud continental. En un principio el almirante se resisti� a aceptar esa obvia inferencia que amenazaba la validez de sus ideas preconcebidas; pero como la exploraci�n posterior no favoreci� la duda, se vio obligado a reconocer su equ�voco inicial. Se acord� entonces de las noticias que le hab�an dado los caribes acerca de la existencia de grandes tierras al sur de las suyas y acab� por convencerse de lo invitable: la flota hab�a aportado, no a un archipi�lago vecino al paso al Oc�ano �ndico, sino a una tierra firme.
Para Col�n, hombre de su tiempo y habituado a razonar a base de autoridades, surgi� de inmediato la dificultad de explicar, primero, c�mo era posible que hubiera semejante tierra en el hemisferio sur que, seg�n las ideas m�s comunes de entonces, no estaba ocupado sino por el Oc�ano, y segundo, c�mo era posible que careciera de noticias acerca de ella.
Por lo que se refiere al primer punto, Col�n recurri� a la tesis elaborada en el siglo XIII
, principalmente sostenida por Rogerio Bacon y que �l conoc�a a trav�s del cardenal d�Ailly, seg�n la cual, se recordar�, se supon�a que la tierra seca ocupaba seis s�ptimas partes de la superficie del globo, contra una que congregaba a todos los mares, de acuerdo con la autoridad del Libro de Esdras. Era, pues, posible aceptar la noci�n de que litorales hallados pertenec�an a una gran masa austral de tierra firme. En cuanto a que no se hubiere tenido noticia alguna acerca de su existencia, Col�n recuerda que, seg�n dice, "muy poco ha que no se sab�a otra tierra m�s de la que Tolomeo escribi�", de manera que nada de sorprendente ten�a aquella circunstancia. Lo que s� es sorprendente, sin embargo, es que Col�n no hubiere invocado en este lugar sus conocimientos de la geograf�a de Marco Polo que vino aumentar y corregir, seg�n �l bien sab�a, las nociones de Tolomeo. Pero es que, precisamente, la tierra de nuevo hallada no parec�a acomodarse bien a ellos, y en eso consist�a el verdadero problema del hallazgo. �C�mo, en efecto, ajustar tan inesperada experiencia a la imagen geogr�fica que le ven�a sirviendo a Col�n de esquema fundamental y que estaba basado, justamente, en el relato polano? �Qu� relaci�n pod�a guardar con el orbis terrarum esta inusitada extensi�n de tierra?
El problema es m�s complicado de lo que parece. Conviene hacernos cargo debidamente de �l.
De acuerdo con la tesis invocada por Col�n, se pod�a explicar la existencia de la tierra reci�n hallada, pero n�tese que el argumento supone la continuidad de esos litorales con los de Cuba, que el almirante conceb�a como pertenecientes a la tierra firme de Asia. En efecto, la tesis se basaba precisamente en afirmar la unidad geogr�fica de toda la tierra no sumergida, o sea que la Isla de la Tierra era la que ocupaba las seis s�ptimas partes de la superficie del globo. Pero resultaba, entonces, que ya no existir�a donde supon�a Col�n el paso mar�timo al Oc�ano �ndico, y toda su idea de que en Cuba empezaba la costa del Quersoneso �ureo se ven�a abajo, puesto que en lugar de esa pen�nsula hab�a esta nueva inusitada tierra austral.
Por otra parte, si se supon�a, para salvar ese esquema, que la tierra firme reci�n hallada, llamada Paria por los naturales, era una isla austral comparable con el orbis terrarum y situada al sureste del extremo del Quersoneso �ureo, entonces la tesis invocada por Col�n no ven�a realmente a explicar su existencia, porque ya no se trataba de regiones de la Isla de la Tierra, sino de uno de esos orbis alterius mencionados por los paganos, pero rechazados por los padres de la Iglesia y por las doctrinas escol�sticas m�s modernas y que, estar habitado, involucraba las dificultades antropol�gicas y problemas religiosos que hemos explicado.
Ante esta coyuntura, Col�n no sabe realmente c�mo determinarse, y por eso, a pesar de que antes afirm� su persuasi�n de que la tierra hallada ten�a magnitud continental, se refugia, poco despu�s, en una cl�usula condicional que acusa su desconcierto. Todo el problema proven�a de la necesidad de explicar aquel golfo de agua dulce que requer�a la presencia de inmensas tierras capaces de generar caudalosos r�os. �No habr�a otro modo de dar cuenta del fen�meno? Las observaciones que, en este momento, inserta Col�n en su Diario acerca de la variaci�n de la aguja, de la asombrosa templanza del aire y de la buena hechura y color de los naturales habitantes de Paria, nos previenen que el almirante cogitaba alguna explicaci�n que le resultara m�s satisfactoria, y en efecto, cuando ya iba en mar abierto en su recorrido de regreso en demanda de la Isla Espa�ola, le confi� a su Diario una extraordinaria disyuntiva: o aquella tierra de donde ven�a es " gran tierra firme", o es, dice, "adonde est� el Para�so Terrenal", que seg�n com�n opini�n "est� en fin de oriente", la regi�n donde �l hab�a estado.
Hagamos un alto para permitirle a Col�n que medite y madure tan alucinante posibilidad como era la de haber localizado, por fin, el Para�so Terrenal, problema que tantos te�logos y ge�grafos cristianos hab�an tratado de resolver en vano. El almirante ha regresado (d�a �ltimo de agosto de 1495) a Santo Domingo, la nueva capital de la Espa�ola. Eran muchos los enojos que all� le aguardaban, pero tambi�n urg�a dar cuenta a los soberanos del resultado de su viaje. El d�a 18 de octubre les despach� una carta con el resultado de sus especulaciones. No es f�cil determinar con precisi�n lo que pens�, pero es necesario intentarlo al auxilio de documentos posteriores.
O era tierra firme grand�sima la que hab�a hallado o era donde estaba el Para�so Terrenal. He aqu� la disyuntiva que preocupaba a Col�n cuando desembarc� en Santo Domingo. Hag�monos cargo, primero, de lo que signific� ese dilema.
Pues bien, el motivo que obligaba a Col�n a pensar que se trataba de una tierra firme de gran extensi�n era, ya lo sabemos, la necesidad de explicar el golfo de agua dulce como resultado de algun gran r�o que tendr� en �l su desembocadura. Y si no se conform� lisa y llanamente con esa inferencia es por las dificultades que, seg�n vimos, atend�an por igual la idea de que esa tierra firme estuviera unida a Asia, o la de que estuviera separada. Si, pues, se le ocurri� a Col�n como diyuntiva que hab�a estado en la regi�n donde se hallaba el Para�so Terrenal, fue porque de ese modo le pareci� que podr�a salir del aprieto, puesto que ya no hab�a necesidad de explicar el golfo de agua dulce como efecto de un gran r�o engendrado en una inmensa extensi�n de tierra. En efecto, en el Para�so Terrenal exist�a una fuente de donde, al decir de las autoridades m�s aprobadas, proced�an los cuatro grandes r�os del orbis terrarum. �No ser�a, entonces, que de esa misma fuente proced�a el caudal de agua que formaba aquel golfo? Esta posibilidad debi� ilusionar tanto a Col�n no s�lo porque encuadraba admirablemente con su manera de pensar y su creciente convicci�n de ser un mensajero de Dios, sino por el lustre que tal hallazgo le prestaba a su empresa, que no se percat� de la extravagancia de la idea, ni, por lo pronto, de las nuevas dificultades que implicaba. Pero era necesario mostrar c�mo era posible y aun probable esa ocurrencia y a este prop�sito va encaminada principalmente la carta a los soberanos.
La carta empieza por un pre�mbulo dedicado a defender la empresa contra los maldicientes empe�ados en desacreditarla. Esta parte inicial de la ep�stola es una reproducci�n casi literal de un pasaje del Diario, y tiene el inter�s de que Col�n emplea aqu�, por segunda vez, el concepto de "otro mundo" para calificar el conjunto de las tierras que, por su industria y trabajos, se hab�an puesto bajo la soberan�a de Espa�a. Tambi�n es interesante en cuanto que Col�n ratifica su creencia de ser Cuba una parte de Asia.
Viene, en seguida, el relato del viaje y de la exploraci�n, y llegado el momento en que cuenta c�mo pudo salir de aquel golfo de agua dulce que tanto le preocupaba, el almirante inicia la fundamentaci�n te�rica de su hip�tesis del Para�so Terrenal.
No es del caso entrar en los fatigosos detalles. He aqu� lo esencial del argumento: el globo terrestre, piensa Col�n, no es una esfera perfecta; por lo contrario, su forma es la de una pera o de una pelota que tuviera una protuberancia como un seno de mujer cuyo pez�n estar�a bajo la l�nea ecuatorial en el "fin de oriente", dice, y que es, aclara, adonde termina la tierra y sus islas adyacentes, es decir, en el extremo oriental de la Isla de la Tierra. En la c�spide de ese gran monte o seno, cuyo alzamiento es muy paulatino, puesto que se inicia en pleno oc�ano a una distancia de cien leguas de las Azores, se halla el Para�so Terrenal. Sentadas estas premisas, la conclusi�n era obvia: como la tierra de Paria estaba "en fin de oriente", era vecina al ecuador y mostraba las cualidades de la regi�n m�s noble de la Tierra, y como, por otra parte, las observaciones celestes revelaban que la flota hab�a navegado cuesta arriba a partir del meridiano marcado por aquellas cien leguas de las Azores, parec�a natural pensar que el agua dulce que produc�a aquel golfo procediera del Para�so. Cierto que �l, Col�n, no pretend�a que se pudiese llegar hasta ese jard�n prohibido, el cual, probablemente, estaba a�n lejos de los litorales que explor�; pero �no era, acaso, de tomarse en cuenta su hip�tesis?
A medida que progresa el almirante en su argumentaci�n, se advierte m�s su deseo de convencerse que su convencimiento efectivo, y es que, me parece, se dio cuenta de que la hip�tesis no solucionaba el problema, por la sencilla raz�n de que implicaba, al igual que la hip�tesis de un r�o, una extensi�n considerable de tierra. En efecto, si se toma en cuenta que, seg�n propia admisi�n del almirante, el Para�so estaba lejos del golfo de agua dulce y que, por otra parte, ten�a que ser muy grande, puesto que fue hecho para alojar al g�nero humano, se acaba por postular una extensa tierra firme, que era, precisamente, la consecuencia que se quer�a evitar con la nueva hip�tesis.
Si Col�n tuvo conciencia de este reparo, lo cierto es que no lo expresa. Puede suponerse, sin embargo, que algo as� debi� tener en mente puesto que, en lugar de cocluir afirmando lo que tanto se hab�a empe�ado en demostrar, acaba por quedarse en la misma disyuntiva de donde parti�. Cree que la tierra que hall� "es grand�sima, y haya otras muchas en el austro, de que jam�s se hubo noticia"; cree, tambi�n, que del Para�so "pueda salir" el agua, bien que de lejos, y venga a formar aquel golfo, y otra vez repite los argumentos de la tesis de ser mucha m�s la tierra seca que la sumergida por el Oc�ano, y todo para terminar en la misma cl�usula condicional y dubitativa de que "si no procede (el agua dulce del golfo) del Para�so, procede de un r�o que procede de tierra infinita del austro, de la cual hasta ahora no se ha habido noticia". Sin embargo, a�ade, "yo muy asentado tengo en �nima que all�, adonde dije, es el Para�so Terrenal".
Ya se ve, en lugar de dirimir la disyuntiva que �l mismo se plante�, Col�n acab� aceptando sus dos extremos. Hasta este momento, para Col�n, los litorales que hall� en su tercer viaje pertenecen a una extensa tierra firme austral, ya sea que el agua que produce aquel golfo provenga de un r�o, lo que admite que puede ser, ya de la fuente del Para�so, que es lo que le gustar�a.
Pero, �qu� pensar del verdadero problema que el almirante ha dejado intacto? �Supone Col�n que esa gran tierra austral est� o no est� unida al continente asi�tico?
Para tratar de resolver este problema decisivo es necesario recurrir a otras tres cartas de Col�n. Examinemos esos testimonio por su orden.
En una carta al rey cat�lico de ca. 18 de octubre de 1498, el almirante alude a la tierra que encontr� en su tercer viaje y dice que debe creerse que es extens�sima, y m�s adelante hace el inventario de cuanto �l hab�a puesto bajo el se�or�o de Espa�a por sus trabajos e industria. H�lo aqu�: la Isla Espa�ola, Jamaica, setecientas islas y una gran parte, dice, "de la tierra firme, de los antiguos muy conocida y no ignota, como quieren decir los envidiosos o ignorantes". Alude, claro est�, a las costas de Asia que seg�n �l hab�a recorrido en su segundo viaje. Pero, adem�s, muchas otras islas en el camino de la Espa�ola a Espa�a, y ahora, debe a�adirse, esta otra tierra grand�sima reci�n hallada que "es de tanta excelencia".
El texto no nos saca de dudas, pero s� parece indicar que Col�n piensa en esa tierra como algo distinto y separado de la otra tierra firme que declara fue muy conocida de los antiguos, es decir, de Asia.
De finales de 1500 tenemos una carta que Col�n dirigi� a do�a Juana de la Torre, el ama que hab�a sido del pr�ncipe don Juan, escrita probablemente en la carabela que conduc�a al almirante de regreso a Espa�a. Citando previamente a San Juan y a Isa�as, que hablan de un "cielo nuevo y una nueva tierra", el almirante se concibe a s� mismo como el mensajero elegido por Dios para revelarlos, puesto que, seg�n �l, eso fue lo que hizo en sus dos primeros viajes. A�ade que despu�s emprendi� "viaje nuevo al nuevo cielo y mundo, que hasta entonces estaba en oculto" y aclara que si esta haza�a suya no se tiene en estima en Espa�a "como los otros dos (viajes) a las Indias", no debe sorprender, puesto que todo lo suyo era menospreciado
De este documento aparece con bastante claridad que Col�n distingue la tierra hallada en el tercer viaje de las que encontr� en los anteriores, que expresamente califica de viajes a las Indias (es decir, a Asia), mientras que a aqu�l lo identifica como un viaje a un "nuevo mundo" que hasta entonces estaba oculto. Parece, pues, que concibe a la Tierra de Paria como algo separado y distinto del orbis terrarum.
Por �ltimo, en su carta al papa de febrero de 1502, Col�n hace de nuevo el inventario de lo que Espa�a le debe. En los dos primeros viajes hall� mil cuatrocientas islas, trescientas treinta y tres leguas "de la tierra-firme de Asia", otras muchas grandes y famosas islas al oriente de la Espa�ola que es, dice, "Tarsis, es Cethia, es Ofir y Ophaz e Cipango", y en el tercer viaje hall� "tierras infinit�simas" y cre� y creo, dice, "que all� en la comarca es el Para�so Terrenal".
En esta ocasi�n el distingo entre la tierra firme hallada en los dos primeros viajes, que expresamente identifica con Asia, y la encontrada en el tercero es m�s claro, de suerte que estos tres testimonios parecen suficiente para concluir que, poco despu�s de haber escrito Col�n su famosa carta en que expuso la hip�tesis del Para�so, se convenci� de que hab�a hallado una tierra de magnitud continental que ocupaba parte del hemisferio sur, situada a la sureste del Quersoneso �ureo y separada de Asia. En suma, que hab�a hallado un orbe austral comparable con el orbis terrarum, habitable y habitado como �ste, y que, por a�adidura, conten�a el Para�so Terrenal. Un orbe al cual, bien que incidental, pero no casualmente, calific� como un nuevo mundo.
Dada la obvia importancia que reviste la conclusi�n a que lleg� al almirante, es necesario esforzarnos por entender su alcance y sentido. Para ello hace falta aclarar qu� motivo lo decidi� en favor de la independencia geogr�fica de las tierras que hab�an hallado en su tercer viaje respecto a las encontradas en los viajes anteriores. Pero debemos ver, adem�s, por qu�, todav�a en 1502 y por �ltima vez, insisti� en localizar en ellas el Para�so Terrenal, sin insistir, sin embargo, en la teor�a que serv�a de fundamento a esa idea, es decir, la de que el globo terr�queo afectaba, en el hemisferio occidental, la forma de una pera o pelota con uno como seno de mujer.
En cuanto a lo primero, no es dif�cil averiguarlo si recordamos cu�les eran las consecuencias del dilema que deb�a resolver Col�n. En efecto, ya vimos que si se supon�a la continuidad entre los litorales atl�ntico de Asia y los de la nueva tierra firme austral, el esquema geogr�fico adoptado por Col�n para explicar sus hallazagos anteriores era insostenible. Se ven�a abajo, pues, la tesis que conceb�a a Asia dotada de una sola pen�nsula en el Quersoneso �ureo en cuyo extremo estar�a el paso al Oc�ano �ndico. Si, en cambio, se supon�a que la Tierra de Paria no estaba unida al orbis terrarum, era necesario concebirla como un orbe distinto. En este caso, es cierto, se dejaba a salvo aquella tesis, pero a costa de enfrentarse con los problemas que hab�an inducido a los padres de la Iglesia y a tratadistas recientes a rechazar la posibilidad de mundos distintos alojados en el globo.
Col�n, sin embargo, se decidi� ya vimos con qu� timidez por este �ltimo partido. Es obvio que el motivo determinante fue el deseo de salvar el esquema geogr�fico que le ven�a sirviendo para poder identificar la Tierra de Cuba con Asia y que le promet�a la existencia de un acceso al Oc�ano �ndico al sur de esa Tierra y al norte de la reci�n hallada Paria. Esto es decisivo, porque as� vemos que Col�n postul� la separaci�n e independencia de la inesperada tierra firme austral como una obligada consecuencia de su esquema anterior y no como resultado de un observaci�n de datos emp�ricos que se le hubieran impuesto. En otras palabras, afirm� la existencia de un "nuevo mundo" como una suposici�n a priori, porque lo que verdaderamente le importaba afirmar de ese modo era la existencia de aquel paso de mar al Oc�ano �ndico de donde depend�a, como sabemos, la prueba de su primera y fundamental creencia: la de haber llegado en su primer viaje al extremo oriental de la Isla de la Tierra.
Pero no se comprende bien, entonces, c�mo tom� el almirante una desici�n que lo enfrentaba a las objeciones y peligros anexos a la idea que abraz�. Esto nos trae, precisamente, al segundo punto que suscitamos al principio de este aparato, a saber: la raz�n por la cual insisti� en localizar al Para�so Terrenal en esa tierra que le resultaba ser un nuevo e in�dito mundo. Tampoco parece dif�cil encontrar en este caso la respuesta. N�tese bien, en efecto, que el Para�so Terrenal, por definici�n, era parte del "mundo", es decir, de aquella provincia c�smica que Dios, en su bondad, hab�a asignado al hombre para que viviera en ella. Visto esto, aunque pod�a decirse que la independencia geogr�fica de la tierra firme austral convert�a en un "nuevo mundo", el hecho de estar alojado en ella el Para�so Terrenal cancelaba ese concepto para convertirla, en cambio, en el primer y m�s antiguo mundo, de suerte que, en definitiva, si Col�n separaba f�sicamente los dos orbes, lograba mantener su uni�n moral, que es de donde depende la condici�n y calidad para que sea mundo.
En suma, el "nuevo mundo" intuido por Col�n no era propiamente eso, sino parte del mismo y �nico mundo de siempre. No postulaba, pues, el pluralismo cuya posibilidad hab�a sido admitida con todas sus consecuencias por los paganos. Y si el almirante se arriesg� a arrimarse a esa inaceptable y her�tica noci�n, fue porque cre�a que s�lo as� se podr�a salvar la creencia cuya verdad hab�a salido a probar. Pero es claro que esta indirecta manera de sostener que exist�a donde �l pensaba el paso que conducir�a a las naves espa�olas a las riquezas de la India no pod�a convencer a nadie y que, por consiguiente, sus esfuerzos en ese sentido fueron vanos. Lo verdaderamente interesante de la hip�tesis de Col�n consiste en que, por vez primera, el proceso se acerc� a un desenlace cr�tico para la antigua manera de concebir el mundo. Sin embargo, la crisis todav�a no era inminente, porque la ideas de Col�n carec�an de toda probabilidad de ser aceptadas por dos razones decisivas. La primera, porque la teor�a cosmogr�fica elaborada por Col�n para justificar la existencia del Para�so Terrenal en las regiones reci�n halladas resultaba un verdadero disprarate cient�fico; pero, segundo y m�s importante, porque la idea de separar las dos masas de tierra que obligaba a admitir un "nuevo mundo", no era necesaria para explicar satisfactoriamente los hechos revelados hasta entonces por la experiencia, seg�n vamos a ver en seguida. Se conjur�, pues, la crisis que ya se perfilaba. Examinemos las razones que la pospusieron.
Las noticias del hallazgo de la Tierra de Paria, llegadas a Espa�a en 1499, despertaron gran inter�s por reconocer m�s ampliamente esas regiones y dieron nuevo impulso y orientaci�n a la empresa. La Corona autoriz� y se realizaron en r�pida sucesi�n los conocidos viajes de Ojeda (mayo 1499-septiembre 1500), Guerra y Ni�o (junio 1499-abril 1500), Y��ez Pinz�n (diciembre 1499-septiembre 1500), Lepe (diciembre 1499-octubre? 1500), V�lez de Mendoza (diciembre 1499-julio 1500) y Rodrigo de Bastidas (octubre 1500-septiembre 1502).
El conjunto de estas exploraciones revel� la existencia del enorme litoral que es hoy la costa atl�ntica septentrional de Am�rica del Sur, desde el Golfo de Dari�n (formado por costas de Panam� y Colombia) hasta el cabo extremo oriental de Brasil: Ahora bien, como los nuevos hallazgos no se prolongaron m�s all� de esos extremos, no se estableci�, por una parte, la comunidad y conexi�n de esas costas con las de la tierra septentrional reconocida en a�os anteriores, ni se estableci�, por otra parte, en qu� direcci�n podr�a correr la costa m�s all� del cabo extremo hasta donde se hab�a llegado. Estas indeterminaciones provocaron, pues, una situaci�n ambigua que conviene puntualizar.
La conjetura de Col�n en el sentido de que exist�a una gran masa de tierra que penetraba el hemisferio austral qued� establecida fuera de toda duda. Como no se sab�a emp�ricamente que estuviera unida a la masa de tierra firme septentrional, la posibilidad de que hubiera un paso mar�timo al Oc�ano �ndico en el trecho a�n inexplorado permanec�a abierta. La hip�tesis de Col�n acerca de un "nuevo mundo" separado del orbis terrarum no pod�a, pues, descartarse. Pero lo importante era que, contrario a lo que pens� Col�n, �sa no era la �nica salida para dar raz�n del paso al Oc�ano �ndico que hab�a empleado Marco Polo a su regreso a Europa. En efecto, como tampoco se sab�a en qu� sentido corr�a la costa m�s all� del cabo occidental explorado, se pod�a suponer que doblar�a hacia el poniente y que, por lo tanto, ese cabo ser�a el extremo meridional de una gran pen�nsula asi�tica, la que habr�a circunnavegado Marco Polo. En otras palabras, se pens� que ese grande y nuevo litoral no era el de un extra�o "nuevo mundo" separado y distinto de la Isla de la Tierra, sino el de Asia y, m�s concretamente dicho, el de aquella gran pen�nsula adicional que hab�an dise�ado Mart�n Behaim en su globo y Henrico Martellus en su planisferio.
En resumen, las exploraciones realizadas entre 1499 y 1502 mostraron que las ideas de Behaim y de Martellus pod�an ser correctas, de suerte que surgi� el dilema que puntualizamos en seguida:
Por una parte, tenemos la hip�tesis seg�n la cual se supone que la masa de tierra firme en el hemisferio norte es el extremo oriental de la Isla de la Tierra u orbis terrarum y que la masa que penetra el hemisferio sur es un orbe distinto y "nuevo mundo". La condici�n de esta hip�tesis es, pues, que el paso mar�timo al Oc�ano �ndico fuera el de la separaci�n entre ambas masas de tierra firme. �sta es la hip�tesis de Col�n, con la modalidad de que el almirante persist�a en que la Tierra de Cuba se identificaba con la tierra firme de Asia.
Tenemos, por otra parte, la hip�tesis que consiste en suponer que las dos masas de tierra firme son constituidas y que se identifican con el litoral extremo oriental del orbis terrarum y, concretamente, con los de su gran pen�nsula asi�tica distinta del Quersoneso �ureo. Para esta segunda hip�tesis, la condici�n era que al sur de esa �nica masa de tierra firme se hallar�a el famoso paso al Oc�ano �ndico empleado por Marco Polo.
La cartograf�a de la �poca documenta de un modo curioso e interesante ese dilema. En efecto, tenemos del a�o de 1500 el justamente famoso mapa manuscrito de Juan de la Cosa en que puede verse la expresi�n gr�fica de la disyuntiva. En este documento, el cart�grafo presenta como costa continua todo lo comprendido desde los reconocimientos septentrionales de las expediciones inglesas hasta el cabo extremo oriental de lo que hoy se conoce como el Brasil. Pero, por una parte, a partir de ese cabo se figura una costa hipot�tica que corre directamente hacia el oeste, expresando de ese modo la idea y la esperanza, a�adimos, de que esas tierras australes formaban la penetraci�n m�s meridional de Asia. Sin embargo y por otra parte, Juan de la Cosa interrumpi� el litoral con una imagen de San Crist�bal, patr�n de los navegantes, pero tambi�n de Col�n, precisamente en el sitio donde, seg�n �ste, estar�a el paso al Oc�ano indico. De ese modo, as� parece, el cart�grafo quiso consiganr o, por lo menos, inisnuar la otra hip�tesis o posibilidad.
El sentido o ser de las tierras que se hab�an hallado desde que Col�n hizo su primer viaje segu�a dependiendo de la localizaci�n del paso al Oc�ano �ndico. Pero ahora la ubicaci�n de ese paso ofrec�a dos posibilidades. Muy consecuentemente, pues, hubo dos viajes cuyos resultados deber�an resolver el dilema. Aludimos a la llamada tercera navegaci�n de Am�rico Vespucio (viaje portugu�s, mayo 1501-septiembre 1502) y al cuarto y �ltimo viaje del almirante (mayo 1502-noviembre 1504).
�ste y el siguiente apartado se dedican al estudio de esas dos expediciones que, si bien independientes, constituyen un �nico y grandioso suceso en los anales de la historia de la cultura de Occidente. Como tal, pues, se quieren presentar aqu�, pero no s�lo porque as� lo exige la l�gica del proceso, sino porque de ese modo Col�n y Vespucio aparecen como los colaboradores que en realidad fueron en lugar de los rivales que una mal aconsejada pasi�n ha pretendido hacer de ellos, y porque, adem�s, tambi�n se repara la injusticia hist�rica que con ambos se ha cometido: con el primero, al atribuirle el supuesto "descubrimiento de Am�rica" que no realiz�, ni pudo haber realizado; con el segundo, responsabilizarlo de la supuesta autoatribuci�n de esa inexistencia haza�a.
Empecemos por hacernos cargo de los pr�positos que animaron a ambas expediciones, y primero de aquella en que tom� parte Vespucio.
La flota zarp� de Lisboa a mediados de mayo de 1501 con destino a las regiones subecuatoriales nuevamente halladas. Vespucio capitaneaba uno de los nav�os y, a lo que se sabe, la armada iba al mando de Gonzalo Coelho. A principios de junio llegaron a Cabo Verde sobre las costas occidentales de �frica y encontraron all� dos nav�os de la flota de �lvarez Cabral que ven�an de regreso de la India. Vespucio recogi� informes acerca de ese viaje y los transmiti� a Lorenzo de Medici en una carta fechada 4 de junio de 1501. De este documento y de una ep�stola anterior se pueden inferir los prop�sitos de Vespucio. En efecto, en la exploraci�n que realiz� bajo el mando de Ojeda (1499-1500) se hab�a querido, dice Vespucio, "dar la vuelta a un cabo de tierra, que Tolomeo llama, Cattegara, el cual est� unido al Gran Golfo", es decir, en aquella ocasi�n se quiso alcanzar el extremo sur de la penetraci�n m�s meridional de Asia para pasar por all� al Sino Magno formado por aguas del Oc�ano �ndico. No se logr� tan deseado objetivo y ahora, en este nuevo viaje, se pretend�a intentarlo de nuevo. Ciertamente, Vespucio no lo dice de un modo expreso, pero el estudio de la carta autoriza esa inferencia, porque de otro modo no se entiende su afirmaci�n, �sa s� expresa, de que abrigaba la esperanza de visitar en este viaje las regiones que hab�a reconocido �lvarez Cabral en su reciente navegaci�n a la India.
En suma, por lo que toca personalmente a Vespucio, el prop�sito del viaje consist�a en navegar hasta las costas subecuatoriales reconocidas durante la exploraci�n que hizo al mando de Ojeda, misma que consideraba ser litorales asi�ticos. Logrado ese primer objetivo, pretend�a proseguir el viaje costero en busca del lugar donde pudiera pasar al Oc�ano �ndico. Localizado ese paso, deseaba continuar la navegaci�n en demanda de la India y, en el l�mite, llegar hasta Lisboa por la v�a del Cabo de Buena Esperanza, completando as� por primera vez en la historia, la circunnavegaci�n del globo. No le faltaba raz�n, pues dec�a en la carta que comentamos que abrigaba la "esperanza de cobrar fama imperecedera, si logra regresar a salvo de este viaje".
Veamos ahora qu� proyecto animaban a Col�n. Se sabe que el 26 de febrero de 1502, cuando la armada en que iba Vespucio recorr�a la costa atl�ntica de la que �l cre�a ser una pen�nsula asi�tica, Col�n present� un memorial solicitando la autorizaci�n y los medios para emprender nuevo viaje. El documento se ha perdido, pero el prop�sito de la exploraci�n puede inferirse de la respuesta de los reyes, del pliego de instrucciones que la acompa�aba, y de una carta suscrita por los monarcas, sin nombre de destinatario, pero dirigida a quien fuera el capit�n de una flota portuguesa reci�n enviada a la India por la ruta de oriente. En efecto, de esas piezas documentales se deduce que la expedici�n ten�a unos prop�sitos enteramente semejantes a los que animaron a Vespucio. La ilusi�n a un recorrido que ser�a muy extenso; la afirmaci�n de que el derrotero no pasar�a por la Isla Espa�ola; el permiso para llevar abordo int�rpretes ar�bigos y, sobre todo, la carta destinada al capit�n portugu�s acusa, sin lugar a duda, que el destino de la exploraci�n era alcanzar las regiones de la India ya reconocidas por los portugueses, y puede suponerse que tambi�n se abrigar�a la esperanza de que el almirante regresara a Espa�a por la v�a del Cabo de Buena Esperanza. Pero es claro, entonces, que para lograr tan ambicioso proyecto, la meta inmediata de Col�n consist�a, como la de Vespucio, en encontrar el paso al Oc�ano �ndico, s�lo que lo buscar�a por otras latitudes. En efecto, recu�rdese que, seg�n las ideas que se form� Col�n al regreso de su tercer viaje, ese paso deber�a encontrarse en la separci�n mar�tima entre la Isla de la Tierra y el "nuevo mundo", donde supon�a que estaba el Para�so Terrenal, y por ese rumbo, en efecto, lo mandaron los reyes a buscarlo.
He aqu� las intenciones de los dos viajes destinados a resolver el gran dilema de cuya soluci�n depende la verdad del ser que se ven�a atribuyendo a las nuevas tierras, pero mucho m�s importante, de cuya soluci�n depend�a, ni m�s ni menos, la validez de la manera tradicional cristiana de entender al mundo con todo lo que ello significaba. Si Col�n alcanzaba su prop�sito, quedar�a probada la existencia real de otro mundo y la crisis consiguiente ser�a inevitable; si Vespucio lograba el suyo, no habr�a lugar a alarma alguna. El escenario est� dispuesto, y ahora es de verse c�mo va a desenvolverse en su doble trama lesta espectacular comedia, nunca mejor llamada de las equivocaciones.
A principios de agosto de 1501, despu�s de una penosa traves�a, la armada portuguesa en que iba Vespucio alcanz� la costa de lo que hoy llamamos el Brasil. Persuadidos los navegantes de hallarse sobre el litoral asi�tico iniciaron la exploraci�n costera hacia el sur, tanto por reconocer aquellas comarcas que ca�an bajo el se�or�o de Portugal, como por buscar el cabo final que permitir�a el acceso al Oc�ano �ndico. Averiguando que la costa se prolongaba hacia el sur m�s de lo que se hab�a supuesto, la flota lleg� al punto donde terminaba la jurisdicci�n de Portugal y comenzaba la castellana, de acuerdo con la partici�n y convenio de Tordesillas. Legalmente all� tendr�a que suspenderse el reconocimiento, pero resultaba insensato abandonarla, pues no era cre�ble que la costa se prolongara mucho m�s. Con esta esperanza se decidi� continuar la exploraci�n, pero bajo el amparo de un expediente que, en todo caso, serv�a para salvar las apariencias. La exploraci�n se despoj� de su car�cter oficial, de manera que a partir de ese momento adquir�a el car�cter de un viaje de tr�nsito, y a fin de evitar suspicacias, se acord� confiar el mando provisional de la armada a Vespucio. As�, por lo menos, es como se ha explicado su intervenci�n directa en esta parte del viaje. Sea de ello lo que fuere, lo importante es que no hallaron el tan deseado paso, pero se averigu�, en cambio, que aquella costa se prolongaba sin t�rmino hasta las regiones tempestuosas vecinas el c�rculo ant�rtico. Esta circunstancia resultaba sobre manera deconcertante en vista de las nociones previas que hab�an animado los proyectos de la exploraci�n y era preciso intentar alg�n ajuste para explicar el nuevo dato. Con este enigma a cuesta regres� la flota a Lisboa en los primeros d�as de septiembre de 1502. Dejemos a Vespucio con la preocupaci�n de resolverlo, para dar alcance a Col�n, quien, para esa fecha, luchaba contra la inclemencia de un mar adverso.
Col�n inicio la traves�a oc�anica el d�a 26 de mayo de 1502, partiendo de la Isla de Ferro en las Canarias. Por motivos al parecer justificados, desobedeci� las instrucciones de los reyes y se dirigi� a la Isla Espa�ola en demanda de la Villa de Santo Domingo. Este cambio de itinerario modific� la ruta originalmente proyectada: ahora resultaba forzoso navegar desde Santo Domingo, pero no ya en busca de la Tierra de Paria, que le quedaba al sureste, sino en requerimiento de la costa de tierra firme asi�tica que le quedaba al occidente y que, como sabemos, Col�n conceb�a como prolongaci�n del litoral de Cuba. Una vez que hubiere topado con la tierra firme, el proyecto era costearla en requerimiento del paso de mar que, seg�n �l, la separaba de aquel "nuevo mundo" que hab�a encontrado en su viaje anterior.
En ejecuci�n de ese plan, la flota lleg� a una costa que corr�a de oriente a occidente, el litoral atl�ntico de la hoy la Rep�blica de Honduras, y desde all� se inici� la busca. Fue preciso, ante todo, costear hacia el oriente con la esperanza de hallar pronto el cabo donde la costa doblara hacia el sur y cundujera a la flota al extremo de la que se supon�a pen�nsula. Este trecho de la navegaci�n result� penos�simo, pero, por fin, el 14 de septiembre se encontr� el cabo que, no sin motivo, llam� Col�n Cabo Gracias a Dios, nombre que a�n conserva. La costa corr�a directamente hacia el sur; el almirante ya se encontraba en la regi�n a�n inexplorada y, por lo tanto, en el trecho en que tendr�a que hallarse el lugar por donde, de acuerdo con sus nociones, hab�a pasado Marco Polo al Oc�ano �ndico.
No es del caso relatar aqu� los pormenores de la exploraci�n. Baste recordar que a medida que progresaba, la tercera ausencia del paso se ve�a compensada por la confirmaci�n de ser asi�ticas aquellas comarcas, y tan indubitable que, cuando Col�n tuvo noticias de unas minas de oro no lejanas, se sinti� autorizado a concluir que eran las de Ciamba, regi�n del Quersoneso �ureo que Marco Polo pon�a como provincia extrema meridional de esa pen�nsula. Con esta seguridad, que promet�a el cercano e inevitable encuentro del deseado paso al Oc�ano �ndico, la flota vino a dar a una entrada de mar que parec�a ser el principio de lo que tanto se buscaba. Esto aconteci� el 6 de octubre; once d�as m�s tarde se averigu� de fijo el enga�o: aquella entrada no era sino una bah�a, y la alucinada esperanza se esfum� para siempre.
La triste realidad trajo consigo, sin embargo, un consuelo: averigu� Col�n que se hallaba no ciertamente en la vecindad de un estrecho de mar que le permitiera pasar al Oc�ano �ndico, pero s� sobre la costa de un estrecho de tierra, angosto istmo que, como una muralla, separaba a la flota de aquel oc�ano. Le dijeron los nativos y Col�n lo crey�, que al otro lado, a s�lo nueve jornadas a trav�s de las monta�as, se encontraba una opulenta provincia llamada Ciguare, rica en oro, joyas y especias, donde hab�a mercaderes y se�ores de poderosos ej�rcitos y armadas, y distante a diez d�as de navegaci�n del r�o Ganges.
Tan extraordinaria noticia convenci� al almirante de que ser�a vano buscar el paso de mar en esas altitudes y tanto m�s cuanto que la costa torc�a hacia el oriente en direcci�n de la Tierra de Paria, indicando as� la continuidad con ella. A�n antes de salir de Espa�a, Col�n ya hab�a sospechado que eso pod�a aconteceder, seg�n lo prueba una carta de Pedro M�rtir, y eso aclara por qu� Col�n abandon� tan prontamente la busca del paso mar�timo y por qu� dio tan f�cil cr�dito a la noticia que le dieron los nativos acerca de la existencia de un istmo. En todo caso, los resultados de esta exploraci�n lo obligaban, como tambi�n le aconteci� a Vespucio, a modificar el esquema geogr�fico que le hab�a servido como base.
Podemos concluir, entonces, que desde el punto de vista de los prop�sitos que animaron a los dos viajes, ambos fueron un fracaso completo; pero un fracaso que tuvo, sin embargo, la consecuencia de hacer posible una inesperada y decisiva revelaci�n. Para mostrar c�mo pudo ser as�, hace falta hacernos cargo previamente de las ideas que se formaron Col�n y Vespucio, cada uno por su lado, a base de sus respectivas experiencias. Examinemos, primero, la hip�tesis del almirante.
Para determinar cu�l fue el pensamiento de Col�n despu�s de su cuarto y �ltimo viaje, en orden al problema que nos interesa, es preciso recurrir a la extra�a carta que dirigi� a Fernando e Isabel desde Jamaica, el 7 de julio de 1503, la llamada Lettera Rarissima.
Lo que sorprende de inmediato en este documento es el silencio total que guarda el almirante respecto a la busca del paso de mar al Oc�ano �ndico que, como sabemos, fue el objetivo principal del viaje. Pero esto se debe a que los informes que recogi� tocantes a la existencia de un istmo que separaba a aquel oc�ano del Atl�ntico, alteraron radicalmente sus nociones previas. En efecto, del contenido de la Lettera Rarissima se deduce con claridad que la noticia de aquel istmo lo oblig� a abandonar definitivamente su conjetura respecto a la existencia de una tierra firme austral independiente y separada del orbis terrarum para aceptar, en cambio, la idea de su uni�n, consider�ndolo todo como los litorales de Asia. En otras palabras, el fracaso respecto al hallazgo del paso mar�timo persuadi� al almirante a aceptar como verdadera la tesis de la pen�nsula adicional de Asia, de suerte que acab� pensando que los litorales de las dos masas de tierra firme ubicadas en ambos hemisferios eran continuos, pero siempre en la creencia de que Cuba no era un isla, sino que formaba parte de la tierra firme. Uno de los croquis de mapa dise�ado por Bartolom� Col�n a ra�z del viaje y al margen, precisamente, de una copia de la Lettera Rarissima, es el testimonio cartogr�fico que expresa la nueva hip�tesis del almirante.
Veamos ahora lo que pens� Vespucio con motivo de la inesperada comprobaci�n de que la tierra firme que hab�a explorado se prolongaba interminablemente hacia el polo ant�rtico. Pues bien, es obvio que esa circunstancia hac�a imposible sostener la previa identificaci�n de estos litorales con los de la supuesta pen�nsula adicional de Asia, porque de lo contrario no se pod�a dar cuenta del acceso mar�timo empleado por Marco Polo para pasar al Oc�ano �ndico. Era forzoso concluir, pues, que se trataba de una tierra firme separada por el mar del orbis terrarum. Pero �qu� era entonces esa tierra? En el esp�ritu de Vespucio debi� reinar el desconcierto, y no es sorprendente, pues, advertir su huella en las primeras cartas que escribi� a su regreso del viaje. En efecto, en la ep�stola que dirigi� a Lorenzo de M�dici para darle cuenta de la exploraci�n, se nota parquedad y reticencia que s�lo han sido explicadas por el temor que le inspiraba el rey de Portugal. Puede ser, pero lo cierto es que casi nada dice acerca de la cuesti�n que aqu� nos interesa. Asegura que la tierra explorada es de magnitud continental; que la armada recorri� sus costas hasta cerca de los 50° de latitud sur; que observ� y tom� nota de los movimientos de los cuerpos celestes visibles en aquel hemisferio y de otras cosas que le parecieron dignas de reparo, porque ten�a el proyecto de escribir un libro con el relato de sus viajes, y por �ltimo, que la armada penetr� hasta la "regi�n de los ant�podas", puesto que el recorrido abarc� "una cuarta parte del mundo". Eso es todo. Es claro que si Vespucio ten�a en ese momento alguna idea m�s precisa no lo expres�, pero nos parece que la ep�stola m�s bien revela la incertidumbre de su �nimo.
De finales de 1503 o principios de1504 tenemos otra carta de Vespucio que tampoco aclara nada, porque es, en definitiva, un documento escrito en defensa de algunos conceptos afirmados en la ep�stola anterior. No puede decirse lo mismo, sin embargo, de la siguiente en orden cronol�gico, la famosa carta llamada Mundus Novus, cuyo texto vamos a considerar en seguida.
Dice Vespucio, en un pasaje que se ha hecho c�lebre, que es l�cito designar como "nuevo mundo" a los pa�ses que visit� durante el viaje, por dos razones. La primera, porque nadie antes supo que exist�an; la segunda, porque era opini�n com�n que el hemisferio sur s�lo estaba ocupado por el Oc�ano. Ahora bien, parece claro que esos dos motivos justifican calificar a las regiones a que alude Vespucio como algo "nuevo" en el sentido de reci�n halladas e imprevistas. Pero �por qu� ha de ser l�cito considerarlas como un mundo"?
Vespucio contesta de un modo indirecto cuando a�ade, a rengl�n seguido, que si es cierto que algunos admiten la posibilidad de la existencia de una tierra semejante en el hemisferio sur, negaron con muchas razones que fuera habitable, opini�n que, sin embargo, ahora desmiente la experiencia, puesto que la tierra que �l visit� est� habitada por "m�s multitud de pueblos y animales dice que nuestra Europa, o Asia o bien �frica". De esta aclaraci�n resulta, primero, que Vespucio concibe inequ�vocamente las tierras que explor� como una entidad geogr�fica distinta del orbis terrarum, puesto que de un modo expreso las distingue de las tres partes que tradicionalmente lo integraban. Pero, segundo, que la existencia de semejante entidad no era tan imprevisible como asegur� al principio, ya que admite que algunos reconoc�an esa posibilidad. As� vemos, entonces, que para Vespucio la verdadera novedad del caso radica en que se trata de unas tierras australes habitables y de hecho habitadas, y por eso no s�lo son algo nuevo en el sentido de que eran desconocidas, sino que constituyen, precisamente, un "mundo" nuevo.
El pensamiento de Vespucio es bien claro si lo referimos al horizonte cultural que le presta su significaci�n. En efecto, para �l, como para cualquier contempor�neo suyo, la palabra "mundo" alud�a, seg�n ya sabemos, al orbis terrarum, a s�lo la Isla de la Tierra, o sea a aquella porci�n del globo que comprend�a a Europa, Asia y �frica y que le hab�a sido asignada al hombre por Dios para que viviera en ella con exclusi�n de cualquier otra parte. Es as�, entonces, que si a Vespucio le pareci� l�cito designar a los pa�ses reci�n explorados por �l como un "nuevo mundo", es porque los concibi�, seg�n ya los hab�a concebido hipot�ticamente antes Crist�bal Col�n, como uno de esos orbis alterius admitidos por los paganos, pero rechazados por los autores cristianos en cuanto que pod�a implicar una inaceptable y her�tica pluralidad de mundos. Contrario, pues, a cuanto se ha venido afirmando y repitiendo, en la hip�tesis de Vespucio no debe verse la genial y sorprendente intuici�n de Am�rica, seg�n ha querido entenderse. Lo que pas� fue que, atenta la imposibilidad emp�rica de seguir explicando como asi�tica las tierras que explor� y advirtiendo, por lo tanto, que estaba en presencia de una entidad geogr�fica desconocida, Vespucio recurri� a un concepto ya empleado antes por el almirante en parecida coyuntura y que, como �l, tambi�n abandonar� por ser una soluci�n inaceptable, como veremos en su oportunidad.
Esta manera de comprender la intervenci�n de Vespucio la purga de ese cariz apocal�ptico y casi milagroso con que suelen presentarse, y que, no sin motivo, la hace tan sospechosa a los prejuiciados ojos de quienes rutinariamente insisten en ver en todo cuanto concierne a Vespucio la da�ada intenci�n de hurtarle a Col�n los laurales de su fama. Ello, sin embargo, no quiere decir que la idea de Vespucio no implique un decisivo paso en el desarrollo del proceso, seg�n se ver� m�s adelante cuando se compare con la hip�tesis paralela que hab�a formulado Col�n a ra�z de su tercer viaje.
Pero antes de ocuparnos de tan importante tema es interesante se�alar la curiosa paradoja en que desemboc� el intento de resolver la disyuntiva que plante� la busca del paso al Oc�ano �ndico. En efecto, ahora se ve que el fracaso de ambos viajes acab� operando una inversi�n diametral, porque, as� como Col�n se vio obligado a aceptar la tesis que le hab�a servido a Vespucio como base de su exploraci�n, la que postulaba una pen�nsula adicional de Asia, as�, por su parte, Vespucio se vio forzado a aceptar la tesis desechada por Col�n, la que supon�a la existencia de un nuevo mundo. Col�n inici� su viaje con el prop�sito de comprobar su hip�tesis de la existencia de dos "mundos" y regres� con la idea de que todo era uno y el mismo mundo; Vespucio inici� su viaje con el proyecto de comprobar que todo era uno y el mismo mundo y volvi� con la idea de que hab�a dos. El proceso, al parecer, qued� encerrado en un c�rculo vicioso sin salida; y, sin embargo...
En historia, como manisfestaci�n que es de la vida, hoy no se sabe qu� dinamismo hace imposible, quitando la muerte, que sus procesos se ahoguen en apor�as. Por eso, en historia, los conceptos de error, de contradicciones y fracasos apenas tienen vigencia verdadera. Todo es marcha, y resulta maravilloso comprobar c�mo una situaci�n que parece insoluble no es, en realidad, sino nuevo y vigoroso punto de partida hacia alguna meta imprevisible. Y as�, contra toda apariencia, aquella inversi�n de t�rminos en la que no se discierne cambio esencial respecto a la posici�n anterior, no fue sino la apertura por donde el proceso pudo tomar un nuevo e inusitado rumbo. Veamos c�mo fue esto as�.
La idea que tuvo Vespucio acerca de la existencia de un nuevo mundo se parece tanto a la que hab�a tenido Col�n que, vistas desde afuera, son casi id�nticas. En efecto, el almirante no s�lo proclam� que hab�a encontrado una imprevisible y extensa tierra austral, distinta y separada del orbis terrarum, ignorada por los antiguos y desconocida por los modernos, sino que tambi�n la concibi� como un nuevo mundo. Una cuidadosa reflexi�n descubre, sin embargo, que entre dos hip�tesis hay una diferencia fundamental que radica en los distintos motivos que, respectivamente, impulsaron a sus autores a formularlas. Consideremos, primero, el caso de Col�n.
Col�n pens� que hab�a hallado una masa de tierra firme austral separada de la masa de tierra firme septetrional, no porque lo hubiese comprobado emp�ricamente, sino porque as� lo exig�a su idea previa acerca de que esta �ltima era el extremo oriental asi�tico de la Isla de la Tierra. En otras palabras, concibi� la existencia de salvar la verdad de su hip�tesis anterior. Vemos, entonces, que la explicaci�n del nuevo dato emp�rico (la existencia de una masa de tierra firme austral) estaba condicionada por la idea previa de que las tierras halladas en los viajes anteriores pertenec�an a Asia. Se trata, pues, de una hip�tesis con fundamento a priori. Por eso, cuando Col�n advirti� (cuarto viaje) que no era necesario postular la separaci�n de las dos masas de tierra firme para salvar su idea de que la masa septentrional era Asia (acogi�ndose a la tesis de la pen�nsula adicional), abandon� sin dificultad su hip�tesis de la existencia de un nuevo mundo.
Podemos concluir, entonces, que la hip�tesis del almirante, dada su motivaci�n, no pudo poner en crisis la idea previa que le dio vida, o dicho de otro modo, que el hecho de haber encontrado una masa de tierra firme en un lugar imprevisto no logr� imponerse como la revelaci�n que pudo haber sido, porque Col�n crey� poder explicarla dentro del cuadro de la imagen tradicional del mundo.
Volvamos ahora la mirada a la hip�tesis de Vespucio. Vespucio pens� que hab�a explorado los litorales de una masa de tierra firme austral separada de la masa de tierra firme septentrional, porque lo comprob� emp�ricamente, ya que era imposible seguir suponiendo que aquella masa perteneciera a Asia, a pesar de ser �sa su idea previa. Vespucio, pues, a diferencia de Col�n, concibi� la existencia de un nuevo mundo a pesar y en contra de su hip�tesis anterior. Vemos, entonces, que la explicaci�n del nuevo dato emp�rico (la existencia de una masa de tierra firme austral) no est� condicionada, como le acontece a Col�n, por la idea previa de que las tierras halladas antes pertenec�an a Asia, sino que es independiente de la verdad o falsedad de esa idea. Se trata, pues, de una hip�tesis con fundamento a posteriori. As�, la necesidad emp�rica que oblig� a Vespucio a suponer que la masa de tierra firme que explor� no pod�a ser asi�tica, no implic� nada respecto a la masa de tierra firme septentrional. Esto quiere decir, entonces, que, en principio, la separaci�n o no de esas dos masas de tierra firme por un brazo de mar resultar� indiferente a la validez de la idea de que las tierras exploradas por Vespucio no sean asi�ticas, porque, cualquiera que sea el caso, no habr� necesidad de abandonarla.
Dicho de otro modo, si existe una separaci�n mar�tima entre las dos masas de tierra, seg�n pens� Vespucio, resulta necesario admitir, como admiti� Vespucio, que la masa meridional es una entidad geogr�fica distinta de la Isla de la Tierra, y resulta posible suponer lo mismo respecto a la masa septentrional. Si, en cambio, no existe esa separaci�n mar�tima, entonces ser� necesario admitir que ambas masas constituyen una entidad geogr�fica distinta de la Isla de la Tierra. Como esta �ltima era la hip�tesis m�s atrevida, nada tiene de sorprendente que Vespucio se haya acogido a la primera, como tampoco es sorprendente que m�s tarde, seg�n veremos, ya no haya insistido en ella.
Podemos concluir, entonces, que la hip�tesis de Vespucio contiene en s� la posibilidad de trascender la premisa fundamental (la supuesta excesiva longitud de la Isla de la Tierra) que ven�a obligando a identificar las tierras halladas con litorales asi�ticos, puesto que cancel�, como necesario, el supuesto (el paso al Oc�ano �dico) de donde ven�a dependiendo la validez de esa identificaci�n. A nadie elude la importancia decisiva de esta conclusi�n, porque as� se comprende que la exploraci�n realizada por Vespucio logr� convertirse en la instancia emp�rica que abri� la posibilidad de explicar las tierras que se hab�an hallado en el Oc�ano de un modo distinto del obligado por el planteamiento inicial. En suma, si nos atenemos a los t�rminos concretos de la tesis de Vespucio, no puede decirse que super� la tesis anterior de Col�n, porque al concebir ambos la masa de tierra firme austral como un "nuevo mundo", ambos permanecieron dentro del marco de las concepciones y premisas tradicionales. Pero si nos atenemos a las implicaciones de la tesis de Vespucio, entonces debe decirse lo contrario, porque al concebir la masa de tierra firme austral como un "nuevo mundo" abri� la posibilidad, que la tesis de Col�n no conten�a, de concebir a la totalidad de las tierras halladas de un modo que desborda el marco de las concepciones y premisas tradicionales.
Aqu� nos despedimos de Col�n como el h�roe que, conduciendo la hueste a la victoria, cae a medio camino, porque si es cierto que sus ideas le sobrevivieron en muchos partidarios, no lo es menos que el sendero con promesa hist�rica era el que abri� Vespucio. Vamos a considerar en seguida c�mo se actualiz� la nueva posibilidad.
La vieja teor�a de la Isla de la Tierra como �nico lugar asignado al hombre para su domicilio c�smico est� a punto de entrar en definitiva crisis y bancarrota. Las probabilidades de salvarla son, en verdad, escasas. Se intentar�, sin embargo, un �ltimo y desesperado esfuerzo. Pasemos a examinarlo.
De acuerdo con la hip�tesis de Vespucio, la situaci�n es la siguiente: tenemos en el hemisferio norte una extensa costa identificada como perteneciente al extremo oriental del orbis terrarum o, m�s concretamente, como el litoral atl�ntico de Asia, y tenemos, en el hemisferio opuesto, separada de la anterior, otra costa que, descendiendo hacia el polo sur, quedaba postulada como perteneciente a un "nuevo mundo". Los mapas de Contarini (1506) y de Ruysch (1507 o 1508) expresan gr�ficamente esta tesis.
Ahora bien, ya advertimos que esta soluci�n no era aceptable, porque postulaba una pluralidad de mundos, pero tambi�n acabamos de aclarar que no era la �nica posible para dar cuenta de los resultados de la exploraci�n en que tom� parte Vespucio. En efecto, vimos que una vez admitido como necesario que los litorales de la masa de tierra austral no pod�an seguirse entendiendo como asi�ticos, ya era posible suponer lo mismo respecto a la masa de tierra septentrional y que en semejante posibilidad consits�a, precisamente, la enorme diferencia entre las hip�tesis paralelas de Vespucio y Col�n. Fue as�, como surgi� la idea de que esa tierra septentrional bien pod�a ser otra gran isla, tambi�n desconocida hasta entonces por los antiguos, y comparable con la que Vespucio, falto por lo pronto de otro concepto, hab�a considerado l�cito concebir como un nuevo mundo.
Esta tesis de las dos grandes islas oc�anicas, que ven�a a sustituir la inaceptable hip�tesis de un "nuevo mundo", encontr� su expresi�n en una serie de mapas dise�ados en torno a 1502. Nos referimos a los mapas manuscritos conocidos como el King-Hamy-Huntington, el Kuntsmann II, el Nicol� Caneiro y el Alberto Cantino. En efecto, en estos documentos cartogr�ficos, pese a diferencias de detalle, la novedos�sima idea de que la masa de tierra septentrional constituía también una entidad independiente del orbis terrarum aparece clara y vigorosamente expresada. Al mismo tiempo se mantiene, sin embargo, el supuesto de su separaci�n respecto a la masa meridional, pero de un modo tan notorio y exagerado que, en definitiva, el conjunto de las nuevas tierras no se imponen como una sola entidad en contraste con la enorme masa de la Isla de la Tierra, sino que ofrece el aspecto de dos grandes islas situadas al occidente de Europa, sin que se sugiera a�n la imagen del oc�ano que ahora llamamos el Pac�fico.
El sentido de esta nueva manera de explicar la existencia de todas las tierras que se hab�an hallado desde 1492, es que de ese modo se intentaba salvar la concepci�n unitaria del mundo exigida por el dogma de la unidad fundamental del g�nero humano, amenazado por la hip�tesis de Vespucio, puesto que la tesis de las dos grandes islas oce�nicas manten�an, por lo menos en apariencia, la imagen geogr�fica tradicional del mundo.
El intento, sin embargo, no era satisfactorio. En efecto, puesto que esas dos grandes y estrechas islas estaban habitadas, su existencia ofrec�a, concebidas o no como un "mundo nuevo", las mismas objeciones religiosas y evang�licas que hab�an obligado a los tratadistas cristianos a rechazar la idea pagana de otros posibles mundos distintos al alojado en la Isla de la Tierra. Es as�, entonces, que lo �nico que se consegu�a con la tesis de las dos islas era el rechazo verbal de una explicaci�n que expresamente amenazaba el concepto fundamental de la unidad del mundo, al recurrirse a una imagen geogr�fica que, en apariencia, s�lo correg�a la imagen tradicional al a�adir dos islas que en nada la alteraban sustancialmente.
Las anteriores consideraciones nos permiten entender a fondo los motivos que impulsaron a los autores de los mapas que acabamos de mencionar a aceptar y exagerar la supuesta separaci�n entre las dos masas de tierra que se hab�a hallado, porque en la medida en que se exageraba esa separaci�n, en esa misma medida se restaba importancia a esas tierras como una entidad geogr�fica comparable al orbis terrarum. Pero visto que este expediente no solucionaba el problema en su fondo, seg�n acabamos de explicar, y que la experiencia recogida en la exploraci�n de Vespucio ofrec�a la posibilidad real de la otra alternativa, a saber, la uni�n de las dos masas de tierra, no hab�a ning�n impedimento para que no se aprovechara. Y en eso consiste el pr�ximo paso del proceso que vamos a estudiar en seguida.
En suma, la tesis de concebir las nuevas tierras meramente como dos islas oc�anicas fue un primer intento de explicarlas como entidades geogr�ficas independientes, sin necesidad de recurrir a la noci�n tradicional, pero inaceptable para el cristianismo, de la pluralidad de mundos. Y si es cierto que ese intento fue insuficiente, no por eso fue vano; por lo contrario, gracias a �l, las nuevas tierras, inicialmente concebidas como una parte de la Isla de la Tierra, se desprendieron totalmente de ellas. Es, pues, el momento cr�tico en que aparece la necesidad de concederles un sentido propio, un ser espec�fico que las individualice. Por ahora, sin embargo, todav�a no se trata de Am�rica.
Para ver de qu� modo se dio el pr�ximo paso en el proceso, es necesario recurrir a otro famoso texto de Vespucio, su carta fechada en Lisboa el 4 de septiembre de 1504, conocida como la Lettera o, en su versi�n latina, como las Quatour Americi Vesputti navigationes.
Lo primero que llama la atenci�n es que en este documento se presente el conjunto de las exploraciones sin aludir siquiera a la circunstancia de que por alg�n tiempo las nuevas tierras fueron consideradas como parte de Asia. Y es que el autor simplemente quiso ofrecer a su corresponsal el panorama general de sus viajes a la luz de sus �ltimas conjeturas. Pero lo verdaderamente sorprendente es que ya no emplea el concepto de "nuevo mundo" que propuso en su carta anterior como la correcta manera de concebir la masa de tierra austral cuyos litorales hab�a recorrido. Tratemos de ver, entonces, c�mo entiende ahora Vespucio las nuevas tierras, puesto que no aparecen, ni como parte del orbis terrarum, ni como uno de esos otros orbes hipot�ticamente admitidos por la ciencia cl�sica.
Afirma Vespucio en el pre�mbulo, que escribe de "cosas no mencionadas ni por los antiguos ni por los modernos escritores". Aclara, m�s adelante, que su deseo es comunicar lo que ha visto "en diversas regiones del mundo" en los viajes que emprendi� con el objeto de "descubrir nuevas tierras". Esta manera de aludir al motivo de sus exploraciones como "nuevas tierras" que forman parte "del mundo" se repite a lo largo de la carta, y revela una vaguedad e indefinici�n significativas. Pero eso no es todo: al principio del relato del primer viaje, presentando como una empresa descubridora de "nuevas tierras hacia el occidente", dice que se hallaron "mucha tierra firme e infinitas islas, muchas de ellas habitadas, de las cuales los antiguos escritores no hacen menci�n", porque, agrega Vespucio, "creo que de ellas (la tierra firme y las islas) no tuvieron noticia; que si bien me recuerdo, en alguno he le�do que consideraban que este mar oc�ano era mar sin gente". Ya se habr� advertido: Vespucio repite el argumento que adujo en su carta anterior para justificar como l�cita la designaci�n de mundo nuevo, pero ahora ni insiste en ese concepto, ni por otra parte se refiere tan s�lo al hemisferio autral (como en la carta anterior), puesto que est� hablando de la tierras halladas al occidente de Europa.
En otros pasajes, la Lettera ofrece datos de ubicaci�n geogr�fica, pero en ninguno aparece el intento de definir o identificar las regiones de que se trata, salvo en el caso de una de la islas primeramente halladas por Col�n, probablemente la Espa�ola, que Vespucio piensa que es la Antilla, indicio de que no considera como parte de Asia la tierra firme adyacente.
Es de primera importancia, por otra parte, un p�rrafo de los iniciales correspondientes al segundo viaje, porque en �l nos da a entender Vespucio que se hab�a decidido en favor de la continuidad de las dos masas de tierra firme, de donde se infiere que conceb�a el conjunto de las nuevas tierras como una unidad geogr�fica, una gran barrera que corr�a de norte a sur a lo largo de los dos hemisferios y atravesada en el Oc�ano en el camino de Europa a Asia por la ruta de occidente.
Por �ltimo, la Lettera es prolija en interesant�simos datos y noticias acerca de la riqueza de las nuevas tierras, su flora y fauna y sus habitantes. Este aspecto del documento excede nuestros inmediatos intereses, salvo en cuanto indica que en ning�n momento hay nada que pueda interpretarse en el sentido de que Vespucio piense que esas tierras son asi�ticas. Por lo contrario, el autor traza un cuadro de unas regiones in�ditas, asombrosas y extra�as.
Ahora bien, del an�lisis anterior, pueden deducirse dos afirmaciones fundamentales:
Primera, que en la Lettera tenemos el documento donde se concibe por primera vez el conjunto de las tierras halladas como una sola entidad geogr�fica separada y distinta de la Isla de la Tierra.
Segunda, que en la Lettera, sin embargo, existe una indeterminaci�n acerca del ser de esa entidad, puesto que a la vez que Vespucio abandon� el concepto de "nuevo mundo" no propuso nada para sustituirlo. Vespucio debi� comprender, pues, que se trataba de un concepto inadmisible por el pluralismo de mundos que implicaba, pero no pudo o no quiso arriesgarse a proponer el que ser�a adecuado, dada su nueva visi�n de las cosas.
Podemos concluir, entonces, que en en la Lettera se actualiz� la crisis que se present� por primera vez cuando Col�n se vio obligado, contra todos sus deseos, a reconocer que una parte de las tierras halladas por �l no pod�an entenderse como pertenecientes al orbis terrarum. Pero ahora la vieja imagen medieval ha tenido que ceder ante las exigencias de los datos emp�ricos e incapaz, ya, de admitirlos con una explicaci�n satisfactoria, surge la necesidad de concederle un sentido propio a esa entidad que all� est� reclamando su reconocimiento y un ser espec�fico que la individualice. Vespucio no infiri� esta necesaria implicaci�n, ni intent� hacer frente a aquella necesidad. Cuando esto acontezca, Am�rica habr� sido inventada.
Tenemos ahora a la vista una gigantesca barrera atravesada de norte a sur en el espacio que separa los extremos occidentales y orientales de la Isla de la Tierra, y el problema consiste en determinar qu� sentido o ser va a conced�rsele a ese imprevisto e imprevisible ente que le hab�a brotado al Oc�ano. Para despejar esta inc�gnita debemos hacernos cargo del contenido de dos famos�simos documentos, a saber: el c�lebre folleto intitulado Cosmographiae Introductio, publicado en 1507 por la Academia de Saint-Di�, que incluy� la Lettera de Vespucio en traducci�n latina, y la no menos c�lebre y espectacular carta geogr�fica destinada a ilustrarlo, el mapamundi de Waldseemûller, tambi�n de 1507.
En la Cosmographiae Introductio se dice: a) que, tradicionalmente, el orbe, es decir, la Isla de la Tierra en que se alojaba el mundo, se ha venido dividiendo en tres partes: Europa, Asia y �frica; b) que en vista de recientes exploraciones, ha aparecido una "cuarta parte"; c) que, como fue concebida por Vespucio, no parece que exista ning�n motivo justo que impida que se la denomine Tierra de Am�rico, o mejor a�n, Am�rica, puesto que Europa y Asia tiene nombres femeninos, y d) se aclara que esa "cuarta parte" es una isla, a diferencia de las otras tres partes que son "continentes", es decir, tierras no separadas por el mar, sino vecinas y continuas.
El mapa de Waldseem�ller ilustra gr�ficamente los anteriores conceptos, pero su verdadera importancia para nosotros no es tanto que sea el primer documento cartogr�fico que ostenta el nombre de Am�rica, cuanto que prueba que las nuevas tierras se conciben como una sola entidad geogr�fica con independencia de que exista o no un estrecho de mar entre las masas septentrional y meridional de la gigantesca isla. En efecto, el hecho de que el cart�grafo haya admitido ambas posibilidades revela que ahora ya se trata de una simple alternativa de inter�s para el ge�grafo, sin duda, pero carente de importancia desde el punto de vista de la concepci�n unitaria de las nuevas tierras.
Ahora bien, si consideramos esta tesis de la secuencia del proceso, se advierte de inmediato que, cualesquiera que sean sus implicaciones geogr�ficas y ontol�gicas, se alcanza en ella un punto culminante. En efecto, vemos que no s�lo se reconoce la independencia de las nuevas tierras respecto al orbis terrarum y, por lo tanto, se las concibe como una entidad distinta y separada de �l, sino que y esto es lo decisivo y lo novedoso se le atribuye a dicha entidad un ser espec�fico y un nombre propio que la individualiza. Mal o bien , pero m�s bien que mal, ese nombre fue el de Am�rica que, de ese modo, por fin, se hizo visible.
Podemos concluir, entonces, que hemos logrado reconstruir, paso a paso y en su integridad, el proceso mediante el cual Am�rica fue inventada. Ahora ya la tenemos ante nosotros, ya sabemos c�mo hizo su aparici�n en el seno de la cultura y de la historia, no ciertamente como el resultado de la s�bita revelaci�n de un descubrimiento que hubiese exhibido de un golpe un supuesto ser misteriosamente alojado, desde siempre y para siempre, en las tierras que hall� Col�n, sino como el resultado de un complejo proceso ideol�gico que acab�, a trav�s de una serie de tentativas e hip�tesis, por concederles un sentido peculiar y propio, el sentido, en efecto, de ser la "cuarta parte" del mundo.
Con la anterior conclusi�n hemos alcanzado la meta final de este trabajo. Ello no quiere decir que aqu� termine la investigaci�n, porque si es cierto que ahora ya sabemos de qu� manera apareci� Am�rica en el escenario de la historia universal, no sabemos a�n cu�l es la estructura del ser que, bajo ese nombre, les fue concedido a las nuevas tierras. En efecto, es obvio que el haber mostrado de qu� manera y por qu� motivos esas tierras fueron concebidas como la "cuarta parte" del mundo, a igualdad y semejanza de Europa, Asia y �frica, no basta para revelar aquella inc�gnita. Se abre, as�, ante nosotros, la posibilidad de una nueva investigaci�n que, tomando como punto de partida los resultados a que hemos llegado, nos ense�e en qu� consiste el ser de Am�rica y que, por lo tanto, nos entregue la clave del significado de su historia y de su destino.