El adelantado Francisco de Montejo, gobernador de Honduras, viv�a en penosas circunstancias en la ciudad de Gracias a Dios. La tierra era pobre, la gente poca, las minas de oro que desde Guatemala se mandaban a trabajar antes de su llegada se hallaban abandonadas.
Varias veces se hab�a dolido el poco afortunado gobernador, en cartas dirigidas a la Corona, de su dif�cil situaci�n y la de los hombres que hab�a tra�do consigo de M�xico y que durante tres a�os hab�an estado luchando con los naturales del pa�s y tratando de ganarse el sustento. Estas quejas en nada aliviaron su situaci�n ni la de los colonos. Todos viv�an encerrados en las monta�as de Gracias y de Comayagua, y hasta la salida a los puertos y costas del Mar del Norte se hallaba encubierta, aisl�ndolos del resto del mundo. En tal estado se encontraba Montejo cuando lleg� la noticia del regreso de Alvarado con sus naves, sus hombres y los poderes que el soberano le hab�a nuevamente conferido.
Alvarado supo en Espa�a que Montejo le hab�a quitado los pueblos que �l se hab�a adjudicado en encomienda, y hab�a dispuesto asimismo de los dem�s que entraron en el repartimiento de tierras hecho en favor de sus amigos. De este despojo se quej� el rey, y �ste, otorg�ndole una gracia m�s, le extendi� una provisi�n dirigida al obispo Pedraza, que se hallaba en Honduras, para que, al ser con ella requerido, hiciese justicia. El obispo medi� h�bilmente en la competencia entre los dos adelantados, sali� al encuentro de Alvarado cuando �ste ven�a de San Pedro y lo condujo en son de paz, con toda su gente y su mujer y casa, a la ciudad de Gracias a Dios. Hizo tambi�n que Montejo saliera a recibirlo a una legua de distancia con todos los vecinos del lugar, y consigui� que los dos jefes rivales se abrazaran y se trasladaran juntos a la ciudad, donde comieron en buen amor y compa�a y se entretuvieron en juegos de ca�as y otros esparcimientos.
Pasados estos regocijos, los dos adelantados formularon sus mutuos reclamos, y durante alg�n tiempo pareci� que no podr�an llegar a un avenimiento. Montejo se negaba a devolver a Alvarado los pueblos que le hab�an quitado, y �ste reclamaba no s�lo la devoluci�n sino la renta de los tres a�os y los da�os y p�rdidas sufridas. El obispo hizo todas las informaciones pertinentes y por �ltimo mand� entregar a Alvarado algunos de los pueblos y conden� a Montejo a pagarle diez y siete mil castellanos.
Refiere Pedraza que, pocos d�as despu�s, lleg� a verle Montejo y le dijo que se hab�a dado cuenta de la gran potencia de Alvarado y sus muchas posibilidades como hombre de dineros y due�o de buenos pueblos que le daban renta suficiente para mantener la gobernaci�n de Honduras, que �l no pod�a sustentar; y que en vista de ello y para ajustar sus diferencias, le rogaba proponerle que le diera la ciudad de Chiapa, que era de la gobernaci�n de Guatemala, para que �l la pudiera gobernar junto con Yucat�n, de donde Montejo era gobernador perpetuo, m�s el pueblo de Suchimilco junto a la ciudad de M�xico, y que, en cambio, �l le dejar�a la gobernaci�n de Honduras libre y desembargada.
El obispo transmiti� esta propuesta a Alvarado, quien la acept� a condici�n de que Montejo le pagara por todo lo que se hab�a aprovechado en su ausencia. Sin embargo, y a instancias del mediador, convino en rebajar a la mitad los diez y siete mil castellanos de la condenaci�n.
Cerca de dos meses estuvieron juntos los dos adelantados, ocupados en sus asuntos y el transporte de los efectos de Alvarado. Do�a Beatriz de la Cueva entabl� amistad con do�a Beatriz de Herrera, esposa de Montejo, y el grupo de las damas llegadas de Espa�a contribu�a a mantener la alegr�a en la ciudad de Gracias, que nunca hab�a presenciado parecida animaci�n .
Contemplando este feliz estado de cosas, y viendo por un lado la opulencia de Alvarado y por otro la pobreza de Montejo, y que �ste ten�a una hija doncella en edad de casarse, el obispo Pedraza procur� tener una entrevista privada con do�a Beatriz de la Cueva, en la cual le expuso la situaci�n, e invocando sus sentimientos filantr�picos, le rog� que le ayudara con su marido para que perdonara a Montejo el resto que le deb�a. Do�a Beatriz acept� de buena gana el encargo.
Y entonces dice el Obispo tom� al Adelantado delante la mujer y p�sele a Dios delante y la gran pobreza del dicho Montejo y c�mo no ten�a para casar aquella hija, que si �l le pagaba todo lo que le deb�a hab�a de quedar en el hospital, especialmente no teni�ndolo, y que la hija se perder�a, de manera que fueron tales las palabras que le dije que le hice mover a piedad y le solt� todo el resto que le quedaba debiendo, y as� el uno se fue con su mujer y casa, el Adelantado Alvarado, hacia Guatimala, y desde a pocos d�as se fue el Montejo para ella, para irse de all� a su gobernaci�n.
Esta hija casadera y sin dote en 1539 era do�a Catalina, que andando el tiempo y hall�ndose su padre en mejor situaci�n en la gobernaci�n de Tabasco y Yucat�n, contrajo matrimonio con el licenciado Alonso Maldonado, sucesor de Alvarado en la gobernaci�n de Guatemala y presidente de la primera Audiencia que, para el gobierno del reino, se estableci� precisamente en la ciudad de Gracias, en 1544.
En su carta del 4 de agosto de 1539 confirma Alvarado los t�rminos del arreglo celebrado con Montejo, diciendo:
El Adelantado Montejo y yo nos concertamos desta manera: que yo le deje la Ciudad Real de Chiapa que es en la gobernaci�n de Guatimala, y en la de M�xico el pueblo de Suchimilco con toda su tierra; y m�s, le doy dos mil castellanos, y �l me deja el derecho que tiene a esta gobernaci�n de Higueras y Honduras para que Vuestra Majestad me haga merced della junto con la de Guatimala.
Alvarado encarece en este documento la importancia de mantener unidas ambas gobernaciones por su vecindad y "por el Puerto de Caballos que es el m�s cercano que ella tiene".
As� termin� la controversia entre los dos adelantados sobre la gobernaci�n de Honduras. A Alvarado no deb�a halagarle la riqueza de aquella provincia, pero le interesaba no tener competidor por ese lado y poder disponer libremente de los puertos naturales y del extenso litoral del Mar del Norte, para la comunicaci�n con Espa�a. Montejo no renunci� definitivamente a sus derechos a la gobernaci�n de Honduras; protest� m�s tarde ante la Corona contra el arreglo hecho con Alvarado, asegurando que �ste y Pedraza le hab�an hecho fuerza para aceptarlo, y mantuvo por muchos a�os despu�s de la muerte de Alvarado sus pretensiones a gobernar todo el territorio comprendido entre la comarca del r�o Grijalva en Tabasco y los pueblos del r�o de Ul�a en Honduras.