Despu�s de misa

Ces� la m�sica y termin� la misa del padre Agat�n.

Runruneaba la iglesia por los murmullos y los chasquidos de las chinelas de los que sal�an de la misma. Se estrujaban y sudaban todos debido al calor y al sue�o, unos parpadeaban y otros bostezaban, al alcanzar el agua bendita puesta en dos pilas de porcelana con los bordes mellados pr�ximas a la puerta. Por abrirse paso a la fuerza, hab�a chiquillo que lloraba y viejo que murmuraba espume�ndosele los labios; hab�a soltera que daba codazos, frunc�a la frente y miraba de reojo a un soltero que se hallaba cerca, como si temiera que se le acabace aquella agua sucia que parec�a el lodazal en que se quedaban las larvas. As� era el pugilato para poder remojar el dedo, aunque no fuera m�s que para humedecerlo, y poder hacer la se�al de la cruz en la frente, en la nuca, en el vientre y en otras partes del cuerpo. Los hombres manten�an en alto su salakot o sombrero, por miedo a que se quedase triturado. Las mujeres ten�an bien sujetos con la mano los pa�uelos de sus cabezas por medio a que se cayesen; se estrujaban la ropa, se rasgaban las telas finas, hab�a a quienes se le iban las chinelas y que se empe�aban en volver para recogerlas, pero que eran arrastradas por la multitud, empujada a su vez por las autoridades del pueblo que sal�an con el bast�n del bejuco en alto, se�al de su autoridad. As� es como, para quien no sab�a esta costumbre en las provincias tagalas, estos empujones y arrebati�as por el agua daban miedo y se pensar�a que se estaba incendiando la iglesia, si no fuera porque hab�a algunas mujeres devotas que se quedaban por su amor a Dios, las cuales no sal�an sino que rezaban a gritos y alzaban la voz como si quisieran decir:

—�Ay, miren ustedes que nosotras somos devotas. No estamos satisfechas a�n a pesar de la misa que fue larga!

Como que si se preguntara a la mayor�a por qu� se arrebataban el agua aqu�lla, y cu�l ser�a su bondad, mucho fuera ya que pudieren contestar el cinco por ciento lo har�an nada m�s porque era la constumbre. Por salvaje es tenido aquel que sale sin haberse hecho la se�al de la cruz antes; ya puedes ser alcabalero, con tal de que no faltes a la costumbre.

Pero si vamos a buscar en lo m�s rec�ndito del interior de todos en un d�a de domingo, como aquel domingo de Pasi�n, y si se preguntara a muchos el porqu� de tanta prisa, si ser�a por el miedo de asfixiarse o de quedarse encerrado en la iglesia o por la deliciosa brisa que soplaba en las afueras, y mov�a a todas las plantas y flores que hab�a en el atrio, tal vez pudieran decir otra cosa m�s. En los ojos de todos, en las miradas y en los gui�os, a�n dentro de la iglesia, se pod�a leer una sigilosa inquirencia.

—�Qu� le habr� pasado a nuestro cura? —fue la pregunta, sin poderlo contener, de una vieja hermana con las mejillas hundidas y socavadas, a otra hermana que estaba a su lado.

Y para disimular la inquisici�n, que hac�a a�n dentro la iglesia, la vieja hermana aparentaba hacerse la se�al de la cruz con intercalaciones de "susmariosep!"

—Pues ni siquiera nos dio la comuni�n... �Qu� le habr� pasado?

— �Qu� le habr� pasado, pues? Dijo la misa con brusquedad —contest� la interrogada, una hermana gorda que tambi�n se persignaba haci�ndose la se�al de la cruz; soslay� su cuerpo, mir� hacia el altar, y hasta pareci� que se hubiese inclinado un tanto. S�lo faltaba que arrojase las velas, �susmariosep!

—�Ser�a posible que tuviese hambre?—terci� una que se acerc�, una mujer bien vestida—. F�jese usted que ni siquiera quiso bendecir al hijo de mi criada... �ab�! Eso que se hab�a pagado por la vela por la bendici�n, �ab�! De modo que para el domingo que viene, �volver� a pedirme prestado para lo que tenga que pagar! Lo que digo yo, ojal� se le quite el "impacto". �Ab�! "Empactado." �Ya ha roto mucho! Yo estoy pronta para eso; �no quiero que no est� bendecido todo!

As� hablaban hasta que consiguieron salir por la puerta. All� tambi�n se reun�an los hombres para esperar a la chicas que sal�an. All� se hac�an los comentarios, all� se observaba y se dejaba observar todo, all� las bromas, las fantochadas y las habladur�as sobre los sucesos. Pero en aquel d�a, el tema de la conversaci�n no era presisamente las mujeres bonitas, ni el tiempo, ni el calor, sino la prisa que se daba el cura en la misa. Apenas se fijaron en la salida de Marcela, una chica distinguida del pueblo, hija del capit�n Lucas, que era el que ten�a la vara de autoridad aquel d�a. Esta Marcela acababa de llegar de Manila, por la muerte de una t�a suya que la hab�a cuidado de peque�a, hermana de su padre. Por eso ella estaba de luto desde el pa�uelo que cubr�a la cabeza hasta las medias que envolv�an sus diminutos pies, que se pod�a ver en tanto que caminaba con mucho comedimiento. Por el cuerpo derecho, por la cabeza erguida, por los movimientos y por el andar, se notaba m�s su acentuada debilidad, su gran orgullo.

Aunque muchos se distrajeron por haberla seguido con la mirada, aunque cesaron un rato las conversaciones, no olvidaron, sin embargo, las preguntas que se hicieron referente al cura.

—�Qu� le habr�a pasado a nuestro Agat�n? —preguntaban todos. Se le llamaba "nuestro Agat�n", de un modo c�nico al famoso sacerdote.

—�Ni siquiera esper� que terminaran los cantores!

—�C�mo empujaba el misal!...

—El "dominus vobiscum" lo dec�a forzadamente...

—Verdad que ya se ha vuelto un rel�mpago nuestro Agat�n.

—�Verdad que est� haciendo de las suyas!

—Algunos d�as m�s, y ya nos mostrar� el trasero...

—�A no ser que se haya tomado un purgante!...

No dir� ya todo lo que pensaban los hombres y las bromas que se dec�an estre s�, y que eran sobradamente �speras. �Qu� le habr� pasado, pues, al �nclito sacerdote, aqu�l de tan refinados movimientos que daba vueltas como si todo lo hubiera estudiado ante el espejo, al que muy bien se abr�a los brazos en cruz e inclinaba la cabeza en el momento de decir la misa? �Por qu� dec�a la misa con brusquedad y gru��a no m�s, y eso que se le ten�a por quien cantaba bien, y sab�a como hacer tr�molos con la voz cuando dec�a el oremus? No tuvo m�s cuidado de todo ni de la misa, los cantores, la comuni�n, el oremus y otras exhibiciones; y todo lo hizo a toda prisa como si no se le pagara. Estaba oyendo la misa, presisamente, la excelsa Marecela, la chica que, desde que lleg�, era visitada todas las noches por el cura. �Qu� le habr� pasado al padre Agat�n que no dio su bocado a los que ten�an mucha hambre de la carne de Dios, y eso que por ah� dicen que �l es muy minucioso en la confesi�n y en la comini�n?

Mientras hablaban as� los que estaban levantados frente a la puerta, los prominentes del pueblo se reun�an para subir al convento y besar la mano del cura conforme a la costumbre: Si andaba revuelto el pensamiento de la gente pueblerina por cualquier movimiento del cura, y no discut�a otra cosa que el motivo de semejante conducta, andaba tambi�n igual la conciencia de los maguinoos, y se conoc�a que era cierto porque apenas si dec�an algo, principalmente el capit�n Lucas, que se mostraba ensimismado. Aquella ma�ana era distinta a todas las ma�anas. El dicharachero y valiente capit�n Lucas no chistada. Soltaba tosecillas, miraba a todas partes, y parec�a que no se atrev�a a caminar, adelant�ndose a todos como de costumbre. La sospecha de los que lo notaban es que ten�a miedo, entonces, a no ser que haya cometido alguna falta. Era muy popular por valiente y hombre diestro el capit�n Lucas, sobre todo cuando su contertulio se hallaba bajo su autoridad e inferior a �l, pero cuando el que estaba en su presencia era sacerdote, espa�ol o cualquiera con un cargo p�blico, se le torc�a en seguida el cuello recio, bajaba la centelleante mirada, y s�lo se limitaba al murmullo su altisonante voz.

No pod�a atreverse el capit�n Lucas a subir al convento por miedo a que lo echara de all� el padre Agat�n. Es verdad que �l sab�a bien como atraerse la buena voluntad del cura: no hab�a un movimiento, una sonrisa y una mirada del cura que no lo pudiera �l interpretar, gracias a su empe�o de servir y por el deseo de ser otra vez capit�n. Mientras se estaba diciendo la misa, el capit�n Lucas no dej� de examinar su propio pensamiento; mandaba decir misa con mucha frecuencia, procuraba costosos entierros, besaba siempre la mano del cura; ayer solamente se divert�a el cura d�ndole un coscorr�n y le pas� despu�s la mano por la nuca en gracia a su obsequio consistente en dos capones decomisados a un campesino.

Le entr� por la cabeza por si ha llegado a o�dos del cura la noticia de que �l hubiera le�do alg�n libro prohibido, diario y a otros que traen ideas atrevidas, y le entr� el miedo. �Pero por qu� en plena misa el cura iba a demostrar su disgusto? �No vaya que su antiguo contendiente hubi�rale acusado, el rico capit�n Tibong, su rival en la posesi�n de la vara (autoridad municipal)! No hay otra cosa que esto, as� es que cuando �l le mir� de soslayo, el capit�n Tibong ten�a la cara alegre y parec�a poseso de ufan�a. Se le erizaron los pelos de temor, vibr� en sus o�dos el feroz chillido, el grito y el insulto. Present�a �l que ya era capit�n el rival Tibong y �l ya no ten�a cargo; sud� fr�o y mir� suplicante al asiento de su enemigo.

Estaba bastante triste cuando termin� la misa, y sali� como un somnoliento. Empujaba en la pugna por alcanzar el agua bendita, y se hizo la se�al de la cruz inconscientemente debido a que se hallaba lejos su pensamiento. Todav�a aumentaron su temor las conversaciones de la gente y sus cavilaciones y c�lculos sobre el motivo del disgusto del cura.

Como uno que es arrastrado por una avenida de agua y no tiene a qu� agarrarse, el capit�n Lucas estuvo mirando a todas partes en busca de alg�n apoyo. Grabada estaba en la cara de todos la risa despectiva, la risita zahiriente, porque le odiaban todos los que estaban bajo su potestad, y el pueblo estaba ya muy harto de �l. S�lo en la cara de su escribiente consigi� entrever algo de piedad, en la cara de Isagani, pero piedad sin valor, al igual que la piedad grabada en la faz de una imagen.

Para ocultar su zozobra y temor, se hizo el valiente y el enfadado. Mir� por los alrededores y se acord� de una orden del cura referente al Domingo de Ramos siguiente. Palabrotas solt� a los "cabezas" y les pregunt� por la ca�a y los arigues para los altares provisionales. A todos les top� el rayo, y lo que quer�a era que el cura le ri�ese; como que no eran ellos los resposables. �Qu� hacen esos hijos del trueno y por qu� no han mandado acarrear las ca�as? �Tendr�an ellos que amarrar al cielo la tolda? El capit�n les mandar�a a azotar a raz�n de un cav�n (25 palos) cada uno, si le ri�ese el cura por culpa de ellos...

Dijo otras cosas m�s, y por aparentar que estaba realmente enfadado, al fin acab� por enfadarse de veras. Los cabezas le contestaron que hab�a tiempo sobrado, porque si mandaban cortar ca�a en seguida, y postes, todos estar�an s�lo amontonados, nada m�s, y podr�a incomodarle al among (el cura) y ser�a peor porque los persiguiese a palos, como en la pasada fiesta de la Candelaria.

Con el nombre del cura, ya enmudecido el capit�n Lucas, sobre todo cuando mencionaron la persecuci�n de palos. Present�a que pudiera ser �l perseguido a palos, y le parec�a ya sentir sobre las espaldas los golpes del garrote que se usaba para pegar. Se sinti� d�bil y pens� en retirarse, aparentando estar enfermo, pero se le meti� en la imaginaci�n que pudiera enfadarse m�s el cura por no haberle besado la mano. Estaba indeciso, ten�a fruncida la frente, las dos pulgadas de frente que le hab�a concedido Dios; dubitaba entre dos miedos que sent�a, uno el chillido del cura delante de todos, y el otro era que, una vez enfadado el cura, pudiera no dejarle ser capit�n.

Entonces fue cuando lleg� un criado que parec�a tener prisa. —Venga usted pronto —dijo al capit�n—, que le est� esperando. �Tiene la cabeza muy caliente ahora!

—�Qu� ! �Nos est� esperando? —respondi� c�nicamente el capit�n Lucas, que aparentaba estar atarantado— . Oid, venid pronto! —dijo a los cabezas— ya lo han o�do ustedes: dice que nos est� esperando...

�Ab�!, a usted lo estamos esperando —le contestaron las cabezas— hace rato que nosotros...

—Nunca les falta algo con qu� contestar...

Comenzaron prontamente a caminar en medio del atrio y derechito al convento. La antigua costumbre era que, despu�s de la misa, los prominentes del pueblo sub�an al convento pasando por la sacrist�a. Pero el padre Agat�n cambi� tal costumbre. Debido a su deseo de exihibir a todos el respeto que le ten�a el pueblo, orden� que deb�an salir primero de la iglesia, despu�s de la misa, y por el patio pasar�an, en perfecta formaci�n, los maguinoos.

Caminaron ya los principales, encabezados por el capit�n, con el teniente Tato, el teniente mayor, a su izquierda, y don Segundo, el juez de paz, a la derecha. Con mucho respeto se apartaban a un lado del camino las gentes del pueblo; se descubr�an quit�ndose el sombrero los del barrio, que se quedaban mirando, llenos de miedo y humildad ante tantos honorables. Pasaron por camino limpio que se dirig�a a la puerta del convento. A ambos lados del camino hab�a varias plantas para distraer la mirada y el olfato de los transe�ntes. Las flores rojas de la gumamela, que las oscuras hojas lozanas hac�an resaltar, con intercalaciones de matas de sampaga que se arrastraban por el suelo, brillando a la alegre luz del sol. Al lado del calachuche inm�vil estaba, falta de hojas y abundosa en flores ondulosas, la adelfa, con su perfumado olor: y una mezcla amarillenta de "san francisco" con las rojas "de pascuas" que alegraban la vista...

Pero todo esto no lo notaban los se�ores maguinoos, por estar mirando la ventana del convento hacia donde iban. Estaban abiertas de par en par las ventanas y se pod�a ver desde la calle el interior amplio y espacioso, y porque el padre Agat�n quer�a mostrar c�mo le besaban la mano, mandaba abrir, por los domingos, todas las ventanas, que se cerraban siempre herm�ticamente en d�as ordinarios. Y por eso que muchas veces se pon�a cerca a la ventana y all� se sentaba mientras daba de besar su mano, mientras aparentaba estar mirando a las chicas que sal�an de la iglesia.

Vieron desde lejos la alta figura del sacerdote, que se paseaba aprisa, con las manos reposadas sobre las caderas y, al parecer, estaba muy enfadado. Iba y ven�a por la sala, y algunas veces echaba la mirada a la calle, ofusc�ndole el mismo brillo de sus gafas. Cuando vio la llegada de los maguinoos pareci� estar en suspenso, ces� sus paseos y se acerc� a la ventana. Daba cabeceos de aprobaci�n como hastiado, y descans� las dos manos sobre el pasamano. Salud� enseguida al capit�n Lucas. Aceler� los pasos. Sinti� palpitaciones y empez� a llamar a todos los santos de su devoci�n y prometi� mandar por misa con tal de que no le ri�era el padre.

Despu�s de subir las escaleras, los encontr� un criado que les dijo en voz pausada:

—Ret�rense ustedes ya, dice el among (el cura).

—Est� muy enfadado...Hac�a mucho que les esperaba. Y me mand� que diga a ustedes que �l no est� acostumbrado a esperar a nadie.

Palideci� el capit�n Lucas y estuvo a punto de desmayarse cuando oy� lo que le dec�a el muchacho. Tartamude�, no pudo contestar en seguida, se limpi� la frente y se apoyo en el pasamano de las escaleras.

—�Est� enfadado acaso? �Cu�l ser� el motivo del enfado?

—No lo s� —murmur� el muchacho—, nadie pod�a acerc�rsele. Le tir� al cocinero la taza de chocolate.

Volvi� a limpiarse la frente el capit�n Lucas y no pudo hablar.

—�Estar� all� aling Anday? —fue todo lo que pudo decir.

—S�, se�or, est� aqu�, pero se rega�� hasta de ella —contest� el muchacho.

Y a�adi� en voz muy baja:

—!La abofete�, se�or!

Qued�se con la boca abierta el capit�n Lucas y perdi� el sentido. !Abofetear a aling Anday! !Aunque hubiera estallado a su lado un rayo, no se habr�a asustado como al o�r semejante noticia! Abofete� a aling Anday y eso que s�lo a aling Anday se sobajaba el cura.

—Alguien carraspea adentro.

—!Ret�rense ustedes ya, a no ser que les oiga el cura y los persiga! —a�adi� el muchacho.

No se hizo repetir el capit�n Lucas el consejo del muchacho, y baj� las escaleras a toda prisa seguido de todos los maguinoos, por miedo que les saliera al encuentro el padre Agat�n con el garrote.

Ya cuando hubo conseguido salir, recapacit� para que se le volviera el tino. Se limpi� otra vez la cara, y para que pudiera comentar algo a sus compa�eros, dijo:

—�Qu� le pasar� al padre Agat�n?

—�Qu� le pasar�? —respondi� el teniente mayor.

—Eso es, �qu� le habr� pasado? —pregunt� el juez de paz.

Y todos se fueron al tribunal.

Era verdad y no es broma el enfado del padre Agat�n.

Cuando termin� la misa, y despu�s de rasgar toda la vestimenta que se pudiera, subi� al convento a toda prisa, se sent� para desayunar y cuando el chocolate medio le chamusc� los labios, tir� la taza al cocinero.

Aling Anday, que acababa de venir de la misa y ten�a puestas sus mejores joyas, fue recibida con insultos y bofetadas y estuvo a punto de caerse rodando. Y por eso baj� a toda prisa y se retir� a su casa. En todo el convento nadie sab�a cual fuera el motivo de la rabia del cura. Ten�a la cabeza fresca antes de la misa; todav�a se sonri� cuando supo que se hab�an vendido muchas velas, hasta que, de contento, pudo dar medio peso al sacrist�n mayor. �Qu� habr�a visto mientras dec�a la misa que no le haya agradado? La iglesia estaba llena de gente; las m�s bonitas chicas estaban de rodillas cerca del altar, y si Marcela estaba lejos, pero desde lejos se le pod�a ver bien, estaba al lado de aling Anday en el sitio en que se hallaban de rodillas. El sacrist�n mayor nada pod�a decir.

No era costumbre o natural en el padre Agat�n el pasar momentos de mal humor como otros sacerdotes. Regularmente estaba bien, zandunguero y pronto a alegrarse, sobre todo cuando hab�a muchas peticiones de misa, buenos entierros y eran obedecidas todas sus �rdenes. Hac�a diez a�os que era el cura del pueblo de Tulig; lleg� joven a�n; ahora no ten�a m�s que veintiocho a�os, y en este tiempo se congeniaba bien con el pueblo.

Es verdad que era de cabeza un poco calentona, pegaba bien si se enfadaba, y ya hab�a enviado al destierro lejano a algunos pobres, fuera de otros que sufrieron encarcelamiento por varios a�os; pero todas estas cosas resultaban leves defectos en comparaci�n de sus buenas costumbres. La gente del pueblo recurr�a a �l cuando necesitaba algo en la cabecera. Le suplicaba cualquiera que deseaba tener "varas", es decir, ser capit�n del pueblo, o ten�a empe�o en ganar un asunto. �l era el jefe, el defensor, el casi la coraza del pueblo contra cualquiera capricho violento de otros superiores. Es verdad que era un poco p�caro para con las mujeres, sobre todo cuando era m�s joven y acababa de llegar, pero tampoco pod�a el pueblo murmurar nada contra �l; casaba bien, daba casa y capital a todas las v�ctimas de sus picard�as, mejor que otros solteros que destru�an y constru�an nada y, adem�s, se hab�a apaciguado por completo desde que conoci� a aling Anday. S�lo ahora que la tal Marcela se hab�a retirado al pueblo procedente de Manila, ahora s�lo, al parecer, volv�a a inquietarse de nuevo. Visitaba con frecuencia la casa de Marcela por ser �sta recatada y realmente hermosa, era amigo suyo el padre, y no se pod�a decir nada todav�a extra�o fuera de lo corriente y ordinario. Es verdad que se quejaba y lamentaban muchos pobres por haberse subido el precio de los entierros, bautizos y otros gastos por la iglesia, pero muchos sab�an que los pobres son, regularmente, dados a quejarse, y en prueba de ello es que los ricos estaban satisfechos del cura y, al parecer, se entregaban a una competencia para ver quien pagaba m�s al cura.

Era as� una alhaja para el pueblo el famoso cura, de ah� que todos se acordaban m�s que de estudiar o saber sus deseos, procurando adelantarse a saber sus �rdenes. Se arrebataban todos el honor de poderle servir, compet�an entre s� en cuanto a ofrecimientos y, en prueba de ello, se hallaba siempre abarrotada la cocina y la despensa del convento; para el cura el blanco y nuevo arroz, para el cura las gallinas gordas, la vaca de mejores carnes, el jabal� y el venado cogidos a red, los p�jaros cazados, el pescado m�s grande cogido en los mares, el langostino m�s gordo y los m�s sabrosos y buenos frutos de los �rboles. Adem�s de este ofrecimiento de los ricos, que era la manutenci�n del cura, sin gastos, as� como sus criados, llegaban sucesivamente los pa�uelos tejidos a mano, los haces de le�a de los labradores de terrenos que no ten�an otra cosa que dar, todos los obsequios de los que necesitaban algo, por el pariente encarcelado, por el hermano arrestado, por el animal decomisado por la Guardia Civil, por el pariente que est� detenido en la cabecera sin que se supiese el motivo. A todo esto, por s�lo una carta, un aviso verbal o una palabra del cura, quedaba libre el encarcelado, se retiraba el preso, se devolv�a el animal decomisado y se tranquilizaba el alborotado hogar.

La gente tampoco pod�a decir nada contra aling Anday, al contrario, encomios y respetos recib�a ella. Porque, en los casos bastante serios, como los robos, los asaltos en despoblado, aling Anday era el recurso de los pobres, y gracias a su intervenci�n, nadie ca�a en desgracia, nadie era sometido al suplicio del agua, nadie se condenaba. As� como lo miraban al cura como a un Dios, con la cabeza rapada, a aling Anday la consideraban como una virgen, compasiva y un tanto m�s econ�mica que otras v�rgenes de madera a las que se adoraba.

Y no era extra�o, pues, que se alborotara el pueblo de Tulig al sentir el enfado del cura. Si se oscureciera de repente el brillante sol, si se secara de pronto el rico manantial y crujieran los montes, �qui�n no se inquietar�a y no tendr�a miedo? Para los del pueblo de Turig, el padre Agat�n era como el sol esplendoroso, dulce manantial, olorosa brisa decembrina, abundosa monta�a y, adem�s, padre del alma.

No pas� siquiera por la imaginaci�n de nadie la sospecha de que el padre Agat�n pudiera estar loco. Se perder�n y enloquecer�n otras cabezas antes de que lo sea la del padre Agat�n; podr�n ser atacados de locura todos pero no el padre Agat�n. Por eso que, en el tribunal (casa municipal de entonces) despu�s de la misa, no se hablaba ni se comentaba otra cosa por los principales m�s que lo que hubiera podido ser la causa del enfado del cura. Discutan o lamenten el hecho, no acabar�n de encontrar el motivo, y no podr�n decir otra cosa m�s que el acontecimiento de que nuestro cura estaba rabioso. Y porque supieron que fue abofeteada aling Anday, ellos, al parecer, no tenían...

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