XVIII
LA NOCHE TRISTE

La noche del 30 de junio de 1520 Cortés decidió abandonar sus preciada conquista. Ordenó sus gentes y repartió el tesoro; a la vanguardia marchaban Sandoval y Ordaz; en el centro Cortés y Olid, quienes conducían a los prisioneros indígenas de los fuertes —los hijos de Moctezuma y Cacamatzin entre otros—, doña Marina y la hija de Xicoténcatl; Morla custodiaba el animal que conducía el tesoro que habría de perderse: más de ciento treinta y dos mil pesos en oro y joyas calculados en valor de la época; en la retaguardia Velázquez de León —que esa noche habría de morir a manos de los indígenas— y Alvarado Tonatiuh, a quien Cortés le impuso esa peligrosa posición como un castigo por lo del templo mayor. Por último marchaban en apretadas filas los indígenas de Tlaxcala.

Cortés había hecho construir pontones móviles de madera para atravesar las cortaduras de la calzada despojadas de sus puentes. Había escogido la calzada de Tlacopan por ser la más corta y la única sólo parcialmente demolida por los mexicanos.

Repartió los joyeles restantes entre los soldados, el oro, la plata y el jade, "porque sólo apetecían el oro y los chalchihuites —dice el indígena Cristóbal del Castillo traducido por el padre Pichardo—, y al punto los españoles llenaron de oro sus talegas hasta la boca, de suerte que ninguno hacía caso de las armas, sino de llevarse o cargarse de mucho oro". El peso del metal y de la piedra preciosa, el jade, habría de dificultar a los soldados españoles su huida en aquella noche lluviosa, y la ambición de riqueza habría de cavarles su propia tumba; pero a los que pudieron salvar algo de oro se los habría de arrebatar Cortés a la llegada a Tlaxcala.

Una noche de neblina, de oscuridad y lluvia fue aquella del 30 de junio, que en el recuerdo de los españoles quedó imborrablemente como la Noche Triste —que la llamara Gómara— o la Noche Tenebrosa, que dijeron los documentos inmediatos al desastre. Al punto de la medianoche, Cortés dio la señal de partida y la consigna de silencio. Nadie hablaba, nadie osaba dirigir la palabra, arrastraban silenciosa y penosamente sus pies en el fango, marchaban vigilando el relincho de las bestias. Así pasaron tres trajos, pero al llegar al cuarto —en lo que hoy es la avenida Hidalgo—, al canal llamado Tolteca Acaloco, una anciana mexica que tomaba a esa hora agua con un cántaro sintió la huida de los extranjeros y gritó a los suyos:

—¡Mexicanos, venid aprisa, corred que ya se salen nuestros enemigos! ¡Ahora, ahora que es de noche se van fugitivos!

En ese momento se oyó otro grito, el de un sacerdote del templo de Huitzilopochtli, y su grito fue acompañado del lúgubre tañido de los teponaxtles y huéhuetls: "¡Oh caudillos, oh mexicanos, nuestros enemigos salen, acudid sobre las lanchas de guerra y a los caminos!"

En pocos minutos hirvió de lanchas de guerra la laguna mientras las azoteas se erizaban de guerreros armados de espadas, arcos y lanzas; los caminos fueron cortados por una multitud cuyos gritos de combate llenaban de angustia a la columna fugitiva. Las macanas de puntas de obsidiana, las navajas de sílex, las hondas y sus arcos empezaron la macabra tarea.

El pontón de madera había quedado inutilizado y hubo que atravesar el canal de los Tolteca utilizando una viga milagrosamente olvidada por los indígenas, pero los caballos se resbalaron y la confusión pronto se apoderó de la columna. La derrota y la confusión se hicieron más angustiosas: los españoles se precipitaron a las aguas, pero sólo algunos alcanzaron la otra orilla; los más encontraron su muerte en las aguas o arrastrados por mexicanos, que los arrebataban de los suyos para el sacrificio de guerra. Finalmente, el canal fue cubierto de seres humanos muertos y de caballos, hasta que "los últimos atravesaron a la otra orilla encima de los hombres y encima de los cuerpos", dice dramáticamente Sahagún (Libro XII).

Y en medio de la oscuridad —sólo interrumpida por los relámpagos de la lluvia— se oían únicamente los gritos de guerreros victoriosos de México, el llanto de los fugitivos, los alaridos de triunfo de los tlamacazque aztecas y las maldiciones de los españoles que invocaban a Dios y a Santa María. El tesoro conducido por Morla se perdió y el propio jinete encontró la muerte. Los prisioneros hijos de Moctezuma fueron muertos por los suyos y Cacamatzin cayó en la confusión de la batalla encontrando la muerte en aquella Noche Tenebrosa después de una digna prisión en el palacio de Axayácatl.

Más de cuatrocientos españoles y la casi totalidad de los indios tlaxcaltecas desaparecieron. Se perdieron la artillería y la pólvora, salvándose una escasa veintena de caballos. Cuando los extanjeros llegaron a Tlacopan (Tacuba), ya en tierra firme, y en los patios circundantes de la pirámide del lugar Cortés recapituló sobre el desastre, quiere la historia que llorara amargamente. Y "¿quién no llorara —dice Gómara— viendo la muerte y estragos?" El conquistador perdía, añade nuestro cronista, amigos, tesoro y poder, con la imperial ciudad el reino entero; lloraba Cortés, además, la incertidumbre de la lealtad de sus aliados de Tlaxcala. Si era recibido en son de guerra en aquella provincia, el corto número de supervivientes encontraría su tumba en aquellas extrañas y fascinantes tierras.

Un año después, a la vista de Tacuba, se habría de componer el primer romance viejo de que se tenga noticia en América. Ahora los españoles no sólo iban a cantar los heroicos recuerdos de su guerra contra los moros, sino los trágicos de su lucha contra los infieles de Tenochtitlán. Bernal Díaz del Castillo, quien desgraciadamente sólo incluyó un fragmento del romance, dice que al mirar Cortés el templo de Huitzilopochtli, "sospiró... con una muy gran tristeza", mientras sus soldados dijeron un cantar o romance:

En Tacuba está Cortés
con su escuadrón esforzado,
triste estaba y muy penoso,
triste y con gran cuidado,
una mano en la mejilla
y la otra en el costado...

Algunos de los capitanes españoles se adelantaron a Cortés y le pidieron que amparara a quienes habían quedado en el puente. Cortés respondió que quienes habían escapado había sido por milagro, y volvió sobre sus pasos; pero sólo para encontrarse con Alvarado, que mal herido, corriendo sangre, le informó de la inutilidad del regreso: quienes quedaban atrás habían sido muertos o estaban irremisiblemente perdidos. Cortés ordenó a la exhausta tropa española y a sus aliados proseguir su marcha, alejarse del recinto mexicano. Volvieron a iniciar su penosa huida guiados por un indígena tlaxcalteca, seguidos de cerca por los mexicanos que los denostaban y combatían con sus hondas y arcos en medio de alaridos de guerra. Al amanecer de aquel día alcanzaron las colinas del actual santuario de los Remedios; allí, rendidos, heridos y hambrientos, se hicieron fuertes; devoraron sus escasos bastimentos y bebieron agua. Por la noche, nuevamente en las sombras, volvieron a escapar marchando angustiosamente entre las veredas del valle. Pero aquel lugar quedó desde entonces como el supremo santuario de los españoles y la virgen del amparo, de los Remedios, como patrona de los conquistadores.

Enderezaron sus pasos hacia el norte, Cuauhtitlán y Tepozotlán, pero antes pasaron por un pueblo otomí, enemigo de México, Teocalhueyacan: allí se les recibió pacíficamente, se les ofrendó, mientras anunciaba Cortés por boca de dona Marina:

"¡No os preocupéis! No tardaré en regresar, regresaré pronto, pronto buscaré a éstos. De aquí se gobernará, aquí estará la sede gubernamental. El mexicano será aniquilado..."

Añade el informante de Sahagún que los mexicanos cedieron Tepozotlán a los invasores, pero que sus legiones los provocaban persiguiéndolos. Los españoles, si alcanzaban a algunos, allí mismo les daban muerte. Los espiaban tras de los magueyales, tras las formaciones rocosas, tras las apretadas florestas. Los españoles marchaban atemorizados. De Tepozotlán enderezaron su marcha al oriente; así llegaron a la ciudad de Xóloc, también abandonada; la anterior fue entregada al fuego y crepitaron y humearon los templos y las casas de los habitantes.

Perseguidos y acosados los extranjeros —y ¡ay del que perdía la columna!— alcanzaron los llanos de Otumba. Pero cuando ya creían haber roto el cerco, en las colinas de la llanada apareció un imponente ejército indígena. Los mexicanos intentaban a cualquier costo impedir que sus enemigos salieran del valle de México; habían concentrado la flor de sus ejércitos para lograr que no escaparan por esa salida natural del valle. "Querían cortar el camino a los españoles", dice sentenciosamente el anónimo tlatelolca del Libro XII.

Los mexicas estaban al pie del monte del Sol, Tonan, y cuando los españoles se pusieron en marcha, los espías advirtieron a los suyos. En un momento se precipitó aquella imponente masa y los cercó. Cortés y los suyos decidieron pelear hasta morir, pues el solo peso numérico parecía nuevamente destinado a aplastarlos. No había artillería ni pólvora; Malinche sólo pudo utilizar sus escasos y fatigados corceles: los destinó a quebrantar el ejército, a abrir brechas para que la infantería y los aliados tlaxcaltecas diesen fin a la fúnebre tarea. Cortés, además, dio una orden: acuchillar preferentemente a los caudillos, a los hombres cuyos atavíos señalasen su rango. Sandoval, Olid y otros capitanes llegaron hasta la nobleza dirigente en el supremo momento: un jinete, Juan de Salamanca, atravesó de una lanzada al Cihuacóatl. Al caer el jefe, los indígenas abatieron las armas, abandonaron el campo y huyeron de sus enemigos. Malinche sabía desde Cuba el valor simbólico de los caudillos; había explotado este conocimiento con la prisión de Moctezuma; ahora le tocaba emplearlo en aquellos difíciles minutos. La flor de los guerreros tlatelolcas, tenochcas, chalcas, xochimilcas, azcapotzalcas y texcocanos abandonaron el campo perseguidos por los de a caballo: murieron muchos, casi se postraban, "casi corrían tras la muerte".

La mermada columna pudo así trasponer las serranías del valle mexicano el 8 de julio y alcanzar los valles poblanos, las tierras de sus aliados de Tlaxcala; atrás quedaba Otumba, el lugar donde Malinche había transformado su derrota en mágica victoria y en donde había renovado su prestigio. Otumba, se ha dicho, es una de las grandes batallas de la historia que han cambiado los destinos de la humanidad.

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