XX
CUAUHTÉMOC, UNDÉCIMO SEÑOR DE MÉXICO

AMENGUABA ya la plaga divina, el huezáhuatl traíado por los teules, cuando en el mes Quecholli de la cuenta indígena —la veintena que empezaba el 23 de octubre— murió Cuitláhuac consumido por la fiebre de las viruelas. Dice lapidariamente el Códice Aubin: "Solamente ochenta días gobernó: terminó el mes de Quecholli, en el cual murió. Murió de calentura..." En efecto, al finalizar agosto o en la primera mitad de septiembre había sidio entronizado, muy poco después de la expulsión de los extranjeros; pero el extraño mal llegado con los blancos se extendió sobre México, y Cuitláhuac murió al cuarto mes lunar de su jura.

Nuevamente hubo de convocarse al supremo consejo de la tribu para designar al sucesor; había que traer a los señores del reino y a la nobleza del clan totémico de las águilas; pero entretanto se reunía el electorado, Cuauhtémoc —ahora sin discusión— recibió el cetro y el mando.

El príncipe de Tlatelolco, el héroe niño de la resistencia a los teules, iba a ser el caudillo en los aciagos momentos que venían.

Desde septiembre de 1520 hasta enero de 1521, Cuauhtémoc gobernó de facto el Imperio, ya que la ceremonia de la consagración no se realizó hasta los nemonteni, o cinco días funestos fuera del calendario indígena, días que en nuestro calendario caían del 28 de enero al 1° de febrero del año siguiente. Dice el Códice Aubin: "Como décimo primer señor durante los nemonteni del mes de Quautliteua se entronizó Cuauhtemotzin". Es éste un dato hasta ahora desconocido, pero significativo y extraño, en la historia de Cuauhtémoc y de su pueblo.

En efecto el calendario de los aztecas se componía de diez y ocho meses lunares de veinte días cada uno, quedando fuera del calendario de los meses cinco días, llamados nemonteni, que se considebanan funestos y de mal agüero. Estos días, dice Sahagún, los "tenían por mal afortunados y aciagos; decían que los que en ellos nacían tenían malos sucesos en todas sus cosas y eran pobres y míseros... No usaban hacer nada en estos días, por ser mal afortunados".

¿Por qué, pues, la entronización de Cuauhtémoc se realizó precisamente en estos días de desventura? Sólo caben dos explicaciones, sea que se acepte que fue consecuencia de una revelación mágica impuesta por los oráculos que así creyeron que al conjuro de los días infortunados iban a vencer a los blancos, a los "irresistibles"; o según se dé una explicación histórica: en enero de 1521 Cortés volvió sobre la ciudad de México y, aunque parcialmente rechazado en Ixtapalapa, sus gentes se presentaron amenazadoramente a las puertas del reducto lacustre; había pues, que apresurar la elección, aun sin el consorcio de la nobleza guerrera de provincia, para hacer frente a la situación. De todas suertes Cuauhtémoc ascendió al real solio en desusada situación, en los días adversos, de llanto y de recogimiento, en los nemonteni o días fuera de mes con los que concluía el año indígena: algo simbólico y que, como el nombre mismo de Cuauhtémoc, presagiaba días de infortunio.

Bernal Díaz nos ha dejado el único retrato que ha llegado hasta nosostros del príncipe mexicano (CLIV, CLVI, CXXX). "Bien gentil hombre para ser indio y de buena disposión y rostro alegre", dice el cronista español describiéndolo como si lo tuviese a la vista: "De muy gentil disposición así de cuerpo como de facciones, y la cara algo larga y alegre, y los ojos, más parecía que cuando miraban que era con gravedad que halagüeños... y la color tiraba su matiz algo más blanco que a la color de los indios morenos". Todavía añade Bernal una nota más de elogio para el hermoso príncipe de Tlatelolco: "Muy esforzado y se hizo temer de tal manera que todos los suyos temblaban de él".

Tocó a Coanacochtzin y a Tetlepanquetzaltzin entronizar al príncipe tlatelolca. Tocaba a ellos por derecho realizar la ceremonia de consagración, pues eran las cabezas de la Triple Alianza. Pero sin la pompa antigua y sólo echando mano de prisioneros de guerra tlaxcaltecas, se realizó la ceremonia en el templo mayor. Un ominoso vació presagiaba a Cuauhtémoc las dolorosas traiciones que le esperaban: casi todo el oriente había escapado al dominio de México, y del propio valle mexicano y de Cuernavaca muchos no asistieron por temor al capitán Malinche, por resentimiento a los aztecas o por cobardía. Los señores de Texcoco y Tacuba abrían el cortejo que conducía a Cuauhtémoc a la pirámide de Huitzilopochtli: allí se le atavió, se le tiñó de negro, fue rociado con aguas sagradas y se le dotó de los mágicos símbolos de inmunización y poder, atraviándosele con la manta pintada con cráneos y huesos, símbolo de la tierra. Finalmente, Coanacoch, señor de Texcoco, habló para pronunciar las palabras con que generalmente saludaban al nuevo señor y que poco debieron variar de las que Motolinia recogió para un acto similar:

Señor mío, mirad cómo os han honrado vuestros caballeros y vasallos; pues ya sois confirmado, habéis de tener cuidado de ellos y amarlos como a hijos; habéis de mirar que no sean agraviados, ni los menores maltratados de los mayores; ya veis cómo los señores de vuestra tierra, vuestros vasallos, todos están aquí con sus caballeros, cuyo padre y madre sois ya vos, y como tal los habéis de amparar y defender en justicia, porque todos sus ojos están puestos en vos. Sois el que los habéis de regir y dar orden en las cosas de la tierra: mirad que tengáis mucho cuidado, habéis de velar mucho en hacer andar el sol e a la tierra; mirad, señor, que habéis de trabajar como [para que] no falte sacrificio de sangre y comida al dios sol, porque tenga por bien vencer su curso e alumbrarnos, e a la diosa tierra también porque nos dé mantenimiento: e mirad que veléis mucho en castigar y matar a los malos, así señores como regidores, a los desobedientes y a todos los delincuentes.

En el recinto del templo mayor se hizo un silencio de muerte al conducir su oración al rey de Texcoco. Cuauhtémoc iba a hablar. Infortunadamente, la historia no ha recogido sus palabras, pero podríamos reconstruirlas si tenemos presentes sus futuras oraciones al pueblo, transmitidas por los cronistas: encareció a los suyos valor, fe inquebrantable en los dioses y decisión para vencer en aquella amarga hora; porque la derrota significaba escalvitud y muerte. Quizá terminó con estas palabras que, por usuales en estas ceremonias, recogió Sahagún como oración con la que respondía el señor recién consagrado a su pueblo:

Por ventura pasará sobre mí como sueño [la regencia], y en breve se acabará mi vida; o por ventura pasarán algunos días y años, que llevaré a cuestas esta carga que nuestros abuelos dejaron cuando murieron, grave y de muy gran fatiga, en quien hay causa de humillación más que de soberbia y altivez.


En efecto, los presagios no podían ser más siniestros. Malinche había vuelto como un alud sobre Tenochtitlán, y los enemigos, los tlaxcaltecas, cantaban ya cánticos de victoria, mientras los tibios y los cobardes se inclinaban lentamente ante el poder de los extranjeros. Cuauhtémoc continuó la tarea de su predecesor: fortificar la ciudad. Hacer de la isla un reducto inexpugnable, ahondando acequias, cortando tajos, levantando murallas y cavando fosas. Cortés, que supo esto por un prisionero mexica tomado en Huaquechula, añade: "En especial supe que hacían lanzas largas como picas para [inutilizar] los caballos".

Pero el genio político de Cuauhtémoc iba más allá: había que fortalecer la ciudad, pero había que hacer posible una victoria formando alianzas ofensivas y defensivas con los enemigos tradicionales. Sus embajadores recorrieron Anáhuac: ofrecían exención de tributos a los antiguos sojuzgados y paz inquebrantable a los enemigos tradicionales. Gómara, que amplía las noticias de las cartas de Cortés, dice que Cuauhtémoc envió mensajeros por todas las tierras:

Unos a quitar tributos a sus vasallos y otros a dar y prometer grandes cosas a los que no lo eran, diciendo cuán justo era seguir y favorecer a él que no a Cortés, ayudar a los naturales que no a los extranjeros y defender su antigua religión que no acoger la de los cristianos, hombres que se querían hacer señores de lo ajeno; y tales, que si no les defendían luego la tierra no se contentarían con la ganar toda, más que tomarían la gente por esclavos y la matarían...

Esta tentativa de alianza, aun con los enemigos tradicionales, ya la hemos visto con Tlaxcala; pero una confirmación de lo mismo la encontramos en los tarascos, pues La relación de Mechuacán refiere estos propósitos, aunque equivocadamente atribuya el mensaje de paz a Moctezuma, entonces muerto, que no a Cuauhtémoc, quien defendía la ciudad cuando los españoles hicieron su real en Texcoco. Dice la Relación que los señores de Tzintzuntzan aceptaron enviar sus embajadores a Tenochtitlán para conocer a los blancos, a los hombres de rostro calcáreo venidos de oriente; allí se les llevó en canoa hasta Texcoco y desde un promontorio avistaron a los españoles; allí se le incitó a sumarse a México reconociéndolos como grandes flecheros y proponiéndoles un plan: "Vosotros los de Michuacán por allí vendréis —dijeron señalando un llano— y nosotros iremos por otra parte y así los mataremos a todos". La alianza fracasó: Zuaungua, soberano tarasco, rechazó el plan y el oráculo de los mexicas que anunciaba que México nunca sería destruido, que nunca sería incendiado.

Los tarascos temían a los mexicanos, pensaban en una traición y prefirieron paralizar a sus guerreros. Poco tiempo después, víctima de la viruela de los extranjeros, habría de morir Zuaungua, y su sucesor, Zinzicha —llamado Caltzontzin por los mexicanos—, habría de rechazar el socorro nuevamente pedido por los de México. Todo era unútil. Cuauhtémoc, sin embargo, decidió encerrarse en aquella isla hasta hacerla la tumba de su tribu o el lugar de la victoria.

Pero en medio de tal adversidad, Cuauhtémoc encontró un dulce desahogo en su matrimonio con la joven viuda de Cuitláhuac, la hermosa princesa mexica Tecuichpo. Ésta era hija de Moctezuma y, por lo mismo, su enlace venía a dar legitimidad a la sucesión real de México. Bernal Diaz la describe como "bien hermosa para ser india" (CXXX), y añade más adelante que era "muy hermosa mujer y moza" (CLVI).

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