XXI
XICOTÉNCATL: UNA VOZ EN EL DESIERTO

El 8 de julio de 1520, el Malinche escapaba de tierras del dominio mexicano y alcanzaba el señorío aliado de Tlaxcala. Allí, en Hueyotlilpan —una villa de cuatro mil almas—, los tlaxcaltecas renovaron su adhesión y subordinación a los teules. Selló Tlaxcala su historia de república libre cuando los cuatro cabezas de los cuatro clanes de la tribu, acompañados de los señores huejotzincas, se presentaron a Cortés a manifestar su amistad y permanente alianza. Los cronistas españoles recogieron estas palabras de Maxiscatzin:

¡Oh Malinche, Malinche, cómo nos pesa vuestro mal y los muchos de los nuestros que con vosotros murieron! Ya os lo habíamos dicho que no fiáseis de gente mexicana porque un día u otro os habían de dar guerra. En vuestra casa estáis: descansad. Y no penséis, Malinche, que fue poco escapar con vida de aquella fuerte ciudad, pero nosotros os decimos que si antes os teníamos por muy esforzados ahora os tenemos por mucho más. No os acongojéis por el duelo de las mujeres de Tlaxcala por los suyos. Mucho debéis a vuestros dioses que os permitieron alcanzar Tlaxcala y salir de entre la multitud de guerreros que os aguardaban en Otumba.

Al día siguiente, Cortés abandonó aquel poblado y alcanzó la metrópoli del señorío de Tlaxcala. La ciudad lo recibió cordialmente, renovó su entregamiento sin condición a los teules y alojó y abasteció a la famélica y destrozada columna de extranjeros.

Pero en medio de esta fatal ausencia de perspectiva política de la tribu, una voz tlaxcalteca se alzó contra los españoles: Xicoténcatl el Mozo. Gómara y Bernal Díaz, que refieren este incidente, culpan de la decisión de este hijo de uno de los señores de la república tlaxcalteca a los embajadores de México; y sin duda pudieron haber influido en el ánimo del valeroso Xicoténcatl las palabras de alianza ofrecidas por los enviados de Cuitláhuac y Cuauhtémoc, pero más que nada debieron influir en él su ánimo de libertad y sus deseos de eliminar la esclavitud cada vez más visible de su tribu, como lo habrá de declarar más adelante. Refiere Bernal Díaz que Xicoténcatl el Mozo, que fuera el caudillo de las batallas tlaxcaltecas en el momento del arribo español al señorío, al tener noticias de la huida de México, convocó a sus parciales y les pidió que combatiesen a los extranjeros y buscasen la amistad de los mexicanos; una noche sería suficiente para caer sobre los extranjeros y exterminarlos; la más leve presión militar, y los aniquilarían o arrojarían hasta la costa oriental. Pero habiendo llegado a oídos de Chichimecatecuhtli, otra de las cabezas y jefes guerreros de la tribu tlaxcalteca, éste convocó a consejo —presidido por el viejo e incondicional amigo de los españoles, Maxiscatzin— y pidió la reprobación de la conspiración y la muerte del joven Xiconténcatl. Maxiscatzin sumó su voz de reprobación recordando los beneficios de la alianza de Tlaxcala con Maliche, y como Xicoténcatl porfiase en sus propósitos, se le arrojó del consejo de la tribu y se le empujó gradas a bajo del recinto con palabras injuriosas. Soló el respeto al viejo Xicoténcatl salvó la vida al guerrero tlaxcalteca.

La situación para Cortés, por otra parte, no podía ser más dolorosa: algunos heridos murieron, otros quedaron mutilados. Algo como para partir el corazón. Un fuerte grupo requirió a Cortés para que despoblaran Tlaxcala y se hicieran fuertes en Veracruz; se sentían inseguros en medio de aquellos aliados indígenas sin una salida al mar y deploraban haber abandonado sus cómodas estancias de Cuba y haberse aventurado en aquel mundo desconocido. Cortés, sin embargo, mantuvo firmemente su decisión de no desamparar el país sino de mantenerse en él hasta vencer; justificó su derecho de conquista en el servicio de Dios y del rey, acentuando el derecho que asistía a los españoles para difundir la religión cristiana, "la gran causa", dice el propio conquistador. Servir a Dios y al rey, añade Bernal.

Los españoles descansaron y se rehicieron, pero todavía no transcurría un mes cuando Cortés trató de recobrar el prestigio perdido. Tepeaca fue escogida como la próxima presa, pues durante los días tenebrosos había combatido y aniquilado a un grupo de españoles que iba de Tlaxcala a Veracruz llevando el oro recogido en Coatzacoalcos. Tepeaca era una de las avanzadas nahuas y una ciudad aliada y amiga de México; partía términos con Tlaxcala y era una de las rutas aztecas con dirección al sur (la mixteca y la zapoteca oaxaqueñas) y al oriente (Cotastla y Coatzacoalcos). Cortés marchó con cuarenta mil indios aliados siguiendo el rumbo de Huejotzingo, Cholula y Acatzingo; la ciudad fue requerida de paz. Pero Tepeyácac (Tepeaca) respondió con temeridad afirmando sus deseos de combatir a los blancos y de aniquilarlos. La ciudad fue asaltada a sangre y fuego entregada a saqueo: algo que era bien conocido de los indígenas. Pero el capitán Malinche ahora inició una nueva política que justificó no sólo en el deseo de obtener ejemplaridad en el castigo y en imponer temor a los reacios, sino también arguyendo el canibalismo de los indígenas, no obstante que la antropofagia, practicada en pequeña escala, sólo lo era como un acto de comunión en las ceremonias religiosas; Malinche hizo los primeros esclavos en el pueblo de Quechólac, en el señorío de Tepeaca, haciéndolos herrar con marcas candentes que les grabaron imperecederamente la letra G, significando la palabra guerra.

Con su sagacidad peculiar, Cortés abandonó Tlaxcala y trasladó su real a Tepeaca, la segunda villa española de Anáhuac y a la que llamó Segura de la Frontera. Simultáneamente dio nombre a aquellas tierras que por la "similitud" con las de España, así en la fertilidad como en ríos y en otras muchas cosas —dice—, pidió llamarla Nueva España del Mar Océano. Entretanto, al retirarse de Tlaxcala, evitaba una peligrosa convivencia con sus aliados indios y las naturales fricciones y exacciones de un ejército de ocupación. Tepeaca, la ciudad vencida, cargó sobre sí la pesada tarea de alimentar a los extranjeros y servirles en sus propósitos. Las mujeres más bellas fueron entregadas a los teules.

Desde Tepeaca empezó Cortés a arrebatar a los mexicanos su dominio sobre el oriente de Anáhuac, así el valle poblano como la costa de Veracruz. Tepeaca fue el centro de operaciones destinadas a dominar Huaquechula, un bello poblado de las estribaciones del Popocatépetl y un hermoso vergel situado en las arenas volcánicas de la montaña humeante de los mexicanos, en cuyas nieves eternas vivía el dios de las lluvias. Los huaquechultecas acudieron a Malinche solicitando ayuda para sacudir el dominio de los mexicanos, cuya guarnición alojada en un lugar fortificado les imponía tributos y vejaciones. Cortés envió a uno de sus capitanes de confianza, Olid, con los embajadores de Huaquechula: Olid siguió el camino de Huejotzingo, pero finalmente hubo de alcanzarlo el propio Malinche, para seguir la ruta de los volcanes, hacia Cholula, Atlixco y Huaquechula. Cortés entró en la ciudad, a marchas forzadas, porque su sola presencia había precipitado la rebelión, y los señores de México sitiados en uno de los palacios iban a ser totalmente aniquilados. Cortés logró salvar a alguno sólo para recibir las primeras noticias de Tenochtitlán. La ciudad quedó liberada de la guarnición, que en su huida alcanzó a dar fuego a las chozas de los aledaños. Los derrotados aztecas atravesaron la garganta de los volcanes y descendieron el valle mexicano.

Cortés avanzó todavía más al sur, hasta tierra caliente, Izúcar —el actual Izúcar de Matamoros—, en donde igualmente repitió el saqueo de la ciudad y logró expulsar a la nobleza dirigente partidaria de Tenochtitlán. Allí recibió un mensaje de extrañas y alejadas provincias ofreciéndole tributos y subordinación; eran las gentes mixtecas de Oaxaca, otra de las tribus derrotadas y señoreadas por México. En Izúcar, Cortés igualmente logró intervenir en la sucesión del señorío, vista la huida del cacique del lugar, quien había preferido refugiarse en México.

También desde Tepeaca salió otro de los más jóvenes y leales capitanes del conquistador hacia Jalacingo y Teziutlán, dos pequeñas villas al noroeste de Jalapa. Iba Sandoval a castigar a sus habitantes por haber combatido a un grupo español que venía con Narváez.

Las villas, frías y húmedas, en una llanada rodeada de montañas, fueron requeridas de paz; Jalacingo, Tezuitlán y sus aliados mexicanos respondieron que darían muerte a los españoles, como en México sus hermanos lo habían hecho. Sandoval repitió la historia de las ciudades vencidas por Cortés; las villas fueron arrasadas, incendiadas y entregadas a saqueo, dominando así otro importante lugar en la zona oriental.

Mientras tanto, el prestigio de Cortés y la fama de México atraían nuevos aventureros. Con lentitud y seguridad Cortés veía engrosar su tropa: primero los navíos enviados por Velázquez desde Cuba destinados al supuesto vencedor Narváez; después las derrotadas armadas de Garay, el de Jamaica, que enviaba para las sujeción y pacificación de la Huasteca (Pánuco); y, finalmente, los comerciantes y aventureros atraídos por la fama de la riqueza en oro de las nuevas tierras. Lentamente Cortés rehacía su equipo militar en armas de fuego, ballestas, cañones y, sobre todo, caballos.

Pero antes de emprender Malinche su regreso al valle mexicano, cuidó de un arma sin la cual jamás dominaría a Tenochtitlán: los barcos destinados a sujetar a México por agua, pues sin el dominio lacustre de Tenochtitlán jamás podría derrotar definitivamente a los mexicanos. Nuevamente la fortuna volvía a sonreír al conquistador; un soldado llamado Martín López, carpintero, hizo las veces de armador.

Se improvisó un astilero en Tlaxcala; desde Veracruz llegaron velas, hierros, palos, etc., en Huejotzingo se cortó la madera y en Tlaxcala se la galibó y untó con brea de los pinares cercanos. Cortés armaba trece bergantines; sin la presencia del hábil carpintero Martín López, la suerte del conquistador habría dependido de la ayuda de España —quizá tardía o nunca llegada—. Martín López, al volver a su abandonado oficio, prestó al Malinche una colaboración inestimable.

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